Tal Cual digital

 

El siguiente texto está tomado de TalCual digital, Se trata de una breve narración de María Ignacia Alcalá Sucre, la menor de mis hijos. Fue publicada por el diario en su web el 21 de octubre de 2010.

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Nunca les he dirigido la palabra, a pesar de que ya son años de verlos o adelantarlos con el paso rápido que he llegado a dominar. Son años ya, más de cinco, de notar su presencia en los mismos caminos que camino, de verlos franquear las definitivas pero invisibles fronteras entre Sebucán, Santa Eduvigis y Los Palos Grandes. Es mejor así.

Él y ella, esposos, viven muy cerca de mi casa, cruzando la Avenida Miguel Otero Silva de Sebucán hacia una transversal. Mi madre afirma que es en el pequeño barrio que se esconde siguiendo mi calle, dando la curva y asomándose desde los nuevos edificios lujosos: “El hueco”, de donde salieron nuestro mecánico y nuestro herrero y un compañero de clases de una amiga (también vecina) que se convirtió en amigo propio. Yo creo más bien que su casa es una de las que sobreviven al borde del barrio, pequeñas, con materos afuera y flores rojas y rizadas.

La Miguel Otero Silva antes se llamaba Avenida La Salle. Recién mudados, correspondencia y facturas llegaban a mi casa con esa indicación. “Antigua Avenida La Salle”. Ellos caminan por allí, por la Avenida La Salle, cuando no era antigua. Innumerables veces suben o bajan, mecidos por el bambú que sirve de muralla vegetal y se alza sobre la pared de bloques de la Escuela Experimental de Enfermería. Él o ella o ambos (de la mano) pasan como abrazados por un hechizo que los ata a un tiempo distinto. No parecen escuchar la violencia de los partidos de fútbol que se juegan allí dentro los fines de semana, ni ver las cordilleras armadas por graffiti sobre graffiti.

Él siempre está de chemise. Con pantalón los días de semana, para el trabajo, para el Bazar Dinafra, para estar afuera cuando paso por esa calle que se estira y lleva finalmente a Altamira, a la esquina del Celarg, a La Castellana, al fin de mis paseos. Las bermudas son para el descanso, la canilla en una mano y la esposa en la otra, la parsimonia, los domingos de flojeras y mangos. Usa un bigote espeso, una cortina en su cara.

Ella va a buscarlo al trabajo. Jamás la he visto en pantalones. Ondea faldas de algodón que le llegan un poco más abajo de la rodilla. Tiene bonitas piernas, talladas a fuerza de mantener el equilibrio en tacones por calles imposibles. Ya conoce los huecos y las raíces que fracturan las aceras, sabe alejarse del lugar donde las ratas revuelven eternas bolsas de basura. No titubea ni tropieza. Pareciera que para ella ésa es la única manera de vivir: en falda y con tacones, siempre con gracia. Se pinta los labios de rojo y el pelo de negro. Quizás se lo arregla en la Segunda de Santa Eduvigis, en la peluquería de Fina, ese tesoro humilde en el que todavía pueden hacerte un buen moño (con secado incluido) por Bs. 25. A donde Fina van señoras, señoronas y niñas de todos los estratos sociales rezando el mantra democrático que las venezolanas conocemos desde el nacimiento. Todas tenemos el derecho (y el deber) de ser bellas. Ella parece extranjera (mi mamá dice que ellos son una pareja de libaneses), pero en eso, en el mandato estético, es criollísima.

Algunas noches se reparten el peso del mercado. Llevan bolsas del Excelsior o bolsas del Klasse, dependiendo de si deciden bajar hasta la Tercera de Los Palos Grandes o subir hasta el tope de Santa Eduvigis. Esas noches caminan más lento y van balanceándose un poco de lado a lado.

No los he visto por la Principal de Sebucán. En otras calles hay mejores panaderías, mejores farmacias y nada de hospitales psiquiátricos. Me da la impresión de que prefieren alejarse de la locura. Tampoco los he visto montados en Metrobús. Parecieran no salir al alboroto de la Rómulo Gallegos.

Nunca les he hablado y nunca les voy a hablar. ¿Qué les diría? “Hola, muy buenas. Yo siempre los veo y me sonrío. Ustedes me ponen contenta, ustedes me ponen triste, cuando pienso en esta zona siempre pienso en ustedes”. No. Sería una torpeza decir siquiera una palabra. Uno no le habla a una columna, o a un símbolo. Uno simplemente se siente contento de que esté allí sosteniendo el techo o llenando un mundo de significado. Los veo caminando, agradezco en silencio y camino yo también. ¶

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