por Luis Enrique Alcalá | Dic 15, 2002 | Estudios, Política |
MEMORÁNDUM ELECTRÓNICO
A: OSWALDO PAÉZ PUMAR
DE: LUIS ENRIQUE ALCALÁ 15 de diciembre de 2002
ASUNTO: COMENTARIOS A TU ARTÍCULO “¿POR QUÉ EL GOBIERNO SE RESISTE AL REFERENDO?”
…………..
Mi propósito era tan sólo el de reducir la frondosa masa de contradicciones y abusos que acaban por convertir el derecho y los procedimientos en un matorral donde las gentes honestas no se animan a aventurarse, mientras los bandidos prosperan a su abrigo.
Marguerite Yourcenar
Memorias de Adriano
……………………………..
A fines de 1993, Oswaldo, José Vicente Rangel entrevistaba a Don Arturo Úslar Pietri en el programa que por ese entonces el hoy Vicepresidente Ejecutivo de la República Bolivariana de Venezuela conducía en Televén. Comoquiera que el tema de una constituyente venía siendo planteado con insistencia desde 1989 (desde el “Frente Patriótico” liderado por Juan Liscano), Rangel inquirió sobre el punto a Úslar Pietri. (En realidad, sobre el tema de una reforma constitucional). Úslar comentó: “Ése es un asunto que debe ser manejado por expertos en derecho constitucional e historiadores”.
Traigo a colación la anécdota porque Úslar Pietri, de estar vivo, habría concurrido contigo en la opinión de que el tema constitucional es asunto técnico y profundo, no propio a la exploración de “algún diletante de la ciencia jurídica”. Asimismo, porque como es práctica común de los pronunciamientos tribunalicios, en particular de aquellos que provienen del Máximo Tribunal, antes de entrar en materia es necesario dilucidar el problema de la competencia. De mi competencia para discutir el tema constitucional.
Porque es que en más de una ocasión, de modo velado y oblicuo, nunca directo y frontal, haces alusiones a mí, más que a mis argumentos, con la expresión “diletante”, que en tu caso lleva intención descalificadora y despreciativa. El Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, por cierto, registra, como última acepción del término, ese sentido peyorativo. Pero también define: “Aficionado a las artes, especialmente a la música. Conocedor de ellas. Que cultiva algún campo del saber, o se interesa por él, como aficionado y no como profesional”.
Prefiero entenderme dentro de las acepciones positivas de la palabra, y por tanto reivindico con orgullo que puedo ser entendido, en efecto, como diletante en materia constitucional. El diccionario igualmente anuncia que el vocablo tiene origen italiano. No escapa a tu culta persona que diletante significa, en esa lengua, lo mismo que amante. Un diletante del derecho es, en ese sentido, un amante del derecho. Y he aquí la clave para diferenciar nuestras respectivas situaciones: tú ejerces profesionalmente el derecho; yo tan sólo lo amo.
Tampoco ignoras, por supuesto, que el argumento ad hominem, por más que se exprese con tu florentino estilo de aludir sin nombrar, es una de las falacias más elementales, menos refinadas, más primitivas. Desde el punto de vista lógico esa clase de argumentación es completamente inválida. De modo que si se tratara de una mera referencia de retórica defectuosa dejaría pasar la atribución de diletantismo, dado que no tiene la menor importancia argumental.
Pero como digo, en tu caso, dada la reiteración, parece revelar una posición tomada, según la cual estaría vedado a los ciudadanos comunes el pensamiento jurídico o, como decía Úslar, el asunto constitucional sería territorio estrictamente reservado a especialistas. No estuve de acuerdo con Úslar en esa ocasión. Indudablemente que los expertos en derecho constitucional son imprescindibles en las tareas constituyentes. También pueden aportar conocimiento relevante los historiadores, sin duda. Pero ése no era el sentido del dictum uslariano, y entonces debo tomar distancia de sus implicaciones. Si la única disciplina pertinente a la deliberación constitucional, aparte del derecho, fuese la historia, de algún modo la prescripción de Úslar equivaldría a recomendar que se acometa la labor constituyente con la vista en el pasado. En cambio, creo que serían de invalorable utilidad los aportes de disciplinas diferentes, sobre todo en lo que tiene que ver con el diseño orgánico del Estado. Expertos en organización y sistemas, sociólogos, futurólogos, tendrían mucho que contribuir al diseño de una constitución, especialmente en esta época de rupturas paradigmáticas y de cambios planetarios.
Es por esta clase de razones, Oswaldo, sobre las que podría abundar a placer, que rechazo que me descalifiques. Estoy perfectamente autorizado, en tanto profesional, en tanto intelectual y, sobre todo, en tanto ciudadano, para opinar, con responsabilidad, en el tema que ha ocupado nuestra reciente correspondencia la que, de nuevo, en mi caso es frontal y directa, y en el tuyo oblicua e insidiosa. A tu correo anterior te respondí directamente. Tú escoges la distancia olímpica de la alusión innominada.
………..
Saldado ese punto definitivamente secundario, paso a comentar el nuevo ropaje de tu argumentación jurídico-constitucional, aunque lo haré en mi orden y no en el tuyo, que se me hace farragoso. Será inevitable que repita conceptos y razonamientos, porque tergiversas significado y secuencia lógica de puntos ya dilucidados.
Y voy a comenzar por aclarar un asunto cronológico. Tres años antes de tu conferencia de julio de 2001 en la asamblea de Fedecámaras de ese año, cuatro meses antes de la decisión de la Corte Suprema de Justicia de enero de 1999, ya había escrito (septiembre de 1998), en un brevísimo artículo cuya intención era refutar ciertas argumentaciones contrarias a la convocatoria de una constituyente: “Es preciso reformar la Constitución de 1961 para que pueda convocarse una constituyente (Brewer-Carías y otros), pues hay que preservar el “hilo” constitucional. Incorrecto. El artículo 250 de la constitución vigente, en el que fincan su argumento quienes sostienen que habría que reformarla antes, habla de algo que no existe: “Esta Constitución no perderá su vigencia si dejare de observarse por acto de fuerza o fuere derogada por cualquier otro medio distinto del que ella misma dispone”. El texto de 1961 no dispone de medio ninguno para derogarla. Sólo menciona enmiendas o reforma general. No prescribe medio alguno para sustituirla por conceptos constitucionales cualitativamente diferentes. Además, el Poder Constituyente, nosotros los Electores, estamos por encima de cualquier constitución. Si aprobamos la convocatoria a una constituyente eso es suficiente”. Anexo a esta comunicación el texto completo de ese sucinto análisis, a fin de que puedas entender el trozo encajado en su contexto. Igualmente adjunto otro texto más antiguo, “Comentario constitucional”, de octubre de 1995
Esto es, Oswaldo, mi argumentación sobre la vaciedad del artículo 250 de la constitución de 1961 no tiene que ver con lo que tú llegarías a sostener varios años más tarde, y que he calificado de peregrino argumento. Sostuviste que la Constituyente de 1999 y su producto, la Constitución vigente, y a pesar de que hubiese sido ésta refrendada en referéndum del pueblo venezolano, son nulas, inexistentes, porque la Constituyente del 99 era “un medio distinto” de los dispuestos por el texto del 61 para su derogación.
En realidad, Oswaldo, se trata de un asunto más bien sencillo: la constitución del 61 no disponía absolutamente de ningún medio para su derogación. A pesar de esto escribes: “Algún diletante de la ciencia jurídica ha aventurado razonamientos justificativos del proceso en la circunstancia de que la Constitución de 1961 no contemplaba su derogatoria, sino la enmienda y la reforma, como si la derogatoria fuera un mecanismo o procedimiento distinto de la reforma y no el resultado de la entrada en vigencia del texto reformado”.
Este diletante de la ciencia jurídica te muestra a ti, Oswaldo, que en efecto la constitución del 61 dice a la letra: “o fuere derogada por cualquier otro medio distinto del que ella misma dispone”. No dice “fuere reformada”, ni tampoco “fuere enmendada”. Y tú sabes perfectamente las diferencias de significado. Mi más bien minúscula contribución sólo consistió en descubrir que la redacción del 250 del 61 era, en el mejor de los casos, defectuosa, si es que, como ha sido dicho tantas veces, el famoso 250 fuese intencionalmente un cerrojo definitivo que confería a esa constitución la condición de eternidad invulnerable.
La derogatoria sí puede ser muy distinta de una reforma. Precisamente, la constitución de 1961 no fue jamás entendida como una reforma de la de 1953, que estuvo en vigencia hasta el 23 de enero de 1961, sino como un texto constitucional enteramente nuevo. Por eso dispuso explícitamente: “Queda derogado el ordenamiento constitucional que ha estado en vigencia hasta la promulgación de esta Constitución”. (Artículo 252).
O por ejemplo, nota, por favor, la siguiente redacción: “Mientras no sea modificado o derogado por los órganos competentes del Poder Público, o no quede derogado expresa o implícitamente por la Constitución, se mantiene en vigencia el ordenamiento jurídico existente”. Creo que ya te habrás percatado de que tal estipulación es, justamente, la Disposición Transitoria Vigésima Tercera (última), de la constitución de 1961 que, como ella misma dice, forma parte integral de la misma constitución. Esa disposición te ilustra, entonces, que algo puede ser derogado sin que sea reformado o enmendado.
