Propongo una situación de causa-efecto totalmente imposible entre un pequeño santo popular y su sombra fantasmagórica. El pequeño santo de madera representa a Santiago Apóstol (El Matamoros) sobre su caballo blanco, patrono militar de la América Española en los tiempos del Descubrimiento. La sombra distorsionada de la figura a caballo con espada en mano proviene de la imagen en silueta de un monumento ecuestre del escultor modernista brasileño Victor Brecheret, actualmente en la plaza Princesa Isabel en São Paulo. El monumento representa al Duque de Caxias, patrono militar brasileño y comandante en jefe de la Triple Alianza que a mediados del siglo XIX unió Brasil, Uruguay y Argentina contra Paraguay y los llevó a una guerra sangrienta que prácticamente destruyó aquel país, dejando huellas que perduran hasta hoy. La paradoja de la sombra que es distinta a lo que la origina, y que a la vez conecta figuras de dos jefes militares con actuaciones históricamente discutibles, me ha posibilitado unir tiempos y geografías distintas, y comentar las relaciones seculares de poder que militarismo y religión han mantenido en este continente.
Regina Silveira
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Después del 26 de septiembre, el presidente Chávez se fue a Cuba para regresar con una obsesión nueva: anticipar el futuro. Así, todas las salas situacionales se ocupan ahora de la “prospectiva”. (…) La temática del análisis está centrada sobre la previsión de una explosión social que el oficialismo juzga harto probable, a partir de los datos que maneja sobre la miríada de protestas que ha emergido en el país. (A menos que la población “continúe” siendo sumisa. Para asegurar esto último los analistas gubernamentales se ocupan también de imaginar nuevos métodos de control social).
Blog de Dr. Político
Runrunes prospectivos, 26 de noviembre de 2010
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Protegeré el secreto de lo que se me confíe como tal, a menos que se trate de intenciones cuya consecuencia sea socialmente dañina y yo haya advertido de tal cosa a quien tenga tales intenciones y éste probablemente las lleve a la práctica a pesar de mi advertencia.
Luis Enrique Alcalá
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La llamada decembrina y nocturna, out of the blue, llamó mi atención. Era de un conocido con quien no tenía intercambio desde hacía bastante tiempo. Me dijo que quería reunirse conmigo a conversar, advirtiéndome que esto tendría que ser en el nuevo año pronto a comenzar, pues ahora se iba de viaje. Alguna extrañeza me causó la conjunción de la persona, la hora algo avanzada y el peculiar anuncio con más de un mes de anticipación, pero no pensé más en el asunto.
Luego llamó una tarde comenzando el mes de febrero, y entonces esbozó vagamente el motivo del contacto. «¿Te acuerdas de los estudios prospectivos—preguntó—que hacíamos a fines de los setenta? Bueno, yo creo que la situación nacional es muy preocupante, y conviene hacer uno ahora para prever qué va a pasar». Indicó que me llamaría de nuevo para precisar la oportunidad de reunirnos y comparar notas.
Pasó otro mes antes de que me invitara a merendar, un día cuando ambos teníamos, casualmente, dos horas libres en nuestras respectivas agendas. Lo que sigue es el contenido principal y curso de nuestra conversación.
Hubo los consabidos planteamientos preliminares; por ellos me enteré de la relación profesional amistosa que había tenido—no indicó que continuara a estas alturas—con un importante funcionario del gobierno del presidente Chávez, de cómo le había hecho un favor, ayudando a clarificar una cierta circunstancia en gestión personal ante el Presidente. El funcionario en cuestión hizo carrera militar y hoy está en situación de retiro. Supongo que está muy agradecido de los buenos oficios de mi interlocutor.
Luego hizo una declaración en la que establecía una conexión entre las meritorias acciones burocráticas de ese personaje y las presuntas capacidades del suscrito, y dijo: «Por eso es que estoy ahora contigo, para la cooperación, la colaboración». Esto cerró el preámbulo.
