“I don’t know enough,” replied the Scarecrow cheerfully. “My head is stuffed with straw, you know, and that is why I am going to Oz to ask him for some brains.”
“Oh, I see,” said the Tin Woodman. “But, after all, brains are not the best things in the world.”
“Have you any?” inquired the Scarecrow.
“No, my head is quite empty,” answered the Woodman. “But once I had brains, and a heart also; so, having tried them both, I should much rather have a heart.”
L. Frank Baum
The Wonderful Wizard of Oz
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Por eso quiero, hijo mío,
que te des a tus hermanos,
que para su bien pelees
y nunca te estés aislado;
bruto y amado del mundo
te prefiero a solo y sabio.
A Dios que me dé tormentos,
a Dios que me dé quebrantos,
pero que no me dé un hijo
de corazón solitario.
Andrés Eloy Blanco
Coloquio bajo la palma
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La política responsable no puede prescindir de ser analítica, en lo posible con base científica y, en todo caso, decidida con el rigor que la ciencia pone en sus métodos y protocolos.
No debe ser tolerada una política caprichosa, hecha de corazonadas e impulsos repentinos. La política es entrometerse en la historia, una invasión de la sociedad sólo para su beneficio, y en consecuencia exige que el político sea, además de honesto, competente.
Una parte de la política es el arte del Estado (statecraft), y de éste hay conocimiento acumulado que se remonta a los inicios de la historia. El I Ching, por ejemplo, data de 2.700 años antes de Cristo, y aunque contiene muchas previsiones y consejos para la vida cotidiana y familiar, abunda en indicaciones para problemas de gobierno. (“Esta imagen se refiere al estado de cosas en el tiempo cuando el rey Wên, quien vino originalmente del oeste, estaba en el este en la corte del tirano reinante, Chou Hsin. El momento de la acción a gran escala no había llegado todavía. El rey Wên sólo podía mantener más o menos a raya al tirano mediante persuasión amigable”, Hexagrama 9; “A fin de obtener seguidores debe primeramente saberse cómo adaptarse uno mismo. Si un hombre va a mandar, primero debe aprender a servir, puesto que sólo así asegura de los que estén bajo él el alegre asentimiento que es necesario para que lo sigan. Si tiene que obtener seguidores por la fuerza o la astucia, conspirando o creando facciones, invariablemente despertará resistencia, la que obstruirá una adhesión voluntaria”, Hexagrama 17; “Las revoluciones políticas son asuntos extremadamente graves. Sólo deben ser emprendidas bajo presión de la necesidad más urgente, cuando no haya otro camino. No todo el mundo está llamado a esta tarea, sino sólo el hombre que tenga la confianza del pueblo, y aun él sólo cuando el tiempo esté maduro”, Hexagrama 49).
En occidente, por supuesto, hay también obras clásicas del arte de gobernar. El príncipe, de Nicolás Maquiavelo, es el ejemplo que salta de inmediato a la conciencia, aunque también hay grandes textos de prescripciones más benévolas, como el Ensayo sobre el gobierno representativo de John Stuart Mill.
Pero fue el siglo XX la época del desarrollo explosivo de una metodología rigurosa para la formación y el análisis de las políticas públicas. Seleccionar un autor significativo entre los muchos que aportaron a ese desarrollo es harto difícil, pero uno típico es Russell Ackoff, profesor emérito de la Escuela Wharton en la Universidad de Pennsylvania. Ackoff es un cultor emblemático de la disciplina analítica de la “investigación de operaciones” (operations research), que emergiera en Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial. En 1957 publicó, junto con C. West Church (influyente lógico y teórico de sistemas), la obra que se convertiría en la biblia del campo: Introduction to Operations Research. Más tarde, Ackoff produjo un libro más general sobre el tema de la toma de decisiones auxiliada por el método científico, al que llamó, justamente, Scientific Method: Optimizing Applied Research Decisions (Wiley, 1962). Se trataba de una ciencia que, en lugar de contestar preguntas, resolvía problemas.
