Lo que sigue es traducción al español de una reseña—Hiding from the Gestapo in plain sight in Berlin—que aparecerá el sábado 15 de este mes en la edición impresa de The Spectator, la venerable revista inglesa fundada en 1828. Da cuenta de una obra extraordinaria, producto de la investigación de Ariana Neumann Anzola sobre la vida de su padre antes de su llegada a Venezuela en 1949, de la que él prácticamente no hablaba. Tuve la inmensa suerte de trabajar para él durante más de once años; Hans era un caballero verdaderamente monumental. Cuando se estrenó en el Centro Comercial Chacaíto de Caracas la sala Cinema Uno, se escogió abrirla con El dios fingido (The Magus), película basada en la novela homónima de John Fowles, y mi entusiasmo con el filme me llevó a verlo tres veces, la última en compañía de Hans, a quien convencí de que valía la pena. Una de sus escenas reconstruye la masacre con ametralladoras nazis de ciudadanos griegos comunes, y Hans, sentado a mi derecha, saltó en su asiento clavando sus dedos en mi brazo. Mi inconsciencia no había calculado la aguda pena que la escena le causaría removiendo sus insoportables recuerdos. En otra ocasión, cuando se separaba de su primera esposa para casarse con la madre de Ariana, me confió: «Cuando me casé con Milada [Svaton], vivíamos una época en la que quien se permitiera un sentimiento era hombre muerto». LEA
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Escondiéndose a plena vista de la Gestapo en Berlín
Ariana Neumann describe la extraordinaria existencia de su padre en tiempos de guerra, como judío checo que se movía libremente por la capital alemana
Anne Sebba
De los muchos momentos sombríos que se han alojado en mi mente desde que leí este libro extraordinario, el más inquebrantable es la imagen del otrora respetable Otto Neumann caminando hacia su muerte bajo una lluvia torrencial, por cuyo rostro y ojos corría betún negro. Su destino quedó sellado cuando un cabello plateado revelado debajo aseguró que se le considerara demasiado viejo como para ser seleccionado para trabajar. Fue enviado a las cámaras de gas de Auschwitz.
Pero si este aguacero, en un mundo horriblemente loco, se puede considerar mala suerte—después de todo, Otto y su esposa Ella se las habían arreglado para sobrevivir en el infierno que fue Terezín durante dos años—Hans, su pequeño hijo escondido, llegaría a tener momentos de asombrosa buena suerte que aseguraron su supervivencia. Después de la guerra, tal vez su mayor suerte fue tener una hija que ha dedicado años a desentrañar y reconstruir las experiencias de guerra de las que nunca podría hablar con nadie, y menos aún con ella. Sin embargo, él quería claramente que ella escribiera esta historia, y a su muerte en 2001 le dejó una caja de papeles que, ella cree, le dio permiso para continuar la búsqueda.
En realidad, la búsqueda comenzó mucho antes, cuando Ariana, criada como católica en Caracas, jugaba con algunos amigos de la escuela que pretendían ser parte de un club de detectives o espías, al que llamaron el Club de la Bota Misteriosa. Uno de los primeros documentos que descubrió fue una tarjeta de identidad de 1943 con el nombre de Jan Sebesta y una estampilla de Hitler, pero con una foto de su padre cuando era joven. Sin embargo, cuando corrió hacia su madre gritando que su padre debía ser un impostor, nadie le dijo nada más. No se alentaba ninguna discusión acerca de lo que había sucedido antes de su exitosa vida como un rico industrial y coleccionista de arte en Venezuela, adonde se mudó con casi nada en 1949. Y sin embargo, hubo vislumbres ocasionales y desconcertantes, como cuando en 1990 llevó a su hija de regreso a Praga y, deteniéndose en la cerca de malla de alambre a lo largo de las vías del tren de Bubny, rompió a sollozar incontrolablemente. Nunca pudo contarle a su única hija el devastador evento que tuvo lugar allí en 1942. Tendría que averiguarlo por sí misma.
Durante los años transcurridos desde la muerte de su padre, Neumann ha localizado y reunido cientos de documentos y pistas para crear este conmovedor recuento de la supervivencia de su progenitor en tiempos de guerra. Hacia la mitad del libro está el relato de cómo evitó por primera vez la deportación, escondiéndose en una partición estrecha especialmente construida en la fábrica de pinturas de su familia en Praga. Cuando su existencia allí se volvió demasiado peligrosa, él y su amigo Zdenek, en cierto sentido el verdadero héroe de este libro, idearon un intrépido plan para que él viajara a Berlín con papeles falsificados y trabajara bajo un nombre falso en una fábrica de pinturas de Berlín que estaba desarrollando un nuevo sistema de camuflaje para cohetes alemanes.
La historia de cómo este judío checo buscado por la Gestapo, escondido a la vista en Berlín donde tuvo una relación con una viuda de guerra alemana, fue elogiado por su innovador trabajo por un jefe abiertamente nazi, y recorrió la capital alemana en 1943, es impresionante. Hacia el final de la guerra, incluso, se convirtió en espía que pasaba información a un compañero de trabajo holandés en la fábrica de pinturas.
