Fichero

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En Ginebra, en 1712, nacía Juan Jacobo Rousseau. La familia de su padre, protestante y relojero en tierra de relojes, había abandonado Francia un siglo antes para escapar a la persecución religiosa.

Nada hacía presumir la influencia enorme que Rousseau tendría sobre el pensamiento político occidental. Quedó huérfano de madre poco después de nacer, y aunque el padre le enseñó a leer, no le facilitó la asistencia a la escuela. Rousseau no tuvo educación formal hasta después de cumplir los dieciséis años, cuando fuera presentado a Françoise-Louise de Warens, en ese entonces una dama de veintinueve años separada de su marido. Madame de Warens sería su madre sustituta, su amante y su mecenas, y fue ella quien envió al joven Rousseau a Turín, donde recibió educación en un colegio católico.

El salón de Madame de Warens permitió después a Rousseau adquirir un gusto por el mundo de las ideas, la literatura y las artes (especialmente la música). Hacia los veinticinco años de edad se emancipó de su protectora y, gracias a una pequeña herencia proveniente de su madre, compensó a Madame de Warens por los gastos en que había incurrido para su beneficio.

Seguramente es el encuentro de Rousseau con Diderot un punto crucial en su carrera. Rousseau escribió varios artículos para la Enciclopedia que su nuevo amigo dirigía, incluyendo uno sobre Economía Política (1755), cuyo esquema desarrolló en su obra más famosa e influyente: El contrato social (Du Contrat Social, Principes du droit politique, 1762). La Ficha Semanal #256 de doctorpolítico recoge los tres primeros capítulos, o planteamiento inicial, de esta obra, que sería piedra angular del Derecho Constitucional y fundamento de la corriente contractualista que ha llegado a nuestros días (John Rawls, David Gauthier, Philip Pettit, etcétera). Rousseau escribe del pacto o contrato social después de que lo hicieran John Locke y, antes, Thomas Hobbes, a quien hace frecuente referencia en su obra máxima.

El estilo de Rousseau es ameno, con una constante vena de sátira y humor. Si no era un pensador enteramente original, su virtud principal era pedagógica. En los capítulos o secciones aquí reproducidos—encabezados por su famosa afirmación: L’homme est né libre, et partout il est dans les fers—declara a la familia como la primera sociedad de la historia del hombre y la única natural, la que incluso sirve de modelo al Estado. Luego, despacha expeditamente el contrasentido del derecho del más fuerte. En el preámbulo pone:

“Me propongo investigar si dentro del radio del orden civil, y considerando los hombres tal cual ellos son y las leyes tal cual pueden ser, existe alguna fórmula de administración legítima y permanente. Trataré para ello de mantener en armonía constante, en este estudio, lo que el derecho permite con lo que el interés prescribe, a fin de que la justicia y la utilidad no resulten divorciadas”.

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La fuerza no hace derecho

Objeto de este libro

El hombre ha nacido libre y, sin embargo, vive en todas partes encadenado. El mismo que se considera amo, no deja por eso de ser menos esclavo que los demás. ¿Cómo se ha operado esta transformación? Lo ignoro. ¿Qué puede imprimirle el sello de legitimidad? Creo poder resolver esta cuestión.

Si no atendiese más que a la fuerza y a los efectos que de ella se derivan, diría: “En tanto que un pueblo está obligado a obedecer y obedece, hace bien; tan pronto como puede sacudir el yugo, y lo sacude, obra mejor aún, pues recobrando su libertad con el mismo derecho con que le fue arrebatada, prueba que fue creado para disfrutar de ella. De lo contrario, no fue jamás digno de arrebatársela”.  Pero el orden social constituye un derecho sagrado que sirve de base a todos los demás. Sin embargo, este derecho no es un derecho natural: está fundado sobre convenciones. Trátase de saber cuáles son esas convenciones; pero antes de llegar a ese punto, debo fijar o determinar lo que acabo de afirmar.

De las primeras sociedades

La más antigua de todas las sociedades, y la única natural, es la de la familia; sin embargo, los hijos no permanecen ligados al padre más que durante el tiempo que tienen necesidad de él para su conservación. Tan pronto como esta necesidad cesa, los lazos naturales quedan disueltos. Los hijos exentos de la obediencia que debían al padre y éste relevado de los cuidados que debía a aquéllos, uno y otro entran a gozar de igual independencia. Si continúan unidos, no es ya forzosa y naturalmente, sino voluntariamente; y la familia misma no subsiste más que por convención.

Esta libertad común es consecuencia de la naturaleza del hombre. Su principal ley es velar por su propia conservación, sus primeros cuidados son los que se debe a su persona. Llegado a la edad de la razón, siendo el único juez de los medios adecuados para conservarse, conviértese por consecuencia en dueño de sí mismo.

