por Luis Enrique Alcalá | Feb 15, 1999 | Artículos, Política |
Hace años que algunas ideas leídas en alguna parte u oídas de otras personas—la noción original no es mía—me llevaron a concluir que la Política es un arte o profesión que, bien entendida, se parece mucho a la Medicina. Porque no se justifica la política que no tenga por objeto absolutamente primario la solución de problemas de carácter público.
Claro, la política cotidiana tiende a ser entendida, con toda razón, como una lucha por el poder, por la actividad que consiste en obtener poder e impedir que otros lo obtengan. Cada vez más, sin embargo, esta concepción atrasada pierde vigencia: esta Realpolitik, o política “realista”, cada vez funciona menos, y en medio de una sociedad cada vez más informada y consciente sus posibilidades serán reducidas hasta el nivel que debe tener.
No es que va a desaparecer la lucha por el poder. La competencia por el poder es una manifestación claramente humana, consubstancial a nuestro modo específico de ser gente. Lo que digo es que a la larga la legitimación del poderoso habrá tenido que ser fundada sobre su capacidad para proveer soluciones a los problemas públicos. La legitimación será de carácter programático porque los Electores lo exigiremos.
En una junta médica, por ejemplo, no se impone el criterio del médico más corpulento o de voz más estentórea, sino el de quien sea más acertado en el diagnóstico y en la prescripción del tratamiento. A mí no me interesa para nada la musculatura o estatura del médico que vaya a tratar a un familiar gravemente enfermo. Lo que me interesa es su eficacia terapéutica. Del mismo modo, la cantidad de poder previa que tenga un determinado político, porque sea el jefe de un partido poderoso, o porque tenga acceso a mayores recursos económicos, es menos importante que la pertinencia de sus soluciones.
La Medicina es, probablemente, la profesión que ostenta el más antiguo de los códigos de ética. Es el famoso Juramento de Hipócrates que, con variantes más modernas, es la base de la deontología de la profesión médica, de su código de ética profesional. En su primera redacción el código distinguía claramente entre el arte de los médicos y el de los cirujanos, pues estipulaba que Hipócrates no cortaría “bajo la piedra” sino que dejaría esas operaciones a “quienes practican ese arte”. Hasta tiempos relativamente recientes los cirujanos formaban un gremio distinto de los médicos, y se les agrupaba más bien junto con los barberos y los sacamuelas.
Hoy en día, naturalmente, las cosas son distintas, y nuestros facultos se gradúan en las universidades de médico-cirujano. Pero la especialización restituye luego la diferencia y lo normal es que quien es cirujano no es a la vez un internista.
Tienen, por lo demás, psicologías diferentes el médico y el cirujano. Éste es caricaturizado como hombre extrovertido, arriesgado, de sangre fría, asertivo, presuntuoso, dueño de un potente carro deportivo al que maneja con sus botas de vaquero bien calzadas, y no poco agresivo. Esa caracterización corresponde a la técnica invasiva y traumática de su modo de proceder. Las herramientas del cirujano son las tenazas, la sierra, el martillo, la legra, el bisturí.
La personalidad arquetípica del cirujano tiende a no ser del agrado de los médicos. Los cirujanos, por su parte, se impacientan con la “lentitud” y la “cobardía” de los médicos, que resisten a las radicales soluciones quirúrgicas. ¿Tenemos el cuadro?
Cirugía política
No cabe duda de que el presidente Chávez es un cirujano político. No sólo es que pretendió operarnos en 1992 con toda la potencia de sus herramientas traumatizantes, sino que ahora su impaciencia, su locuacidad, su militarización del Poder Ejecutivo, su fijación sobre lo corrupto, indican a las claras que su protocolo de actuación es quirúrgico.
Estamos en manos de un cirujano.
Y el cirujano, a diferencia del médico, toma control total sobre el paciente, al punto que lo amarra o lo duerme. Eso es exactamente lo que está haciendo el presidente Chávez.
Esto es importante tenerlo en cuenta. Porque no resulta prudente empujar el codo del cirujano mientras se encuentra operando, sobre todo si se trata del codo de la mano que empuña el bisturí. Si lo hacemos corremos el riesgo de que en vez de sacarnos la vesícula nos seccione la aorta de un tajo.
Todavía es discutible si existía la posibilidad de un tratamiento médico, no quirúrgico, en estos momentos de la política nacional. Lo cierto es que el 6 de diciembre de 1998 el pueblo venezolano optó por ponerse en manos de quien no había ocultado nunca su orientación quirúrgica, en lugar de en manos de un médico que se demostró insuficiente.
