Cartas

Everybody’s got a laughing place

Ray Gilbert

Song of the South
Walt Disney, 1946

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El hijo mayor de quien escribe fue llevado por su padre al viejo cine Lido para ver la película Dumbo, de Walt Disney. Tenía en ese entonces unos cuatro años de edad. A la salida de la función de vermut, su padre notó en el niño un rostro desacostumbrado. Era tan preocupante la mirada de su hijo, que se puso en cuclillas para que sus rostros estuvieran más o menos a la misma altura y le preguntó qué le pasaba. El niño se echó llorando intensamente en sus brazos y atinó a decir entre sollozos y mocos: “¡Es que a la mamá de Dumbo la metieron presa!”

El poder sobre las emociones que ejerce una película de Disney no es despreciable, y menos cuando se trata de las emociones infantiles. También el suscrito tuvo alguna vez cuatro años. Recién cumplidos, asistió con su madre al cine Río en Sabana Grande a ver Canción del Sur—los cuentos del Tío Remus (de origen en el folklore yoruba) acerca de la versión gringa de nuestro Tío Conejo—, que fue la película que más lo ha hecho llorar en toda su vida, esta vez porque el niño protagonista fue corneado por un toro y su vida, que afortunadamente se salvó, corrió grave peligro.

Canción del Sur—no lo podía saber entonces—parecía ser una película racista, o por lo menos así fue calificada por algunos críticos. La Asociación Nacional para el Avance de la Gente de Color (NAACP) reconoció los méritos artísticos del filme al tiempo que condenó la “impresión que da de una relación idílica amo-esclavo”, y la folklorista Patricia A. Turner—hoy en día Profesora de Estudios Afro Americanos y Africanos en la Universidad de California en Davis—escribió:

La recreación de la historia de Harris por Disney en el siglo XX es mucho más odiosa que el original. Los días en la plantación localizada en los “Estados Unidos de Georgia” comienzan y terminan con negros no supervisados cantando canciones sobre su maravilloso hogar, mientras marchan hacia los campos y desde ellos. Disney y compañía no hicieron ningún intento de presentar la música al estilo de los spirituals y canciones de trabajo que habrían sido cantadas en la época. No proveyeron indicación alguna del estatus de los negros en la plantación. Joel Chandler Harris colocó sus historias en la era posterior a la esclavitud, pero la versión de Disney parece ocurrir durante un tiempo surrealista en el que los negros vivían en alojamientos de esclavos en una plantación, trabajaban diligentemente sin recompensa aparente y consideraban a Atlanta un sitio viable para el retiro de un negro viejo. El amable viejo Tío Remus atiende las necesidades del tierno niño blanco cuyo padre lo ha dejado inexplicablemente con su madre en la plantación. Un niño negro de la misma edad, obviamente mal mantenido, es asignado a cuidar de Johnny, el niño blanco. Aunque Toby hace referencia a su “ma”, sus padres no se ven por ningún lado. Los afroamericanos adultos del filme sólo le ponen atención cuando descuida sus responsabilidades como cuidador y compañero de juegos de Johnny. Se levanta de mañana antes que Johnny para llevar a su carga blanca agua con qué lavarse y para mantenerla entretenida. […] curiosamente, Toby está ausente de las escenas de fiesta. Toby es suficientemente bueno para cazar ranas con él, pero no lo suficientemente bueno para comer torta con él.

Etcétera. La figura del Tío Remus remitía a la del Tío Tom, símbolo de la esclavitud sumisamente aceptada, y Harris, el recopilador de los cuentos, era él mismo racista y defensor de la esclavitud, de lo que dejó expresamente constancia en el prólogo de uno de sus libros. Pero Walt Disney no era Joel Harris, y se cuidó de un posible sesgo sureño blanco que introdujera el guionista Dalton Reymond. Disney no quería que el guión fuese “tiotomoso” (Uncle Tomish), y para evitar la distorsión buscó complementar a Reymond con la adición de Maurice Rapf. Neal Gabler refiere en Walt Disney: The Triumph of the American Imagination (2006): “Rapf era miembro de una minoría, judío y franco izquierdista, y él mismo creía que la película sería inevitablemente Uncle Tomish. “Eso es exactamente por lo que quiero que trabajes en ella”, le dijo Walt, “porque sé que no piensas que debo hacer la película. Tú estás contra el Tío Tomismo, y eres un radical”.

Las apariencias engañan. Walt Disney no era el racista que Patricia Turner pintó con poca justicia.

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Otra canción del sur pareció cantarse a coro, aunque muy desafinada, en la reciente cumbre de UNASUR desde Bariloche, Argentina. En general, el tema de la canción era el de la desconfianza suscitada por el acuerdo colombo-estadounidense de ampliar el acceso de fuerzas militares norteñas, en especial aéreas, a las bases militares de Colombia. Pero los miembros del coro, la mayoría de los presidentes nacionales de América del Sur, parecían cada uno vocalizar una letra distinta, y mientras unos cantaban con preocupada tranquilidad, otros lo hacían con jocosa agresividad. Everybody’s got a laughing place.

Ninguno aplaudió o celebró en modo alguno la ocurrencia de Álvaro Uribe Vélez, a cuyo tercer período presidencial van abriéndose las puertas una tras otra. Pero su posición es comprensible: Colombia no ha dejado de estar asediada por la guerrilla y el narcotráfico, socios criminales de una rebeldía que hace mucho dejó de tener el más mínimo sentido. Y si algún cambio positivo para los colombianos ha traído alguno de sus gobiernos en esta lucha contra la violencia, la negación de la política, es el presidido por Uribe. Colombia es otra desde que él es presidente.