Eso por lo que respecta a tu precario teorema que pretende que la constitución vigente en Venezuela es la de 1961, montado sobre la premisa de una frase semánticamente vacía del artículo 250 de esa constitución.
Que ni “el referendo consultivo, ni la Asamblea Constituyente estaban previstos en la Constitución de 1961 para la reforma de la Constitución” (tu redacción) es otra premisa más bien defectuosa, porque el referendo que aprobó la Constitución vigente (no la que tú dices que está vigente) no era un referéndum consultivo sino uno aprobatorio. Lo que fue consultivo fue el referendo en el que se preguntó si el pueblo quería, si el poder constituyente originario deseaba, convocar una asamblea constituyente. Son dos cosas suficientemente distintas. Y sostener esto no invalida tu preferencia: “…que los órganos del Poder Público, a través de los cuales el pueblo estaba ejerciendo su soberanía, en concreto el Congreso, enmendara la Constitución para incorporar como mecanismo para la reforma la Asamblea Constituyente y dispusiera como (sic) habían (sic) de elegirse los asambleístas”.
Te concedo esta deseabilidad de la previa enmienda a pesar de que apunto de una vez que necesitábamos una constituyente, no “como mecanismo para la reforma”, puesto que para eso existía ya, precisamente, el mecanismo previsto en el artículo 246 del 61, sino para proveernos de un marco constitucional enteramente distinto, para lo que las facultades del Congreso de la República quedarían excedidas, argumento que encontrarás desarrollado en el segundo de los textos que adjunto a esta comunicación. No concedo tal cosa porque me sienta impelido a tenderte una mano de entendimiento en estos momentos, sino porque ya la había expresado en septiembre de 1998, y bastante más allá de tu postura: “En suma, creo que sería preferible, más suave y respetuosa, una reforma inmediata, en sesiones extraordinarias del actual Congreso de la República, que diera lugar a una reforma creadora de la figura de Constituyente dentro del texto constitucional vigente, la que puede perfectamente someterse a referendo aprobatorio según el Artículo 246 de ese texto y conjuntamente con un referendo consultivo que convoque el Ejecutivo Nacional acerca de la deseabilidad de la celebración de una Constituyente concreta”. Pero escribí de seguidas: “Pero si este Congreso vuelve a fallarnos, si persiste en obliterar los canales lógicos del cambio constitucional, el medio más airado y abrupto del origen directo en el referendo consultivo está siempre disponible, pues su brusquedad no equivale a la falta de juridicidad. Ese Congreso merecería entonces esa ira y esa brusquedad”.
Deseo, entonces, destacar algo soslayado en tu artículo, tal vez porque te restringes al plano jurídico, pero que es en extremo pertinente a esta discusión. Y eso es que la oportunidad para la enmienda fue desperdiciada y despreciada una y otra vez. A pesar, por ejemplo, de que Rafael Caldera “prometió”, en su “Carta de Intención con el Pueblo de Venezuela” (1993), una reforma del Estado a través de una reforma constitucional, dejó que su segundo período transcurriese sin honrar esa promesa. Así parafraseé la “Carta de Intención” de Caldera en diciembre de 1998: “La reforma constitucional debía complementar nuestra democracia representativa con una democracia participativa, para lo que debía instituirse, al nivel de la Constitución, la figura de los referenda: consultivos, aprobatorios, abrogatorios y revocatorios. Así, la Constitución reformada permitiría la destitución “del Presidente de la República y demás altos funcionarios mediante el voto popular”, y concedería “al Jefe del Estado la facultad de disolver las Cámaras Legislativas cuando no estén cumpliendo las funciones para las cuales fueron electas…” La reforma que estaba en la intención de Rafael Caldera abría la puerta a la inclusión de un mecanismo para convocar a una Constituyente en caso de que “el pueblo lo considerare necesario”, etc.”
Nada de esto ocurrió. En el mismo texto de diciembre de 1998 registré la siguiente opinión: “Pero que el presidente Caldera haya dejado transcurrir su período sin que ninguna transformación constitucional se haya producido no ha hecho otra cosa que posponer esa atractriz ineludible. Con el retraso, a lo sumo, lo que se ha logrado es aumentar la probabilidad de que el cambio sea radical y pueda serlo en exceso. Este es el destino inexorable del conservatismo: obtener, con su empecinada resistencia, una situación contraria a la que busca, muchas veces con una intensidad recrecida”.
Así que es muy lamentable, Oswaldo, que no se hubiera enmendado la constitución de 1961 para insertar en ella la figura de una asamblea constituyente. Algunos invitamos a Rafael Caldera a que convocara él, a tiempo, la asamblea constituyente. Creo que hubiera sido una constituyente de mayor seriedad y responsabilidad que la que se reunió en 1999, pero Caldera jamás pudo o quiso superar su inercia y su suspicacia. (Ahora que te digo esto, decido adjuntar un tercer texto, de septiembre de 1998, en el que consta mi proposición a Caldera. Encontrarás y disculparás, en los anexos, algunas repeticiones). Ni siquiera intentó la enmienda, que pudo ser planteada, como sabes, por una cuarta parte de una de las cámaras del Congreso, a pesar de que durante casi todo el período, y gracias a su alianza con Acción Democrática, podía contar ampliamente con ese 25% requerido.
Te recuerdo, además, que nadie menos que el propio Rafael Caldera amenazó –¡en 1994!– con convocar un referéndum consultivo para el que José Guillermo Andueza aseguró que ya tendría un decreto preparado, a pesar de que la figura referendaria no estaba contemplada, dentro del ordenamiento vigente, más que para la aprobación de una reforma constitucional. Me refiero a su chantaje político al Congreso de aquel año, con el que estaba enfrentado a raíz de su segundo decreto de suspensión de garantías. Que Acción Democrática reculara –tal vez porque una encuesta del diario El Nacional (5 de agosto de 1994) indicó que más de 90% de los consultados estaba de acuerdo con la suspensión– hizo que el gobierno, por boca de Juan José Caldera, declarara que ya el referéndum no era necesario.
Ahora me referiré a la famosa y, para algunos dolientes más bien conservadores, tristemente célebre decisión de la Corte Suprema de Justicia, con fecha del 19 de enero de 1999, sobre ponencia del magistrado Humberto La Roche.
¿Qué estableció esa decisión? Pues que sí podía preguntarse al soberano si deseaba convocar a una asamblea constituyente, en primer término, y luego, que podía emplearse a este efecto el cauce disponible a partir de la reforma de la Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política de diciembre de 1997.
Prolegómeno. Advierto, antes de entrar en materia, que no consagro como perfecta toda la tradición jurisprudencial de la Corte Suprema de Justicia, ni la del nuevo Tribunal Supremo de Justicia. En particular, dos cosas: primera, opino que, con harta frecuencia, el uso del castellano por parte de juristas connotados, aun los del máximo tribunal, es francamente defectuoso (algunos abogados, por ejemplo, escriben “de acuerdo al texto constitucional” en lugar de “acuerdo con el texto constitucional”; sutilezas del lenguaje, naturalmente, pero en ocasiones crean problemas de hermenéutica jurídica); segunda, no estoy de acuerdo con el siguiente concepto, citado por ti, del fallo del 14 de octubre de 1999: “Cabe observar que el Poder Constituyente no puede ejercerlo por sí mismo el pueblo, por lo que la elaboración de la Constitución recae en un cuerpo integrado por sus representantes que se denomina Asamblea Constituyente, cuyos títulos de legitimidad derivan de la relación directa que existe entre ella y el pueblo”. Podría proporcionarte una refutación de este aserto en caso de que permitieses que un diletante te ilustrase. Sólo dime si tu elevación jurídica sería permeable a tan irreverente intento y de inmediato te remitiré texto de 1999 sobre el punto. Anticipo su clave: no es una asamblea constituyente el único medio concebible para proveerse de un texto constitucional. ¿Puedes inventar otros caminos?
En materia. ¿Qué podía contestar, en respuesta al recurso de interpretación del 181 de la Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política, la Corte Suprema de Justicia? ¿Que no podía preguntarse al soberano si deseaba convocar un proceso constituyente? ¿Que no podía preguntarse al accionista de la empresa, al dueño del terreno, por usar imágenes verdaderamente pedestres y diletantes, si quería escoger un grupo de asesores que le presentase unos estatutos enteramente nuevos, si quería elegir un grupo de arquitectos que le mostrara, no ya un anteproyecto de remodelación de los balcones de su edificio, sino un concepto arquitectónico completamente diferente para un edificio que reemplazase por completo al existente?
La Corte contestó, muy acertadamente, que esta consulta sí podía hacerse al poder constituyente originario. Y lo hizo de una vez, al comienzo mismo de la argumentación. La Corte estimó, en perfecta consistencia con la más elemental doctrina de la democracia, que el pueblo, en su carácter de poder constituyente originario, era un poder supraconstitucional, puesto que es la constitución la que emana del pueblo, y no a la inversa. No fue, como hace poco comenté a mi admirado y respetado Humberto Njaim, que la Corte instituyese o estableciese esa supraconstitucionalidad. Lo que la Corte hizo fue reconocerle al pueblo ese su carácter originario y supremo.