Por estas razones vale la pena preguntarnos por los límites éticos a la actuación de un cirujano. Por más que el código de ética del cirujano sea más laxo que el de un médico, la actuación de aquél debe quedar limitada por al menos dos condiciones.
La primera es que las intervenciones quirúrgicas deben ser lo más breves que sea posible. El cirujano somete al paciente a un trauma que debe acortarse en el tiempo. La más compleja y arriesgada intervención quirúrgica durará, tal vez, catorce horas, con un corazón abierto, con una trepanación, con un transplante. Pero no una semana. No se puede tener anestesiado a un paciente, ni someterle a una invasión de su estructura corporal, durante cuatro o cinco días.
El tiempo político es más largo, por supuesto. Un año, por ejemplo.
Si se cumple el cronograma constituyente más o menos anunciado, en el lapso aproximado de un año el país contaría con una nueva constitución política para su Estado, y estaría enfrentando, por ese mismo hecho, una necesidad de relegitimación de sus poderes constituidos. Uno de esos poderes constituidos es, justamente, el del Presidente de la República.
Es el mismo presidente Chávez quien ha argumentado en este sentido. Según sus propias palabras, dentro de un año volveríamos a tener elecciones para la Presidencia de la República y para los cuerpos deliberantes diseñados en el proceso constituyente.
Para ese momento reconoceré el derecho del presidente Chávez a postularse de nuevo para la Primera Magistratura. Pero para ese momento, en tanto Elector, requeriré que Hugo Chávez me muestre un protocolo médico, no uno quirúrgico, pues a esas alturas deberemos estar entrando en el lapso postoperatorio. Tendrá que legitimarse, entonces, como médico, no como cirujano.
El mayor cuidado
La segunda condición estipulable como límite ético de la cirugía es la siguiente: el cirujano debe procurar, en la medida de lo posible, afectar la menor cantidad de tejido sano. Que en la necesidad de extirpar el tumor reseque lo menos posible del tejido sano circundante.
Por ejemplo, hasta donde yo entiendo, la periodista Marisabel Párraga de Amenábar es tejido venezolano eminentemente sano. No hay nada en su limpia trayectoria profesional que la ligue a los procesos de corrupción que deben ser eliminados. No es ella una “viuda del paquete”, ni alguien que vive mejor porque haya entrado en arreglos con factores políticos inconvenientes. Por lo contrario, ella fue la valiente periodista que plantó ante el rostro de Carlos Andrés Pérez, al término de la primera de las penas que le fueran impuestas, una fotocopia del movimiento de sus cuentas mancomunadas, en un inolvidable acto de arrojo y conciencia pública.
Pero resulta que el jueves 4 de febrero de 1999, el mismo día que el presidente Chávez arengaba a los militares en su patio, a escasas cuarenta y ocho horas de su asunción al poder, el programa que Marisabel conducía desde hace varios años fue sacado intempestivamente del aire en plena transmisión, por orden del dueño de la planta televisora, porque sus entrevistados estaban expresándose críticamente del espectáculo de Los Próceres. En medio de la propia Semana de la Patria, pues.
Por lo que se sabe, todo apuntaría a que se trató de un episodio de autocensura, cobardemente asentado sobre la precariedad de una planta que todavía no tiene licencia plena para una señal abierta. Pero aun cuando no hubiera habido una expresa reconvención de Miraflores, está claro que el dueño de la planta actuó por miedo, y por miedo los medios impresos no han dado cuenta del desaguisado, y Miguel Henrique Otero no ha elevado el asunto ante la Sociedad Interamericana de Prensa, ni el Ministro de la Secretaría, periodista, ni el Canciller, periodista, ni la Jefa de la Oficina Central de Información, ligada al primero de los nombrados, han dejado oír su voz ante la evidente vulneración de la libertad de expresión. Entretanto el Presidente del Colegio Nacional de Periodistas, Sr. Levy Benshimol, con posterioridad al hecho y en vez de manifestar su alarma, ha entregado sendas placas de “reconocimiento”, a los colegas que ahora están en el gobierno, incluidos los ministros mencionados y el también periodista Alexis Rosas, Gobernador de Anzoátegui.
