Vuelta a la Patria

 

Pérez Bonalde nace en Caracas el 30 de enero de 1846, cuando Venezuela comienza a vivir la etapa agitada de su republicanismo. Hijo de Juan Antonio Pérez-Bonalde y de Gregoria Pereira Rubín, cuyo hogar por tradición y convicción fue liberal y civilista, lo que le habría de traer problemas en esa Venezuela enfrascada en permanentes disputas de carácter político. (Wikipedia en español).

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Mi madre murió el 31 de julio de 2009, en cumpleaños de mi esposa, quien es una madre verdaderamente excepcional. No habiendo generado yo ni un tuit por el Día de las Madres de este año, sustraigo del blog de su club de lectura (Las Hormigas), el texto que sigue, del 10 de mayo del año pasado:

 

Pocos versos tan eficaces como los del poeta caraqueño, muerto en La Guaira, Juan Antonio Pérez Bonalde (1846-1892) en Vuelta a la patriasu inmortal poema. Es un himno a la madre que no acompañó en su agonía, pues andaba en destierro de esperanzas que nunca pudo concretar. Su amor por ella le impele a ir, del puerto al que llegara—¡Tierra! Grita en la proa el navegante/ y confusa y distante/ una línea indecisa/ entre brumas y ondas se divisa—, sin perder tiempo al cementerio para hablarle.

En el Día de la Madre, se reproduce acá sus estrofas más elocuentes, pensando en las madres venezolanas y en los hijos que se les han ido.

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Madre, aquí estoy; de mi destierro vengo

a darte con el alma el mudo abrazo

que no te pude dar en tu agonía;

a desahogar en tu glacial regazo

la pena aguda que en el pecho tengo

y a darte cuenta de la ausencia mía.

Madre, aquí estoy; en alas del destino

me alejé de tu lado una mañana

en pos de la fortuna

que para ti soñé desde la cuna;

mas, ¡oh suerte inhumana!

Hoy vuelvo, fatigado peregrino,

y sólo traigo que ofrecerte pueda

esta flor amarilla del camino

y este resto de llanto que me queda.

Bien recuerdo aquel día,

que el tiempo en mi memoria no ha borrado;

era de Marzo una mañana fría

y cerraba los cielos el nublado.

Tú en el lecho aún estabas,

triste y enferma y sumergida en duelo,

que con alma de madre contemplabas

el hondo desconsuelo

de verme separar de tu regazo.

Llegó la hora despiadada y fiera,

y con el pecho herido

por dolor hasta entonces no sentido,

fui a darte, madre, mi postrer abrazo

y a recibir tu bendición postrera.

¡Quién entonces pensara

que aquella voz angelical en mi oído

nunca más resonara!

Tú, dulce madre, tú, cuando infelice,

dijiste al estrecharme contra el pecho:

“Tengo un presentimiento que me dice

que no he de verte más bajo este techo”.

Con supremo esfuerzo desligueme

de los amantes lazos

que me formaban en redor tus brazos,

y fuera me lancé como quien teme

morir de sentimiento…

¡Oh terrible momento!

Yo fuerte me juzgaba,

mas, cuando fuera me encontré y aislado,

el vértigo sentí de pajarillo

que en la jaula criado,

se ve de pronto en la extensión perdido

de las etéreas salas,

sin saber dónde encontrará otro nido

ni a dónde, torpes, dirigir sus alas.

Desató el sollozar el nudo estrecho

que ahogaba el corazón en su quebranto,

y se deshizo en llanto

la tempestad que me agitaba el pecho.

Después, la nave me llevó a los mares,

y llegamos al fin, un triste día

a una tierra muy lejos de la mía,

donde en vez de perfumes y cantares,

en vez de cielo azul y verdes palmas,

hallé nieblas y ábregos, y un frío

que helaba los espacios y las almas.

Mucho, madre, sufrí con pecho fuerte,

mas suavizaba el sufrimiento impío

la esperanza de verte

un tiempo no lejano al lado mío.

¡Ay del mortal que ciego

confía su ventura a la esperanza!…

La ley universal cumplióse luego,

y vi en el alma presta,

la mía disiparse

cual mira en lontananza

torcer el rumbo en dirección opuesta

el náufrago al bajel que vio acercarse.

Bien recuerdo aquel día

que el tiempo en mi memoria no ha borrado

era de Marzo otra mañana fría

y los cielos cerraban otro nublado.

Triste, enfermo y sin calma,

en ti pensaba yo cuando me dieron

la noticia fatal que hirió mi alma,

lo que sentí decirlo no sabría…

sólo sé que mis lágrimas corrieron

como corren ahora, madre mía.

Después al mundo me lancé, agitado,

y atravesé océanos y torrentes,

y recorrí cien pueblos diferentes;

tenue vapor del huracán llevado,

alga sin rumbo que la mar flagela,

viento que pasa, pájaro que vuela.

Mucho, madre. He adquirido

mucha experiencia y muchos desengaños,

y también he perdido

toda la fe de is primeros años.

¡Feliz quien como tú ya en esta vida

no tiene que luchar contra la suerte

y puede reposar en la seguida,

inalterable calma de la muerte;

sin ver ni padecer el mal eterno

que nos hiere doquier con saña cruda,

ni llevar en el pecho el frío interno

de la indomable duda!.

¡Feliz quien como tú, con altiveza

reclinó para siempre la cabeza

sobre los lauros del deber cumplido,

cual la reclina, por la muerte herido,

tras el combate rudo

risueño, el gladiador sobre su escudo!.

Esa, madre, es tu gloria

y la alta recompensa de tu historia,

que el premio solo del deber sagrado

que impone el cristianismo

está en el hecho mismo

de haberlo practicado.

Madre, voy a partir: mas parto en calma

y sin decirte adiós, que eternamente

me habrás de acompañar en esta vida;

tú has muerto para el mundo indiferente,

mas nunca morirás, madre del alma,

para el hijo infeliz que no te olvida.

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