Uribe recibió la Presidencia de Colombia de las manos de Andrés Pastrana, quien había accedido al cargo el 7 de agosto de 1998, cuatro años antes. Pastrana probó primero una distensión de la guerra contra las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y el Ejército de Liberación Nacional, a los que llegó a conceder un santuario enorme en el interior del país, con un área equivalente a la de Suiza. Su esperanza era que a ese gesto sobrevinieran negociaciones definitivas, que acabaran con la lucha armada en su país. Salió del experimento con las tablas en la cabeza. Las FARC y el ELN jamás cesaron su cruel actividad terrorista.

Pero cuando Pastrana apenas comenzaba su gobierno, hizo su primera visita de Estado a Venezuela para reunirse con Rafael Caldera, a cuya presidencia le quedaba menos de seis meses de vida. En aquella ocasión la corresponsal de Univisión quiso conocer la opinión de quien escribe sobre la intención ya sabida de Pastrana, sobre su oferta de distensión. La contestación fue más o menos así: “Me parece una señal de respeto que el primer viaje al exterior del presidente Pastrana sea una visita al presidente Caldera, en busca de su criterio y su consejo tal vez porque pudo desactivar nuestras propias guerrillas durante su primer gobierno. Y creo que debe ofrecerse la bienvenida a su intento de desarmar a Colombia por las buenas. Pero si su iniciativa fracasa, la próxima visita debería procurar un acuerdo militar de Colombia y Venezuela, hacia donde más de una vez se ha desbordado la guerrilla, como en Cararabo, para que el ejército colombiano y el ejército venezolano atenacen en maniobra de pinzas a los insurgentes terroristas y narcotraficantes para cercarlos y acabar definitivamente con ellos”. Era, por supuesto, una recomendación radical y también ilusa. El presidente que hubiera tenido que recibir la segunda visita era Hugo Chávez, quien preferiría más bien unas tenazas de las FARC y el ejército de Venezuela contra las “cúpulas podridas” de Bogotá.

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Obviamente, una mayor presencia militar estadounidense en Colombia, además de su objetivo explícito contra las FARC y el ELN, es un poderoso disuasivo de aventuras bélicas venezolanas contra Colombia, que es un escenario que el vecino país debe haber considerado desde hace ya mucho rato. No en balde son groseramente patentes las actitudes del gobierno presidido por Chávez—a favor de las FARC y en contra de Uribe—y especialmente el desmesurado armamentismo venezolano de los últimos años. Si Chávez tuviera de vecino un país cuyo gobierno se armara hasta los dientes sin motivo aparente, se aliara con sus enemigos internos y lo insultara semanalmente, hace mucho tiempo que se habría rasgado las vestiduras, chaleco antibalas incluido, y en cada interminable discurso se hubiera presentado, con más denuedo del que habitualmente aplica, como víctima de siniestros designios. Si Uribe no tuviera planes contra una posible, hasta probable, agresión abierta de Venezuela, sería muy mal Presidente de Colombia y, como no se chupa el dedo, tiene que estar plenamente consciente de que un incremento de la ayuda militar de los Estados Unidos es la mejor vacuna contra tan desagradable infección.

De modo que el exceso en la reacción de Chávez—a comparar con la mesura de otro vecino de Uribe, como Lula—lleva a pensar que, antes de ser una amenaza activa contra Venezuela, el polémico acuerdo de Colombia y los Estados Unidos puede ser el entorpecimiento de la suya propia, de sus propios planes anticolombianos.

Claro que es posible una retórica de preocupación, aun de grande preocupación sudamericana, pues es verdad que la historia del intervencionismo estadounidense, en el mundo y en este continente del sur en especial, es larga y densa. Pero la retórica de Chávez sonó hueca en más de una ocasión. Dijo, por ejemplo, que la Guerra de Irak mostraba que los Estados Unidos abusaban de su poder sin miramientos, y que “ni siquiera si el imperio fuera a jurar al Vaticano” él les creería. Pero el mundo sabe que no todos los estadounidenses aprobaron esa guerra, que muy particularmente no lo hizo Barack Obama, cuya política es diametralmente opuesta a la de su antecesor, quien la inició. El mismo día que Chávez expresaba esa incredulidad, John Kerry hacía un elocuente elogio de Ted Kennedy en las muy atípicas exequias—celebratorias de la productiva vida del finado—que se le hacían en Boston. Allí dijo que el voto de Ted Kennedy contra la guerra en Irak había sido su voto más orgulloso. (“His proudest vote”).

De modo que Chávez pretendió hacer creer a sus colegas de UNASUR que Walt Disney era Joel Harris y Barack Obama es George W. Bush, y ninguna de estas cosas es cierta.

Por lo demás, Chávez tiene un serio problema de carencia de autoridad moral. Si alguien tiene baja credibilidad—ni que fuera a jurar hasta la Meca—es él; si alguien fue golpista antes que los militares hondureños fue él mismo; si alguien ha seguido una política exterior procazmente intervencionista es él. De aquí la advertencia de Uribe: “No podemos caer en la trampa de que hay intervencionismos malos e intervencionismos buenos”.

Uribe Vélez no es nuestro presidente, y el Vicepresidente de Ecuador, Lenin Moreno, no es el nuestro. Pero en este caso una abrumadora mayoría de los venezolanos hace suyas recientes palabras de Moreno: “Si es que el propósito del presidente Chávez fuera el de involucrarnos en un conflicto militar, no lo vamos a aceptar”.

Va a tener que ir a pelear solo.

luis enrique ALCALÁ

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