El caudal ciudadano dirigido a Miraflores

 

Hoy se cumplen diecinueve años de lo que adquiriera el despectivo nombre de Carmonazo—11 de abril de 2002—, bautizado así por su mascarón de proa, Pedro Carmona Estanga. Su gestación y su desenlace fueron registrados en Tragedia de abril el 14 de junio de 2002. A la distancia de casi dos décadas, propongo acá la lectura de sus secciones finales, para ver si aprendemos.

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El 11 de abril [de 2002] se reunió la más gigantesca concentración humana que se haya visto en Venezuela en torno a las oficinas de PDVSA en Chuao. Un descomunal río de gente desbordaba la arteria vial de la autopista Francisco Fajardo. Personas de todas las edades y extracciones sociales se daban cita para protestar el atropello de la industria petrolera y exigir, a voz en cuello, como ya se había gritado el 23 de enero, la salida de Hugo Chávez de Miraflores. Confiado en su innegable y colosal fuerza, y estimulado por la consigna de los oradores de Chuao, que veían excedidas sus más optimistas expectativas, el inconmensurable río comenzó a desbordarse en dirección a ese palacio de gobierno. Por aclamación de unanimidad asombrosa, la mayoría aplastante del pueblo caraqueño, para asombro y terror de Chávez y sus secuaces, pedía que los militares se pronunciaran y sacaran al autócrata de la silla presidencial.

El grandioso movimiento encontró eco en todo el país. Maracaibo, Barquisimeto, Valencia, Puerto La Cruz, Margarita, las ciudades todas alojaban la unánime manifestación de repudio. Y el gobierno se aprestó a dar la batalla de Caracas. Freddy Bernal, el Karl Roehm del Hitler venezolano, comandó las huestes armadas, cuya presencia fue exigida por el Ministro de la Defensa, José Vicente Rangel. Si lo hubiera querido, la portentosa masa hubiera asolado las oficinas del ministro en la base aérea de La Carlota, aledaña al escenario de Chuao.

Luego los muertos. Muchos portaban chalecos que les hacían aparecer como fotógrafos de prensa. Asesinados a mansalva, con ventaja, con alevosía. La sociedad civil puso los mártires necesarios a una conspiración que, sordamente, se había solapado tras la pureza cívica de un movimiento inocente.

Semanas antes del sangriento día, un corpulento abogado trasmitía las seguridades que enviaba una “junta de emergencia nacional” a una reunión de caraqueños que habían descubierto su vocación por lo político en la lucha contra Chávez. Enardecido, con una bandera norteamericana prendida en la solapa, admitía que conspiraba junto con otros, que una junta de nueve miembros—cinco de los cuales serían civiles y el resto militares—ineluctablemente asumiría el poder en cuestión de días. Un editor rechazaba un artículo ofrecido a su revista en el que se exploraba caminos constitucionalmente compatibles, porque lo que iba a pasar era que “los factores reales de poder en Venezuela” depondrían a Chávez y luego darían “un maquillaje constitucional” a un golpe de Estado. Pedro Carmona Estanga emergería como el líder de un golpe cuyo blanco, antes que Hugo Chávez, depuesto por la presión de un pueblo, era este mismo pueblo, manipulado y utilizado por la sofisticación artera de operadores políticos que habían decidido la operación con bastante antelación.

Viajaron a los Estados Unidos para consultas, coordinaron calendarios, calibraron la temperatura creciente de la protesta popular, y estuvieron listos para el golpe de mano. Nada de esto sabían los que marcharon el 11 de abril. Nada sabrían hasta que la verdadera cara de los golpistas emergiera al día siguiente, 12 de abril de 2002.

 

La justificación ausente

Cuando Daniel Romero, flamante y efímero Procurador General de Carmona Estanga, leyó la parte motiva del decreto de constitución del fugaz gobierno de este último, aludía incesantemente a la Constitución “de 1999”. Uno no se refiere a la Constitución de ese modo, a menos que ésta ya no rija el curso del Estado. Uno dice la Constitución vigente o, simplemente, la Constitución a secas.

La noche misma del 12 de diciembre Teodoro Petkoff dejaba traslucir su crítica al deforme decreto en entrevista televisada, y aventuraba la opinión de que detrás del mismo estaría la mano redactora de Allan Brewer Carías. Francamente, costaba trabajo intenso de imaginación pensar que Brewer Carías, innegable conocedor de la disciplina constitucional, pudiera estar metido en el asunto. Al lunes siguiente Brewer ofreció la explicación de que Carmona habría preferido una opinión jurídica distinta a la suya (la de Daniel Romero) y por tanto sólo pudo ofrecer “correcciones de estilo”.* Es decir, al menos cohonestó la monstruosidad.