Entonces pintó un cuadro de conflictividad creciente, señalando que el número de las protestas sociales crecía y podía esperarse una explosión. «Sí»—le dije. «Eso mismo teme el gobierno»—recordando Runrunes prospectivos—. «Algunas protestas son espontáneas y otras son fabricadas», a lo que respondió: «¡Claro! ¡Fabricadas por el gobierno, que tiene interés en cogerse todo el coroto con el pretexto del caos social que él mismo fabrica!» Y disparó, acto seguido, la pregunta cuyo destino era el establecimiento de la premisa mayor que quería fijar: «Dime una cosa: ¿tú crees que Chávez va a entregar el gobierno por las buenas?»
De inmediato contesté que, en efecto, sí creía que lo haría; contestar contrariamente me hubiera hecho inconsistente. El 8 de febrero de este año había escrito acá en Neurochaparrón: «No habrá fraude electoral. Hugo Chávez es de temperamento épico. Eso significa que le importa mucho cómo será recordado por la historia. No quiere ser recordado como un hombre que retuvo fraudulentamente el poder. (…) No habrá fraude electoral. Quien gane o pierda en 2012 habrá ganado o perdido en realidad». Era una respuesta que no esperaba.
Intentó manejar la sorpresa buscando persuadirme de que Chávez nunca entregaría el poder por las buenas, y la primera «prueba» que adujo fue un estudio de la personalidad de Chávez que habrían producido psiquiatras y psicólogos cuyos nombres no fue capaz de aportar, preguntándome si yo lo conocía. Le aseguré que sí y que sabía, no de uno, sino de varios; desde un temprano bosquejo elaborado en 1999 por la difunta María Josefina Bustamante, pasando por el análisis de Franzel Delgado Senior, hasta varios otros en la misma vena. «Yo mismo he escrito sobre el tema—le expliqué—, siguiendo la caracterización de Owen de una personalidad hibrística, e hice notar que Chávez llena, no los cuatro signos requeridos en una enumeración de catorce ítems distintivos de esa personalidad, sino todos los catorce». (Reseña de libros, 18 de septiembre de 2008). «Pero de allí no se desprende que Chávez no entregaría su cargo si pierde en las elecciones», concluí.
Su segunda aproximación retornó a la técnica inquisitiva: «¿Quién influye sobre Chávez?» «Un bojote de gente», contesté. «Sí, pero ¿quién influye más?» «Bueno—le dije—, Fidel Castro». «Exactamente—repuso creyéndose triunfante—; Castro lleva más de cincuenta años de dictadura y es un desgraciado». Como no sólo él conoce la utilidad retórica de las preguntas, pregunté a mi vez: «Y ¿cuántos muertos y torturados cargaban sobre la conciencia de Castro en sus primeros doce años, que es lo que Chávez lleva mandando? En el primer año y medio de Castro en el poder ya no quedaban empresas privadas de alguna significación en poder de sus dueños». (Retóricamente hablando, conviene blindar una pregunta con una afirmación que la siga; dejarla suelta puede conducir a una derrota argumental). «Para allá vamos», atinó a oponer. «Es posible—respondí—, pero Chávez no es Castro».
Todavía hizo un intento más, y quiso ofrecerme una interpretación del gobierno chavista que prometía ser exhaustiva. Entonces le interrumpí diciéndole que no perdiera tiempo, que la política es mi profesión y mi vida, que vivo en Venezuela y estoy bastante bien informado de lo que en ella ocurre, que el carácter del reo es bien conocido desde el 4 de febrero de 1992. De inmediato aproveché la ventaja de esta posición para decirle: «Está claro que tu pregunta inicial era para establecer, como premisa mayor de lo que querías plantearme, que Chávez no entregaría nunca el poder por las buenas y, por tanto, tu conclusión iba a ser que había que sacarlo por las malas». En eso llegaron los croissants, los jugos y los cafés que habíamos ordenado, admitió que eso era exactamente lo que quería sugerir y comenzó a comer.
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La pausa alimenticia me permitió hacer una declaración de principios cum narración; mientras él masticaba yo hablé.