Pido acá entonces al Cirujano Presidente que encuentre tiempo para explicar al Sr. Hernán Pérez Belisario que la licencia de su señal no está condicionada a la ausencia de crítica en sus espacios. Que como cirujano que es, valiente, aprecia la valentía de Marisabel, aunque se le oponga, por cuanto él mismo dijo que necesitaba oposición. Ese tejido sano de la Párraga debe ser restituido, con las debidas excusas, además. Está bien que el Cirujano Presidente no la haya cortado directamente con su filo, pero falta su mayor cuidado para que lo certero de su intervención no genere efectos nocivos indirectos, como el miedo que daña injusta e innecesariamente a lo más sano de nuestro tejido nacional. LEA
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por Luis Enrique Alcalá | Ene 25, 1999 | Artículos, Política |
En anterior oportunidad recordé aquí el hecho de derecho de que según la Constitución de la República de Venezuela los Electores no tendríamos iniciativa constituyente. Esto es, que no podríamos introducir proyectos de enmienda o reforma de la Constitución, puesto que la potestad de introducirlos, la iniciativa, está reservada a miembros del Congreso y a una parte de las Asambleas Legislativas. (En el caso de las enmiendas, éstas pueden ser propuestas por una cuarta parte de las Asambleas Legislativas de los Estados o bien una cuarta parte de los miembros de una de las Cámaras del Congreso. En el caso de una reforma «general» la iniciativa la tiene una tercera parte de los miembros del Congreso o la mayoría absoluta de las Asambleas Legislativas).
La Constitución sí concede la iniciativa de las leyes a un número no menor de veinte mil Electores. Esto es, un proyecto de ley acompañado por veinte mil firmas que lo apoyan, obligan al Congreso a discutirlo.
La nueva versión de la ley electoral, la Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política -mal castellano- amplió la iniciativa de los Electores. Ahora una décima parte de éstos puede convocar a referéndum. (También puede hacerlo el Presidente en Consejo de Ministros y las dos terceras partes de una sesión conjunta de las Cámaras). Al día de hoy una consulta sobre materia de especial trascendencia nacional, acompañada por un millón doscientas mil firmas que ordenan el referéndum, obligan al Consejo Nacional Electoral a celebrarlo en un plazo no menor de dos meses y no mayor de tres.
Sentencia rica
La Corte Suprema de Justicia acaba de hacer un enorme favor al país. Acaba de sostener que el Referéndum de Electores es una instancia suprema, y que por tanto una decisión favorable sobre la convocatoria de una Asamblea Constituyente de hecho la crea aun cuando no está contemplada en la Constitución.
Ahora bien, comoquiera que los Electores, en número no menor del diez por ciento de los mismos, pueden convocar a Referéndum de Electores, a la instancia suprema, ésta no está limitada sino por lo establecido en la ley, que no permite consultar sobre ciertas materias: presupuestarias, fiscales o tributarias; concesión de amnistías e indultos; suspensión o restricción de garantías constitucionales o supresión de los derechos humanos; conflictos de poderes que deban ser decididos por los órganos judiciales; la revocatoria de mandatos populares, salvo lo dispuesto en otras leyes; asuntos propios del funcionamiento de algunas entidades federales o de sus municipios. (Esto mientras la ley no sea modificada o derogada o sobrepujada por una nueva norma constitucional).
Pero en principio la potestad soberana del pueblo no está limitada, ni siquiera por la Constitución. Mucho menos, entonces, por una ley, así sea orgánica. Lo que ocurre es que si se finca, como en este caso, la convocatoria del referéndum en lo dispuesto en la ley, entonces debe asumirse la totalidad de la ley como válida, so pena de declarar inválida la base de validez que se esgrime para el referéndum.
La Corte misma sostiene que «… quien posee un poder y puede ejercerlo delegándolo, con ello no agota su potestad, sobre todo cuando la misma es originaria, al punto que la propia Constitución lo reconoce». Esto quiere decir que el producto final de la Asamblea Constituyente no entrará en vigencia sin la aprobación del Referéndum de Electores. (Y hasta tanto esto no se produzca se mantendrá en vigencia el ordenamiento constitucional y legal de la República, así como funcionando de pleno derecho los órganos públicos legítimamente constituidos; por ejemplo, el Congreso de la República).
De hecho, de la sentencia de la Sala Política se deduce una clara distinción entre Poder Constituyente y Asamblea Constituyente. De hecho, una vez constituida la Asamblea Constituyente misma pasa a ser Poder Constituido, tan constituido como el Congreso, sólo que el Congreso está constituido para proponer una enmienda o una reforma, y la Asamblea Constituyente está constituida para proponer una nueva Constitución. Por una nueva Constitución debe entenderse aquella que contenga elementos que no pueden obtenerse como modificación leve o profunda, puntual o extensa del texto constitucional vigente.
