El sábado pasado, a las 2:33 p. m., una dama que se identificó como residente de Caracas y de nombre que mantendré en reserva, se sintió con derecho a penetrar mi celular privado para enviarme un mensaje de censura por mi comportamiento de ese día en el programa de RCR: Dr. Político.
El texto que puso dice, a mayúsculas cerradas y con algunas abreviaturas, lo siguiente: ALCALA X DIOS APRENDE A ESCUCHAR PERMITE QUE LA GENTE HABLE SIN INTERRUMPIRLOS. ES A JURO Q UD DEBE TENER LA ULTIMA PALABRA.
Esa persona está radicalmente equivocada, por varias razones. Primero, no es cierto que yo deba tener a juro la última palabra. El 24 de septiembre de 1995 juré públicamente, en un programa que conducía por la época en Unión Radio, cumplir un código de ética de la política que había compuesto no hacía mucho, y del que nunca me he apartado porque su redacción no era sino poner en cláusulas ordenadas lo que siempre había sido mi conducta. Las estipulaciones quinta y sexta de ese juramento dicen: «Consideraré mis apreciaciones y dictámenes como susceptibles de mejora o superación, por lo que escucharé opiniones diferentes a las mías, someteré yo mismo a revisión tales apreciaciones y dictámenes y compensaré justamente los daños que mi intervención haya causado cuando éstos se debiesen a mi negligencia», y «No dejaré de aprender lo que sea necesario para el mejor ejercicio del arte de la Política, y no pretenderé jamás que lo conozco completo y que no hay asuntos en los que otras opiniones sean más calificadas que las mías».
Luego, en muchas ocasiones he explicado que las interacciones con los oyentes son conversaciones; no se trata de que algún oyente pueda exponer un discurso completo que debo escuchar y responder al final en conjunto. Cuando en ocasiones intervengo antes de que la conversación pase a otro punto, siempre dejo espacio para que el oyente continúe hablando y, si quiere, intente refutar lo que acabo de decirle. Así dije, por ejemplo, a Don José Miranda. Al último participante, Don Pedro Viloria, que bastante ha intervenido en mi programa desde hace años y nunca se ha quejado de que no le escucho o no lo dejo hablar, le comenté lo que él acababa de decir y le indiqué que debía cerrar el programa pues el tiempo se había agotado.
Tercero, como conductor del programa, debo cumplir funciones de director de debate. En un régimen parlamentario o, como lo llaman los sajones, según las reglas del orden de debate, es el director de éste quien puede declarar que un asunto, por ejemplo, está fuera de orden, y conducir la discusión de modo que ésta se desenvuelva con lógica argumentativa.
Cuarto: el empleo de mayúsculas cerradas, escribir todo con mayúsculas en el contexto telefónico y de Internet, es tenido por el equivalente de gritar; es decir, a eso se le considera mala educación y, por supuesto, lo que se escriba así no aumenta ni en un gramo su verdad, que en este caso es exactamente igual a cero.
Quinto: en más de una ocasión en mi programa (que el sábado pasado alcanzó las 240 emisiones) he reconocido equivocaciones mías, incluso en casos, que son la mayoría, en los que sea yo quien se percate de un error que haya cometido. Podría escamotear eso, pero opto por destaparlo. En un texto mío de 1985, escribí: “Ese nuevo actor político, pues, requiere una valentía diferente a la que el actor político tradicional ha estimado necesaria. El actor político tradicional parte del principio de que debe exhibirse como un ser inerrante, como alguien que nunca se ha equivocado, pues sostiene que eso es exigencia de un pueblo que sólo valoraría la prepotencia. El nuevo actor político, en cambio, tiene la valentía y la honestidad intelectual de fundar sus cimientos sobre la realidad de la falibilidad humana. Por eso no teme a la crítica sino que la busca y la consagra”.
Por último: jamás me ha molestado que alguien me señale que estoy equivocado; por lo contrario, algo así me alegra porque aprendo y me ofrece la oportunidad de corregir, y no olvido mi agradecimiento. Un ejemplo: en una cierta organización que dirigía ejecutivamente me tomó tres meses formular las bases de su plan, las que presenté a la junta directiva. Ésta las aprobó por completo y yo participé esto a los ejecutivos que me estaban subordinados; uno de ellos, a quien yo había contratado, señaló un mejor arreglo que el que yo había propuesto para la unidad que él dirigía. De inmediato reconocí ante mis subalternos que la fórmula de Juan, que así se llamaba, ya fallecido, era superior a mi proposición. El lunes siguiente, admití a la junta que lo que le había propuesto yo había sido superado por una opinión distinta de la mía, y solicité su aprobación de lo propuesto por Juan. Hoy, a 37 años de esos hechos, recuerdo el episodio con agradecimiento y alegría.
De modo que la señora que invadió mi privacidad no tiene razones válidas para regañarme, y si creyó que era su deber hacerlo, ha debido llamar al programa, en vez de penetrar mi espacio privado desde su celular para ejercer una presión indebida y odiosa. Cuando quiera llamar, será bienvenida, siempre y cuando sea para aportar una lectura que sea útil a nuestra conversación de los sábados y no para calmar sus injustos desagrados.
Hay un modo de reducir la equivocación: no decir sino aquello de lo que se está seguro, o al menos algo de cuyo error no hay seguridad. Es eso lo que procuro hacer en el programa que conduzco, y cuando no tengo seguridades de algo así lo advierto en cuanto hablo, como he hecho varias veces.
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Advertí a la dama que leería su mensaje en mi programa del próximo sábado 25 de marzo para comentarlo, y he bloqueado su número en mi línea. LEA
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