Dos días después de la visita que reseño en esta entrada, llevé impreso su texto al Dr. Velásquez, a quien le gusta que le lea lo que escribo. Al concluir mi lectura le pregunté si había reproducido sus palabras con exactitud. «Sí; ¡fenomenal! Eso fue exactamente lo que dije». «¿Tengo, entonces, su imprimatur?», insistí para asegurarme. «¿Cómo no? ¡Por supuesto!», contestó.
Con un curioso criterio dogmático en Venezuela se alaba o condena sin términos medios. No se quiere ver la realidad en sus auténticos contornos. Pocos aceptan el hecho de que en cada hombre y en cada situación, la mezcla de lo bueno y lo malo, de lo grandioso y lo ridículo forman el clima natural de la historia. No quiere admitirse todavía por muchas personas el hecho simple de que la vida de los caudillos y los políticos, por la misma razón de serlo, deja de pertenecer a la familia, a la tribu, a la aldea para entregar el examen de sus actos e intenciones al público innumerable.
Ramón J. Velásquez
La caída del liberalismo amarillo
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Nos recibió y nos dio buen café y mejor historia. Fui con José Rafael Revenga y Gonzalo Pérez Petersen a visitarle el 3 de abril, a las dos de la tarde. Antes de legarnos la lección que se había propuesto, se excusó por hacernos ir adonde nos esperaba sentado. «Tengo 96 años», dijo, «y esto trae a los hombres limitaciones; a esto sólo puede oponerse la resignación, pero he vivido un siglo». El énfasis que puso a estas últimas palabras signaba el título de la lección. «De niño fui testigo de dos invasiones del general Peñaloza al Táchira. Lo vi subido a un convertible en compañía del Presidente del estado y su Secretario de Gobierno».
Allí se produjo mi primera intervención infructuosa: «¿Era ese general Peñaloza antepasado del más reciente?» Pero Velásquez, sin hacerme caso, no detuvo su curso; no estaba en plan conversador sino en modo catedrático. Sin solución de continuidad, pasó de las invasiones inconsecuentes de Peñaloza a la muy significativa de la Revolución Liberal Restauradora, lanzada también desde Colombia—dijo la fecha—por Cipriano Castro el 23 de mayo de 1899. El resultado trascendente de este hecho fue la llegada al poder de su compadre, el general Juan Vicente Gómez.
«Gómez partió en dos a Venezuela», dijo, refiriéndose al tajo en la historia del país. «Castro y Gómez vinieron con soldados sin zapatos, pata en el suelo, de barriga al aire. Y la idea de Gómez fue darles botines y camisas. Tras eso vendrían los quepis y las normas, la educación de los militares y el petróleo. También un país unificado. Antes de Gómez, era natural que los andinos desconfiaran de los llaneros y éstos de los primeros; estaban aislados. Gómez se encargó de unir a San Cristóbal y Caracas con la Carretera Trasandina—cinco días se tardaba antes en llegar a Caracas—, y hubo carretera al Oriente y la conexión del Norte de Venezuela con los llanos».
Con la gesticulación de sus manos nos hacía saber que lo que había dicho ya contenía claves para el presente y que seguiría hablando. «Nacieron los partidos del siglo XX, porque los generales López Contreras y Medina Angarita no eran de vocación dictatorial. El Partido Comunista de Gustavo Machado y Salvador de la Plaza, que más tarde se dividiría para dar algo como La Causa R de Andrés Velásquez, o el MAS. Acción Democrática, cuyo origen en Barranquilla y Costa Rica fue la Agrupación Revolucionaria de Izquierda, se dividió en cuatro partes: AD, cuyo nombre se lo dio Rómulo Gallegos, el MIR, el ARS y el partido socialista de Luis Beltrán Prieto: el MEP. COPEI, que vino después de una temprana afirmación de la Iglesia, antes de Rafael Caldera, con la Juventud Católica, también se dividió, cuando su fundador creó un partido nuevo».
Ramón José Velásquez toleró dos o tres comentarios aparentemente informados de nosotros y retomó la narración para, también aparentemente, sólo marcar con algunos hitos el tránsito más reciente. La crisis de Diógenes Escalante, que vivió en primera fila como secretario del enloquecido candidato medinista. El segundo gobierno de Rómulo Betancourt, del que fue pivote principal como Secretario de la Presidencia: «Tuvimos que afrontar conspiraciones mensualmente». Entonces pareció proponernos una adivinanza, al añadir repentinamente: «Pero hay otro partido, muy importante».