A comienzos de febrero de 2002, más de dos meses completos antes del Carmonazo, explicaba al periodista Ernesto Ecarri (El Universal) que, en efecto, existía un derecho de rebelión. Ecarri había querido tomar mi opinión en momentos cuando se componía una baraja de modos para salir de Chávez: constituyente, proponía Herman Escarrá; petición de renuncia, exigían varios; enmienda constitucional de recorte del período presidencial, promovía ingenuamente Primero Justicia.
Expuse a Ecarri que la definición más clara del derecho de rebelión estaba contenida en la Declaración de Derechos de Virginia, cuya tercera cláusula reza: «Cuando quiera que cualquier gobierno fuere encontrado inadecuado o contrario a esos propósitos [el beneficio común, la protección y la seguridad del Pueblo, la Nación o la comunidad], una mayoría de la comunidad tendrá un derecho indudable, inalienable e irrenunciable de reformarlo, alterarlo o abolirlo, en manera tal como sea juzgado más conducente al bien público». Ecarri publicó esta cita.
Pocos días después escribía Jorge Olavarría (Q. E. P. D.) dos artículos de prensa bajo el título Derecho de rebelión, pero su prescripción era la de un golpe de Estado clásico: unos agentes con poder depondrían al gobernante y explicarían al país en un manifiesto los motivos de su acción. Luego fue a Televén el viernes 22 de febrero de 2002 a exponer la misma cosa en un espacio de entrevistas del noticiero del mediodía. Entonces me preocupé, y logré que Carlos Fernandes me convocara a una edición de su programa (Triángulo) para el lunes 25, cuando expuse: que el derecho de rebelión era exclusivo derecho de la mayoría de la Nación; que era doctrina constitucional venezolana (19 de enero de 1999) que el Poder Constituyente Originario no estaba limitado por la Constitución, que sólo constreñía a los poderes constituidos; que si una mayoría de los venezolanos firmaba un acta que declaraba abolido el gobierno, éste lo estaría de pleno derecho.
Las consideraciones que anteceden suscitaron un interés momentáneo, y una de sus manifestaciones fue que la revista Zeta me pidiera un artículo sobre el concepto de abolición. Escribí el artículo el 3 de marzo de 2002, casi cuarenta días antes del 11 de abril, y en él puse, algo proféticamente:
“…el sujeto del derecho de rebelión, como lo establece el documento virginiano, es la mayoría de la comunidad. No es ése un derecho que repose en Pedro Carmona Estanga, el Cardenal Velasco, Carlos Ortega, Lucas Rincón o un grupo de comandantes que juran prepotencias ante los despojos de un noble y decrépito samán. No es derecho de las iglesias, las ONG, los medios de comunicación o de ninguna institución, por más meritoria o gloriosa que pudiese ser su trayectoria. Es sólo la mayoría de la comunidad la que tiene todo el derecho de abolir un gobierno que no le convenga. El esgrimir el derecho de rebelión como justificación de golpe de Estado equivaldría a cohonestar el abuso de poder de Chávez, Arias Cárdenas, Cabello, Visconti y demás golpistas de nuestra historia, y esta gente lo que necesita es una lección de democracia”.
Quien me había invitado a merendar—y pagaría—estaba a punto de consumir el resto de su croissant y apuré el paso. (No había tocado el mío). «La política es mi profesión, y la entiendo como un acto médico, no quirúrgico», declaré. «Los medios clínicos deben agotarse por completo antes de pensar en cirujanos». Entonces di mi primer mordisco de la tarde.
Mi acompañante no atinaba a refutar lo que le había expuesto, y pude proseguir: «Hay algo que no se ha hecho nunca, y esto es colocar en juego una contrafigura competente y eficaz, capaz de dar un revolcón argumental a Chávez en una campaña por la Presidencia de la República. Los gringos dicen: You can’t fight somebody with nobody. Por eso es el modo serio y responsable de encarar la cuestión la determinación de, por un lado, si hay alguien capaz de ganarle a Chávez en el debate electoral y también, porque es lo más importante y no es lo mismo que lo anterior, si esa persona sería un jefe de Estado idóneo. Si la respuesta es positiva en ambos puntos, el resto es cuestión de ingeniería: cómo llevar a la posición de campaña a esa persona desde la ubicación que ahora tiene».
