Vladimir y Benjamín conversandito

 

A JRR

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Hace un rato me envió un amigo el enlace a un artículo en The Harvard Gazette: Choosing partners or rivals, cuyo sumario anuncia que un reciente estudio de Martin Nowak y colaboradores examina cómo las estrategias pueden promover o destruir la cooperación. La dicotomía entre socios y rivales es la estructura lógica de los autores del estudio, que emplearon como modelo el clásico juego de estrategia que la literatura especializada conoce como Dilema del prisionero.

En vísperas de la Navidad de 2007, la aguda comentarista Argelia Ríos y su esposo invitaron a su casa a un compacto grupo de comensales: Cristina Guzmán, Bernardo Paúl (Q. E. P. D.), Arístides Hospedales, mi señora y yo. Estábamos contentos, luego de que el 2 de diciembre de ese año los proyectos socializantes de reforma constitucional de Hugo Chávez y la Asamblea Nacional de la época fueran derrotados en referendo, lo que el suscrito había predicho. Uno de los circunstantes aconsejó una actitud acogedora de la figura del general Raúl Isaías Baduel, pues pensaba que luego de su publicitada oposición a los proyectos mencionados pudiera emerger como líder nacional y eventual Presidente de la República. Otro me acusó de pensar la política románticamente*, y declaró como dogma que todo político venezolano quería en realidad ponerle la mano a la bolsa de treinta mil millones de dólares de la renta petrolera nacional. «A ver, nómbrame uno que no quiera eso», me conminaba.

A partir de allí se agrió el feliz ambiente, pues rechacé con molestia tanto el dogma como la acusación. Tres días después (jueves, 27 de diciembre de 2007) tocaba publicar la Carta Semanal #269 de doctorpolítico, que decidí dedicar al examen de la discrepancia y envié a cada uno de los presentes en el gentil agasajo. Al leer hoy la nota en The Harvard Gazette me pareció que su análisis había sido anticipado en aquello que entonces había escrito, pues incluso eché también mano del «juego del prisionero». De esa carta transcribo ahora lo fundamental de ella:

El protagonista de ¿Pero hubo alguna vez once mil vírgenes? (por Enrique Jardiel Poncela) se propuso, con ánimo de naturalista de lo más empírico, una exploración que pudiera rebatir la noción de que alguna vez hubiera once mil vírgenes. Su método: yacer con toda mujer que tuviese a tiro. Después de una catalogación sexual que le llevó años y a muchos sitios, después de una dilatada carrera de fornicador, jamás encontró una virgen. Así, razonó, nunca hubo once mil vírgenes, pues si alguna vez las hubiera habido debería haber quedado aunque fuera una.

Respecto de la existencia de un himen, sin embargo, es fácil pensar dicotómicamente. O una mujer lo tiene o no lo tiene, es tautología que se insinúa de inmediato. O es virgen o no lo es. O está preñada o no lo está; no puede estar medio preñada. Pero los políticos no son categorizables de modo tan elemental, a pesar de que, con autocomplaciente vulgaridad, admirados de su propia y pretendida astucia, haya quienes digan con frecuencia que a Perencejo le hace falta mucho burdel político. Implícita en una caracterización tal, está la idea de que cierta inmoralidad es imprescindible para ejercer la política, que la conducta inmoral o amoral es consustancial a la política.

Atendamos, entonces, a lo que las ciencias, sociales y biológicas, tienen que decir sobre este asunto, pues, quiéralo o no el cínico, es deber moral del político ser responsable y serio, puesto que se entromete en la vida de un amplio contingente humano, y no puede hacer eso con seriedad o responsabilidad si no procura abrevar de lo científico.

Una primera constatación, evidente, es que ciertamente hay conductas observables que responden a motivaciones egoístas, que hay comportamientos que se rigen por la suspensión de otra moralidad que no sea el propio interés o beneficio. La palabra “maquiavelismo” ha llegado a ser un término técnico; los psicólogos sociales y de la personalidad lo emplean para describir la tendencia de una persona a engañar y manipular a otras personas para fines de ganancia personal, y también aluden a “inteligencias maquiavélicas”. De hecho, Richard Christie y Florence Geis diseñaron un test destinado a medir el nivel de maquiavelismo presente en una persona cualquiera. El test MACH-IV, desarrollado hacia 1960, se ha convertido en la herramienta estándar de los psicólogos para la evaluación cuantificada de la presencia de maquiavelismo. Algunos, bastante interesantemente, han creído encontrar una correlación entre maquiavelismo y desórdenes psicopáticos o sociopáticos y, más específicamente, con el desorden narcisista de la personalidad, de indudable importancia política en Venezuela. Sobre todo los sociópatas se caracterizan, como las personalidades maquiavélicas, por la maquinación astuta. Estos tipos de personalidad no son, por fortuna, los más frecuentes.

