Historia escrita y filmada

Hace 27 años, en septiembre de 1987, fecha en la que se escribió el texto que aquí se reproduce, estaban aún por definir las últimas candidaturas del bipartidismo: Carlos Andrés Pérez u Octavio Lepage, por Acción Democrática, y Rafael Caldera o Eduardo Fernández por COPEI. El primero y el último se verían las caras blanquiverdes al año siguiente. Las consecuencias son conocidas: Fernández perdió y no pudo ganar la posterior candidatura copeyana ante Álvarez Paz, ni ninguna otra hasta los momentos, y el segundo gobierno de Pérez fue recibido con el Caracazo y luego aguantaría dos intentos de golpe de Estado, pero no la acción civil que lo depuso. En las conclusiones de Sobre la Posibilidad de una Sorpresa Política en Venezuela, de donde se toma el extracto, se leía: «…de ganar las elecciones de 1988 uno de los candidatos tradicionales (…) la probabilidad de un deterioro acusadísimo sería muy elevada y, en consecuencia, la probabi­lidad de un golpe militar hacia 1991, o aún antes, sería considerable». Chávez quiso alzarse el 16 de diciembre de ese año, para amanecer en la silla presidencial el día de la muerte de Simón Bolívar. Y también: «En lo tocante al caso del outsider democrático las probabilidades son algo mayores. Pero lo cierto es que el outsider con las condiciones necesa­rias no ha hecho todavía su aparición. Esto no significa, por supuesto, que no exista. Es posible que sí exista y que, en cumplimiento de uno de los re­quisitos funcionales de su campaña, haya decidido no presentarse todavía». Fueron un golpe militar y un outsider—un «tercer hombre»—como presidente las sorpresas consideradas en ese estudio. Se transcribe de seguidas su tercera sección. LEA

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SORPRESA Nº 2: OUTSIDER DEMOCRATICO

Es posible también una sorpresa más democrática que un golpe de Estado. Es más, la probabilidad de ese tipo de sorpresa es significativa­mente mayor que la de una «solución» militar. No obstante, sigue siendo una sorpresa. Es decir, la probabilidad de un evento tal es baja. No es altamente probable que un candidato no postulado por Acción Democrática o COPEI llegue a ganar las elecciones. Pero de esto se trata precisamente, de considerar cualitativamente las sorpresas, pues de su ocurrencia se ocu­pará el curso de los acontecimientos y el signo de los tiempos, según el cual, para recordar a Dror, la sorpresa es ahora un fenómeno endémico.

El tipo de análisis que haremos acá es el de estipular cuáles serían los requisitos necesarios en un candidato sorpresa y en su campaña, sin los que no podría darse su triunfo.

  1. Rasgos necesarios del candidato

El primer rasgo indispensable en el líder que pueda orientar a su favor la considerable potencialidad de un voto harto de lo tradicional y de su inefi­cacia, es que sea un verdadero outsider. Hay, al menos, dos sentidos en los que este concepto de outsider se aplicaría en este contexto.

Para comenzar, el candidato debe ser un político que pueda ser per­cibido como estando fuera del establishment de poder venezolano. No ne­cesariamente significa esto que el candidato deba estar contra la actual ar­ticulación de poder en Venezuela. Simplemente es necesario que no se le perciba como formando parte de la red de compromisos que caracterizan a la configuración actual.

En una reunión del «Grupo Santa Lucía» de hace unos años, Allan Randolph Brewer Carías advirtió a los asistentes: «Estamos hablando del Estado como si se tratara de un caballero que se encuentra en la habitación de al lado, que está a punto de entrar y de ser presentado a nosotros. Pero la verdad es que todos nosotros hemos sido el Estado. De quien estamos hablando es de nosotros».

Lo que Brewer quería decir es que las elites de Venezuela forman parte de un sistema consensual que determina una buena parte de las polí­ticas principales, o al menos el esquema general de la cosa política. En el caso de un líder político tradicional, por ejemplo, sus buenas intenciones hacia, digamos, una mayor democratización, se encuentran impedidas por las trabadas reglas de juego de su partido.

El pueblo sabe, empírica o intuitivamente, que una persona, partici­pante directo de la configuración de poder actual, carece de la libertad ne­cesaria para acometer los cambios que sería necesario introducir a través de tratamientos novedosos a la situación política. Para ponerlo en otros términos: un líder que ostente en los momentos actuales una cantidad signi­ficativa de poder, estará al mismo tiempo muy impedido por la serie de tran­sacciones en las que, con toda probabilidad, habrá debido incurrir para ac­ceder a la posición que ocupa y para mantenerla. Esta es, por poner un caso, la situación en la que se encuentra Eduardo Fernández. Es, posible­mente, la condición que anularía un intento de Marcel Granier, como fue, por argumento en contrario, la que significó, en el pasado, un apoyo importante al intento de Jorge Olavarría, percibido entonces como outsider.