El resto de la decisión tiene carácter meramente instrumental, prescribiendo una mecánica a la consulta. Como bien sabes, el Congreso de 1997 introdujo el Título Sexto a la Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política, que normaba precisamente la convocatoria y celebración de referendos consultivos. Y entonces la Corte dijo dos cosas. Primera, que con toda obviedad la convocatoria a un proceso constituyente era una decisión “de especial trascendencia nacional”, como reza el texto legal. (Me percaté de que en tu artículo te abstuviste de contradecir este punto. No faltaría más). Segunda, que la pregunta de si se quería convocar a constituyente no estaba contemplada en las seis excepciones del Artículo 183 de la Ley Orgánica de la Ley del Sufragio y Participación Política. Esto último, Oswaldo, era una verificación, tan sólo, de que no había colisión expresa contra una disposición de esa ley. No es que yo sostenga, como afirmas tú, lo que algunos “diletantes de la interpretación de los textos jurídicos habían invocado al tiempo del referendo que por no estar incluido en la posibilidad de convocarlo, cuando es exactamente lo contrario, pues la constituyente por su carácter omnicomprensivo abarcaba además de las materias que pueden ser objeto de referendo, todas las que no podían serlo”.
Esa declaración tuya conjuga asombrosamente en un solo y breve párrafo dos errores importantes. Uno ya lo he anticipado, y es un error de lectura y comprensión. Lo que yo sostengo es otra cosa: que la obviedad de la posibilidad de convocar el referéndum de 1999 proviene del primer argumento de la Corte sobre la supraconstitucionalidad del poder soberano, que no tengo que recordarte cuál es. Que obviamente tal asunto era una decisión, reitero, de especial trascendencia nacional. Esas son las obviedades que causan la posibilidad de la convocatoria, repitiendo que la primera es la verdaderamente fundamental, mientras que la segunda se produce sólo al examen de la ley que se empleó para determinar la mecánica de la convocatoria. El punto adicional de la no colisión con las excepciones del 183 es casi una ñapa, pero sin embargo importante, pues si por acaso hubiera existido una séptima excepción que prohibiera expresamente la consulta sobre procesos constituyentes, la ley en cuestión no hubiera podido emplearse consistentemente para el procedimiento de convocatoria.
Más aún. Incluso si no hubiera existido el Título Sexto de la ley que comento, hubiera podido convocarse a referéndum, por la misma razón de supraconstitucionalidad. En este caso, y no quiero desviarme en la consideración de esta contrahistórica situación, habría tenido que proveerse un procedimiento ad hoc.
El segundo error de tu párrafo recién citado es más grave, pues confundes completamente las prelaciones. Las excepciones del 183 pudieran haberse aplicado al referendo consultivo inicial, que es lo discutido, no a la constituyente que ni siquiera existía antes de que se consultara y antes, por supuesto, de que la constituyente fuese elegida y constituida. Esto es, docto jurista, y permita que se lo explique un diletante: en ningún caso las prohibiciones del 183 determinan limitación alguna a una constituyente, que ni siquiera menciona y aunque la hubiera mencionado. Ese artículo versa sobre referendos consultivos únicamente y la decisión del 19 de enero de 1999 versa sobre la posibilidad de convocar uno, no sobre las facultades de una asamblea constituyente. Otra vez, peleas con un fantasma: en este caso discutes algo que no ha sido pronunciado, ni por la Corte ni por este simple ciudadano.
Añado que en mi estimación el Título Sexto de la Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política estuvo defectuosamente ubicado en ella. Así, opiné del siguiente modo en septiembre de 1998, a un año de la reforma de la ley y bastante antes de esta polémica: “Desde el punto de vista del Derecho Público lo correcto es crear los referendos –más allá del único previsto en la Constitución vigente para reformarla– en una normativa constitucional, como lo prefiere Caldera, a como lo hizo el Congreso, que los permite en uno de los títulos de la ley electoral, la que, naturalmente, tiene rango subconstitucional. Un referendo nacional es una convocatoria al propio fundamento de la democracia –los Electores– para tomar “decisiones de especial trascendencia nacional”. El nivel correcto para prescribir los actos del poder público primario es el de la Constitución”.
En errónea vena similar, abundas sobre el tema del empleo de la ley que discutimos. Dices así: “Creo que más concluyente aún es el hecho de que si se hubiera podido interpretar correctamente la ley Orgánica del Sufragio y Participación Política como consagratoria de un referendo consultivo para la reforma constitucional mediante una asamblea constituyente, habría que concluir que la ley misma colidiría con la Constitución que definió, de manera precisa, cómo podía realizarse la reforma o la enmienda constitucional”.
Escuetamente. Nadie ha dicho, por lo menos la Corte no lo hizo y yo tampoco, que la ley fuese “consagratoria de un referendo consultivo para la reforma constitucional mediante una asamblea constituyente”. Luego, el que la constitución del 61 hubiera definido “ de manera precisa, cómo podía realizarse la reforma o la enmienda constitucional” no puede referirse a una facultad supraconstitucional: la que crea un texto constitucional nuevo. Si lo meditas con cuidado llegarás a la clara conciencia y noticia de que la Constituyente de 1999 jamás se planteó su trabajo como uno de reformar o enmendar el texto del 61, sino como la creación de un orden constitucional alterno.
Más adelante insistes: “…ese referendo consultivo carecía de efectos vinculantes y no era posible que los poderes constituidos fuera de sus facultades acometieran la convocatoria de la asamblea constituyente…” Los poderes constituidos, después de celebrado el referéndum, y vistos sus resultados, tenían que convocar, no a la constituyente misma, que es como redactas, sino a la elección de una, pues en ese momento ya habían recibido mandato expreso en ese sentido del único poder supraconstitucional y originario.
En punto anterior escribes: “Es frecuente oír también a algunos legos –dale con lo de los legos y diletantes y el arrogante desprecio de los mismos– afirmar la existencia de una cierta superioridad de la Constitución de 1999 sobre las anteriores por la circunstancia de que fue ratificada por referendo, cuando lo que únicamente se evidencia de ese hecho es que, a diferencia de lo ocurrido en el pasado, con los representantes electos a las asambleas constituyentes o a los congresos que tenían entre sus potestades la iniciativa de reforma de la Constitución, los asambleístas de 1999 no tenían ni siquiera esa facultad pues no podían darle vigencia a las reformas aprobadas, lo que constituye un desmentido absoluto a la tesis formulada por la Corte en la sentencia del 14 de octubre de 1999, según la cual, “Es claro que la asamblea nacional constituyente no es un Poder derivado”.”
Sostengo efectivamente que la Constitución vigente contó con un procedimiento intrínsecamente superior para su validación, en comparación con la de 1961, que fuera aprobada por el Congreso y por las Asambleas Legislativas estatales pues, en efecto, la primera fue aprobada en referendo expreso. Fíjate, estimado Oswaldo, que decir esto es distinto que tergiversar, como lo haces, la postura de algunos legos que no han afirmado, porque pertenece el punto a otra discusión, que contenido a contenido el texto del 99 es superior al del 61. Tan sólo he afirmado la superioridad de su mecanismo de aprobación y puesta en vigencia. Lo que no obsta para que haya reconocido también, en texto que conoces, que existe la figura de la aprobación tácita de una constitución, cuya existencia o validez, como correctamente afirmas, siempre han visto y señalado los constitucionalistas.
Y para que veas una vez más que no siempre estoy de acuerdo con todo lo que dice el Máximo Tribunal, no concurro con la opinión de la bastante equivocada sentencia del 14 de octubre de 1999 que, como tú bien señalas, está poblada de contradicciones. Me atreví a escribir, en mi condición de lego, en septiembre de 1998: “La constituyente tiene poderes absolutos, tesis de Chávez Frías y sus teóricos. Falso. Una asamblea, convención o congreso constituyente no es lo mismo que el Poder Constituyente. Nosotros, los ciudadanos, los Electores, somos el Poder Constituyente. Somos nosotros quienes tenemos poderes absolutos y no los perdemos ni siquiera cuando estén reunidos en asamblea nuestros apoderados constituyentes. Nosotros, por una parte, conferiremos poderes claramente especificados a un cuerpo que debe traernos un nuevo texto constitucional. Mientras no lo hagan la Constitución de 1961 continuará vigente, en su especificación arquitectónica del Estado venezolano y en su enumeración de deberes y derechos ciudadanos. Y no renunciaremos a derechos políticos establecidos en 1961. Uno de los más fundamentales es, precisamente, que cuando una modificación profunda del régimen constitucional sea propuesta, no entrará en vigencia hasta que nosotros no la aprobemos en referéndum”.
En otras palabras, si este referéndum aprobatorio era condición exigible de una mera reforma, mucho más lo sería de una constitución enteramente nueva. Era, por decirlo así, un derecho, si no adquirido, ya reconocido. Por otra parte, la Corte sostuvo el 19 de enero de 1999, como comenté en artículo del 25 de ese mismo mes y ese mismo año: “… quien posee un poder y puede ejercerlo delegándolo, con ello no agota su potestad, sobre todo cuando la misma es originaria, al punto que la propia Constitución lo reconoce”.
Respecto del pretendido efecto vinculante del referendo que concretamente ha sido convocado por iniciativa popular del 4 de noviembre de este año he opinado que no hay tal consecuencia. Mi poco autorizado análisis observa dos cosas sobre este asunto. La primera de ellas es que Primero Justicia se cuidó precisamente de redactar la pregunta de un modo tal que no pudiera ser identificada con un referéndum revocatorio, pues en este caso colidiría de plano con una norma expresa que estipula una oportunidad distinta para los referendos con ese carácter. Es decir, si es un referendo revocatorio es inconstitucional; si se trata tan sólo de un referendo consultivo entonces no tiene efecto vinculante.
