John Stuart Mill (1806-1873) fue sin lugar a dudas un gran pensador de la sociedad y la política. En su ensayo miliar, Consideraciones sobre el gobierno representativo, advirtió con la mayor energía sobre la inconveniencia de los gobiernos despóticos, señal de decadencia. (Durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez, escribí a un amigo en el exterior que Venezuela no tenía derecho a decaer). En esta ficha, se reproduce fragmentos de los capítulos primero y tercero de la obra de Mill; son advertencias que no conviene olvidar. LEA
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Un pueblo puede preferir un gobierno libre, pero si, por indolencia, descuido, cobardía o falta de espíritu público, se muestra incapaz de los trabajos necesarios para preservarlo; si no pelea por él cuando es directamente atacado; si puede ser engañado por los artificios empleados para robárselo; si por desmoralización momentánea, o pánico temporal, o un arranque de entusiasmo por un individuo, ese pueblo puede ser inducido a entregar sus libertades a los pies de incluso un gran hombre, o le confía poderes que le permiten subvertir sus instituciones; en todos estos casos es más o menos incapaz de libertad: y aunque pueda serle beneficioso tenerlo así sea por corto tiempo, es improbable que lo disfrute por mucho.
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Por mucho tiempo (tal vez a lo largo de toda la duración de la libertad británica) ha sido conseja común que, si pudiera asegurarse un buen déspota, una monarquía despótica sería la mejor forma de gobierno. Considero esto una falsa concepción, radical y muy perniciosa, acerca de lo que es el buen gobierno; la que, hasta que podamos desembarazarnos de ella, viciará fatalmente todas nuestras especulaciones sobre el gobierno.
La suposición es la de que el poder absoluto, en las manos de un individuo eminente, aseguraría un desempeño virtuoso e inteligente de todos los deberes del gobierno. Se establecerían y mantendrían en vigor buenas leyes, las leyes malas serían reformadas; los mejores hombres serían colocados en todas las situaciones de confianza; la justicia sería tan bien administrada, las cargas públicas serían tan livianas y tan juiciosamente impuestas, toda rama de la administración sería tan pura e inteligentemente conducida, como las circunstancias del país y su grado de cultivo intelectual y moral lo admitiesen. Estoy dispuesto, para fines de esta discusión, a conceder todo esto; pero debo señalar cuán grande la concesión es; cuánto más se necesita para producir incluso una aproximación a estos resultados que lo que es dado a entender por la simple expresión de un buen déspota. Su realización implicaría, de hecho, no meramente un buen monarca, sino uno que pudiera verlo todo. Tendría que estar en todo momento informado correctamente, en considerable detalle, de la conducta y funcionamiento de toda rama de la administración, en todo distrito del país, y tendría que ser capaz, en las veinticuatro horas diarias que es todo lo que se concede tanto a un rey como al más humilde trabajador, de dar una eficaz cuota de atención y superintendencia a todas las partes de este vasto campo; o al menos tendría que ser capaz de discernir y escoger, entre la masa de sus súbditos, no sólo una gran abundancia de hombres honestos y capaces, aptos para conducir cada rama de la administración pública bajo supervisión y control, sino también el pequeño número de hombres de eminente virtud y talento a quienes pudiera confiarse que prescindiesen de tal supervisión sobre ellos, para que la ejerciesen ellos mismos sobre otros. Tan extraordinarias serían las facultades y energías requeridas para desempeñar esta tarea en alguna forma soportable, que difícilmente podemos imaginar que el buen déspota que estamos suponiendo consintiera en emprenderla , a menos que fuese como refugio de males intolerables y preparación transeúnte para algo que viniera después. Pero el argumento puede prescindir de incluso este ítem de la contabilidad. Supongamos que la dificultad fuese vencida. ¿Qué tendríamos entonces? Un hombre de actividad mental sobrehumana manejando todos los asuntos de un pueblo mentalmente pasivo. Su pasividad está implícita en la idea misma de poder absoluto. La nación como conjunto, y todo individuo que la compusiera, estaría sin voz potencial alguna sobre su propio destino. No ejercitarían ninguna voluntad respecto de sus intereses colectivos, Todo estaría decidido por ellos por una voluntad que no es la suya, que sería legalmente un crimen que desobedecieran.