«Lo que queda», parte del subtítulo de este poderoso libro, es una frase modesta para lo que es un logro gigante. Porque lo que queda es tan vasto… mucho más que una vida sacada de las sombras: es el profundo amor y la humanidad de una hija hacia un padre complejo y ocasionalmente difícil que trató de protegerla del dolor de saber sobre su vida anterior, pero también es la historia amorosamente recreada de toda una familia. Especialmente reveladora es la manera, valientemente tierna, con la que Neumann escribe sobre los abuelos que nunca conoció y que ahora ha compartido con nosotros: una pareja de mediana edad que se acercó a la devastación de los campamentos con actitudes marcadamente diferentes ante la vida.
Ella, ligeramente coqueta, habría hecho casi cualquier cosa para sobrevivir (el casi es importante), lo que resultó en las acusaciones de su esposo Otto de que tenían un ‘matrimonio fallido’ y que su esposa estaba teniendo una aventura con el hombre del campamento para el que ella fungía como ama de llaves. Neumann, lejos de ser crítica, muestra simplemente cuán imposible era la vida, agradecida de que por fin encontrara a la familia que estaba oculta por el silencio. “He recuperado la esencia de ellos y los llevo en mi corazón; ahora que finalmente están conmigo, me niego a decirles adiós”.
Una de las fortalezas clave de las memorias de Neumann es su terca investigación de los asombrosos detalles de la vida cotidiana en los campamentos, gracias en parte a las cartas que sus abuelos sacaron de contrabando, pero también a los relatos escritos por quienes los conocieron. La historia de su agotado abuelo, condenado a muerte por el fallido tinte de betún para el cabello bajo la lluvia de noviembre, proviene de un testigo en el mismo transporte. Este libro es escalofriantemente triste, pero en general optimista, y de ninguna manera es simplemente otra historia del Holocausto. Es un tesoro para saborear como testamento de la voluntad humana de sobrevivir.¶
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Que belleza,el esfuerzo de esa joven por recuperar su historia familiar,quisiera leer ese libro,tan amorosa y cuidadosamente hilado para reconstruir la vida de una persona amada,quien sin pensarlo,le dejo los documentos con los que comenzaría a reconstruir esa dolorosa historia.Este libro es un testimonio de amor.
Me gustaría saliera una versión en Español, al fin y al cabo el vivió largo tiempo y murió en Venezuela, país de habla hispana
Hans Neumann fue gran amigo de mi padre; yo heredé en parte esa amistad, sobre todo en lo que tenía que ver con mi trabajo en el arte. Y varias veces comenté a William Niño Araque en la Galería de Arte Nacional que había que hacer un homenaje a Hans Neumann por todo lo que había hecho por la cultura en este país. Estábamos en plenos arreglos para comenzar ese ciclo de reconocimientos que abría con el de Hans, cuando llego Chávez y todo terminó. Pero queda pendiente. Fue un hombre monumental. Felicito a Ariana por su libro y por no dejar morir ese recuerdo tan maravilloso.
Gracias, Caresse, por tu justo aporte; es bueno saber de ti después de tanto tiempo. Recuerdo la última vez que te vi; fue en casa de Miguel Neumann, el hijo de Hans, cuando hablaste con entusiasmo del Centro Infantil Altamira, que fue primero de la Fundación Neumann y luego de INDASE, instituto en el que tu padre fue factor principal.
En efecto, Hans tenía gran afecto por Iván Lansberg Henríquez. Permite que narre acá una anécdota que muy poca gente conoce.
En 1968, yo era el Director del Instituto para el Desarrollo Económico y Social, cuyo principal cliente era el Dividendo Voluntario para la Comunidad, que Iván presidió antes de Hans. Éste quiso que me encargara de dirigir Acción en Venezuela, una organización de desarrollo comunal en barrios que él presidía entonces. Preparó para mí una intensa e interesante sesión de inducción y creyó que terminaría aceptando. Cuando me fue claro que declinaría el ofrecimiento, Hans estaba en Italia, adonde le hice llegar una carta que razonaba así: «Llevo mucho tiempo en actividades sin fines de lucro; ahora quisiera aprender de la empresa privada». Suponía que Hans perdería el interés en mí.
No recuerdo si fue la intuición de tu padre o que yo le hubiera comentado la misiva; lo cierto es que un día me llamó para decirme: «Luis Enrique: yo estoy en el ramo de seguros, en el de reaseguros, de corretaje de seguros y corretaje de reaseguros. Ahora estoy montando una holding de todas las empresas y quiero que vengas como mi mano derecha a trabajar en ella».
La oferta me entusiasmó y enorgulleció y le di mi asentimiento; Iván era hombre al que admiraba grandemente (desde el discurso de clausura que le oí el 3 de diciembre de 1963 en el Hotel Tamanaco, en el acto de lanzamiento del DVC: «El pueblo conoce el tintín de la moneda genuina», dijo ese día). Comenzaría en mi nuevo empleo un lunes de mediados de abril de 1968.