La segunda cosa es ésta: en mi modesta opinión, para que el poder constituyente originario se exprese con la supraconstitucionalidad que siempre preserva latente, presta a irrumpir, tiene que despertarse esa latencia mediante un llamado explícito a ese carácter, y no creo que tal cosa esté contenida en la convocatoria del 4 de noviembre de 2002. En otros términos, no en todo referendo se manifiesta la supraconstitucionalidad. Para que puedas entender lo que digo sin confusión o tergiversación te propongo un ejemplo hipotético: imagina que aún no se hubiera dispuesto la elección directa de los gobernadores de Estados, y continuase vigente el artículo 22 de la fenecida constitución del 61, que dice al comienzo: “La ley podrá establecer la forma de elección y remoción de los Gobernadores…” Imagina ahora que se preguntara a los Electores, dado que el texto citado, por su redacción, no obliga sino que permite que los gobernadores fuesen elegidos y no nombrados, si están de acuerdo con que tales cargos públicos sean provistos por elección. Ese hipotético referendo no manifestaría el carácter supraconstitucional del poder originario.
Por último, Oswaldo, resulta profunda y ontológicamente contradictorio que quien sostiene la vigencia de la difunta constitución del 61 y por ende la invalidez de la Constitución vigente, quien mantiene que la decisión máxima del 19 de enero de 1999 es una monstruosidad, emplee con el mayor desparpajo conceptos establecidos en ambas instancias para sostener, de nuevo peregrinamente, que el referéndum convocado el 4 de noviembre posee carácter vinculante. Si a ver vamos, para sostener cualquier cosa. Ponte de acuerdo contigo mismo. Si la Constitución de 1999 no existe, no la emplees como piso de ninguna de tus premisas.
Una cosa más. El título de tu artículo –¿Por qué el gobierno se resiste al referendo?– es engañoso. Uno tiene que hacer un verdadero esfuerzo interpretativo para deducir tenuemente que el gobierno se opone al referendo consultivo porque, en su íntimo fuero, estaría de acuerdo con tu tesis y la de Njaim, porque “sabría” que ese referendo causa efectos jurídicamente obligantes. Es perfectamente evidente que tu muy defectuoso discurso fue redactado para resollar por la herida y no para explicar una renuencia gubernamental.
Recibe un atento saludo de
Luis Enrique Alcalá
…………………………..
ANEXOS
CONTRATESIS
(Septiembre de 1998)
La constituyente es sólo un argumento electorero de Chávez Frías, dice un candidato (Salas Römer) que se opone a la idea. Falso. Chávez Frías se incorpora a un “frente amplio pro constituyente” desde 1994. No es su postura ante el punto exclusivamente electoral. En su grupo, por lo demás, destacan entre otros Manuel Quijada y Luis Miquilena, quienes acompañaban las peticiones de Juan Liscano y su “patriótico” frente desde 1989.
Nosotros propusimos la constituyente en 1992, dicen otros (Brewer-Carías, Álvarez Paz), como queriendo mostrar que la idea no es propiedad exclusiva de Chávez Frías. Mal ejemplo. Chávez Frías podría contestar con toda comodidad: “Precisamente; Uds. la propusieron después de mi alzamiento. Hasta entonces no habían abierto la boca. Es el miedo que les causé lo que les llevó a hablar de constituyente”.
Es preciso reformar la Constitución de 1961 para que pueda convocarse una constituyente (Brewer-Carías y otros), pues hay que preservar el “hilo” constitucional. Incorrecto. El artículo 250 de la constitución vigente, en el que fincan su argumento quienes sostienen que habría que reformarla antes, habla de algo que no existe: “Esta Constitución no perderá vigencia si dejare de observarse por acto de fuerza o fuere derogada por cualquier otro medio distinto del que ella misma dispone”. El texto de 1961 no dispone de medio ninguno para derogarla. Sólo menciona enmiendas o reforma general. No prescribe medio alguno para sustituirla por conceptos constitucionales cualitativamente diferentes. Además, el Poder Constituyente, nosotros los Electores, estamos por encima de cualquier constitución. Si aprobamos la convocatoria a una constituyente eso es suficiente.
La constituyente tiene poderes absolutos, tesis de Chávez Frías y sus teóricos. Falso. Una asamblea, convención o congreso constituyente no es lo mismo que el Poder Constituyente. Nosotros, los ciudadanos, los Electores, somos el Poder Constituyente. Somos nosotros quienes tenemos poderes absolutos y no los perdemos ni siquiera cuando estén reunidos en asamblea nuestros apoderados constituyentes. Nosotros, por una parte, conferiremos poderes claramente especificados a un cuerpo que debe traernos un nuevo texto constitucional. Mientras no lo hagan la Constitución de 1961 continuará vigente, en su especificación arquitectónica del Estado venezolano y en su enumeración de deberes y derechos ciudadanos. Y no renunciaremos a derechos políticos establecidos en 1961. Uno de los más fundamentales es, precisamente, que cuando una modificación profunda del régimen constitucional sea propuesta, no entrará en vigencia hasta que nosotros no la aprobemos en referéndum.
La constituyente debe componerse, a lo Mussolini, corporativamente. (Chávez Frías et al). Esto es, que debe estar compuesta por representantes de distintos cuerpos o unidades sociales: obreros, empresarios, militares retirados, profesionales colegiados, eclesiásticos, etcétera. Muy incorrecto. Nuestra condición de miembros del Poder Constituyente no nos viene de pertenecer a algún grupo o corporación, sino de la condición simple y original de ser ciudadanos. Así, la mejor representación de esta condición se alcanza con la postulación uninominal de candidatos a una diputación constituyente.
La constituyente es una fórmula mágica que no resolverá el problema del costo de la vida, de la seguridad personal, de la salud, y por tanto debemos desecharla. (Uslar, Fernández, muchos otros). Falaz argumento. Un destornillador no sirve, es cierto, para peinarse, sino para ajustar y desajustar tornillos. Porque no sirve para ordenar el cabello no debo desecharlo como instrumento útil a la función para la que ha sido diseñado. Y las constituciones, además, prescriben un marco legal supremo que puede facilitar o impedir la consecución de soluciones a problemas no constitucionales, como los enumerados.
La constituyente es inoportuna, estamos en crisis, no conviene añadir incertidumbre con ella. (Bunimov Parra, Carrillo Batalla, Fernández, etc.) Trampa. Nunca parecen ser oportunas las transformaciones, según algunos. Volver a posponer el cambio es aumentar todavía más la temperatura de la olla de presión, que tiene ciertamente un límite. Ese jueguito ya lo hemos jugado antes, cuando COPEI proponía separación de elecciones presidenciales y parlamentarias en 1963, 1968, 1973, 1978. Justamente, todos eran años electorales, a sabiendas de que Acción Democrática se opondría bajo la tesis de que tal cosa era inconveniente en año de elecciones. Luego se olvidaba del asunto. Aprovecho para recordar una vez más a Eduardo Fernández que él admitió la conveniencia de una constituyente en 1992, cuando su desazón le llevó a declarar tal cosa desde la ciudad de Valencia. Algunas memorias son frágiles.
…………………….
COMENTARIO CONSTITUCIONAL
(Octubre de 1995)
En la discusión, ya bastante larga pero poco fructífera, acerca del problema constitucional venezolano, los aportes argumentales tienden a centrarse casi exclusivamente sobre el punto de la necesidad o conveniencia de convocar una Asamblea Constituyente. Es decir, el problema queda casi reducido a la discusión acerca del mecanismo o procedimiento conveniente para dotarnos de un nuevo texto constitucional y poco se debate en materia de los contenidos mismos de la cuestión.
Debe reconocerse, por supuesto, que el actual Presidente de la República dirigió una Comisión Bicameral del Congreso para la reforma del texto constitucional de 1961, y que en ese trabajo, así como en el posterior –a raíz del estado de alarma congresional como consecuencia del 4 de febrero de 1992– es posible hallar algunas innovaciones que mejorarían en algo el funcionamiento del Estado venezolano. Pero aun estas posibles modificaciones se encuentran atascadas. No se ha hecho realidad lo expresado en el documento de campaña de Rafael Caldera (“Mi Carta de Intención con el Pueblo de Venezuela”): “El nuevo Congreso debe asumir de inmediato al instalarse, su función constituyente”. (Dicho sea de paso, todo lo que en ese documento se refiere a acciones del Congreso de la República en materia constituyente o legislativa ordinaria es un evidente exceso, dado que el Poder Legislativo es independiente del Ejecutivo y, por tanto, mal puede prescribirse a los legisladores tareas en un texto que corresponde a la “intención” de quien para ese entonces aspiraba a la Presidencia de la República).
Ahora bien, en el transcurso del trabajo parlamentario (Comisión Oberto) de 1992, el número de proposiciones de enmienda o reforma creció de manera verdaderamente tumoral. El 29 de julio de 1992 Luis Enrique Oberto, Presidente de la Cámara de Diputados, remitía a Pedro París Montesinos un Proyecto de Reforma General de la Constitución (aprobado por los diputados el día anterior) y que contenía ¡103 artículos! (De hecho, la cantidad de modificaciones era muy superior a este número. Para dar un idea, tan sólo el Artículo 9º del proyecto de reforma aspiraba modificar el Artículo 17 de la Constitución vigente y para esto sustituía cuatro de sus ordinales por nuevas redacciones y además añadía quince ordinales adicionales).
