La Rutina, síntesis de todos los renunciamientos, es el hábito de renunciar a pensar.
José Ingenieros
El hombre mediocre
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Hay proposiciones que no proponen nada; seudoproposiciones, pudiera llamárselas. Su hábitat natural es el discurso político, pero también los economistas pueden esgrimirlas.
Era práctica ritual de muchos economistas venezolanos reunirse en diciembre de cada año durante el segundo período de Caldera—usualmente en el IESA—para echar predicciones sobre la inflación y la tasa de cambio del año siguiente. Los periodistas hacían su agosto, pues cada economista de alguno de estos «paneles de expertos» estaba muy dispuesto a conceder declaraciones. La declaración estándar era algo más o menos como lo siguiente: «Lo que propongo es un verdadero programa económico integral, armónico, coherente y creíble».
Ya el mero hecho de que tal afirmación se compusiera de un solo sustantivo y cinco adjetivos debía llamar a la sospecha. Pero, por otra parte, una sencilla prueba podía evidenciar que se trataba, en realidad, de una seudoproposición. La prueba consiste, sencillamente, en construir la proposición contraria, la que en este caso rezaría así: «Propongo un falso programa económico desintegrado, inarmónico, incoherente e increíble». Resulta evidentísimo que nadie en su sano juicio se levantaría en ningún salón a proponer tal desaguisado. Ergo, la proposición original no propone, en realidad, absolutamente nada. (En Consenso bobo, Carta Semanal #63 de doctorpolítico, 20 de noviembre de 2003).
Nueve años antes—el 11 de diciembre de 1994—, se usaba el mismo ejemplo en Tiempo de proponer, el artículo principal en el número 9-10 de referéndum, donde se añadía: «Una vez determinado, por los pasos anteriores, que la formulación considerada es, en efecto, una pseudoproposición, investíguese si los proponentes de la misma son capaces de presentar un ejemplo concreto de lo que propugnan. (O sea, ¿alguno de los panelistas del IESA exhibió un ‘verdadero plan económico, coherente y creíble’?)» También se refería allí declaraciones a la prensa de Antonio Ledezma, un tanto disminuido entonces por las decisiones antiperecistas de la Acción Democrática de Luis Alfaro Ucero. Ledezma salía de una audiencia que le concediese Andrés Caldera, Ministro de la Secretaría de la Presidencia, y propuso que se buscara en el país ¡un gran acuerdo nacional! En Los rasgos del próximo paradigma político, del #0 de esa publicación (1º de febrero de 1994) ya se advertía:
La discusión pública venezolana se halla a punto de agotar los sinónimos castellanos del término conciliación. Acuerdo, pacto, concertación, entendimiento, consenso, son versiones sinónimas de una larga prédica que intenta convencernos de que la solución consiste en sentar alrededor de una mesa de discusión a los principales factores de poder de la sociedad. Nuevamente, no hay duda de que términos tales como el de conciliación o participación se refieren a muy recomendables métodos para la búsqueda de un acuerdo o pacto nacional. No debe caber duda, tampoco, que no son, en sí mismos, la solución.
Tomemos el caso, por ejemplo, de la insistente proposición de una asamblea constituyente, bandera de lucha del llamado Frente Patriótico, asumida como lema electoral de José Antonio Cova, repropuesta por Oswaldo Alvarez Paz al término de las elecciones, voceada por Eduardo Fernández después del 4 de febrero de 1992, admitida como posibilidad por Rafael Caldera en su «Carta de Intención». El problema es que el Frente Patriótico no ha presentado un proyecto de constitución, y tampoco los demás actores mencionados. Es decir, se insiste en hablar de la herramienta sin hablar del producto que ésta debe construir.
