Barbara Wertheim Tuchman escribió, y le fue publicado por primera vez en 1984 (Alfred A. Knopf, Inc.), un libro de más de 440 páginas para justificar un epílogo o, más bien, para dar basamento a una sola y sencilla conjetura en la penúltima página de ese epílogo: “El problema puede ser no tanto un asunto de educar a los funcionarios para el gobierno como de educar al electorado, para que reconozca y premie la integridad de carácter y rechace lo postizo”.
El libro es, por supuesto, La marcha de la locura (Fondo de Cultura Económica, México, 1989): The March of Folly: From Troy to Vietnam. En la introducción, Tuchman define la locura o insensatez política: se la observa en presencia de un gobernante que, a pesar de disponer de opciones y también consejos oportunos para disuadirlo, insiste en seguir un curso de acción desastroso. Allí mismo introduce dos ejemplos clarísimos: la dispersión de las tribus de Israel y la entrega que Moctezuma hizo de Tenochtitlán a Hernán Cortés.
Luego, Tuchman despliega cuatro grandes lienzos históricos, cada vez más documentados: el episodio del Caballo de Troya, cuya entrada a la ciudad fue permitida en contra de las advertencias de Casandra y Laoconte (Timeo Danaos et dona ferentes); la actitud arrogante de los papas del Renacimiento que llevó a una reforma luterana perfectamente evitable; la necia terquedad de Jorge III de Inglaterra, causante de la Independencia de los Estados Unidos; la intromisión de esta última nación en Vietnam.
Al mostrar por este método histórico que la insensatez política, lejos de ser una excepción, es la regla, inquiere por una posible solución, pues ella afecta a grandes contingentes humanos. Entonces apunta la receta de Platón: tómese una selección de hombres y edúqueseles para ser los mejores, quienes deben gobernar. La historiadora rebusca en la historia para comprobar que ese récipe no ofrece garantías. Por ejemplo, el caso del cuerpo de élite de los jenízaros, en Turquía: depusieron y decapitaron al sultán, violaron a la sultana, dilapidaron el tesoro del Imperio Otomano… Es sólo después de ese examen ulterior cuando Bárbara Tuchman asoma su hipótesis.
El “principio Tuchman” encuentra eco en otros autores. Neil Postman y Charles Weingartner expusieron, en La enseñanza como actividad subversiva (Teaching as a Subversive Activity, 1969), que era probablemente el objetivo primordial de la educación dotar a los educandos con un “detector de porquerías” (crap detector).
Se trata de un principio profundamente democrático, que hace residir la clave del buen gobierno, no en los gobernantes, sino en los gobernados. LEA
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