Antes de que tal proliferación constituyente llegara a su término, ya Humberto Peñaloza había advertido que algo estaba fundamentalmente viciado en el procedimiento. (El Ing. Peñaloza evocó a un maestro de su escuela primaria: si los alumnos le presentaban una “plana” con cinco errores o más no les admitía enmiendas y les obligaba a intentar el trabajo de nuevo). Así escribió, poco antes de que el proyecto de Oberto fuese concluido, en “Lo democrático es consultar a la ciudadanía”: “Si nuestra Constitución, con apenas 31 años de vigencia, requiere ya de noventa reformas para “perfeccionar” materias que a todas luces deben ser modificadas a fondo, mejor es que la escribamos de nuevo, con nuevos enfoques y nuevas aproximaciones a las realidades del país y de su entorno geopolítico, económico, socio-cultural, militar, administrativo y ecológico. Tarea, eso sí, para nuevas mentalidades y nuevas escuelas de pensamiento”.
Este punto de Peñaloza es crucial, porque si se admite que el problema no es de reforma a un texto, sino el de producir un texto nuevo, una nueva Constitución y no una modificación, por más amplia que ésta sea, al texto de 1961, entonces el Congreso de la República no está facultado para acometer esta tarea.
Veamos. La doctrina constitucional generalmente aceptada establece que el poder supremo dentro de un Estado como el venezolano es el del poder constituyente original, básico, o primario. Este poder constituyente no es otro que el del conjunto de ciudadanos de la Nación. Se trata de un poder absoluto, verdaderamente dictatorial: “El poder constituyente es un derecho natural que tiene todo pueblo, ya que este derecho viene a ser un aspecto de la soberanía del Estado, es una consecuencia del hecho mismo del nacimiento del Estado, y el pueblo, cuando se constituye en poder constituyente, no se encuentra vinculado a ninguna norma constitucional anterior, su única vinculación la tiene el hecho de ser pueblo libre y soberano, y, por eso, es un derecho perpetuo que sigue subsistiendo después de ser creada la constitución”. (Esto escribe el Dr. Ángel Fajardo en su “Compendio de Derecho Constitucional”, Caracas, 1987).
Además de este poder original y supremo, no sujeto ni siquiera a la Constitución vigente ni a ninguna anterior, el Congreso de la República es un poder constituyente constituido, y limitado en su función reformadora en dos sentidos.
Es decir, el Congreso de la República tiene el papel principal, según lo dispuesto en la Constitución vigente, para enmendarla o reformarla, sujeto, en primer término, a la aprobación de una mayoría calificada de las asambleas legislativas estatales (en el caso de enmiendas) o del pueblo mismo en referéndum (en el caso de reformas).
Pero hay todavía una limitación más básica, como explica Ángel Fajardo en la obra citada: “El órgano cuya función consiste en reformar la Constitución, es el denominado poder constituyente constituido, derivado, etc., y cuya facultad le viene de la misma Constitución al ser incluido este poder en la ley fundamental por el poder constituyente; de modo, que la facultad de reformar la Constitución contiene, pues, tan sólo la facultad de practicar en las prescripciones legal-constitucionales, reformas, adiciones, refundiciones, supresiones…; pero manteniendo la Constitución; no la facultad de dar una nueva Constitución, ni tampoco la de reformar, ensanchar o sustituir por otro el propio fundamento de esta competencia de revisión constitucional, pues esto sería función propia de un poder constituyente y el legislador ordinario no lo es, él sólo tiene una función extraordinaria para reformar lo que está hecho, no para cambiar sus principios y aún menos para seguir un procedimiento distinto al establecido por el poder constituyente”.
Esto significa, repetimos, que de aceptarse la tesis de que se requiere una nueva constitución, el Congreso de la República no es el órgano llamado a producirla, puesto que excedería sus facultades. En este caso la única forma admisible de proveernos de una constitución nueva sería la de convocar una Asamblea Constituyente. Y entonces la convocatoria puede venir, o por lo menos el llamado, de cualquier miembro del poder constituyente originario, de cualquier ciudadano en pleno ejercicio de sus derechos políticos. El punto está en que le pongan atención, en el que acudan al llamado y, para esto, es necesario que quien convoque tenga algunos problemas resueltos.
Para estar claros. Puede argumentarse que la Constitución de 1961 estipula un mecanismo para la reforma general de la Constitución. (Un punto que en este momento es colateral, por cierto, es que la Constitución del 61, que permite la iniciativa de las leyes ordinarias a un cierto número de Electores (electores, en su redacción), niega la iniciativa de la reforma constitucional al propio Poder Constituyente). El procedimiento está pautado en el Artículo 246: “Esta Constitución también podrá ser objeto de reforma general…”, etcétera. (Punto colateral dos: el procedimiento es engorrosísimo, y casi que pareciera diseñado para impedir o dificultar al máximo tales reformas generales. La iniciativa debe partir de una tercera parte de los miembros del Congreso –y no hay ninguna fracción en este momento que sea la tercera parte del Congreso– o de la mayoría absoluta de las Asambleas Legislativas, consenso que no debe ser muy fácil de lograr. Pero antes de empezar a discutir el proyecto general soportado en alguna de esas dos formas, una sesión conjunta del Congreso deberá, por el voto favorable de las dos terceras partes, admitir la iniciativa. Sólo entonces podrá comenzarse a discutir por cualquiera de las Cámaras y seguir el procedimiento habitual para las leyes ordinarias. Es sólo después de que se apruebe la reforma en el Congreso que, por fin, se pide la opinión al pueblo, en referéndum que deberá ser convocado en la oportunidad que sea determinada por las Cámaras en sesión conjunta. Una verdadera carrera de obstáculos).
Así debe ser, se dirá, pues no se puede estar haciendo reformas generales a cada rato. Precisamente por eso se ha hecho tan difícil el procedimiento. El punto, en cambio es éste: el Congreso está facultado por la Constitución, para discutir y aprobar una reforma general de ella misma, y ¿no es acaso una constitución nueva el caso límite de una reforma general?
Este último reducto de los que se opondrían a la convocatoria de una Constituyente deja de tener validez en cuanto se argumente que una nueva constitución contendría nociones o previsiones cualitativamente diferentes a las de la constitución a sustituir, las que sería imposible obtener como transformación o modificación de artículos del texto antiguo. Si se trata de innovaciones en grado suficiente, mal puede hablarse de reforma y estaríamos enfrentando algo nuevo.
Nuevo concepto del Estado
Es relativamente fácil demostrar que necesitamos una constitución esencialmente distinta de la Constitución de 1961. Y el primer punto por el que hay que empezar la substitución es justamente la primera línea del texto del 61.
La Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica comienza con la frase “Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos…ordenamos y establecemos esta Constitución” (“We, the people…”) Es el mismo pueblo el que se dota de una constitución. En cambio, en el texto constitucional vigente en Venezuela el sujeto no es el pueblo, sino el Congreso, el que se arroga la facultad constituyente, a pesar de no haber sido explícitamente facultado para eso, “en representación del pueblo venezolano”. Es de allí mismo de donde arranca el carácter representativo, que no participativo, del gobierno del país, lo que luego es reiterado en el Artículo 3º: “El gobierno de la República de Venezuela es y será siempre democrático, representativo, responsable y alternativo”.
A este punto se le ha querido poner remedio parcial en el proyecto de reforma de 1992, insertando el término “participativo” en medio de la redacción del 61, en segundo término y luego de la designación de “representativo”. Pero el sujeto de la reforma continúa siendo el Congreso.
Es el pueblo el sujeto que debe constituirse, y es él mismo el que debe producir una nueva constitución. Y es también, como sugeríamos más arriba, el sujeto político de derecho supremo, y si está más que facultado para dotarse de un texto constitucional, también debe estarlo para reformarlo como y cuando quiera. De modo que no puede carecer de iniciativa legal a este respecto, concepto que está ausente en la redacción de 1961.
De hecho, un concepto a nuestro juicio fundamental en una refundación del Estado venezolano, es el del lugar de primacía que debe establecerse claramente para los Electores venezolanos en la descripción arquitectónica de los Poderes Públicos. Es decir, en una nueva constitución, antes que los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, debe asentarse el papel de los Electores como órgano primario del Poder Público, en un primer capítulo del título que se dedique a éste.
En 1973 murió Salvador Allende, en la ocasión del golpe de Estado dirigido por Augusto Pinochet. Dos años más tarde recordaba su relación con él el cibernetista inglés Stafford Beer, en un libro en el que coleccionaba varios artículos y conferencias sobre el tema general de los sistemas sociales. (Platform for Change, Wiley, 1975). Beer, expresidente de la Sociedad de Investigación Operacional británica, antiguo asesor de empresas en los sectores del carbón y del acero, importante teórico de la cibernética, había ido a Chile en pos de la posibilidad de que Allende le ofreciera campo para la aplicación práctica de sus conceptos de gobierno. (Cibernética viene del griego kybernetes, que significa timonel, gobernador, y es la misma raíz de la que surge la palabra gobierno).
En los dos o tres últimos ensayos del libro mencionado, Beer se refiere a su experiencia chilena, no sin lamentarse profundamente por la muerte del estadista. Allí cuenta de unas primitivas instalaciones –en los actuales términos del arte de la computación– y que pretendían racionalizar, mediante una información lo más rápida posible, la toma de decisiones pública.