Seguí comiendo. Mi interlocutor calló unos minutos y después aventuró uno o dos nombres que le gustaban como candidatos, ambos de la vieja política partidista e ideologizada. Los negué por esa misma razón. Luego pasamos a preguntar cómo estaban nuestros respectivos familiares y el pidió la cuenta que, previsivamente, revisó en detalle, para encontrar que se había cargado el precio de una botella de agua mineral que ni habíamos pedido ni consumido. Advirtió a la mesonera y pagó lo estrictamente justo.
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A la salida de la panadería-pastelería me dijo: «Yo lo que creo es que el que debe suceder a Chávez es un militar». Aquí sí me puse obstinado y repudié, quizás demasiado enfáticamente, esa posibilidad: «No creo en soluciones homeopáticas, en curar la enfermedad con enfermedad. No puede prescribirse de antemano, además, que el candidato debe ser civil o militar, mujer u hombre, universitario o lego. Repito: busca quien pueda ser a la vez un jefe de Estado competente y capaz de revolcar a Chávez en la disputa electoral de los discursos, capaz de convencer a los electores. Ninguna otra idea es seria».
Ya en mi casa me preguntaba si él tenía en mente un militar en particular. ¿Sería el que me había mencionado al principio, en aparente comentario casual? Entonces me reconvine por mi apresuramiento; al matarle en la mano el gallo de su premisa, al no haber preguntado qué militar concreto podía ser el sucesor que prefería, posiblemente dejé de enterarme del chisme del año: la identidad del funcionario del gobierno que conspira para sacar a Chávez por las malas. LEA
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Excelente análisis. Original y útil. Aunque no estoy tan seguro de que soltaría el «botín» tan institucionalmente como tú dices.
Gracias, Marcel, por tu generosa evaluación. En materia de penetrar la mente de terceros es aventurado conjeturar «lo que harían». Nuestro mindset no es el de los demás. Yo tampoco puedo asegurar qué es lo que Chávez haría; eso sería una pretensión infundada. Hasta ahora, ha permitido las gobernaciones opositoras—haciéndoles, por supuesto, la vida muy difícil—, el 52% de la votación contraria para la Asamblea Nacional y, lo que es más importante, ha aceptado su derrota en el referéndum crucial de 2007, por apenas 1% de diferencia, aunque después dijera, muy molesto por insinuaciones de El Nacional, que la oposición había alcanzado una «victoria de m…» Creo, sin embargo, que es una presunción atinada suponer que su conducta dependería bastante de quién iría a ser su sucesor, de si éste parece llegar en actitud de vindicta, en pose de fiscal que lo llevaría a la Corte Internacional de La Haya, en lugar de ser el jefe de un gobierno que debe, como lo pone Ramón J. Velásquez, «unir a un país desunido». Chávez no confiaría en todo el mundo. Si entiende que quien lo hubiera derrotado puede ser entendido como de «la 4a. República», o asalariado del capitalismo o peón del imperio, tendrá más renuencia a entregar el poder. Por esto escribí el 30 de octubre de 2008 (Retrato hablado): «…la contrafigura viable no podrá tener ni rabo de paja ni techo de cristal. En particular, no debe ser asimilable a una vuelta al pasado pre-chavista, a lo que inexactamente se entiende por ‘Cuarta República’. Menos todavía debiera ser posible tildarla de elitista. Quien quiera asumir la misión no deberá entenderse como parte de una ‘gente decente y preparada’ que desprecie la venezolanidad, como más de uno que denuesta frecuentemente del gentilicio y se presume ‘material humano’ superior al de la mayoría de sus compatriotas. Aparte de su injusticia e incorrección intrínsecas, el tufo de una orientación aristocratizante se distingue a cien kilómetros de distancia y no es apreciado».