De nuevo, la pausa sugería que podíamos intercalar la respuesta, y pensé que se refería al partido de Medina Angarita y su eco de los años sesenta: el uslarismo. Así que pregunté: «¿El partido medinista?» Eludió contradecirme directamente y dijo, como si yo no hubiera hablado: «Es el partido de los militares», e hizo otra pausa, lapidaria. «Siempre ha estado allí, desde que Gómez calzó, vistió y educó a los soldados. Fíjese que ellos manejaron la crisis de Escalante, entonces con civiles. En una casa no muy lejana de ésta, el Dr. Edmundo Fernández los reunió en 1945—Vargas, López Conde, Pérez Jiménez—con Betancourt y Raúl Leoni. [Revenga, quien entonces era un niño, sabe del asunto porque Fernández era su suegro]. Pero después volvió ese partido a emerger, de nuevo con civiles, para derrocar a Marcos Pérez Jiménez y además uno de los suyos, el contralmirante Wolfgang Larrazábal, fue candidato presidencial». Terco y desatendido, acoté: «Y cuando usted fue Presidente, conspiraron en su contra».
No se dio por aludido. Venía el remate de una clarísima línea de historia: «Después permitieron los militares un largo período de civiles: Betancourt, Leoni, Caldera, Pérez y los otros. Y ahora tienen de nuevo directamente el poder, sólo que con un lenguaje del siglo XXI». La tesis no necesitaba ser nombrada: los militares conforman el partido más importante de la historia de Venezuela. El silencio del historiador formó el nuestro durante el minuto que empleó en escrutar nuestros rostros.
Decidí intentar una vez más la introducción de un tema; interpelé al anfitrión: «Y ¿cómo ve la campaña electoral de este año? ¿Qué le parece la candidatura de Capriles?» Creí ver en su boca un frugal esbozo de sonrisa y dijo: «Bueno, yo veo la enfermedad del Presidente. Su cáncer. Él ha dicho que tiene una hija que ha manifestado su interés en el destino del país, y también que piensa adquirir una finca en Barinas, distinta de la de su familia; que desde allí observará algún día los acontecimientos venezolanos. Vamos a ver qué sucede». O sea, ni media palabra sobre los manejos de la Mesa de la Unidad Democrática o la campaña de su candidato. Era como si no fueran términos de la actual ecuación de poder.
Hicimos referencias de aficionado a la única dinastía eficaz de nuestra historia, la de los Monagas, y señalamos que Henrique Salas Römer había establecido una regional en Carabobo—en 2003 lanzaba su precandidatura presidencial, la del «gallo» que era él mismo y, si no, la del «pollo», aludiendo a su hijo—y también mencionamos que Caldera no había sido exitoso en la promoción de su hijo Andrés.
Una hora había volado sin que nos hubiéramos percatado y comenzamos a despedirnos agradecidos. No nos dejó ir sin averiguar antes acerca de un libro mío, para el que ha escrito una generosa nota prologal. Cuando le dije que estaba muy próximo a salir a las librerías, José Rafael prometió: «Vendremos de nuevo, con un ejemplar para usted». Velásquez le tomó la palabra y aseguró haber disfrutado nuestra visita. Gracias, gracias, gracias, repetimos como súbditos de Su Suavidad mientras salíamos.
De sus manos heredamos la historia desnuda y desenredada que quiere legar a Venezuela. Tal vez sus silencios nos dijeron tanto como sus palabras. LEA
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Tengo por el Dr. Velásquez un gran aprecio personal. Además, por ser yo descendiente de tachirenses de Capacho, me ha distinguido con su amistad y afecto. Cuando conversamos, siempre se refiere a nuestros vínculos de parientes y amigos comunes. Una prima mía era casada con un hijo de Ángel Biaggini, personaje ilustre de San Cristóbal y candidato del medinismo cuando sucede el retiro de Escalante.