En una sesión en la que Beer, armado de diagramas de flujo, explicaba al mandatario el sistema de información acerca del estado de la nación chilena que había diseñado, Allende –cuenta Beer– preguntó qué era una cajita sin nombre que aparecía sobre una red de flujo, entre otras muchas cajas que se extendían por todo el diagrama. Beer explicó: “Esa cajita representa el pináculo de todo el sistema, esa cajita es usted, Señor Presidente”. Entonces Allende dijo: “Ah, pero si esa caja es la cima de todo el sistema esa caja no soy yo. Esa caja es el pueblo”.
Los sistemas diseñados por Beer no le sirvieron a Allende para conducir a la nación chilena por un sendero de felicidad. Su gobierno condujo al golpe pinochetista y a una larga dictadura que produjo a su vez un muy considerable número de muertes. Ni había en 1973, ni lo hay hoy en 1995, una capacidad de procesamiento de información que permita un registro fiel del estado de una nación. No es posible predecir su comportamiento con exactitud, mucho menos planificarla y regularla íntegramente. Para modelar un sistema mucho más simple que una sociedad moderna, el sistema climático, un computador que realiza cuatrocientos millones de operaciones por segundo tiene que operar durante tres horas seguidas para generar un pronóstico del tiempo de tan sólo los próximos diez días y en ocasiones los pronósticos, inevitablemente, están totalmente errados. Esto ocurre en un modelo que sólo tiene que considerar presiones, temperaturas y, a lo sumo, velocidades. Podemos imaginar el grado de dificultad computacional que involucra intentar la representación simbólica de la dinámica de una sociedad compleja, en la que miríadas de factores intervienen en la determinación de sus resultados. El gobierno de Allende estaba equivocado, sin duda, y no sólo en creer que se podía gobernar un Estado sentado en una poltrona de “Viaje a las estrellas” ante una consola de pantallas y controles. Pero Salvador Allende también estaba acertado en más de una percepción, y es una lástima que los acontecimientos hayan seguido un cauce mortal para una persona que, como Allende, alojaba un sentimiento tan hermoso: “Eso no soy yo, eso es el pueblo”.
Hay un sentido, además, en el que Allende estaba más acertado que Stafford Beer. Este último se había preocupado de detallar más lo que estaba “por debajo” de la presidencia. Allende hablaba de lo que estaba por encima de él. Y si bien, como dijimos, no hay en ningún horizonte previsible la capacidad tecnológica para predecir o controlar una sociedad compleja de hoy en día, sí la hay para generalizar la participación democrática para tomar en cuenta la opinión de cada ciudadano.
Es posible encontrar acá un interesante paralelismo entre tres grandes etapas de la economía y un número equivalente de etapas de la política. Hay un período histórico en el que una economía todavía incipiente puede manejar razonablemente sus intercambios por el expediente del trueque directo. La cantidad de transacciones y la variedad de productos son ambas magnitudes reducidas, así como la velocidad o frecuencia del intercambio. En muchos casos se trataba de una transacción anual entre un molinero y un porquerizo que no necesitaba sino unos sacos de harina por año que él podía almacenar.
En cuanto ese exiguo comercio se incrementó en grado suficiente, la práctica del trueque se hizo harto engorrosa. Demasiadas transacciones, mayor frecuencia de las mismas, una mayor variedad de productos, justificaron la aparición de una institución mediadora, de una unidad de medida y comparación que fuese más fácilmente transportable que un cerdo o un saco de harina. E hizo su aparición la invención del dinero y junto con él, la posibilidad enfermiza de la inflación.
La más general de las concepciones económicas distingue entre un “sector real” de la economía, integrado por la suma de bienes y servicios efectivamente producidos, y un “sector virtual o nominal”, que equivale a la masa monetaria con la que esos bienes y servicios (incluyendo entre éstos al trabajo), pueden ser adquiridos. Y la definición elemental de inflación es la de un crecimiento del sector nominal significativamente mayor que el del sector real dentro de un sistema económico.
Hoy en día, sin embargo, la capacidad computacional y comunicacional extraordinariamente desarrollada del mundo actual –la que, por otra parte, es en términos de lo previsible una capacidad a la que falta muchísimo por crecer– permite ahora que un 20% del comercio mundial se haga de nuevo bajo la forma de trueque –tantos aviones por tantos barriles de petróleo. (Es una pregunta, creemos, de alto interés para la economía, investigar qué sentido tendría la noción de inflación el día que sea posible manejar todas las transacciones como un trueque virtual, como el cotejo de bases de datos digitales sobre cada unidad de producto o servicio a escala planetaria. ¿Desaparecería la inflación?)
En el campo de lo político se observa un despliegue similar, en tres etapas sucesivas, de los sistemas históricos de democracia. La democracia ateniense era también un proceso lento, en el que la cantidad de asuntos que reclamaban la atención de la apella, de la asamblea de ciudadanos, era pequeña, como también era poca la velocidad que se exigía de sus agendas. Desde el momento en que un organismo participativo de ese tipo decidía entablar batalla contra los persas, hasta que se preparaba la primera de las naves que llevarían a los guerreros, transcurría un tiempo considerable. En este tipo de condiciones era posible una democracia directa en la que los ciudadanos de Atenas todos podían participar en la toma de la decisión. (Dicho sea de paso, no todos los habitantes de Atenas eran ciudadanos. Los esclavos no tenían ninguna participación en la apella).
Nuevamente, la complicación del proceso político, en ausencia de métodos de comunicación lo suficientemente rápidos, hizo imposible la ampliación del patrón ateniense de decisiones compartidas. Hubo necesidad, si se quería mantener vivo el principio democrático, de arribar a la invención de un intermediario político: fue necesario inventar la democracia representativa. (Forma de gobierno que exhibe, obviamente, su propia patología).
Pero ahora disponemos de una tecnología comunicacional que vuelve a ofrecer las condiciones requeridas para una participación masiva, instantánea y simultánea, de grandes contingentes humanos. Ya vimos algo de esto en las teleconferencias de amplia extensión que sostuvo Ross Perot en los Estados Unidos en su carrera hacia la presidencia de ese país.
Alguien puede argumentar ante este planteamiento que el nivel de desarrollo político y tecnológico norteamericano es inconmensurablemente superior al venezolano, y que por esa razón ese concepto de democracia participativa electrónica estaría, para nosotros, muy lejos dentro de un futuro largamente incierto. Pero puede a su vez contrargumentarse que los venezolanos no hemos tardado mucho para aprender a operar telecajeros electrónicos, celulares, telefacsímiles, etc., y que con igual o mayor facilidad podríamos navegar dentro de una red permanente de referenda electrónicos. Opinábamos de esta manera en el Nº 11 del volumen 1 de esta publicación (enero de 1995): “Nada hay en nuestra composición de pueblo que nos prohíba entender el mundo del futuro. Venezuela tiene las posibilidades, por poner un caso, de convertirse, a la vuelta de no demasiados años, en una de las primeras democracias electrónicamente comunicadas del planeta, en una de las democracias de la Internet. En una sociedad en la que prácticamente esté conectado cada uno de sus hogares con los restantes, con las instituciones del Estado, con los aparatos de procesamiento electoral, con centros de diseminación de conocimiento”.
¿Cuánto puede costar una red para la democracia electrónica, nueva versión de la democracia directa, la democracia participativa? El vicepresidente norteamericano Al Gore ha hecho una estimación de la inversión necesaria para conectar una fibra óptica a “todo hogar, oficina, fábrica, escuela, biblioteca y hospital” en el territorio de los Estados Unidos. La cifra manejada por Gore es la de 100 mil millones de dólares, que en términos per cápita terminaría siendo una inversión de 435 dólares por habitante.
Ahora bien, la población venezolana es, aproximadamente, una décima parte de la población norteamericana. Por otra parte, la densidad de escuelas, hogares, hospitales, bibliotecas, fábricas y oficinas es mucho menor en nuestro país que la que existe en los Estados Unidos de Norteamérica (más personas viven acá, en promedio, en cada unidad de vivienda), y por tanto la inversión per cápita que sería necesaria para lograr el equivalente de la visión de Gore en Venezuela sería marcadamente menor. Una cifra razonable es la de una inversión per cápita de 225 dólares en Venezuela para la instalación de una red de fibra óptica prácticamente total. Tal cantidad, multiplicada por la población venezolana y por una tasa de cambio de 240 bolívares por dólar (tasa aparentemente sugerida en los predios del FMI), arroja una inversión estimable en un billón de bolívares. Este es, precisamente, el orden de magnitud de lo comprometido por el Estado venezolano en el salvamento del sistema financiero nacional, de modo que en un programa de unos pocos años sería perfectamente posible instalar la red para una democracia participativa total en Venezuela.
Y si esto es así, la posibilidad está dada para que, efectivamente, una nueva constitución de Venezuela aloje un concepto futurista del Estado en el que los Electores participen de manera casi continua en la toma de las más gruesas decisiones del país, incluyendo como hemos anotado acá en oportunidad anterior, en referenda de evaluación anual acerca del desempeño de los poderes públicos venezolanos. Tan sólo este punto ya representa una mutación tan profunda en el concepto de nuestro Estado, que difícilmente puede llamársele meramente una reforma.
Es así como puede defenderse, aunque sólo fuese por el análisis precedente, la tesis de que lo que se necesita no es una reforma de la Constitución de 1961, por más extensa que sea, sino una constitución nueva.