La Corte ha reafirmado que el Poder Constituyente sigue siendo el pueblo, seguimos siendo los Electores pronunciados en referéndum. El primer Artículo sobre el poder público en una nueva Constitución pudiera, de hecho y de derecho, decir así: «La soberanía reside en el pueblo, quien la ejerce: 1. de modo extraordinario e inapelable mediante el Referéndum de Electores en materia de reforma o sustitución constitucional y en otras materias de especial trascendencia nacional que le sean sometidas a consulta, y en especial para aprobar disposiciones constitucionales o legales, abrogar disposiciones constitucionales o legales y revocar mandatos populares de modo calificado; 2. de modo ordinario mediante el Sufragio por los restantes órganos del Poder Público».
Esto, por cierto, no es sino una reforma.
Consulta a la Corte
La Corte ha empleado la Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política para fundamentar que se puede utilizar cualquiera de sus cauces para convocar un referéndum que pudiera pronunciarse a favor de la iustalación de una Asamblea Constituyente que le proponga cualquier cosa que no viole los derechos de las personas, pero principalmente una nueva Constitución. Esto significa que es una mayoría del Poder Constituyente expresado en Referéndum de Electores la que convoca, efectivamente, una Asamblea Constituyente.
Y es que el Poder Constituyente, expresado en Referéndum de Electores, puede decidir cualquier cosa que no menoscabe los derechos de las personas. Y es que un diez por ciento de los Electores puede poner en movimiento ese Referéndum de Electores, ese poder supremo.
Hemos llegado al meollo del asunto. Comoquiera que ese Referéndum de Electores no es distinto del referéndum previsto en el Artículo 246 de la Constitución para pronunciarse sobre un proyecto de reforma aprobado en el Congreso, y como ese mismo Referéndum de Electores sería el necesario para poner en vigencia una nueva Constitución, ese mismo Referéndum de Electores puede ser convocado para pronunciarse sobre una nueva Constitución que le sea presentada por un diez por ciento de los Electores. Aun cuando estuviera funcionando una Asamblea Constituyente. (A menos que, tal vez, el mismo Referéndum de Electores que convoca a la elección de una Asamblea Constituyente, determinara que un diez por ciento de los Electores no debe tener derecho de forzar la consideración por un Referéndum de Electores de una nueva constitución por ellos propuesta).
Por esto declaro aquí que pienso dirigirme respetuosamente a la Corte Suprema de Justicia, en su Sala Política, para que me conteste si se puede impedir a un diez por ciento de los Electores convocar un referéndum para pronunciarse sobre una nueva Constitución. Para que nos diga si puede negarse, a un número tan grande de Electores, la iniciativa constitucional.
Sé que la Corte contestará que si el Presidente de la República en Consejo de Ministros puede convocar un referéndum para constituir una Asamblea Constituyente, más de un millón de venezolanos podemos convocar otro para considerar una nueva Constitución. Es lo más probable que el método de la Asamblea Constituyente—poder constituido, democracia representativa, uno o dos centenares de personas—arroje un tipo de nueva constitución muy distinta a la que pueda preferir un millón doscientos mil Electores. Éstos tienen derecho a presentar una nueva constitución que difiera de la que provenga de la Asamblea Constituyente.
No puede perder el Poder Constituyente la posibilidad de que se inicie en su seno la proposición constitucional. No puede perder el Poder Constituyente el derecho de considerar opciones cuando existe la posibilidad de ejercerlo.
Algunos amigos saben que deseo continuar participando en el proceso constituyente venezolano, al que me incorporé hace dieciséis años. Pero creyendo en lo que digo prefiero permanecer del lado del Poder Constituyente. Aunque hasta hace nada creí que debía buscar una diputación a la Asamblea Constituyente, ahora me quedo con los doce millones de Electores que no tendrán diputación. Aquí también hay iniciativa constituyente. No buscaré, por tanto, la postulación a la Asamblea Constituyente.
Me propongo comenzar la redacción, junto con algunos colaboradores que apuntalen mis ignorancias, de un borrador de nueva constitución que pueda ser presentado responsablemente a consideración de los Electores expresados en referéndum.
Creo que podemos arribar a un texto que amerite la firma de apoyo de un millón doscientos mil Electores.