La familia es pues, si se quiere, el primer modelo de las sociedades políticas: el jefe es la imagen del padre, el pueblo la de los hijos, y todos, habiendo nacido iguales y libres, no enajenan su libertad sino en cambio de su utilidad. Toda la diferencia consiste en que, en la familia, el amor paternal recompensa al padre de los cuidados que prodiga a sus hijos, en tanto que, en el Estado, es el placer del mando el que suple o sustituye este amor que el jefe no siente por sus gobernados.

Grocio niega que los poderes humanos se hayan establecido en beneficio de los gobernados, citando como ejemplo la esclavitud. Su constante manera de razonares la de establecer el hecho como fuente del derecho. Podría emplearse un método más consecuente o lógico, pero más favorable a los tiranos.

Resulta, pues, dudoso, según Grocio, saber si el género humano pertenece a una centena de hombres o si esta centena de hombres pertenece al género humano. Y, según se desprende de su libro, parece inclinarse por la primera opinión. Tal era también el parecer de Hobbes. He allí, de esta suerte, la especie humana dividida en rebaños, cuyos jefes los guardan para devorarlos.

Como un pastor es de naturaleza superior a la de su rebaño, los pastores de hombres, que son sus jefes, son igualmente de naturaleza superior a sus pueblos. Así razonaba, de acuerdo con Filón, el emperador Calígula, concluyendo por analogía que los reyes eran dioses o que los hombres bestias.

El argumento de Calígula equivale al de Hobbes y Grocio. Aristóteles, antes que ellos, había dicho también que los hombres no son naturalmente iguales, pues unos nacen para ser esclavos y otros para dominar.

Aristóteles tenía razón, sólo que tomaba el efecto por la causa. Todo hombre nacido esclavo nace para la esclavitud, nada es más cierto. Los esclavos pierden todo, hasta el deseo de su libertad: aman la servidumbre como los compañeros de Ulises amaban su embrutecimiento. Si existen, pues, esclavos por naturaleza, es porque los ha habido contrariando sus leyes: la fuerza hizo los primeros, su vileza los ha perpetuado.

Nada he dicho del rey Adán, ni del emperador Noé, padre de tras grandes monarcas que se repartieron el imperio del universo, como los hijos de Saturno, a quienes se ha creído reconocer en ellos. Espero que se me agradecerá la modestia, pues descendiendo directamente de uno de estos tres príncipes, tal vez de la rama principal, ¿quién sabe si, verificando títulos, no resultaría yo como legítimo rey del género humano? Sea como fuere, hay que convenir que Adán fue soberano del mundo, mientras lo habitó solo, habiendo en este imperio la ventaja de que el monarca, seguro en su trono, no tenía que temer a rebeliones, ni a guerras, ni a conspiradores.

Del derecho del más fuerte

El más fuerte no lo es jamás bastante para ser siempre el amo o señor, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber. De allí el derecho del más fuerte, tomado irónicamente en apariencia y realmente establecido en principio. Pero ¿se nos explicará nunca esta palabra? La fuerza es una potencia física, y no veo que la moralidad pueda resultar de sus efectos. Ceder a la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad; cuando más, puede ser de prudencia.

¿En qué sentido podrá ser un deber?

Supongamos por un momento este pretendido derecho; yo afirmo que resulta de él un galimatías inexplicable, porque si la fuerza constituye el derecho, como el efecto cambia con la causa, toda fuerza superior a la primera modificará el derecho. Desde que se puede desobedecer impunemente, se puede legítimamente, y puesto que el más fuerte tiene siempre razón, no se trata más que de procurar serlo. ¿Qué es, pues, un derecho que perece cuando la fuerza cesa? Si es preciso obedecer por fuerza, no es necesario obedecer por deber, y si la fuerza desaparece, la obligación no existe. Resulta, por consiguiente, que la palabra derecho no añade nada a la fuerza ni significa aquí nada en absoluto.

Obedeced a los poderes. Si esto quiere decir: cede a la fuerza, el precepto es bueno, pero superfluo.

Respondo que no será jamás violado. Todo poder emana de Dios, lo reconozco, pero toda enfermedad también. ¿Estará prohibido, por ello, recurrir al médico? ¿Si un bandido me sorprende en una selva, estaré, no solamente por la fuerza, sino aun pudiendo evitarlo, obligado en conciencia a entregarle mi bolsa? ¿Por qué, en fin, la pistola que él tiene es un poder?

Convengamos, pues, en que la fuerza no hace el derecho y en que no se está obligado a obedecer sino a los poderes legítimos. Así, mi cuestión primitiva queda siempre en pie.

Jean-Jacques Rousseau

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