En verdad, mi texto no es un análisis; es un relato. La conversación tuvo lugar realmente, y he expuesto con fidelidad la secuencia argumental. Dejé de lado detalles redundantes y, naturalmente, preservo y preservaré incógnita la identidad del interlocutor.
Es un gusto retomar el contacto contigo.
Tu término «revolcón argumental» creo que define la tarea fundamental para poder ganar la elección presidencial en el 2012. Y más allá, no me queda duda, que el posicionamiento de un nuevo argumento, o discurso, es la única vía para poder desplazar al candidato Chávez «de las mentes y los corazones» de muchos de los votantes.
Pero, al leer, y ver, los mensajes de los «ingenieros», «operadores», y «pre-candidatos» de la oposición a Chávez, he concluido que ellos suponen que el discurso, o argumento alternativo, está tácito. Posiblemente, algunos suponen que el problema no es argumental, sino de una promesa básica; y que esa promesa es tangible y sera extraída de algún survey, que supervise un asesor electoral extranjero—por no decir gringo.
El conseguir el argumento, o discurso alternativo, ¿es una tarea colectiva? ¿O debemos esperar que alguna «lumbrera» lo identifique y lo notifique? Espero que el proceso de primarias sirva para que los venezolanos podamos hacernos conscientes de la necesidad de un nuevo argumento. Sería lamentable que las primarias fuesen únicamente marketing electoral.
Hola, Jesús. Muchas gracias por tu participación.
En efecto, nuestros políticos convencionales—y no están solos en el mundo—se aproximan al problema de una campaña electoral como si se tratara de uno de mercadeo. En verdad, se trata de líderes que se guían por lo que opinan quienes debieran ser guiados. Y, sí, muchos creen que ya tienen el discurso; unos, que es un asunto de un mítico «consenso-país» (el Consenso bobo de la Coordinadora Democrática) o las 100 proposiciones de la Mesa de la Unidad Democrática (su hija parecidísima). Otros son reduccionistas al extremo, pensando que los electores sólo se mueven por interés económico. De allí la promesa estrella de Manuel Rosales para «acabar con la pobreza»: la tarjeta Mi Negra, un reciclaje de la oferta de Teodoro Petkoff cambiando su nombre antiguo de Cesta-Ticket Petrolero.
Más grave, por supuesto, es la oferta chavista, centrada en el espejismo de un tal «socialismo del siglo XXI» (remedio de una medicina precientífica), que se cree ungida para componer las cosas porque tal o cual empresa privada, o tal o cual país se ha portado muy mal en el pasado. La solución socialista es que no haya empresas libres; ¿no debiera ser su prescripción, para ser consistente, que no haya países? Si los hijos se portan mal, y lo hacen más de una vez, ¿es la solución que no haya más hijos? La pretensión primordial de Chávez, que él es un ente moralmente superior, me recuerda el arrogante simplismo del contralmirante Radamés Muñoz León, que quería ser presidente porque él había «estudiado para poner orden».
De esas bases no puede salir el discurso necesario, pero éste existe. Como todo discurso político, inevitablemente, reside encarnado en personas concretas; no es un producto de laboratorios o think tanks ni, tampoco, de una gran tarea colectiva, como preguntas. (Ni siquiera se necesita las primarias; en estricto sentido, se trata de la conexión directa de un discurso y una audiencia, y esto puede darse de una vez, directamente, sin la mediación de un evento pre-electoral que coordinaría una federación de fuerzas de la vieja política). Los discursos políticos salen, tanto los buenos como los malos, de cabezas únicas las que, naturalmente, no han construido todo lo que saben y por tanto deben al mundo, a la creación colectiva de sus congéneres, la inmensa mayoría de su propio pensamiento. («Si vi más lejos fue porque me subí sobre los hombros de gigantes»). Ese discurso es el serio, responsable y sistemáticamente humilde de una Política Clínica. («Ese nuevo actor político, pues, requiere una valentía diferente a la que el actor político tradicional ha estimado necesaria. El actor político tradicional parte del principio de que debe exhibirse como un ser inerrante, como alguien que nunca se ha equivocado, pues sostiene que eso es exigencia de un pueblo que sólo valoraría la prepotencia. El nuevo actor político, en cambio, tiene la valentía y la honestidad intelectual de fundar sus cimientos sobre la realidad de la falibilidad humana. Por eso no teme a la crítica sino que la busca y la consagra». Tiempo de incongruencia).