LEA
por Luis Enrique Alcalá | Ene 18, 1999 | Artículos, Política |
El Presidente Electo, Hugo Chávez Frías, ha dicho que quiere oposición, que necesita oposición. Por eso le dije que no en el acto de instalación de su comisión constituyente, el viernes 8 en La Viñeta. Me tocó estar sentado muy cerca del podio de oradores desde el que el Presidente Electo habló largo y dijo cosas con las que no puedo estar de acuerdo, lo que manifesté corporal y verbalmente.
No puedo estar de acuerdo con su interpretación del 4 de febrero. Eso lo expliqué aquí el 21 de diciembre pasado. El derecho de rebelión es de una mayoría de la comunidad, no de un reducido grupo de militares que intentaron tomar el poder para decidir los asuntos públicos, en momentos cuando la mayoría de la comunidad rechazaba explícita y reiteradamente los golpes de Estado como modo de resolver nuestros problemas. Su legitimidad proviene del 6 de diciembre y no del 4 de febrero.
No puedo estar de acuerdo con su consideración de que las elecciones del 6 de diciembre le han conferido facultades constituyentes, lo que afirmó en la reunión de La Viñeta. A menos que él entienda por eso la facultad de ser un primer eslabón en una cadena constituyente, el convocante de un referéndum que ordena constituyente, pero no quien establece constitución.
Yo quiero tener libertad para decir cosas como ésas. Ese es el sentido convencional de la libertad. Pero hay otros sentidos más de la hora, más modernos de libertad. Hace tiempo ya que queremos una libertad más participativa, una libertad de elegir, una mayor libertad de elegir. Queremos tener más grados de libertad. Queremos tener opciones. Queremos menos representaciones y más ejercicio de las decisiones por nosotros mismos.
Origen popular
Como se sabe ya con bastante amplitud, la Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política permite la celebración de referenda consultivos para la consideración de “decisiones de especial trascendencia nacional”. También se conoce que son tres las instancias que pueden generar una convocatoria inapelable a referéndum: el Presidente de la República en Consejo de Ministros; una mayoría de dos terceras partes del Congreso reunido en sesión conjunta de ambas Cámaras; un conjunto de Electores en número no menor a la décima parte de aquellos que estén inscritos en el Registro Electoral. (Hoy un poco más de un millón cien mil Electores).
Antes de que se completara la mitad del año electoral de 1998 el entonces candidato Hugo Chávez Frías había prometido recoger el número de firmas necesarias para que la convocatoria a referéndum proviniese de un origen popular y pudiese celebrarse junto con las elecciones regionales o presidenciales del año pasado. La oferta nunca se concretó, o porque en aquel momento las organizaciones que le apoyaban no tuvieron la capacidad de levantar un apoyo de esa magnitud, o porque el candidato creyó, con toda razón, que iba a ganar las elecciones y transformarse en Presidente, circunstancia en la que ya no necesitaría a los Electores.
Pero ahora ha aparecido en la prensa el facsímil de una boleta para la recolección de firmas de apoyo para que se haga la constituyente que quiere Hugo Chávez Frías. Esto no puede confundirse con una convocatoria popular a referéndum. Ni siquiera diez millones de firmas sobre una boleta tal serían una convocatoria a referéndum. Esto se parece más bien al uso referencial, simbólico, que una vez se hizo, a fines de los ochenta, de la posibilidad constitucional de iniciativa legal, la facultad de electores reunidos en número no menor de veinte mil de introducir a discusión del Congreso un proyecto de ley. Se recogió más de veinte mil firmas para solicitar al Congreso que legislara la uninominalidad, y no para introducir un proyecto de ley que la introdujera. En este caso los Electores no estaríamos ordenando el referéndum, sino expresando un apoyo al Presidente Electo para que lo convoque él. Ése es el más bajo grado de libertad.
Y es un grado de libertad que está a un paso de aquel grado temido por John Stuart Mill: “Así, un pueblo puede preferir un gobierno libre, pero si por indolencia, descuido, cobardía o falta de espíritu público, se muestra incapaz de los trabajos necesarios para preservarlo; si no pelea por él cuando es directamente atacado; si puede ser engañado por los artificios empleados para robárselo; si por desmoralización momentánea, o pánico temporal, o un arranque de entusiasmo por un individuo, ese pueblo puede ser inducido a entregar sus libertades a los pies de incluso un gran hombre, o le confía poderes que le permiten subvertir sus instituciones; en todos estos casos es más o menos incapaz de libertad: y aunque pueda serle beneficioso tenerlo así sea por corto tiempo, es improbable que lo disfrute por mucho”.