Fuera de la caja

Hay un segundo sentido, más específico, en el que el candidato que pueda resultar la sorpresa debe ser un outsider. Debe serlo también en términos de estar afuera o por encima del eje tradicional del «espacio» polí­tico. Tal eje viene determinado por un continuum más o menos lineal, que va desde las posiciones de «izquierda» hasta las posiciones de «derecha». Esta es una división tradicional del campo político, pues responde al criterio de que el principal «problema social» (o político), consiste en distribuir la renta social: si se acomete este asunto con preferencia para «los pobres» entonces se es izquierdista; si esto se hace con preferencia por «los ricos», entonces se es derechista.

No es éste el sitio para describir otra noción política más moderna que considera obsoleto el planteamiento anterior, definitorio de «derechas» e «izquierdas». Pero el candidato que pretenda tener éxito en 1988 deberá ser outsider también en el sentido de no situarse en alguna posición del eje referido, sino en un plano diferente.

La segunda característica importante (a nuestro juicio más importante que la condición de outsider ) que debe ostentar un candidato con posibili­dades de «dar la sorpresa», es la posesión de tratamientos suficientes y convincentes para la crisis.

La base de esta condición consiste en poder partir de una concepción de lo político que comprenda importantes y hasta radicales diferencias con las concepciones convencionales. En la raíz de tal concepción está la ne­cesidad de una sustitución de paradigmas políticos, en el sentido que Tomás Kuhn da al término paradigma. Es decir, nos hallamos ante una rea­lidad social y política que ya no puede ser comprendida por los planteamientos y enfoques convencionales, lo que es la causa de fondo de la crisis de gobernabilidad. No es el caso que los políticos tradicionales tengan las recetas adecuadas y por «maldad» se resistan a aplicarlas. El punto es que no las saben. De allí que no sepan contestar cuando se les pregunta por tratamientos concretos, como en la reciente entrevista en «Primer Plano» a Carlos Andrés Pérez. Marcel Granier le preguntó a Pérez cuál sería su so­lución al problema de la inflación. Pérez se limitó a decir que él suponía que el Gobierno de Lusinchi estaba por resolverlo y que, en todo caso, él, Pérez, le daría su opinión al Gobierno. En resumen, una respuesta evasiva.

A partir de una concepción diferente, más científica y moderna de la política y sus posibilidades tecnológicas reales, es como podría ser posible la generación de tratamientos que cumplan con tres condiciones necesarias a la persuasión pública requerida:

1. Deben ser radicales pero pocos: dos extremos resultan imposi­bles, dañinos o inútiles: el planteamiento de una reforma radical y global, que se ocupe de todo a la vez, en el mejor de los casos será altamente traumático y, más probablemente, imposible de aplicar por falta de capacidad para gerenciar un grado de cambio tan exhaustivo; la estrategia de cambiar lo menos posible e ir ajustando las cosas de modo incrementalista es derrotada por la complejidad original del problema y su velocidad de complicación creciente. Este dilema es comprendido intuitivamente por el elector promedio. De allí la poca credibilidad de los programas de gobierno exhaustivos, así como la de los programas tímidos e incrementalistas. Para que un programa alcance la credibilidad necesaria deberá ser del tipo radi­cal selectivo, es decir, identificador de pocos puntos estratégicos sobre los que se ejerza una acción transformadora a fondo. Y a esta condición deberá sumarse la de concreción, pues no bastará la enumeración de pocas áreas si éstas son vagamente definidas.

2. Deben ser eficaces: no se trata por tanto de pseudotratamientos. «Reactivar la economía» no es la solución, sino el estado final que debe al­canzarse una vez aplicada la solución. Combatir el «centralismo», combatir el «presidencialismo», etcétera, son orientaciones generales muy loables pero poco concretas. Los tratamientos deberán venir explicados en forma tan concreta que se pueda especificar su beneficio y su costo. Los tratamien­tos deberán dirigirse al ataque de causas problemáticas antes que a la mo­deracion temporal de sintomatologías anormales.

3. Deben ser positivos: se necesita un planteamiento terapéutico que trascienda la política quejumbrosa para ofrecer salidas que permitan un ra­zonable optimismo.