Una segunda fuente científica mana de la Biología, y crea un río que corre en dirección distinta. Escribiendo para The New York Times (Científicos hallan inicios de la moralidad en comportamiento de primates, 20 de marzo de 2007), Nicholas Wade reporta:

Algunos animales son sorprendentemente sensitivos a peligros que acosan a otros. Los chimpancés, que no saben nadar, han llegado a ahogarse en estanques en zoológicos tratando de salvar a otros. Ante la posibilidad de obtener comida halando una cadena que también administra una descarga eléctrica a un compañero, los monos rhesus pasan hambre durante días enteros. Los biólogos arguyen que éstas y otras conductas sociales son las precursoras de la moralidad humana… El año pasado Marc Hauser, un biólogo de la evolución en Harvard, propuso en su libro Mentes morales que el cerebro tiene un mecanismo, conformado genéticamente, para la adquisición de reglas morales, una gramática moral universal similar a la maquinaria neural para el aprendizaje del lenguaje. En otro libro reciente, Primates y filósofos, el primatólogo Frans de Waal defiende, contra filósofos críticos, su punto de vista de que las raíces de la moralidad pueden encontrarse en la conducta social de monos y simios… La vida social requiere empatía, la que es especialmente obvia entre los chimpancés, así como sus métodos para terminar las hostilidades internas. Toda especie de simio o mono tiene su propio protocolo para la reconciliación después de las peleas, según hallazgo del Dr. de Waal. Si dos machos no logran reconciliarse, los chimpancés hembras a menudo reúnen a los rivales, como si sintieran que la discordia empeora a la comunidad y la hace más vulnerable al ataque de vecinos. Incluso llegan a evitar una pelea arrebatando piedras de las manos de los machos. El Dr. de Waal cree que estas acciones son emprendidas para el mayor bien de la comunidad, distinto de las meras relaciones entre individuos, y son un precursor significativo de la moralidad en las sociedades humanas.

Pero es que hasta en disciplinas más abstractas, como la Teoría de los Juegos (John von Neumann y Oskar Morgenstern), es posible asistir a la emergencia de la cooperación. El famoso “dilema del prisionero” es un juego de estrategia matematizable—inventado en la Corporación RAND, el más grande think tank del mundo—, que modela cómo es posible llegar a un resultado que daña a todos los jugadores cuando éstos siguen una estrategia perfectamente racional que se cierra a la cooperación. Llevado a computadores que juegan entre sí, y a pesar de sembrar en ellos una estrategia inicial de retaliación (tit for tat), al cabo de numerosas repeticiones los computadores típicamente “aprenden” a cooperar.

El altruismo, pues, es tan real como el egoísmo, por lo que cualquier esfuerzo serio y responsable de entender el comportamiento social, y de hacer política, debe tomarlo en cuenta.

En febrero de 1985 escribía el suscrito: “Si se piensa en la distribución real de la ‘honestidad’—o, menos abstractamente, en la conducta promedio de los hombres referida a un eje que va de la deshonestidad máxima a la honestidad máxima—es fácil constatar que no se trata de que existan dos grupos nítidamente distinguibles. Toda sociedad lo suficientemente grande tiende a ostentar una distribución que la ciencia estadística conoce como distribución normal de lo que se llama corrientemente ‘las cualidades morales’: en esa sociedad habrá, naturalmente, pocos héroes y pocos santos, como habrá también pocos felones, y en medio de esos extremos la gran masa de personas cuya conducta se aleja tanto de la heroicidad como de la felonía… Tan imposible como hacer que una población esté compuesta por genios, es lograr que sea toda de idiotas. Tan imposible como hacer que toda sea una población de santos es obtener que sea íntegramente conformada por delincuentes, y, por tanto, en una sociedad económicamente justa, no podrá ser que todos sus habitantes sean ricos o que todos sus habitantes sean pobres”.

Una “Política Clínica”, pues, no cree que “el maestro es el apóstol de la juventud”, como titulaba Luis Beltrán Prieto Figueroa uno de sus recordados artículos, ni tampoco que la universidad es “fundamentalmente una comunidad de intereses espirituales que reúne a profesores y estudiantes en la tarea de buscar la verdad y afianzar los valores trascendentales del hombre”, como reza nuestra Ley de Universidades. (1970). Ese lenguaje hiperbólico no es bueno para fundar repúblicas, y ya Bolívar alertaba contra las que llamaba “aéreas”. Para ser político clínico no es necesario chuparse el dedo.