Tómelo o déjelo
Y aunque todavía no hay definición clara respecto de la composición y forma de elegir a los miembros de una Asamblea Constituyente, ya parece que el camino trazado es igualmente poco libertario, en el sentido de ofrecer muy pocos grados de libertad.
Según parece, los venezolanos tendríamos que optar por la aceptación o el rechazo de un único proyecto de constitución, luego de que una Asamblea Constituyente lo aprobara sobre la base de discutir un único proyecto elaborado a su vez por la “comisión presidencial constituyente” recién nombrada por el Presidente Electo. Es una situación de tómelo o déjelo. No se diferencia mucho de la opción presentada a un parroquiano que deseaba desayunar en su hotel. Preguntó si podía elegir su desayuno y le dijeron que sí. Preguntó qué opciones había y le contestaron solamente huevos fritos. Preguntó entonces que cuáles eran sus opciones y le dijeron que podía optar por comerlo o no comerlo.
En momentos cuando nos aprestamos a discutir un nuevo modelo de Estado, un nuevo concepto constitucional, es importante permitir la contrastación de conceptos diferentes, no un único concepto. Por ejemplo, la nueva Constitución pudiera caracterizarse por ser un documento más escueto y simple que el texto que ahora nos rige. Podría ser mucho más flexible, y permitir mayor grado de libertad, mayor respeto por el futuro. Pudiera ser, además, mucho menos programática que la actual. Pensada más para limitar los poderes del Estado ante el ciudadano, especificando con claridad lo que el Estado no puede hacer, que imponiendo sobre éste una carga de compromisos inmanejables. Sobre este punto Nicomedes Zuloaga ha emitido una clara opinión, en su trabajo “Crítica constitucional” de 1991: “Si regresamos a la comparación crítica de las disposiciones de la Constitución venezolana con la norteamericana nos encontramos que la americana protege derechos de sentido negativo al establecer lo que el Estado no puede hacer porque constituiría una violación de los derechos de los ciudadanos. Esa es una Constitución coherente donde el Poder Judicial puede ejercer lógicamente su facultad contralora de revisión examinando si una disposición emanada del Poder Legislativo o una medida tomada por el Poder Ejecutivo violan las garantías constitucionales. La Constitución venezolana, en cambio, otorga tanto derechos individuales en sentido negativo como derechos individuales en sentido positivo, y una constitución así resulta incoherente y sus disposiciones son de muy difícil interpretación por el Poder Judicial… La eliminación que propongo de todo el Capítulo IV de la Constitución Nacional, que establece los llamados derechos sociales no producirá una disminución de la actividad social del Estado ni de la beneficencia pública, como no produjo su inclusión un aumento de esa actividad del poder público. Esas actividades se seguirán cumpliendo al través del Ejecutivo y del Legislativo, con el destino político de los ingresos fiscales decididos por el Congreso y por el Presidente de la República siguiendo el resultado de las discusiones políticas, y el poder electoral relativo de las diversas ideologías de las organizaciones políticas en el poder”.
Ese es un concepto constitucional francamente distinto al de 1961, y seguramente distinto del que parece perfilarse en cabeza de los más notorios protagonistas del actual proceso constituyente.
Si en vez de tener una Asamblea Constituyente restringida, que aun en las mejores condiciones de representatividad arribaría al entubamiento de un único proyecto constitucional, tuviésemos una Asamblea Constituyente máxima, coextensiva al conjunto total de los Electores, y presentásemos a éstos varios proyectos constitucionales, estaríamos ante un proceso más democrático y transparente y mucho más libre.
Una licitación constitucional, en la que los Electores pudiésemos comparar proyectos constitucionales varios y distintos, es un camino ciertamente preferible al concepto convencional de Asamblea Constituyente, el que a fin de cuentas es un concepto del siglo XVIII. Hoy en día una tecnología comunicacional más poderosa y un mayor nivel de conciencia cívica de los Electores permiten ampliar los criterios constituyentes. Ya hemos probado el camino con la reciente aplicación de una votación procesada electrónicamente con las máquinas de votar del Consejo Nacional Electoral.
LEA
por Luis Enrique Alcalá | Ene 11, 1999 | Artículos, Política |
La Constitución que nos rige, puesta en vigencia el 23 de enero de 1961 en conmemoración de la caída del gobierno de Marcos Pérez Jiménez, admite la supremacía de los Electores en general en su Artículo 4, aunque la limita a la elección de los principales magistrados, los que dirigen los órganos del Poder Público. Esta es la bastante conocida redacción: “La soberanía reside en el pueblo, quien la ejerce, mediante el sufragio, por los órganos del Poder Público”.