Por otra parte, el método mismo tiende a ser ineficaz. Los ideales de democracia participativa, la realidad de la emergencia de nuevos factores de influencia y poder, han llevado, es cierto, a la ampliación de los interlocutores de las «mesas democráticas» de las que debe salir el ansiado «acuerdo nacional». Así fue diseñado, por ejemplo, el consejo de la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado (COPRE), al combinar en él la presencia tradicional de líderes empresariales y líderes sindicales, con representantes de partidos, de la iglesia, de las organizaciones vecinales, etcétera. Así buscó conformarse el «Encuentro Nacional de la Sociedad Civil» organizado por la Universidad Católica Andrés Bello, cuando su rector tomó el reto que pareció recaer, a mediados de 1992, sobre la Iglesia Católica venezolana, en respuesta a un estado de opinión nacional de gran desasosiego, que buscaba en cualquier actor o institución que pudiera hacerlo la formulación de una salida a la aguda y profunda crisis política. Pro Venezuela, la Mesa Democrática de Matos Azócar, los encuentros que organizó José Antonio Cova, y la constante prédica de los partidos, todos fueron intentos de alcanzar ese ya mítico gran entendimiento nacional.
La evidencia es, pues, suficiente. La oposición de intereses en torno a una mesa de discusión difícilmente, sólo por carambola, conducirá a la formulación de un diseño coherente. Es preciso cambiar de método. Y es preciso cambiar el énfasis sobre la herramienta por el énfasis en el producto.
Pero tal evidencia no fue suficiente para Antonio Ledezma y tampoco, diecinueve años después, para el redactor del editorial de hoy, 4 de marzo de 2013, en Analítica: Los países no se suicidan. Para comprobar su vacuidad, vale la pena transcribirlo in toto:
La crisis que afecta hoy en día a la sociedad venezolana tiene múltiples causas pero tal vez la más inmediata ha sido una errónea concepción de cómo enfrentar la desigualdad económica y social en un petro-estado. Los militares que tomaron el poder encabezados por Chávez a finales del siglo pasado no tenían una ideología clara que les diera luces para resolver los problemas que según ellos aquejaban a la sociedad venezolana. A lo sumo se cobijaban bajo una amalgama ideológicamente incompatible como lo era el árbol de las tres raíces, ya que nada en común tenían las ideas del aristócrata centralizador Simón Bolívar con las del federalista Zamora.
Para resolver esa falta de sustancia Chávez recibió oxigeno ideológico por parte de activistas de la izquierda derrotada en los años sesenta quienes vieron en el joven teniente coronel una oportunidad histórica de desquitarse de la derrota que les habían propiciado Rómulo Betancourt y Raúl Leoni.
Por el otro lado, la dirigencia democrática del país tampoco tenía claro cuál era el rumbo a seguir para superar la crisis. No hubo el diálogo ni la voluntad necesarios para enfrentar de manera radical los cambios inevitables que permitieran evolucionar positivamente hacia otro tipo de sociedad.
Hoy estamos en un estado de anomia y de anarquía, los lazos societarios están severamente afectados y vivimos virtualmente una situación de sálvese quien pueda. La violencia desmesurada, el irrespeto absoluto a las normas de conducta, la incapacidad manifiesta para resolver las necesidades básicas de la población son una combinación explosiva que si no se enfrenta con la debida sindéresis nos puede conducir a una salida trágica tanto para tirios como troyanos.
Es hora de entender que nadie, por sí solo, tiene la clave para resolver esta situación. Ni el gobierno, ni la oposición pueden hacerlo sin un vasto acuerdo nacional en el que se permita sentar las bases de un gran esfuerzo de reconstrucción nacional. Para lograrlo se requiere liderazgo, inteligencia y tolerancia, elementos que parecen escasear en estos tiempos confusos, aunque no dudamos que aparecerán porque los países no tienen vocación de suicidas.