Pero una aberración contraria, si queremos hacer dicotomías, es desconocer el altruismo en política. El político profesional serio debe ser, sin duda, realista. Esto no conduce a tener el realismo como sinónimo de cinismo. Nadie menos que Federico el Grande de Prusia quiso escribir un breve ensayo—corregido y ampliado por el cáustico Voltaire, su protegido—para refutar a Maquiavelo. En Anti-Maquiavelo (1740), Federico expuso que el italiano había ofrecido un punto de vista parcial y sesgado del arte del estadista. Además de reivindicar un lugar para un genuino interés por la prosperidad de los ciudadanos, el gran monarca apuntó agudamente cómo Maquiavelo había escamoteado la evidencia del término infeliz o desastroso de más de un gobernante malhechor por él alabado.

Y es que, asimismo, no es nada difícil recabar comprobación empírica de que la bondad es eficaz. La bondad funciona en la práctica. Los expertos en gerencia de personal ya abrazaban, a fines de los años sesenta del siglo pasado, la “Teoría Y”, que se oponía a una “Teoría X” que contemplaba cínicamente las motivaciones de los empleados de las empresas privadas. Sin darse cuenta de lo que hacían, eran, como Federico el Grande, antimaquiavélicos. Habían descubierto que, con mucho, era preferible ser amado que temido.

El líder temido, no cabe duda, puede ser muy eficaz. Con frecuencia logra sus propósitos. Pero para lograr metas más elevadas es necesario ser líder amado. No se puede convocar a grandes cosas desde el miedo.

Es en este sentido práctico, plenamente realista, que Don Pedro Grases, el gran catalán venezolano, afirmaba en su septuagésimo quinto cumpleaños: “La bondad nunca se equivoca”. Para quien había logrado escapar de la muy real y concreta tragedia de la Guerra Civil Española, eso no era poesía, sino constatación práctica.

Una política fundada en ese sentimiento, a pesar de su hermosura, es perfectamente posible. (Y muy necesaria). LEA

………

*El 20 de marzo pasado escribí a un amigo distante acerca de mi presunta ingenuidad, que recientemente ha sido presumida como la posición desde la que predico un referendo por iniciativa popular que pueda disolver la Asamblea Nacional Constituyente en funciones. Así le puse:

Hay quienes razonan que siempre he sido un iluso comeflor, que no entiende que “el régimen” nunca va a permitir ese referendo. Yo creo que le será al gobierno muy difícil impedirlo.

Conozco al enemigo; tú hiciste universidad en el “monasterio” de la UCAB, yo también allí, pero antes estuve tres años en Mérida (donde fui el participante más destacado de un curso antiguerrillero bajo instrucción de un capitán cubano anticastrista) y uno en la UCV, adonde fui armado a rescatar cuatro decanos no izquierdistas secuestrados en el salón del Rectorado. He debatido más de una vez con comunistas, y ellos siempre salieron en derrota. Sé cómo piensan y cómo operan, sé qué trampas emplean y dónde las colocan; sé rebatirlos. (En 1962, fui elegido como primer Presidente del Movimiento Universitario Católico de la ULA porque dos días antes logré revolcar a un mirista y un comunista en su Facultad de Humanidades). Sé también que, en último caso, pueden matarme, pero ya estoy demasiado mayor como para que eso me importe. En Retrato hablado (30 de octubre de 2008), escribí:

Finalmente, y no menos importante, la persona en cuestión deberá estar dispuesta a arriesgarse grandemente. Una tarea como la descrita [contrafigura de Chávez] pondrá en peligro, indudablemente, su seguridad personal. Chávez no es José Gregorio Hernández, y aun si quisiere respetar a ese contendiente, tan distinto de los que ha confrontado hasta ahora, su círculo inmediato incluye gente violenta con lógica revolucionaria que autoriza, en nombre de valores pretendidamente superiores, prácticamente cualquier cosa. Lo de Chávez y sus principales aliados es un protocolo de poder sine die, eterno. El outsider del que se viene hablando deberá ser capaz de resistir los ataques que sobrevendrían, en una gama que puede ir desde el enlodamiento de su reputación hasta la eliminación física. El riesgo aumentará a medida que la opción que represente comience a significar una posibilidad clara de éxito.

No soy un comeflor; no me chupo el dedo.

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