¿Qué clase de seres humanos pudiera formarse bajo un régimen tal? ¿Qué desarrollo pudieran lograr bien fueran su pensamiento o sus facultades activas bajo él? Puede que en asuntos de teoría pura se les permitiera especular, hasta donde sus especulaciones no se acerquen a la política ni tengan la más remota conexión con su práctica. Puede que se tolerase a lo sumo que hicieran sugerencias en asuntos prácticos; y aun bajo el más moderado de los déspotas nadie que no fuese persona de superioridad ya admitida o reputada pudiera esperar que sus sugerencias se conocieran, mucho menos tomadas en cuenta, por aquellos que tuviesen la gestión de los asuntos. Una persona debe tener un gusto muy inusual por el ejercicio intelectual en sí mismo para someterse a la molestia de pensar si no va a tener efecto externo alguno, o de calificar para funciones que no tiene ninguna probabilidad de que le sea permitido ejercerlas.
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Ni es solamente su inteligencia lo que sufrirá. Sus capacidades morales estarán igualmente impedidas de crecimiento. Doquiera que la esfera de acción de los seres humanos es artificialmente circunscrita, sus sentimientos se estrechan y empequeñecen en la misma proporción. El alimento del sentimiento es la acción: incluso el afecto doméstico vive de los buenos oficios que sean voluntarios. Que una persona no tenga nada que ver con su país y no se preocupará por él. De antaño se ha dicho que en un despotismo hay a lo sumo un solo patriota, el mismo déspota; y este dicho descansa sobre una justa apreciación de los efectos de la sujeción absoluta, aun a un amo bueno y sabio.
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Un buen despotismo significa un gobierno en el que, hasta tanto dependa del déspota, no haya positiva opresión por parte de los funcionarios del Estado, pero en el que todos los intereses colectivos del pueblo son manejados por otros, en el que todo pensamiento que guarde relación con los intereses colectivos sea hecho por otros, y en el que las mentes sean formadas, de modo consentido, por esta abdicación de sus propias energías. El dejar las cosas al gobierno, como dejarlas a la Providencia, es sinónimo de no preocuparse en nada por ellas, y aceptar sus resultados, cuando sean desagradables, como visitaciones de la Naturaleza. Con excepción, por tanto, de unos pocos hombres estudiosos que tengan un interés intelectual en la especulación por sí misma, la inteligencia y los sentimientos del pueblo entero estarán dados a los intereses materiales, y cuando estos hayan sido atendidos, a la diversión y adorno de la vida privada. Pero decir esto es decir, si es que vale para algo todo el testimonio de la historia, que ha llegado la era de la decadencia nacional: esto es, si es que la nación ha logrado alguna vez algo desde lo que pudiera decaer.
John Stuart Mill
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Estos extractos de John Stuart Mill son lapidarios. ¿Estamos los venezolanos en la vía o, de hecho, ya inmersos en un sistema despótico que nos ha anulado nuestros más elementales derechos ciudadanos?
Simón Bolívar, 23 años mayor que John Stuart Mill—ambos paladines de la libertad—, proclamó el día de instalación del Congreso de Angostura, el 15 de febrero de 1819, esa idea que leemos con mayor frecuencia cada vez y que nos advierte en forma pragmática sobre los inconvenientes de mantener un gobierno despótico: “La continuación de la autoridad en un mismo individuo frecuentemente ha sido el término de los gobiernos democráticos. Las repetidas elecciones son esenciales en los sistemas populares, porque nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo en un mismo ciudadano el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerle y él se acostumbra a mandarlo; de donde se origina la usurpación y la tiranía. Un justo celo es la garantía de la libertad republicana, y nuestros ciudadanos deben temer con sobrada justicia que el mismo magistrado, que los ha mandado mucho tiempo, los mande perpetuamente”.
Alerta conciudadanos, algo de verdad debe haber en esto.
Saludos.
Gracias, Jokin, por su nueva y bien encaminada participación.
En efecto, las palabras de Bolívar en Angostura son de las de mayor lucidez en su amplia producción de orador y escritor político. La Enciclopedia Británica dijo al comienzo de su artículo sobre el Libertador: “Hay pocas figuras de la historia europea y ninguna en la historia de los Estados Unidos que desplieguen la rara combinación de fortaleza y debilidad, carácter y temperamento, visión profética y potencia poética que distinguió a Simón Bolívar”.