Otrosí
Pero hay más razones que esa muy importante, fundamental razón, para requerir algo más que una mera reforma. En otras ediciones nos hemos referido a la insuficiencia constitucional venezolana en cuanto a lo que llamábamos, hace ya diez años, la razón de Estado venezolana. (Del modo más constructivo en el Nº 2 del Volumen 1: Una visión de Venezuela para el siglo XXI).
Mientras se mantenga la discrepancia de escala entre Venezuela y los Estados Unidos de Norteamérica, o China, o Rusia, o Australia, nuestro país experimentará considerables dificultades, prácticamente insalvables, para interactuar con tales bloques en condiciones, no que sean ventajosas para nosotros, sino que no nos sean desventajosas.
En cambio, es posible visualizar un buen número de ventajas de una inserción de Venezuela, como gobernación, como departamento, como capitanía general –a la escala planetario-municipal que realmente tenemos, en un Estado de orden superior. (También hemos argumentado extensamente sobre tales ventajas en otras ocasiones. Hoy en día nuestra recomendación es que el perímetro de trabajo en busca de la escala que requerimos sea el del continente suramericano, después de que México pareciera orientarse hacia una confederación del Hemisferio Norte –en nuestro más ambicioso talante ampliábamos el territorio para acoplarnos incluso con la latinidad extramericana, antes del ingreso de España al sistema europeo. Por esa época resumíamos las más generales entre las ventajas del modo siguiente (rogamos al lector tome en cuenta las diferencias de fecha y circunstancia entre hoy día y diciembre de 1984, fecha de lo que sigue, y procure hacer los cambios necesarios para actualizar la aplicación de una estructura general de la recomendación): “Veamos, antes de preguntar si hay ofrecidas tesis alternas, cuál es la lista de problemas a los que la tesis de la confederación iberoamericana da respuesta.
Primero: el problema económico. El problema de escala de todos los países que entran dentro de la calificación iberoamericana, incluyendo a Brasil y España. En España, por ejemplo, se va a una “reconversión” industrial que tiene la mira puesta en el mercado de los países de la OECD, empezando por los de la Comunidad Económica Europea en la que aspira a entrar a pesar de, como he leído, la insultante condición de impedir el libre tránsito de españoles por los países de la comunidad por un “período de prueba” de varios años. La reconversión podría ser un poco menos drástica si sus industrias se orientaran, casi que como están, a un mercado que aún tiene mucho que construir dentro de necesidades de “segunda ola”. También en lo económico, seguramente obtendríamos un mejor tratamiento de parte de los acreedores de nuestras deudas por mera agregación a una escala mayor.
Para nosotros, en particular, la posibilidad de contar con un mercado petrolero y de hierro y acero mucho mayor que al que ahora tenemos acceso, el que permitiría, por tanto, a mayores escalas de producción, costos operativos menores que permitieran mantener y aún superar los niveles absolutos de beneficio, con precios menores que pudiesen ser pagados por este mercado hasta ahora tenido a menos.
Tiene que tomarse en cuenta, para toda discusión de lo económico, que se estaría trabajando con la ventaja de una nueva moneda única para esa inmensa zona de circulación, como Hans Neumann, entre otros, ha sugerido que sería altamente beneficioso.
Segundo: resuelve un problema de alivio de tensiones interiberoamericanas. Argentina y Chile han tenido que buscar un árbitro hacia una entidad supranacional de la que ambos participan para dirimir el diferendo del Beagle: han tenido que recurrir al campo católico, un campo religioso, porque no han tenido un común campo político en el cual acordarse. Así como Diego Urbaneja suele decir que dentro de una confederación ibérica o hispánica la solución al conflicto centroamericano sería más “dulce”, así también se dulcificaría el término del diferendo colombo-venezolano y los de otros estados iberoamericanos del continente.
Tercero: resuelve un problema de escala para mejorar nuestra posición en discusiones tales como Gibraltar, las Malvinas, Guyana, Centroamérica (entendida en este caso en relación a las intervenciones rusonorteamericanas, otánico-varsovistas, norteñas en Centroamérica). Cuando Shlaudeman dice que Contadora no es suficiente no está diciendo que si se añade uno o dos artículos técnicos al Proyecto de Tratado o se firma tal o cual protocolo los Estados Unidos suscribirán gustosos, sino que, a lo Stalin refiriéndose al Papa, está insinuando que nada más que cuatro países iberoamericanos no tenemos suficientes divisiones.
Cuarto: resuelve un problema de amortiguación o aplacamiento, por neutralidad, de la peligrosísima situación del terrorífico equilibrio nuclear. Situación que no creo mejore con el aumento que la U.R.S.S. dará a su presupuesto de “defensa”: 12%.
Mucho se ha pensado, en una especie de convicción de invulnerabilidad final muy acusada en nuestro pueblo, que una conflagración nuclear en países del Hemisferio Norte (OTAN-Varsovia), si bien nos afectaría grandemente por el lado económico, al menos nos sería leve en cuanto a lo físico, a los daños por los efectos mismos de las explosiones, entre otras cosas por distancia y por factores naturales tales como el pulmón del Mato Grosso. Pero los modelos más recientes de meteorología nuclear nos muestran como nos veríamos directa e impensablemente afectados por un invierno artificial de proporciones cataclísmicas, que incluiría la traslación, por inversión de los ciclos eólicos normales, de nubes de hollín y polvo que harían barrera a más del 90% de la radiación solar incidente (con lo que muy pronto la superficie terrestre descendería a temperaturas de subcongelación) y de nubes intensamente radiactivas. (Para un caso base de un intercambio de 5.000 megatones, equivalente a la mitad del arsenal actual. Ackerman, Pollack y Sagan, Scientific American, Agosto de 1984).
Quinto: nos ubica en posición más favorable para tener acceso a las tecnologías y modificaciones profundas de una Tercera Ola.
En resumen, resuelve un problema económico crucial (la escala), un incómodo problema de política interna (los diferendos interiberamericanos), un importante problema de soberanía ante, fundamentalmente, los sajones (Gibraltar, etc.), un definitivo problema de seguridad del sistema mundial (moderación) y un problema esencial de significación futura (la nueva modernización)”.
Ése es el negocio que se plantea a nuestro Estado. Se trata de adquirir la escala que permite que Inglaterra nos trate como trató a China en el caso de Hong Kong, y no como nos trató a nosotros en esequiba materia o como malvinamente ha tratado a la Argentina.
Si seguimos en esto, en lugar del modelo de integración europea, el modelo norteamericano de 1776, estaríamos estableciendo una confederación que en principio sólo requeriría que sus miembros confiaran a un nivel federal tres potestades –representación ante terceros, defensa militar ante terceros y emisión de moneda– mientras que retendrían “toda su soberanía, libertad e independencia, y todo poder, jurisdicción y derecho, que no sea expresamente delegado a los Estados Unidos reunidos en Congreso por esta Confederación”. (Texto del segundo artículo de los Artículos de Confederación de los Estados Unidos).
Supongamos que un concepto así fuese del agrado de los Electores venezolanos. ¿No debería preverse en nuestra Constitución un mecanismo de acoplamiento, como el que hubo que prever para que pudieran acoplarse una nave Apolo con una Soyuz?
¿No sería esto un concepto que sería imposible concebir como una simple modificación de la Constitución de 1961? Evidentemente se trata de un concepto de Estado, de una razón de Estado radicalmente diferente. Ergo, se trata de una nueva constitución. Et ergo, el actual Congreso de la República, según la básica discusión del comienzo, no está facultado para redactarla.
Más mutaciones
Esto es sin mencionar la necesidad, a nuestro juicio, de insertar como nueva “rama” de los poderes públicos, una institución que especialmente sea independiente del poder ejecutivo y que tenga por misión la de proveer o generar tratamientos a los principales problemas de carácter público, y con capacidad de proponerlos directamente a los Electores.
Esto sin mencionar que podríamos argumentar a favor de un cambio substancial en nuestra noción de ciudadanía venezolana. Habitualmente consideramos que tiene mayor valor la venezolanidad por nacimiento que la que se adquiere por naturalización. Esa es la razón por la que limitamos los derechos políticos de estos últimos. Pero un criterio de no poca validez es el de estimar grandemente el valor de la decisión consciente de una persona madura, incluso por encima de los méritos de un recién nacido cuyo lugar de nacimiento no puede atribuirse a su elección. En una redacción algo aguda y tal vez algo escandalosa, formulábamos una condición de pertenencia a una propuesta organización política en los siguientes términos: “ser persona venezolana por accidente biográfico, esto es, por su nacimiento o el de sus progenitores, o por expresa decisión, es decir, por naturalización”. (Krisis. Memorias prematuras. Caracas, 1985).
Otras diferencias con el texto constitucional que actualmente nos rige no son tan profundas. Aun la revolución que significaría en la arquitectura del poder público venezolano la innovación de la figura de un jefe de gobierno (primer ministro) pudiera considerarse una reforma constitucional. Una cosa así perfectamente podría diseñarse desde las actuales cámaras legislativas, a pesar de que el cambio sería en este caso de importante magnitud. Igualmente pudiese contemplarse de este modo la innovación de la institución del jurado como elemento actualmente ajeno a nuestro proceso jurídico. (Esta “democratización de la justicia” –que fue de hecho la primera democratización, antes de la democracia parlamentaria, que conocieron los sajones– pudiera aplicarse sin excesiva violencia de nuestro ordenamiento jurídico, aunque sólo fuese en nuestros procesos de delitos contra la cosa pública, contra nuestra res publica).