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El desarrollo aludido fue impulsado, primero, en las universidades. Poco después, surgiría la institución del think tank. Un think tank es un instituto de investigación con un número considerable de al menos, quizá, treinta investigadores—el suscrito visitó la Corporación Rand en 1977; en ese entonces seiscientos Ph. D.s trabajaban en la sede de Santa Mónica, California—que suelen investigar, en grupos multidisciplinarios y especializados. Su objeto: la formulación de políticas en proyectos dirigidos sobre todo a procesos sociales amplios y de largo alcance o carácter estratégico, que examinan sus creaciones y recomendaciones con la mayor rigurosidad científica.
Un think tank ha sido establecido porque se cree en la utilidad de un servicio de esa clase (pública o privadamente, pública o secretamente) y por tanto se le dota adecuadamente, hasta generosamente, de recursos (bibliotecas, salones, oficinas, computadoras, correo electrónico y “navegación” en Internet, asistencia en búsqueda y apoyo administrativo). Un think tank, para que sea verdaderamente tal, debe tener garantizada la libertad de pensar y expresar lo que piensa, debe gozar de un derecho equivalente a la libertad de cátedra, de un derecho a la investigación.
Otra cosa distinta son las llamadas unidades de análisis de políticas. Concebidas para proporcionar un análisis y un consejo oportunos, de aplicación las más de las veces táctica, para la acción y decisión de un jefe, en principio deben estar sujetas a la confidencialidad y carecen usualmente del sosiego necesario para consideraciones de largo plazo. Lo que generan son documentos en los que recomiendan la adopción de alguna postura, sugieren objetivos para una negociación, informan acerca de un problema o de un interlocutor que será enfrentado próximamente, etcétera. En general, las unidades de análisis de políticas son consideradas más “útiles” que los think tanks.
Si uno observa con un poco de detenimiento a las sociedades dominantes, se dará cuenta de que en ellas abundan organizaciones de los tipos descritos. No debe ser casualidad que prolifere en los Estados Unidos toda clase de institutos de investigación y desarrollo de políticas—la Corporación RAND, la Institución Brookings, el Instituto Hudson, el Centro para el Estudio de las Instituciones Democráticas, el Instituto Catón, la Fundación Heritage, el Instituto de Investigaciones de Stanford, Arthur D. Little, los muchos que estableciera Newton Gingrich para propósitos políticos, y cientos más. Las sociedades avanzadas procuran alcanzar racionalmente un destino favorable.
Y ya no dudan de la enorme utilidad que estos centros de recomendación pueden rendir. Las ganancias que pueden derivarse de un solo estudio pueden justificar por sí solas toda la vida de un instituto. (El caso antonomásico es el del descomunal ahorro en gasolina que representó para la fuerza aérea norteamericana la invención, en el seno de la Corporación RAND, del método de abastecimiento de combustible a los aviones en vuelo).
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¿No hay acá un riesgo de aristocratización del proceso político, al reducir la política a una interacción, opaca para el público general, entre expertos y tomadores de decisiones?
En 1991 fue publicado el libro The Idea Brokers: Think Tanks and the Rise of the New Policy Elite, escrito por James Allen Smith. Allí se encuentra una evaluación según la cual los think tanks norteamericanos se han alejado del público y de los propósitos de los patrocinantes originales, quienes esperaban que esas organizaciones de política aplicada sirviesen para educar al ciudadano y para proveer bases “libres de valores” (value free), desde las cuales pudiera juzgarse la eficacia de las políticas públicas. Los think tanks se limitan, por regla general, a comunicarse con los miembros de las élites, mientras el público permanece ausente de los debates.
Contra este “gobierno de expertos” alertaba en su tiempo Woodrow Wilson: “¿Qué nos espera si va a ocuparse científicamente de nosotros un reducido número de caballeros que serían los únicos en comprender las cosas?” O como lo pone John H. Fund: “Las políticas públicas son demasiado importantes para dejarlas en manos de los expertos”.
