Es de junio de 1986 el siguiente fragmento del suscrito:
No debiera prevalecer el poder sobre la autoridad, aunque éste haya sido el enfoque prevaleciente en Maquiavelo —“el fin justifica los medios”—y en la Realpolitik ejemplificada por el arquetipo de Bismarck.
Se conoce a dirigentes que logran articular un discurso moralista hacia fuera, como fundamento de una búsqueda facilista de la aclamación pública y que sin embargo, en medio de una campaña y en privado, sostienen el siguiente principio de moral política: “Lo único inmoral es no ganar”.
Son ejemplo clásico de la ya ineficaz postura política conocida como Realpolitik, la política “realista”. Su argumento límite va así: “A mí me gustaría que las cosas fuesen de otro modo, pero mi oponente, que en la práctica es todo aquel que no me esté subordinado, es una persona a quien debo entender como perpetuamente en procura del engrandecimiento de su propio poder como un fin en sí mismo, y convencido de que la base de su poder descansa sobre la amenaza y el empleo de la fuerza física o la coerción económica. Es así como estoy moralmente justificado, por autopreservación, para emplear cualquier medio de ganarle; es así como estoy moralmente obligado a ganar. Lo único inmoral es no ganar.”
El político que piensa de ese modo, o que por lo menos enfatiza demasiado los aspectos egoísta y codicioso en la imagen que se forma del otro, ha comenzado a ser anacrónico, y si se sustenta es sólo por la tendencia de los pueblos a que el logro de su felicidad sea al menor costo posible. Una revolución, un cambio repentino, es recurso que los pueblos preferirían no emplear. Por eso se sostiene el político de la Realpolitik. Porque sería preferible, en vista de lo profundo de los cambios que hay que hacer, que el relevo en el mando se hiciera gradualmente, para no añadir un cambio más. Es por tal razón que los pueblos esperan, primero, que sus gobernantes aprendan y entiendan, que sus gobernantes resincronicen y favorezcan los cambios. A menos que sus gobernantes decidan no cambiar, y entonces también todo el pueblo se pasa, por un trágico momento, al bando de la “política realista”. También le ocurre a los pueblos que en ocasiones se sienten moralmente obligados a ganar por todos los medios.
Es esto lo que se anda consiguiendo Hugo Chávez, aunque lo antedicho fuera escrito seis años antes de su emergencia golpista y fuera advertido a actores políticos distintos. Su intentona de 1992, por otra parte, no fue una acción de pueblo, sino el abuso de media docena de comandantes militares.
Pero ahora vuelve el enjambre ciudadano a estar a punto de convertirse en abejas africanizadas. Hace una semana, en la carretera de Tucacas, un vehículo con placas privadas, ocupado por guardias nacionales, terminó fuera del camino porque quiso adelantar a una gandola, que se movió inoportuna e inadvertidamente a su derecha. Del carro bajaron los guardias, amenazantes con las armas en la mano contra el conductor del camión. Se formó una poblada entre habitantes del lugar del incidente, los que procedieron a golpes contra los guardias. Éstos debieron huir con el rabo entre las piernas.
No son incidentes éstos ordenados por mesas opositoras. Es el pueblo que reacciona por su cuenta. Si el presidente Chávez piensa que sus recientes y múltiples atropellos provocarían una acción golpista en su contra, es bueno que piense más bien que está alborotando a todo el avispero ciudadano.
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