Bueno, por la tarde del jueves inmediatamente anterior recibí una llamada de Hans, recién llegado de Italia. Le escuché decir: «Sr. Alcalá: ¿va Ud. por fin a trabajar conmigo? ¿Sí o no?» Sorprendido, le pregunté: «¿Pero en qué, Sr. Neumann?» Entonces contestó: «Venga mañana a las 10 a mi oficina y aquí veremos». Al día siguiente me reuní con él y los dos vicepresidentes de Corimón, y de allí salí con el compromiso de empezar a trabajar para él como Asistente de la Presidencia.
Tenía el enorme problema de desencantar a tu padre, quien ya había dispuesto para mí una oficina y un escritorio. El domingo fui a la casa de la 4ª Avda. de Altamira y le conté, ofreciendo como justificación: «Sr. Lansberg, me da mucha pena y lo siento muchísimo, pero me atrae mucho más el mundo industrial que el de los servicios».
Iván no estaba contento, según mostraba su rostro, pero me dijo elegantemente que él comprendía y aprobaba que le pusiera cuernos.
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Hans fue un entrañable amigo; Iván también. Durante los años sucesivos conversé con él en intercambio de lecturas acerca del país. Coipo ahora de mi blog:
Todavía intenté ser útil a PDVSA y su Presidente. En enero de 1983, supe que por primera vez en su historia se proyectaba para fin de año un déficit de caja de la empresa; los precios del petróleo continuaban en depresión y ya no se contaba con las divisas internacionales, sustraídas a PDVSA mientras Alfonzo estaba de viaje. Obtuve un nuevo permiso del general Alfonzo, esta vez para hablar con banqueros locales que fácilmente podían resolver el problema; a regañadientes de nuevo—Alfonzo se codeaba con el Morgan y el Sumitomo; es decir, con grandes ligas, no con “pulperías” como el Banco Mercantil o el Provincial—, me permitió conversar con cinco banqueros que Iván Lansberg Henríquez reunió a almorzar en su oficina de la Torre La Previsora para que me oyeran: José María Nogueroles (Provincial), Gustavo Antonio Marturet (Mercantil), Iván Senior (Unión), Andrés Velutini (Caracas) y Alfredo Laffé (La Guaira). Como había previsto, con la mayor celeridad los cinco se mostraron en total disposición de cubrir el déficit. Me quedaba tiempo, y se me ocurrió solicitarles que me complacieran consintiendo participar en un ejercicio:
El ejercicio consistió en leer las palabras textuales de un fragmento de discurso, y pedirles que intentaran identificar a quien las había dicho. Las palabras mismas se referían a un país y a sus hábitos económicos. El orador fustigaba a los oyentes y decía que en su país la gente se había endeudado más allá de sus posibilidades, que quería vivir “cada vez mejor y mejor trabajando cada vez menos y menos”. Al cabo de la lectura los banqueros comenzaron a asomar candidatos: “¡Úslar Pietri! ¡Pérez Alfonzo! ¡Jorge Olavarría! ¡Gonzalo Barrios!” No fue poca su sorpresa cuando se les informó que las palabras leídas habían sido tomadas del discurso de toma de posesión de Helmut Kohl como Primer Ministro de la República Federal Alemana en octubre de 1982. El ejemplo sirvió para demostrar cuán propensos somos a la subestimación de nosotros mismos. Si se estaba hablando mal de algún país la cosa tenía que ser con nosotros. Al oír el trozo escogido los destacados banqueros habían optado por generar sólo nombres de venezolanos ilustres, suponiendo automáticamente que el discurso había sido dirigido a los venezolanos para reconvenirles. A partir de ese punto la reunión con los banqueros tomó un camino diferente. De hecho, uno de los banqueros presentes acababa de regresar de Inglaterra—se estaba, como quedó dicho, a inicios de 1983, cuando ya había emergido el problema de la deuda pública externa venezolana tras los casos de México y Polonia—y contó una conversación con importantes banqueros ingleses que mucho le había sorprendido. En esa conversación, nuestro banquero, quien hacía no mucho había sido Presidente del Banco Central de Venezuela, preguntó a sus colegas ingleses si albergaban preocupación por la deuda externa de los países en desarrollo. A lo que los financistas británicos contestaron: “Bueno, ciertamente que sí, pero ¡la que no nos deja dormir es la deuda de los Estados Unidos de Norteamérica!”
Siempre conté con el apoyo de Iván Lansberg Henríquez. Aún recuerdo los numerosos gratos momentos en su compañía y cosas tales como su interés en las más modernas tendencias gerenciales; no recuerdo cuántas veces explicó el tema de las dinámicas de grupo luego de exhibir la gran película de Henry Fonda: Doce hombres un pugna, que mostraba las deliberaciones del jurado de una causa criminal.
En síntesis, debo mucho a tu padre, un hombre de entusiasmo. (Del lat. mod. enthusiasmus, y este del gr. νθουσιασμός enthousiasmós; propiamente ‘inspiración o posesión divina’).
Iván estaba poseído de Dios.