El cartel oficial de Invictus

El viernes de la semana pasada, 19 de febrero, mi señora y yo disfrutamos la más reciente película de Clint Eastwood, el filme Invictus, en el que destacan las actuaciones de Morgan Freeman, en el papel de Nelson Mandela, y Matt Damon como François Pienaar, el capitán del equipo de rugby de Sudáfrica que ganó la copa mundial de ese deporte en 1995.

El triunfo de los sudafricanos fue una doble proeza: por una parte, prácticamente nadie daba un medio, deportivamente hablando, por los Springbooks, el equipo de Pienaar; por la otra, el prolongado y agotador proceso de adiestramiento y victorias preliminares de los Springbooks debió desenvolverse en un país que venía del apartheid, y el equipo era visto, por la mayoría de la población negra, como símbolo de la era de dominación blanca.

Nelson Mandela, en contra de los consejos de sus más cercanos asesores, asumió un interés serísimo y constante en la marcha de los Springbooks hacia el triunfo. Sabía que un buen desempeño de sus jugadores era importantísimo para la unión de los sudafricanos, hasta hacía nada involucrados en una verdadera guerra civil. Primero se ocupó de revertir, con su elocuencia personal y la razón en sus palabras, una decisión unánime del Consejo de Rugby de Sudáfrica, que en efecto mandaba la disolución del equipo y la proscripción de su nombre y sus colores. Luego, antes de una visita sorpresa a los jugadores en vísperas del juego final, convoca a Pienaar a una conversación personal en la casa de gobierno, y allí le entrega el texto de un poema que, en su larga prisión de veintisiete años, le hizo ponerse “de pie, cuando lo que quería era tenderme”.

El poema en cuestión, Invictus, fue escrito en 1875 por el poeta inglés William Ernest Henley, y publicado por vez primera en 1888 sin el título con el que se ha hecho famoso. (Fue bautizado así por Arthur Quiller-Couch en 1900, para su edición de The Oxford Book of English Verse).

He aquí una traducción aventurada:

En la noche que me cubre,/Negra como mina de carbón de polo a polo,/Agradezco a los dioses que hayan sido/Por mi alma inconquistable.

Atrapado en el cepo circunstante/No hice muecas ni di gritos./Bajo los golpes del destino/Mi cabeza sangra, pero no se inclina.

Más allá de este lugar de ira y llanto/Acecha sólo el Horror sombrío,/Pero la amenaza de los años/Me encuentra y encontrará sin miedo.

No importa lo estrecho de la reja,/Ni el pergamino repleto de castigos,/Soy el dueño de mi sino:/Soy el capitán de mi alma.

Pero esto, a pesar del guión de Anthony Peckham, no fue lo que en verdad Mandela obsequió a Pienaar, aunque es cierto que el poema lo acompañó en sus numerosos días de presidio. Mandela regaló al capitán de los Springbooks, capitán de su alma, un fragmento del discurso que Teodoro Roosevelt pronunciara en 1910 ante el claustro de la Universidad de la Sorbona en París. Es su pasaje más citado, al punto de que el discurso entero es conocido ahora como El hombre en la arena. Aquí pongo una traducción imperfecta:

No es el crítico quien cuenta; no el hombre que señala los tropiezos del hombre fuerte, o dónde el hacedor de hazañas hubiera podido hacerlas mejor. El crédito pertenece al hombre que realmente está en la arena, con el rostro desfigurado por el polvo y el sudor y la sangre; que lucha con valentía; que yerra, que se queda corto una y otra vez, puesto que no hay esfuerzo sin error y sin quedarse corto; pero que verdaderamente pugna por hacer lo que hay que hacer; que conoce los grandes entusiasmos, las grandes devociones; que se consume en una causa digna; que en el mejor de los casos conoce al fin el triunfo del gran logro y que, en el peor, si falla, por lo menos falló mientras se atrevió con grandeza, de modo que su sitio no estará nunca con esas almas frías y tímidas que no conocen ni la victoria ni la derrota.

Eso es historia. Eso es lo que hace un líder. Nelson Mandela supo sacar, de los cuerpos y mentes de un equipo desahuciado, las energías que le hicieron el campeón del mundo, y el poema de Henley y la pieza de Roosevelt comparten un espíritu indómito, necesario para las grandes cosas. Que en Venezuela dejáramos que nuestro ánimo se apoque con las dificultades, cuando quien pasara casi treinta años encerrado por sus justos ideales jamás bajó la frente, sería causa de vergüenza.

Depende, por tanto, de la opinión que el líder tenga del grupo que aspira a conducir, el desempeño final de éste. Si el liderazgo nacional continúa desconfiando del pueblo venezolano, si le desprecia, si le cree holgazán y elemental, no obtendrá otra cosa que respuestas pobres congruentes con esa despreciativa imagen. Si, por lo contrario, confía en él, si procura que tenga cada vez más oportunidades de ejercitar su inteligencia, si le reta con grandes cosas, grandes cosas serán posibles. (En Este piazo’e pueblo, Carta Semanal #196 de doctorpolítico).

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