Bueno, comencemos por esto último. Los países sí pueden suicidarse, como muestra elocuentemente Jared Diamond en su libro Colapso. Las sociedades pueden tomar decisiones catastróficas, como los pobladores de la Isla de Pascua que talaron todos los árboles de su territorio, agotando aquello de lo que dependía su subsistencia. El empleo en el pobre editorial de una frase efectista—elevada al honor de titular—para arribar a la conclusión final de que contaremos con «liderazgo, inteligencia y tolerancia» es realmente deplorable.
Desde el mismo comienzo emerge el vacío conceptual. Para poder declarar que algo es erróneo—una errónea concepción de cómo enfrentar la desigualdad económica y social en un petro-estado—es preciso conocer lo que es acertado. ¿Expone Analítica una concepción correcta de esa tarea, o sigue el ejemplo de los economistas que no acertaron a proponer un «verdadero plan económico, coherente y creíble»?
Luego, Analítica ubica la raíz del mal en una carencia ideológica del chavismo, pero es justamente lo ideológico lo que debe dejarse atrás. (Ver en este blog Panaceas vencidas). A «la dirigencia democrática del país» el editorial le echa en cara su ignorancia del rumbo correcto «para superar la crisis», y condena que no hubiera habido «el diálogo y la voluntad necesarios para enfrentar de manera radical los cambios inevitables que permitieran evolucionar positivamente hacia otro tipo de sociedad». ¿Qué dice en concreto tan grandilocuente frase? ¿Fue un asunto de falta de voluntad? Esto supone que la «la dirigencia democrática del país» sabía lo que había que hacer y no quiso hacerlo. Si eran «cambios inevitables»—(Del lat. inevitabĭlis) adj. Que no se puede evitar—, ¿cómo es que no ocurrieron? ¿Procuró conscientemente conseguir «la dirigencia democrática del país» una evolución negativa hacia el mismo «tipo de sociedad»?
Claro, estas insuficiencias de razonamiento no impedirán que haya quien recomiende la lectura de la inútil pieza como lección de política profunda. Y es que suena buenísimo, principalmente por sus declaraciones totalizantes: el irrespeto absoluto a las normas de conducta, por ejemplo. Supongo que Analítica reivindicará que sí las respeta, así como «la dirigencia democrática del país», pero entonces no sería tan absoluto el irrespeto. Por otro lado, no deja de ser ingenuo concebir que el gobierno y la oposición, entes antitéticos, pudieran lograr un «vasto acuerdo nacional» (la clave parece estar en el adjetivo). Tampoco es consistente, si se atiende a la prédica reciente de Analítica, negadora del gobierno y elogiosa de «la dirigencia democrática del país» durante todo el año de campaña electoral y aun ahora: «Ahora bien, si se trata de lograr un consenso, una buena fórmula sería convenir alrededor del candidato con más opción pero representado, no por una miríada de partidos, sino por la tarjeta única de la alternativa democrática. Eso permitiría que todos nos sintiéramos identificados con el espíritu de unión de los venezolanos demócratas». (La oportunidad de la tarjeta única, 25 de enero de 2013).
La recomendación de Analítica es que Venezuela alcance un pensamiento único «en el que se permita sentar las bases de un gran esfuerzo de reconstrucción nacional», mediante un «vasto acuerdo nacional». Pero esto del gran acuerdo nacional parece ser, para algunos, más bien un único pensamiento. ¿No es así, Ledezma? LEA
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El error es el del pensamiento único, venga de quien venga. Lo que podría funcionar es un programa coherente que tenga continuidad sea quien sea quien ocupe el control del estado. Para eso hay que diseñar políticas nacionales que lleven al país en dirección al progreso y para eso las fuerzas políticas deben entender la importancia del tal unidad de criterios, que no es lo mismo que unidad de ideas. Pare que la humanidad esta condenada a sufrir transformaciones únicamente bajo el derramamiento de sangre para que entendamos lo del criterio unitario.
Bueno, obviamente no sería aconsejable diseñar políticas que llevaran al país en dirección contraria al progreso.