El 26 de julio de 2001 el abogado Oswaldo Paéz Pumar había sostenido, en conferencia dictada ante la asamblea de Fedecámaras que eligió a Pedro Carmona como su presidente, la peregrina idea de que la Constitución vigente en Venezuela era la promulgada en el año de 1961.

La estructura de su sofista argumento era la siguiente: el Artículo 250 de la Constitución del 61 establecía que ésta no perdería su vigencia si dejaba de ser observada por acto de fuerza o era “derogada por medio alguno distinto de los que ella misma dispone”. Comoquiera que la Constituyente de 1999 no era medio previsto por la Constitución del 61, ésta, a tenor de su Artículo 250, no habría perdido su vigencia. Paéz Pumar aseguraba, por otra parte, que “Randy” Brewer había acogido la validez de esta tesis.

El argumento es completamente falaz. La Constituyente de 1999 fue convocada por un poder supraconstitucional, el propio Poder Constituyente Originario, el pueblo de Venezuela pronunciado favorablemente en referéndum. A muchos abogados conservadores no les agrada la decisión de la Corte Suprema de Justicia del 19 de enero de 1999 que dio pie al referéndum que aprobó la convocatoria de la Asamblea Constituyente, y ciertamente tal sentencia no deja de mostrar una redacción a veces defectuosa. Pero su argumentación de fondo es ontológicamente correcta: el Poder Constituyente es un poder supraconstitucional.

Pero es que hay más. Situados en el plano meramente lógico que elige Paéz Pumar para desarrollar su argumento, hay que decir que la Constitución de 1961 ¡no dispone de absolutamente ningún medio para derogarla! Esto es, y en suma, el Artículo 250 de la Constitución de 1961 se refiere a algo que no existe.

En una rueda de prensa celebrada en Miraflores, con pocas horas de antelación a la trágica autojuramentación de Carmona Estanga, éste anunciaba la conformación de un “amplio Consejo Consultivo” de 35 miembros, y advertía, además, que la mayoría de los miembros de tal consejo estaba sentada alrededor de la mesa que presidía. Uno de los personajes sentados a la mesa era el abogado Oswaldo Páez Pumar.

Había logrado vender su sofisma. Ese mismo día había distribuido un correo electrónico—“Una idea para ayudar a la transición”—en el que insistía sobre el punto.

Habiendo aceptado la tesis de Paéz Pumar, Carmona Estanga había logrado la tranquilidad de espíritu con la que despachó de un plumazo, entre otras instituciones, a la Asamblea Nacional y al Tribunal Supremo de Justicia. Claro, lo que debía existir, en toda lógica, era el Congreso bicameral y la Corte Suprema de Justicia definida en la Constitución “vigente” de 1961. Carmona estaba, simplemente, suprimiendo órganos viciados de nulidad de origen.

No hubo, no obstante, la presencia de ánimo como para explicar la teoría. Bastó que Daniel Romero, persona ligadísima a la dañina figura de Carlos Andrés Pérez, leyera el esperpento jurídico con voz de arenga. (Romero, por cierto, apareció como “representante del ex presidente Carlos Andrés Pérez” en una página alojada en Internet que recogía la declaración final, del 5 de mayo de 1999, de una reunión del Centro Carter, reproducida en los documentos anexos a este análisis. Dicha página pudo obtenerse hasta el día 15 de abril de este año. A partir de esa fecha la página había desaparecido: “Page not found. This page may have been removed…etc.” Alguien está borrando sus huellas).

 

LA TRAICIÓN

Pedro Carmona Estanga traicionó sin escrúpulo la confianza de la sociedad venezolana, que había visto en él a uno de sus líderes. Al presidir un acto arbitrario como el de su autoproclamación y el del monstruoso decreto “constituyente” del 12 de abril, echó por tierra el enorme esfuerzo, regado con sangre, de la sociedad civil que había logrado el milagro político de deponer al autócrata de Sabaneta.

Al asociarse con siniestros personajes, al dar posición prominente al asistente y representante del peor de los políticos de la “Cuarta República”, Carlos Andrés Pérez, traicionó la voluntad de los venezolanos, que no queríamos la restauración de un pasado político vergonzante.

Al nombrar al contralmirante Molina Tamayo, oficial en situación de retiro, como Jefe de su Casa Militar, desconoció toda legalidad castrense.