Nuestro marco constitucional desconoce cualquier otra forma de ejercerse la soberanía popular, con excepción hecha del referéndum previsto en el Artículo 246 para sancionar un proyecto de reforma general de la Constitución.
La soberanía no nos alcanza, por ejemplo, para la iniciativa popular en materia constitucional. Esto es, un grupo de Electores no puede introducir un proyecto de reforma de la Constitución. El Poder Constituyente es incapaz de tener la iniciativa constituyente, según la interpretación que de lo democrático tenía el Congreso de 1961, que sí se arrogó facultades constituyentes. (Quienes tienen la iniciativa de una reforma general de la Constitución son una tercera parte de los miembros del Congreso y las dos terceras partes de las Asambleas Legislativas).
Sí podemos, en virtud del Ordinal 5º del Artículo 165, reunidos en número no menor de veinte mil Electores, introducir un proyecto de ley a discusión de las Cámaras. Es justo decir que jamás hemos hecho uso de ese derecho, que la Constitución de 1961, como las computadoras viejas, contiene una capacidad—en este caso política—que nunca usamos. Hemos podido, los Electores descontentos, cambiar muchas cosas si lo hubiésemos querido.
O si lo hubiésemos sabido. En el discurso de los actores políticos que resisten a la idea de una asamblea constituyente se escucha con frecuencia que el pueblo ni siquiera sabe para qué es una constituyente. Y es que con toda probabilidad el conocimiento promedio que se tiene de la Constitución es mínimo. Seguramente entonces, la proporción de ciudadanos que ignora que veinte mil de ellos pueden poner en discusión un proyecto de ley es muy grande, más de noventa por ciento.
Que hay ignorancia de estas cosas no es excusa. La ignorancia de la ley, dice la ley, no excusa de su cumplimiento. En todo caso, esos actores políticos que resisten a la idea de una nueva Constitución sí conocen las leyes, y sí conocen la Constitución, y fracasaron en enseñarla. La ignorancia popular de la Constitución es su culpa, aunque también de aquellos que quieren constituyente, conocen la Constitución y tampoco la enseñaron.
Definitiva constitucional
La Constitución de 1961 admite la supremacía de los Electores en particular en materia constitucional, puesto que en su Artículo 246 requiere que los Electores se pronuncien en referéndum para que se haga vigente una reforma constitucional. Si no tenemos la iniciativa constitucional tenemos la definitiva. Somos los Electores quienes podemos poner en vigencia una nueva constitución. Hasta tanto no lo hagamos la que actualmente nos rige continuará en vigencia.
La cumbre, pues, de todo el proceso constituyente es la presentación de un proyecto de constitución a los Electores, quienes debemos decidir si nos gusta o no. Todo lo anterior no es sino un método de arribar al proyecto de constitución. Una Asamblea Constituyente no es sino un grupo al que se le confía la función intermediaria y esencial de redactar un proyecto de constitución. Una Asamblea Constituyente no puede, en el fondo, alterar en nada ni las disposiciones constitucionales ni las leyes de la República. Su única y exclusiva función es la arribar a un proyecto de constitución y presentarlo, con el auxilio del Consejo Nacional Electoral, a la consideración de los Electores.
La efectiva constitucionalidad de la Asamblea Constituyente se consigue no tanto conque provenga de una previsión constitucional según reforma que apruebe ahora el Congreso elegido el 8 de noviembre de 1998, sino conque durante su mandato no pueda modificarse en nada el régimen constitucional dispuesto en 1961. No es a una Asamblea Constituyente, sino al Referéndum de Electores al que compete la posibilidad de modificar la Constitución.
El modo más democrático
El Presidente electo ha decidido nombrar una “comisión presidencial constituyente”, que por ahora no es un órgano del Poder Público, no es un órgano de la Presidencia de la República porque el Presidente electo no ha asumido todavía sus funciones. Su “secretario ejecutivo”, Ricardo Combellas, actual Presidente de la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado, ha dicho que esa “comisión presidencial constituyente” tiene entre sus misiones la de procurar un diseño para una “redacción participativa” de la nueva constitución. Por esto debe entenderse que el texto que se sometería al Referéndum de Electores se construiría aluvionalmente, como una pila de arena, formada por miríadas de granos de arena, de proposiciones constituyentes puntuales, específicas, algunas de las cuales rebotarían de las laderas de un concepto constitucional que vendría determinado por esa misma comisión. Parece ser que las funciones principales de la “comisión presidencial constituyente” consisten en “la redacción de lo que sería el referéndum aprobatorio del proceso y la elaboración de una nueva Constitución para la discusión de la Asamblea”.
