Tuve en suerte de infancia ser vecino de Puntofijo, la casa de la 1ª Transversal de Las Delicias de Sabana Grande (hoy Avda. Solano López) de la familia Caldera-Pietri. En la historia política nacional, se ha inscrito indeleblemente porque alojó el pacto trascendental que parió en 1958 la república civil venezolana:
El Pacto de Punto Fijo era un acuerdo para echar las bases del sistema democrático en un país que, en toda su historia, sólo tuvo elecciones universales en 1947—anuladas rápidamente por otro golpe militar en noviembre del año siguiente—, y difícilmente podía incluir a un partido (PCV) que sostenía como punto de fe programática el esquema marxista-leninista para el establecimiento de una dictadura del proletariado. (…) El Pacto de Punto Fijo, pues, no fue nada vergonzoso; por lo contrario, estableció unas reglas de convivencia democrática y el compromiso de defenderla de cualquier intento de reventarla mediante acciones militares por parte de gente que se autoatribuye la propiedad del poder. (Retórica cuatrofeísta).
Aquella cercanía infantil me permitiría almorzar y hasta desayunar en esa casa que una vez fue blanco de una bomba del terrorismo perezjimenista, y establecer amistad temprana con la familia cuyo patriarca fue Rafael Caldera, a quien siempre quise y admiré. También lo he defendido de la estulticia, a pesar de ocasionales y naturales diferencias entre ambos:
Se ha repetido hasta el punto de convertirlo en artículo de fe que Rafael Caldera fue elegido Presidente de la República por el discurso que hizo en el Congreso en horas de la tarde del 4 de febrero de 1992. Esto es una tontería. Caldera hubiera ganado las elecciones de 1993 de todas formas. Sin dejar de reconocer que ese discurso tuvo, en su momento, un considerable impacto, Caldera hubiera ganado las elecciones porque representaba un ensayo distanciado de los partidos tradicionales cuando el rechazo a éstos era ya prácticamente universal en Venezuela y porque venía de manifestar tenazmente una postura de centro izquierda frente al imperio de una insolente moda de derecha. (…) Se ha dicho que la “culpa” de que Chávez Frías haya ganado las elecciones es de Rafael Caldera, porque el sobreseimiento de la causa por rebelión impidió la inhabilitación política del primero. Esto es otra simplista tontería. Al año siguiente de la liberación de Chávez Frías se inscribe una plancha del MBR en las elecciones estudiantiles de la Universidad Central de Venezuela, tradicional bastión izquierdista. La susodicha plancha llegó de última. Y la candidatura de Chávez Frías, hace exactamente un año, no llegaba siquiera a un 10%. La “culpa” de que Chávez Frías sea ahora el Presidente Electo debe achacarse a los actores políticos no gubernamentales que no fueron capaces de oponerle un candidato substancioso. (Tiempo de desagravio).
Y también, sobre la especie tontamente repetida de que habría impedido a las nuevas generaciones copeyanas: «…es cierto que Caldera negó su apoyo a su antiguo ‘delfín’—dijo el viejo líder: ‘Paso a la reserva’—, pero Fernández había mostrado antes alguna mezquindad cuando, a la inauguración del gobierno de Herrera, ofreció la ‘solidaridad inteligente’ del partido, en obvios distanciamiento y condicionamiento. A la postre, visto el desempeño de Herrera y Fernández, parece que Caldera tuvo razón». (Las élites culposas).
En ese libro anoté además acerca del magistral discurso del 4F: «…Rafael Caldera pronunció (…) uno de los mejores discursos de su vida, premunido de su condición de Senador Vitalicio».