En su libro sobre Betancourt, Caballero indica que por primera vez los militares post Gómez manifestaron su vocación de poder en 1945 y años subsiguientes. El Presidente Herrera, en varias ocasiones, nos indicaba que «a los militares hay que escucharlos», cuando en reuniones de trabajo conversábamos sobre el presupuesto nacional. De hecho, le sugirió a Luis Ugueto que se reuniera con el Alto Mando y así fue como, recién inaugurada la sede del Ministerio de la Defensa en Fuerte Tiuna, se organizó una reunión de trabajo con ellos y Cordiplán, Hacienda y Ocepre todo un día para escucharlos. Muy amables y cordiales, con un gran respeto por nuestras responsabilidades, planteaban sus necesidades y justificación de las asignaciones. Quizás ello me permitió en lo personal poder apreciar su posición con respecto a problemas nacionales de seguridad y defensa. Luego, en 1992, estando en el Directorio del Fondo de Inversiones de Venezuela, tuve la oportunidad de presentar los programas de privatización del FIV y me encontré con unos militares radicalizados al estatismo e incluso al marxismo. Era notable el cambio; ya los efectos del veneno se habían esparcido. Y no creo de modo alguno que en su íntimo sentir tengan en estas circunstancias respeto y admiración por los valores democráticos de entonces.
He allí el cambio político, el cual tiene como hecho más significativo de estos tiempos la alianza con Cuba y Fidel Castro. Ése es el reto de los civiles: intentar el poder político por la vía electoral no obstante este entorno tan adverso. Ojalá se pueda. De lo contrario, la lucha que nos queda es larga, a menos que la enfermedad de Chávez interrumpa este proceso por las desaveniencias entre ellos. Y habrá que tomar la estrategia de hacer sentir el poder civil.
Gracias, Aurelio, por esta contribución tan interesante, que añade músculo a la columna vertebral de la historia esquematizada por el Dr. Velásquez.
También tuve la fortuna de interactuar con el estamento militar: en 1976 fui nombrado asesor ad honorem de la recién estrenada Secretaría del Consejo Nacional de Seguridad y Defensa, creado en la ley de 1975. Desempeñé esa posición bajo dos secretarios, el general Berzares y el general Rangel Bourgoin. Después fui conferencista en el Instituto de Altos Estudios de la Defensa Nacional, precisamente para suplir al Dr. Velásquez a sugerencia de él, y en la Escuela Superior de Guerra y la Escuela Superior de Guerra Naval. En 1980, Luis Castro Leiva y Aníbal Romero me invitaron a llevar una ponencia al simposio Seguridad, Defensa y Democracia que organizaron en la Universidad Simón Bolívar. En Semana Santa recibí la visita del profesor de la USB Juan Cristóbal Castro Kerdel, hijo de Luis Castro y Beatriz Kerdel, y hablamos de este simposio. Siempre tuve relación fácil con los militares.
El 3 de febrero de este año puse en este blog (Celebración de un abuso homicida): «Los militares tienen, como todos nosotros, cuarenta y seis cromosomas en su dotación genética. Son gente, como todos nosotros. Como entre nosotros, algunos de ellos son excepcionales personas, nobles, heroicos. Como entre nosotros, se encuentra en ellos alguna personalidad delincuente, inmoral, enferma. La mayoría de ellos, como la mayoría de nosotros, es gente común, ni santa ni delictiva. (…) No tengo nada en contra de la actividad militar. Me opongo al militarismo, no a los militares; me opongo a su salida de los cuarteles para entrometerse en la función civil. De esto hemos tenido demasiado en Venezuela, y es de la mayor importancia corregir la viciosa distorsión que Hugo Chávez ha producido en la noble tarea castrense. Hay que indignarse ante esta aberración».
Los romanos distinguían entre potestas o imperium (el poder) y la auctoritas (autoridad) como dos fuentes distintas de influencia en la conducta de los hombres. Si los civiles venezolanos perdieron lo primero con la llegada de Chávez a Miraflores, eso fue porque habían perdido lo segundo. Sinceramente hablando, no logro reconocer en Capriles Radonski la presencia de mucha auctoritas: «más que un consejo y menos que una orden, pero un consejo que no puede ignorarse sin riesgo», según Theodor Mommsen. Es lo que se necesita para entenderse con quienes son, a fin de cuentas, seres dotados de razón. En cualquier caso, el Presidente de la República es, aunque sea civil, Comandante en Jefe de la Fuerza Armada en virtud de nuestra Constitución, y esto sí es un poder. Tal potestas debe ser ejercida desde la auctoritas.