Hacemos la política que pensamos, y pensamos dentro de conceptos y marcos de interpretación que llamamos paradigmas (desde el trabajo miliar de Thomas Kuhn: La estructura de las revoluciones científicas, 1962). Ellos son, naturalmente, construcciones mentales; cómodas para el discurso son, sin embargo, abstracciones. Formuladas originalmente en un determinado tiempo histórico, su destino es desenfocarse y perder pertinencia en cuanto la realidad social muda. Muchas de ellas son adquiridas en el proceso de formación profesional.
Es así como la muy mayor parte de la historia política venezolana ha sido transitada por actores que pensaron dentro de un paradigma jurídico-militar. Con una que otra excepción, nuestros más influyentes políticos se han formado en leyes o en el arte castrense. La política que secretan no puede ser otra que una en la que se cree que el acto político supremo es una ley, o la que presume que la política es asunto de fuerza. Y como nuestra historia, con abrumadora ventaja, está más llena de jefes militares que de hombres de leyes, es la segunda noción la que predomina. Buena parte de la artesanía política criolla tiene que ver con el problema de cómo mantener bajo control a los militares, y casi que es esta necesidad el problema político principal. Rómulo Betancourt, por ejemplo, ya presidente electo democráticamente, escarmentado por el golpe de 1948 y blanco él mismo de una buena cantidad de asonadas militares (intentona de Castro León, Carupanazo, Porteñazo, etcétera), cambió el funcionamiento del Estado Mayor General de Pérez Jiménez por el de un Estado Mayor Conjunto que aislaba relativamente las distintas fuerzas armadas, para dificultar la coordinación de una conspiración que las reuniese a todas.
Pero si en vez de lo militar el origen profesional del gobernante está el Derecho, entonces debe descontarse que el nuestro es del tipo latino y no del anglosajón, que enfatiza la casuística y la jurisprudencia—qué decidió un juez en otro tiempo sobre un caso similar—antes que la arquitectura de una pirámide de leyes que descansa sobre una constitución y procede de ésta en pisos de concreción creciente. Nuestro derecho es, pues, deductivo, a diferencia del inductivo de los sajones, y este solo hecho ya produce un paradigma particular con efectos también particulares. Cuando Rafael Caldera llegó por primera vez a la Presidencia de la República, cambió marcadamente el enfoque que precedió al suyo sobre reforma del Estado. El órgano encargado de gestionarla, predecesor de la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado, era la Comisión de Administración Pública, que bajo las presidencias de Betancourt y Leoni se aproximó a la tarea con una estrategia de cambios en los sistemas y procedimientos administrativos, dirigida por el economista Héctor Atilio Pujol. Caldera, por su parte, puso al frente de esa comisión al abogado Allan Randolph Brewer Carías, profesor de Derecho Público, quien procedió a dirigir el parto de dos tomos de quinientas o más páginas cada uno, en los que se especificaba una reforma total del aparato público venezolano, desde la Corte Suprema de Justicia hasta el municipio de Humocaro Alto, pasando por todos los ministerios, todos los institutos autónomos y todas las empresas del Estado. Pujol intentaba, en vano, aplicar una terapéutica que era más lenta que la velocidad del cambio inercial de la administración pública venezolana; Brewer prescribió una cantidad y extensión de cambio para las que no había en el país suficiente capacidad gerencial, tal como ahora confronta la administración de Chávez, en acumulación creciente, las deficiencias que se derivan del imposible manejo de un prurito de cambiar todo, al tiempo que se ha excluido de la gestión pública a la mayoría de la gente más preparada.
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El problema fundamental, no obstante, es que los paradigmas de cualquier clase—y en especial los paradigmas políticos—, como los tejidos celulares, envejecen y se hacen escleróticos, se endurecen y se vuelven incapaces de cambiar. El asunto es doblemente grave porque los objetos sobre los que la política se ejerce, las sociedades, experimentan metamorfosis. A fin de cuentas, las manzanas caen desde tiempos inmemoriales del mismo modo y con la misma aceleración que la que legendariamente golpeó la humanidad de Isaac Newton en un jardín de Cambridge. El hígado que examina hoy un médico modernísimo funciona de la misma manera que el que explorasen Avicena o Hipócrates. En cambio, la sociedad política sobre la que Pericles gobernara no es la misma que rigiera Luís XIV y éstas, a su vez, fueron muy distintas de la que es gobernada por Rodríguez Zapatero.
Las sociedades humanas crecen en complejidad, en riqueza y variedad de roles, de problemas, de oportunidades. La pretensión de comprenderlas y manipularlas desde ideas de la Revolución Industrial o la Revolución Bolchevique, o con técnicas de Maquiavelo, Marx o Bismarck es no sólo inoperante, sino irresponsable, indigna de una verdadera profesionalidad política. LEA
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