No obstante, Bolívar era muy capaz de contradicción, y buscó afanosamente, aunque por fortuna sin éxito, la Presidencia Vitalicia de Colombia. Siete años después del Discurso de Angostura (el 25 de mayo de 1826), se dirigió al Congreso Constituyente de Bolivia en los siguientes términos: “El Presidente de la República viene a ser, en nuestra Constitución, como el sol que, firme en su centro, da vida al Universo. Esta suprema Autoridad debe ser perpetua; porque en los sistemas sin jerarquías se necesita, más que en otros, un punto fijo alrededor del cual giren los Magistrados y los ciudadanos: los hombres y las cosas”. También se anticipó en contradicción de Mill al decir: “La única manera de liberarse de la anarquía es bajo la autoridad de un hombre eminente, capaz de imponer su voluntad, de dominar los egoísmos y de ser el dictador necesario entre pueblos que evolucionan hacia la consolidación de su individualidad nacional”.
De modo que Bolívar da para todo. Para desasosiego de Hugo Chávez, que prefiere ignorarlo, Ángel Bernardo Viso ha rescatado una admisión de Simón Bolívar que José Domingo Díaz reproduce en sus Recuerdos de la rebelión de Caracas: “No tema usted por las castas: las adulo porque las necesito; la democracia en los labios y la aristocracia aquí”, señalando el corazón, habría dicho el Libertador a Iturbe al término de la Campaña Admirable. Es por estas cosas que los venezolanos ya hemos tenido más que suficiente de Bolívar; es patológica y castrante la fijación sobre su figura, y no podremos hacer futuro hasta tanto nos desembarecemos de su exagerada influencia. Cuando el adolescente se hace adulto, reconoce nuestro Código Civil como eslabón de larga tradición jurídica, se emancipa de sus padres; es él, ahora, quien se autodetermina moralmente. Si Bolívar es el Padre de la Patria, es tiempo ya de que nos emancipemos de nuestro Emancipador.
Al punto del tema de Mill: los autócratas tienen muchas ventajas; a los considerables resortes y recursos del poder que detentan, se suma frecuentemente la ausencia de opciones de liderazgo eficaz entre quienes les rechazan. Por esto se sostienen en el tiempo. Lo que sí será culpa de nosotros es que continuemos, holgazanamente, creyendo que los dirigentes que han producido nuestra actual situación–los que permitieron en 1998 que un candidato como Chávez, que un año antes sólo tenía a su favor entre 6 y 8% de la intención de voto, alcanzara el poder—y que, luego, continuaron cometiendo errores—el «Carmonazo», el suicida paro petrolero, el desastre del revocatorio, la entrega de la Asamblea Nacional en 2005, la prédica a favor de la aplicación ciega del artículo 350 y las guarimbas de Peña Esclusa—, pueden ser los sucesores del cataclísmico Chávez a pesar de que no han cambiado fundamentalmente su práctica política. Si pensamos que todo aquel que se diga oponente de Chávez es bueno; si dejamos cómodamente en la Mesa de la Unidad Democrática, hija mejorada pero casi idéntica de la fracasada Coordinadora Democrática, la identificación del sucesor correcto, entonces se nos aplicará el terrible anatema de John Stuart Mill: seremos un pueblo «más o menos incapaz de libertad».
No es siempre la salida la protesta masiva al estilo egipcio, o la que la mayoría de los venezolanos escenificó en 2002. Lo importante es lo que vendría después: un sucesor que debiera ser idóneo. (Vea, por favor, una lectura varias veces recomendada en este blog: Retrato hablado). En 2012 pudiéramos encontrarlo, si no nos dejamos llevar por el facilismo político.
Hay quienes juran que Chávez no entregaría el poder si pierde las elecciones. Yo pienso lo contrario; el 8 de febrero escribí aquí: “No habrá fraude electoral. Hugo Chávez es de temperamento épico. Eso significa que le importa mucho cómo será recordado por la historia. No quiere ser recordado como un hombre que retuvo fraudulentamente el poder. (…) No habrá fraude electoral. Quien gane o pierda en 2012 habrá ganado o perdido en realidad”. (Neurochaparrón).