Comprometido sólo con la verdad

Por último, el candidato debiera tener la capacidad de «librar por to­dos». (En el juego infantil del escondite se estipula a veces una regla por la que al quedar sólo un jugador por descubrir, éste puede salvarse, no úni­camente a sí mismo, sino a todos los anteriores que hayan sido atrapados.) No se trata acá de «capacidad de convocatoria», como se la asigna a sí mismo (con cierta razón) Rafael Caldera y como se la niega a sí mismo Marcel Granier. (Entrevista de Alfredo Peña a Granier en «El Nacional» del 21 de septiembre de 1983: «Pero yo no tengo la capacidad de convocatoria necesaria para enfrentar los problemas que el país tiene en este momento»). El cargo de Presidente de la República tiene de por sí mucha capacidad de convocatoria, y lo tendría mucho más si tal cargo lo ocupase un outsider que hubiera logrado dar la sorpresa. El punto está más bien en la voluntad real de convocar que tenga el involucrado, en la medida en que no esté atado a intereses tan específicos que no pueda verdaderamente pasar por encima de rencores de asiento grupal. Si un aspirante a outsider sorpre­sivo, a «tajo» de las elecciones, plantea su campaña con un grado aprecia­ble de vindicta, de falta de comprensión de lo que en materia de logros polí­ticos debemos aún a los adversarios, obtendrá temprana resonancia y fra­caso final. El outsider con posibilidad de éxito no se impondrá por una mera descalificación de sus contendientes y, en todo caso, no por descalificación que se base en la negatividad de éstos sino en la insuficiencia de su positi­vidad. El propio Issac Newton reconoció: «Si pude ver más lejos fue porque me subí sobre los hombros de gigantes».

  1. Rasgos necesarios de la campaña

Suponiendo que exista el verdadero outsider y que éste posea un ar­senal terapéutico eficaz, concentrado y positivo, capaz de ser asumido vo­luntariamente como programa por el público en general, todavía queda el problema de ejecución de su campaña en forma correcta.

El eje básico de una campaña correctamente ejecutada pasa nueva­mente por la suficiencia de los tratamientos que el outsider proponga. La campaña debe ser planteada en esos términos: suficiencia vs. insuficiencia.

Luego viene la consideración del tiempo estratégico. Por diversas ra­zones el tiempo de lanzamiento de la candidatura con posibilidades debe ser lo más tardío posible. Por un lado está el problema de los recursos: es improbable que un verdadero outsider pueda conseguir los fondos necesa­rios a una campaña prolongada. Por otra parte, el intento debe ser hecho contraviniendo los intentos de actores muy poderosos. En tales condiciones una guerra de atrición no es sostenible. No puede un outsider trenzarse en una larga «guerra de trincheras» contra Acción Democrática y COPEI, pues caería en el asedio. Nuestro outsider se encuentra en la situación de Israel, país pequeño y rodeado de enemigos mucho más numerosos y de mayor poder. Así, su estrategia indica un golpe sorpresivo y contundente y definitivo. Por último, el tiempo debe ser tardío porque lo que es necesario producir corresponde a lo que los psicólogos de la percepción llaman un gestalt switch. Es un cambio súbito en la manera de percibir una misma cosa. De este modo, o el cambio de percepción se produce o no se produce, o se entiende o no se entiende, y para esto no es necesaria o correcta una campaña de convencimiento gradual, sino una argumentación suficiente que tienda a producir una respuesta más instantánea.

Este punto viene ligado, como dijimos, al tema de los recursos. Pues una condición de corrección de la campaña deberá ser por fuerza la de su economía. La campaña deberá ser económica. Tanto porque no se dispon­drá de muchos recursos como porque un gasto excesivo produciría un re­chazo de la misma. Así, la campaña debiera ser diseñada en términos eco­nómicos.

Esto será posible si la campaña es planteada en términos de calidad vs. cantidad. Contra la reiteración esloganista de millares de cuñas y pancar­tas, una concentración en mensajes más completos, más densos y contun­dentes.

Nadie tapa a un flautín

Nadie opaca a un flautín

A favor de esta posibilidad jugaría la amplificación que se daría por el efecto de novedad. Por el mismo hecho de plantearse una campaña de es­tilo diferente es como se daría la posibilidad de distinguir el mensaje en un mar de ruido electoral, en la cacofonía de las abrumantes campañas tradicionales, como un minúsculo flautín clarísimo lo hace dentro de un tutti or­questal.

La campaña deberá caracterizarse, además, por una extraordinaria capacidad organizativa. Se trata, para mencionar sólo un problema, de dis­poner de testigos en unas treinta mil mesas electorales, con su correspon­diente apoyo logístico y de comunicación. Para un outsider este problema es de gran cuantía, puesto que por definición, al ser outsider, no dispone de la «maquinaria» de antemano.