El discurso no es un detallado programa de gobierno: es una enumeración sintética de los problemas principales junto con la mostración de las direcciones a emprender para resolverlos. Muchas veces es la mera proposición de criterios que permiten entender mejor las cosas; otras es preciso anunciar transparentemente el compromiso con ciertas conductas, con las respuestas que se daría en ciertas situaciones como ocurre, por ejemplo, en el estilo de planificación israelí. Pero en esta época cataclísmica, en la que las catástrofes ocurren también en la política y las ideas, un componente ineludible es una nueva gramática de lo político. En Krisis: Memorias prematuras reflejo una conversación vespertina (octubre de 1984) con Alfredo Keller, el distinguido encuestólogo. Te dejo con un saludo y el trozo que la refiere:
Ante Alfredo esbocé una caracterización del liderazgo político clásico, y comparé varios de sus rasgos con el de un nuevo liderazgo que a mi juicio era posible y era mejor. Por ejemplo, dije que el liderazgo tradicional operaba por oposición, mientras que el nuevo liderazgo debía actuar por “superposición”, al traer un nuevo paradigma político que cubría y hacía prescindible el anterior. Hasta eché mano de Max Weber para discutir una diferencia en la “legitimación” del liderazgo clásico y el liderazgo más moderno que era posible. Max Weber es uno de los grandes de la sociología de fin de siglo. Al estudiar las formas de la legitimación del poder describió tres “tipos ideales”: tres formas cualitativamente diferentes y que podían ser estudiadas con cierta abstracción. El poder puede legitimarse por la vía carismática: el de un liderazgo que tiene poder de conectar alógicamente, influyendo fuertemente de modo afectivo sobre un gran conjunto de personas. Fidel Castro, Adolfo Hitler, John Fitzgerald Kennedy, Renny Ottolina, José Luís Rodríguez, son personas con carisma. Se da también la legitimación tradicional, referida a un largo pasado de unión con una vieja fuente originaria o fundadora: la de Isabel II de Inglaterra o la de Caldera. Y también se establece legitimación para el poder por razones burocráticas: se controla un aparato poderoso. Es el caso de Eduardo Fernández, de Talleyrand, de López Contreras, de Manuel Peñalver.
Había que añadir, le decía a Alfredo Keller, una vía más pertinente al problema. Los próximos líderes se legitimarán porque traerán soluciones que sí sean suficientes, y será posible esto porque enfocarán la política de un modo diferente. La legitimación será programática, porque se establecerá más racionalmente por aquellos que suministren metas con mayor sentido, y será paradigmática, porque aportará una nueva arquitectura para nuevas interpretaciones de los hechos políticos.
Sobre el tema del Poder Constituyente le invito a visitar el sitio: http://constituyentecivil-mexico2010.blogspot.com – Muchas gracias. Mi correo es: constituyentecivil@gmail.com Atentamente: Alfredo Loredo San Luis Potosi. Mx.
Muchas gracias por la invitación, que atenderé con gusto. He escrito con frecuencia y abundantemente sobre el tema constitucional y constituyente. En este blog hay constancia de ello en artículos como Comentario constitucional (12 de octubre de 1995), Primer referendo nacional (20 de septiembre de 1998), Contratesis constituyentes (20 de septiembre de 2008), Contestación a Páez Pumar (15 de diciembre de 2002), Salir de la caja (25 de marzo de 2004), Tú haces al soberano (15 de abril de 2004), etcétera.