Pero es que la política, además, no es meramente un asunto de racionalidad. También lo es, y muy especialmente, asunto de corazón.
Primero que nada, lo es en la motivación. Las más de las veces la vocación política arranca de las tripas. En su libro Líderes, Richard M. Nixon admitía: “La persona que cree que su propio juicio, aunque falible, es el mejor, y que se impacienta viendo a hombres de menos categoría manejar mal las riendas del poder, por fuerza tiene que ansiar, hasta dolorosamente, hacerse con esas riendas. Ver las chapuzas y los patinazos de otros puede resultar hasta físicamente atormentador para él”. En el mismo libro, por otra parte, indica que la política es un problema de voluntad, una facultad que no siempre está asociada a la inteligencia: “Esta es una distinción vital a la hora de comprender qué es el poder y cómo son los hombres que lo ejercen. Desear es una actitud pasiva; querer es activa. Los partidarios desean; los líderes quieren”.
Más en el fondo, sin embargo, la política es asunto de corazón porque el político debe amar a la sociedad que quiere servir, debe amar lo que hace. Es consejo común a los estudiantes de Medicina que procuren no involucrarse emocionalmente, en lo especial no sentimentalmente, con sus pacientes. Dejarse rodar por esa bajadita pone en peligro su objetividad, su distancia clínica, la que es necesaria para poder ser de alguna utilidad. Pero este consejo no es el apropiado para un político.
La relación médico-paciente—salvo en el caso de los epidemiólogos—es bipersonal. Allí vale la prescripción de apagar lo emocional. En política puede predicarse lo mismo respecto de la relación entre el político y la enfermedad social. El oncólogo no entra en relación de odio personal contra un tumor específico aunque sepa que debe eliminarlo, y el político no debe determinar sus decisiones sobre la base de sus gustos o disgustos. Si tiene un reclamo por un daño individual que se le haya causado, pues allí está el Código Civil; que plantee una demanda civil como cualquier otro hijo de vecinos.
Lo que antecede es el deber ser, y a eso no se llega sino a través de cierta evolución psicológica, de una asociación emocional superior, de un placer derivado del deber. Emilio Mirá y López mostró hace tiempo cómo las almas son dominadas por cuatro gigantes: el miedo, la ira, el amor y el deber. Ser dominado por el deber es un estado que se alcanza después de superar el control que sobre uno ejercen el miedo, la ira y el amor, las otras grandes emociones; sobre ellas asciende el espíritu, como sobre escalones, para alcanzar el deber.
Y sí, el deber es por encima de todo una emoción, la incomparable, a veces sublime emoción de creer que se hace lo que es correcto. Se puede estar equivocado en el deber, por supuesto, como puede estarse en el amor.
La relación de Hugo Chávez con la gente que ha aprobado sus ejecutorias debe principalmente entenderse como una de amor. Quienes le apoyan o apoyaban han partido, mayormente, de una plataforma afectiva. Y esto tiene carácter bilateral. No podría darse el amor de los pobres por Chávez si no hubiera amor de Chávez por los pobres, si no hubiera una empatía bidireccional.
Ningún estudio sobre la pobreza en Venezuela tiene que enseñar a Chávez qué es la pobreza. Él la conoce; él la vivió de cerca. La sufrió y sintió con injusticia, y cree que es la lucha por eliminarla su deber. Simplistamente, piensa que hay gente interesada en que existan pobres. Entiende mal su deber, pero su deber se funda en su amor.
Pero es un amor primitivo. No se expresa positivamente, sino como negación de quienes él piensa que hieren a sus pobres. Es un amor protector, paternalista, ejercido sobre un pueblo que entiende débil, ingenuo, inconsciente. Una mezcla patológica de ira, miedo, amor y deber determina su conducta.
Ahora que nos encontramos en el umbral del post-chavismo es importante entenderlo así. Si rechazamos de él su ira y su miedo, si su sentido del deber es retorcido y extraviado, no neguemos que también actúa por amor. La venganza no debe ser su sucesor.
luis enrique ALCALÁ
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