Finalmente, el outsider deberá ser capaz de resistir los ataques que sobrevendrían, en una gama que puede ir desde el enlodamiento de su re­putación hasta la eliminación física. El riesgo aumentará a medida que la opción que representa comience a significar una posibilidad clara de victo­ria.

  1. Las probabilidades

Siendo lo que antecede las condiciones indispensables a una «sorpresa» exitosa ¿qué puede decirse de las probabilidades de tal aven­tura?

La condición crítica será seguramente la de disponibilidad de los re­cursos. Acá se enfrentaría un outsider con la incredulidad básica ante una aventura no convencional y con la tendencia conservadora que aún en ca­sos de crisis encuentra difícil ensayar algo novedoso. Aquellos que pudieran dotar a una campaña como la esbozada de los recursos suficientes es­tarán oscilando entre los extremos de más de un dilema.

Uno de los dilemas es el de seguridad vs. corrección. Se sabe de lo inadecuado de los actores políticos tradicionales, pero ante un plantea­miento correcto por un outsider habría la incomodidad de abandonar lo co­nocido. Es queja perpetua del sector privado que el Gobierno no establece reglas de juego estables. La verdad es que hay reglas tácitas de conducta establecidas desde hace tiempo, incluyendo las que regulan la urbanidad de la corrupción. Stafford Beer decía, refiriéndose a la sociedad inglesa de hoy, que su problema era que «los hombres aceptables ya no son competen­tes, mientras los hombres competentes no son aceptables todavía». En forma similar, Yehezkel Dror destaca otro dilema: si se quiere eficacia es ne­cesaria una transparencia en los valores, la exposición descarnada de los mismos; si lo que se quiere, en cambio, es consenso, entonces es necesaria la opacidad de los valores, no discutirlos más allá de vaguedades y abstracciones.

Así, pues, se estaría ante un dilema de tradicionalidad vs. eficacia, de poder vs. autoridad. Es pronosticable que la mayoría de los actores con re­cursos, ante una solicitud de cooperación por parte de un outsider con tra­tamientos realmente eficaces, se pronunciarían por los términos dilemáticos más conservadores.

Pero es concebible que una minoría lúcida entre los mismos pueda proveer los recursos exigidos por una campaña poco costosa en grado su­ficiente, al menos para cebar la bomba que pueda absorber los recursos totales del mercado político general pues, si la aventura cala en el ánimo del público, una multitud de pequeños aportes puede sustituir o complementar a un número reducido de aportes cuantiosos.

Precisamente una sorpresa

Pero el obstáculo principal consistirá en salvar la diferencia entre una percepción de improbabilidad y una de imposibilidad. Ni aún el menos conservador de los hombres dará un céntimo a una campaña de este tipo si considera que todo el esfuerzo sería inútil, si piensa que un resultado exitoso es, más allá de lo improbable, completamente imposible. El análisis que hemos hecho indica que, si bien el éxito de una aventura así es por de­finición improbable—a fin de cuentas se trataría de una sorpresa—no es necesariamente imposible y que, por lo contrario, la dinámica del proceso po­lítico venezolano hace que esa baja probabilidad inicial vaya en aumento. Si esto es percibido de este modo, entonces tal vez las fuentes de apoyo necesarias quieran comportarse como un jugador racional de la ruleta con cien dólares en la mano. Apartará cincuenta dólares como reserva y de los cincuenta restantes apostará la mayoría, cuarenta y cinco quizás, a las po­sibilidades de mayor probabilidad, rojo (Pérez), negro (Caldera), par (Fernández), impar (Lepage). Pero jugará cinco de los cien dólares en pleno al diecisiete negro (outsider), porque sabe que si la apuesta es de éxito menos probable, si pierde pierde poco y si gana ganará mucho más que lo que invirtió.

Finalmente, y nuevamente en la analogía de los juegos, bastante de­penderá de la lectura que se tenga de la crisis. Para aquellos para los que la abrumadora acumulación de evidencias no sea suficiente para creer que la crisis no es de carácter coyuntural y pasajero, será lo indicado negar su apoyo al outsider. Sólo aquellos que ya se hayan convencido de que la crisis es estructural y requiere por tanto terapias no convencionales, podrán pensar como el buen jugador de dominó (o de bridge) que carezca de la información completa sobre la localización de las piezas o cartas claves. En esas condiciones un buen jugador identificará cómo tendría que darse esa ubicación de piezas para poder ganar la mano. Entonces jugará como si en verdad la disposición fuese esa única forma de ganar, rogando para que así sea.

Yehezkel Dror nos dice que la situación del agente de decisión de hoy es cada vez más la de una apuesta difusa.

Para descargar en .pdf: SORPRESA Nº 2

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Textos relacionados: Intervalo solónico, Tío Conejo como outsider, Retrato hablado.

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