Al permitir que Isaac Pérez Recao, persona ligada a él por intereses económicos, llevara voz cantante durante las reuniones preparatorias de su golpe de Estado y en las horas de la madrugada del 12 de abril en Fuerte Tiuna, vició la pureza del movimiento cívico que derrocó a Chávez.

Al aceptar ser sucesor de Chávez, con la ceguera de pretender sustituir negro por blanco, al furibundo denunciador de oligarquías por uno de los más destilados representantes de éstas, hizo inviable la transición que necesitábamos y que nos había costado tres años de desasosiego y un año de despertar.

Al hacer todo esto, Pedro Carmona Estanga dejó mal herido al hermoso movimiento venezolano de 2002, que había adquirido fuerza invencible y que ahora, por su culpa y la de los demás conspiradores que manipularon su inocencia, está teñido de sospecha.

La sociedad civil venezolana no tiene nada que agradecer a Pedro Carmona Estanga. Por lo contrario, tiene mucho que reclamarle y cobrarle. El no es nuestro líder. Menos ahora, que abandona la escena en procura de su seguridad individual, mientras el resto de los venezolanos debe continuar sufriendo los despropósitos de Hugo Chávez.

Chávez ha significado el más crudo y acelerado de los aprendizajes políticos para los venezolanos. Pedro Carmona, esperemos, representa para nosotros la pérdida definitiva de la inocencia más desprevenida.

 

LAS SALIDAS

El gobierno de Hugo Chávez es más inviable que nunca. Sus mentiras son evidentes. Su ineptitud es obvia. Su torcida intención completamente visible.

A pesar de esto, no deja de tener razón cuando observa que la oposición que ha generado no ha logrado resolver dos problemas cruciales.

En primer término, tal cómo decía Carlos Andrés Pérez en 1991, ante la general crítica a su “paquete” de la época, Chávez enrostra a la oposición la ausencia de un esquema alternativo de gobierno. Mal que bien, obsoleto, ineficaz, destructivo, Chávez ha logrado articular un catecismo simplista que todavía inspira sólida fe en muchos venezolanos. ¿Dónde está el esquema que lo supere?

En segundo lugar, no hay contrafigura que le haga suficiente contrapeso. Cada cierto tiempo la superficial y urgida angustia por suplantarlo, pone su esperanza en algún protagonista momentáneo: Alfredo Peña, el coronel Soto, el general Lameda, por mencionar unos pocos nombres.

El problema es que proyecto y figura no son, no pueden ser en este momento, cosas separadas. El proyecto debe estar encarnado, como lo ha sido con Chávez, en una persona concreta.

Las élites de poder en Venezuela, eso que aquel aludido editor llama “los factores reales de poder” se han venido equivocando consistentemente al escoger al líder objeto de sus preferencias y receptor de sus recursos.

Son ellas las primeras llamadas a destilar, sin indebida y desesperada prisa, el aprendizaje que la tragedia de abril, a un costo enorme, nos ha proporcionado. Como Diógenes, que buscaba hombres a la luz de su linterna, debe escrutar entre las muchas figuras posibles, hasta dar con el líder indicado, para luego ofrecerle el apoyo que hará viable la aventura de curar a la sociedad venezolana.

Hay sitios donde no deberán buscar. No van a encontrar la figura competente, por ejemplo, en los viejos partidos, que todavía no han podido ofrecer demostración convincente de que han rectificado a fondo sus conductas, las verdaderas causas del chavismo. A lo mejor encontrarán al indicado en un joven como Arturo, que supo extraer la misteriosa espada de la piedra en la que se hallaba incrustada. Las élites de poder, los “factores reales de poder” debieran declararse abiertos a la sorpresa.

Por ahora hay un incipiente consenso sobre el expediente de una enmienda constitucional ad hoc que resuelva la urgencia de la salida de Chávez. Por ahora hay la posibilidad creciente de un enjuiciamiento de Hugo Chávez Frías. Pero por ahora coexiste en paralelo, también, la fracasada y equivocadísima avenida de una nueva insurrección militar.

Es de suprema importancia que tales élites, o algunos de sus miembros más diligentes y desesperados, puedan eludir la tentación de tan estúpida atractriz. La solución al autoritarismo no es otra que la democracia. LEA

………

Brewer Carías no ha debido nunca acceder a la petición de Carmona; ha debido decirle, simplemente: “Carmona, Ud. no es el Presidente de la República y, si lo fuera, tampoco podría desconocer los restantes Poderes Públicos. Ud. no puede consultarme una cosa así; Ud. es un usurpador”. (Correcciones de estilo, 10 de septiembre de 2013).

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