Entonces el procedimiento pensado por el Presidente electo sería el siguiente: un pequeño grupo determina un esqueleto fundamental de Constitución, el que somete a debate de los miembros de una Asamblea Constituyente, la que a su vez someterá su conclusión constitucional a Referéndum de Electores.
Queda claro entonces que la Asamblea Constituyente es tan sólo un camino para la elaboración de un proyecto de constitución. Esto es así porque la Asamblea Constituyente no debe confundirse con el Poder Constituyente. Nosotros los Electores, en referéndum, somos el Poder Constituyente. Los diputados constituyentes son tan sólo nuestros apoderados.
Naturalmente, podemos conferir poderes muy amplios a nuestros apoderados. Pero ¿querremos atribuir a los diputados constituyentes, aun a los elegidos según un modo óptimo, un poder tan amplio que nos sustituya a nosotros como Poder Constituyente? ¿Un poder tan grande que tenga la autoridad para establecer una nueva constitución sin que nosotros hayamos dado nuestro expreso consentimiento en referéndum?
Para la promulgación de la Constitución vigente nunca se consultó a los Electores. El Congreso de esa época, que asumió funciones constituyentes sin estar explícitamente facultado para eso, sometió su construcción constitucional a las Asambleas Legislativas elegidas con la misma tarjeta de colores pequeña que sirvió para elegir al Congreso. Pero ahora es diferente; ahora tenemos el reconocimiento –en la propia Constitución de 1961– de un derecho político fundamental al que no podemos renunciar. Nosotros queremos determinar, en última instancia, si será nuestra próxima constitución lo que nos sea presentado por la Asamblea Constituyente.
Entonces, si esta última no es sino un método, una manera de elaborar una proposición constitucional ¿no habrá algún método mejor?
Si el Ministerio de Sanidad se encontrase ante la necesidad de construir un nuevo hospital público, seguramente no convocaría a una masiva reunión de arquitectos, médicos, pacientes, enfermeros, administradores de salud, a celebrarse en un gran espacio como el Parque del Este para que, “participativamente”, se pusieran de acuerdo sobre el diseño del hospital. En cambio, determinaría como primera cosa, técnicamente, los criterios de diseño: debe ser un hospital para 1.500 camas, debe cubrir las especialidades tales y cuales, no debe pasar de un costo de tanto, etcétera.
Una vez con tales criterios en mano, procedería a llamar a licitación a unas cuantas oficinas de arquitectura demostradamente capaces. Las oficinas de arquitectos que participaran en la licitación desarrollarían, cada una por su lado, un proyecto completo y coherente. No serían admitidas, por ejemplo, proposiciones que sólo diseñaran la sala de partos o la admisión de emergencias. Cada oficina tendría que presentar un proyecto completo. Sólo así podrían competir, la una contra la otra, en una licitación que contrastaría una proposición coherente y de conjunto contra otras equivalentes.
Este es el mismo método que debiera emplearse para la emergencia de una nueva constitución para el país. Lo que el espacio político nacional debe alojar es una licitación política con claras reglas para la contrastación de proposiciones constitucionales de conjunto. Es decir, si el Referéndum de Electores es el verdadero órgano supremo constituyente, ¿por qué simplemente no presentarle directamente varias posibles constituciones, conceptos constitucionales alternos?
¿Tiene la gente del polo “patriótico” un proyecto de constitución? ¿Lo tiene el Proyecto Venezuela? ¿Lo tiene la Academia de Ciencias Políticas? ¿Lo tiene el autor de este artículo? Entonces presentémoslos simultáneamente a la consideración de los Electores.
Esto si sería verdaderamente democrático. Y es perfectamente posible, puesto que la Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política permite varias preguntas en un mismo referéndum. Los puertorriqueños, por ejemplo, acaban de pronunciarse en referéndum respecto de cinco opciones que le fueron consultadas sobre su relación política con los Estados Unidos de Norteamérica.
Si nos llenamos la boca con el lugar de primacía del pueblo, ¿por qué no permitir una deliberación completa del mismo respecto de imágenes constitucionales competidoras?
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