Caldera estaba diciendo, valientemente, la verdad. Más valientemente continuó: “Es difícil pedirle al pueblo que se inmole por la libertad y por la democracia, cuando piensa que la libertad y la democracia no son capaces de darle de comer y de impedir el alza exorbitante en los costos de la subsistencia; cuando no ha sido capaz de poner un coto definitivo al morbo terrible de la corrupción, que a los ojos de todo el mundo está consumiendo todos los días la institucionalidad… El golpe militar es censurable y condenable en toda forma, pero sería ingenuo pensar que se trata solamente de una aventura de unos cuantos ambiciosos que por su cuenta se lanzaron precipitadamente y sin darse cuenta de aquello en que se estaban metiendo”. Tenía razón, como lo hemos comprobado los venezolanos hasta la saciedad. Cuatro días después del primer levantamiento militar de 1992, el diario El Nacional publicó un artículo firmado por Manuel Alfredo Rodríguez, llamado sencillamente “Caldera”. En éste expuso: “El discurso pronunciado por el Maestro Rafael Caldera el 4 de febrero, es un elevado testimonio de patriotismo y un diáfano manifiesto de venezolanidad y humanidad. Pocas veces en la historia de Venezuela un orador pudo decir, con tan pocas palabras, tantas cosas fundamentales y expresar, a través de su angustia, la congoja y las ansias de la patria ensangrentada”. Y para que no cupieran sospechas aclaró: “Nunca había alabado públicamente a Rafael Caldera, aunque siempre he tenido a honra el haber sido su discípulo en nuestra materna Universidad Central. Nunca he sido lisonjero o adulador, y hasta hoy sólo había loado a políticos muertos que no producen ganancias burocráticas ni de ninguna otra naturaleza. Pero me sentiría miserablemente mezquino si ahora no escribiera lo que escribo, y si no le diera gracias al Maestro por haber reforzado mi fe en la inmanencia de Venezuela”. Nada menos que eso después de declarar: “La piedra de toque de los hombres superiores es su capacidad para distinguir lo fundamental de lo accesorio y para sobreponerse a los dictados de lo menudo y contingente. Quien alcanza este estado de ánimo puede meter en su garganta la voz del común, y mirar más allá del horizonte”.
La misma fauna que cobra odiosamente a Caldera sus palabras, aplaude en Facebook éstas de Nelson Mandela: «La libertad es inútil si la gente no puede llenar de comida sus estómagos, si no puede tener refugio, si el analfabetismo y las enfermedades siguen persiguiéndole».
El 23 de enero de este año pude decir unas pocas cosas acerca de su benéfica trayectoria en la emisión #180 de Dr. Político en RCR.
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Esta nota ha sido suscitada por el amable correo que hoy recibiera de Andrés Caldera Pietri, el menor de sus hijos varones. (Como corresponde a mi edad, he tratado más frecuentemente a los mayores: Mireya, Rafael Tomás y Juan José Caldera Pietri). La comunicación incluía el enlace a una entrevista que le hizo Carolina Jaimes Branger con ocasión del enjundioso y hermoso libro acerca de la vida excepcional de su padre, repleto de entrañables fotografías familiares: Caldera – Con orgullo de ser venezolano. («Fui hecho cien por ciento en Venezuela»). Acá abajo, el audio de la cálida conversación:
Igualmente vino con el correo electrónico de Andrés un conmovedor documento: una carta de Rómulo Betancourt a Doña María Eva de Liscano, la tía y madre de crianza de Rafael Caldera, huérfano a sus dos años de edad. Betancourt testifica en ella de su hijo: «…es un venezolano que a Venezuela honra».
De los Caldera Pietri puedo afirmar lo mismo que dije de los hermanos Sucre-Eduardo—Andrés, el mayor de éstos, firmó con Caldera el acta fundacional de COPEI el 13 de enero de 1946—en el prólogo a Alicia Eduardo: Una parte de la vida (Fundación Empresas Polar), el libro de mi esposa sobre sus abuelos paternos:
La nobleza, la solidaridad, la discreción, la alegría, el sentido de realidad, la noción del deber ineludible, la paciencia, el respeto del prójimo y lo ajeno, el espíritu de cuerpo, la seriedad, (…) la falta de pretensión y una orientación práctica y desenredada hacia la vida, son rasgos comunes a los Sucre Eduardo, y esa múltiple conjunción, reiterada doce veces, sólo puede explicarse en la labor paternal y maternal de Andrés y Alicia.
Los Caldera-Pietri sólo se explican a partir de la labor familiar de Rafael Caldera y Alicia Pietri, y su excelencia es la cosecha de su séxtuple siembra. Para muestra un botón; he obtenido permiso de Rafael Tomás (de Aquino) Caldera Pietri para obsequiar acá su luminoso estudio de El Principito, la obra cumbre de Antoine de Saint-Exupéry. Concluimos mi señora y yo su lectura, a cuatro manos, tan sólo el domingo pasado, y al leer su última línea prorrumpí en aplausos. Minutos después le escribía: «No sé como darte gracias por la hermosa y profunda epifanía de esta tarde, al leer tu profundo y hermoso texto. (Hay que ser un dulce y sabio artesano para haberlo escrito)».
He aquí lo que un fino espíritu puede ver en lo que otros no percibimos sino con su ayuda:
Viene una nueva edición impresa, y hará complementaria compañía al libro sobre su padre, hecho en Venezuela. LEA
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