Son múltiples, pues, las diferencias de significativo grado entre la Constitución del 61 y una nueva constitución que alojase lógicamente las instituciones que son recomendables a los intereses de la nación venezolana. Entre estas hay algunas que por sí solas definirían al nuevo documento como una constitución diferente. Será preciso elegir una Constituyente.
El camino y sus obstáculos
¿Quiénes debieran formar parte de esa Asamblea Constituyente? ¿Cómo elegirlos? ¿Para cuándo debiera convocarse a las elecciones del cuerpo que debe remodelar los poderes públicos venezolanos, que debe llevar a cabo la reingeniería del Estado?
Entre las razones para oponerse a la convocatoria de una constituyente ha sido esgrimida la predicción de que un órgano tal no sería muy diferente del Congreso actual, de que estaría compuesto más o menos por el mismo tipo de actores que hoy en día son diputados o senadores. Pero la composición de la constituyente puede ser diferente si se fuerzan ciertos criterios que graviten sobre la elección de sus miembros. Estos son criterios para ser blandidos por los Electores mismos, que son quienes pueden, en definitiva, cambiar las cosas.
En primer término, los diputados a la Asamblea Constituyente deben ser elegidos uninominalmente. (No como lo preveía el proyecto Oberto: “El sistema electoral para elegir a los Representantes a la Asamblea Constituyente será el vigente para elegir a los Diputados al Congreso de la República”).
En segundo lugar, los Electores debemos tener cuidado de procurar el acceso de nuevas experiencias y trayectorias personales a la condición de miembros de esa asamblea. Si se mantuviese la “tendencia” a considerar capacitado políticamente tan sólo a abogados y cronistas (Uslar recomienda expertos en derecho constitucional, derecho administrativo e historiadores) estaríamos perdiendo el necesario aporte de perspectivas más científicas y futuristas.
En tercero y último término, los Electores deberemos desconfiar de candidatos cuya “campaña” se restrinja a discursos en los que estén muy presentes fáciles alusiones a problemas tales como el del costo de la vida, la seguridad ciudadana o los servicios públicos, y de los que estén ausentes conceptos constitucionales. Tendremos que exigir que estos candidatos busquen legitimar su participación a través de la exposición de su idea de constitución preferible.
Otros obstáculos provienen de la resistencia a considerar al texto del 61 como desechable, sobre todo en cabeza de quienes, hoy todavía vivos, consideran que como constituyentes de esa época, hicieron un buen trabajo, arribaron a una muy buena constitución hace ya casi 35 años.
Es muy explicable esta postura en quienes fueron proponentes o redactores de las provisiones constitucionales de 1961, pero su impresión de que la constitución que compusieron era muy buena es perfectamente compatible con la noción de que hoy en día requerimos otra. La Constitución Nacional vigente era, en efecto, muy buena para comienzos de la década de los 60, momento en el que eran inadvertibles muy poderosos procesos sociales que posteriormente modificaron profundamente la anatomía y la fisiología de las sociedades políticas en muchas partes del planeta. No era exigible a los legisladores del 61 la previsión del significado de lo ecológico, cuando el propio Hermann Kahn, el supergurú de los futurólogos de entonces, ignoraba la dimensión ambiental en su biblia de 1966: “The Year 2000”. No era exigible que anticiparan el impacto que el desarrollo de la informática llegaría a tener sobre los modos humanos de tomar decisiones, cuando en 1961 todavía no existían las técnicas de miniaturización que darían paso a los microtransistores de hoy. Es así como un legislador o político actuante en 1961 pudiera muy bien entender la necesidad de una constitución ulterior, sin que por eso deba perder el orgullo por un trabajo bien hecho en aquel importante año de la democracia venezolana. Y no es sino después de esa fecha que una nueva concepción del universo, la vida y la sociedad, comienza a formarse con el auxilio de las interpretaciones de la teoría de la complejidad. (Teoría del caos, teoría de la autorganización de los sistemas complejos, geometría fractal). La computadora en la que el reconocido pionero de este vastísimo y penetrante paradigma, Edward Lorenz, halló el motivo para su revolución conceptual en los modelos del clima atmosférico ni siquiera había sido adquirida a la caída del gobierno de Marcos Pérez Jiménez.
La gigantesca transformación societal de las últimas tres décadas no estaba en los mapas de los mejores predictores de 1960.
Finalmente, la razón última y más poderosa para oponerse a la culminación de un proceso constituyente –descripción de Arturo Sosa S.J.– es la pérdida de poder o de vigencia que una asamblea constituyente pudiera acarrear a los detentadores del poder político establecido.
En efecto, como ha sido resaltado en varias ocasiones anteriores, una Asamblea Constituyente legítimamente constituida tiene precedencia absoluta sobre cualquier otro género de poder político, incluyendo el Congreso y el mismo poder Ejecutivo Nacional, y puede prescindir de éstos si así lo estima conveniente. Es por tal razón que antes hemos propuesto –ver Selección del Volumen 1 de referéndum, pags. 74-76– la idea de un Senado Uninominal Constituyente, para conjugar las siguientes tres condiciones: primera, un tamaño compacto; segunda, la representación uninominal; tercera, la suplantación de al menos una de las dos Cámaras legislativas de la actualidad, con lo que se añade a la facultad constituyente el carácter de cámara legislativa ordinaria, con veto sobre la legislación procedente de los diputados y por otra parte se ofrece todavía una participación al ancien régime como posibilidad transicional de adaptarse o preparar su cesantía.
No hay, pues, razones de peso para continuar negando la posibilidad de una Asamblea Constituyente en Venezuela. Al contrario, hay razones poderosísimas para apresurar su diseño, su convocatoria y su elección. Auxiliada técnicamente, puede proveernos la salida orgánica que precisa el país, con relativa rapidez, si es que se franquea el paso a nuevas concepciones y nuevos orígenes de la legitimidad.
Pero impedida o pospuesta indeterminadamente, puede ser suplantada por otra clase de ruptura del sistema que de todas formas ya no da más: la ruptura autoritaria. Así que si queremos preservar el procedimiento democrático para la Nación, se hace perentorio el trabajo de una Asamblea Constituyente correctamente convocada y conformada, pues sólo la apelación a la cajita que superaba al Presidente de Chile, puede ofrecernos la legitimidad.
Tomás Jefferson, uno de los padres fundadores de los admirables Estados Unidos, fue un decidido opositor a las tendencias autoritarias –monárquicas, según algunas impresiones– que eran evidentes en Jorge Washington. De hecho, en ello radicaba la motivación del Partido Republicano que él fundó –distinto, aunque no mucho, del actual– y que dio origen más tarde al presente Partido Demócrata, el de Franklin Roosevelt, John Kennedy y William Clinton. Desde allí luchó, y desde la Presidencia del positivo Estado del norte, por un mayor grado de democracia y de descentralización del poder.
Y fue, naturalmente, uno de los principales redactores de la Constitución norteamericana de 1787. Es interesante, por tanto, recordar que Tomás Jefferson dijo: “El mundo pertenece a las generaciones vivientes y ninguna sociedad puede hacer una Constitución perpetua; en consecuencia la Constitución y las Leyes extinguen su curso natural, con aquellos que le dieron el ser. Toda Constitución expira normalmente a los 35 años”.
La Constitución Nacional de 1961 celebrará ese fatídico aniversario en 1996.
……………………………….
PRIMER REFERENDO NACIONAL
(Octubre de 1998)
Un nuevo título distingue a la Ley Orgánica del Sufragio y la Participación Política: el Título Sexto de esta ley está dedicado por entero a la celebración de referendos.
Los referendos deben practicarse “con el objetivo de consultar a los electores sobre decisiones de especial trascendencia nacional”.
Hay algunas materias que, independientemente de su trascendencia, según la ley no pueden ser consultadas. Estas son las materias de carácter presupuestario, fiscal o tributario; la concesión de amnistía o indultos; la suspensión o restricción de garantías constitucionales y la supresión o disminución de los derechos humanos; los conflictos de poderes que deban ser decididos por los órganos jurisdiccionales; la revocatoria de mandatos populares, salvo lo dispuesto en otras leyes; los asuntos propios del funcionamiento de entidades federales y sus municipios.
La expresa prohibición de suspender garantías por referendo remite al recuerdo de la amenaza de Rafael Caldera de recurrir a este expediente cuando, a comienzos de este período, su segundo decreto de suspensión de garantías fue rechazado por el Congreso. La amenaza surtió su efecto. Un subsiguiente envío de, en esencia, el mismo decreto, contó con los votos de Acción Democrática para la aprobación parlamentaria.
Y la exclusión de la revocatoria de mandatos populares como materia de referendos va contra su concepto de reforma constitucional en 1991 y del principio expuesto en su Carta de Intención con el Pueblo de Venezuela, donde se propugna, entre otros, los referendos revocatorios.
Desde el punto de vista del Derecho Público lo correcto es crear los referendos –más allá del único previsto en la Constitución vigente para reformarla– en una normativa constitucional, como lo prefiere Caldera, a como lo hizo el Congreso, que los permite en uno de los títulos de la ley electoral, la que, naturalmente, tiene rango subconstitucional. Un referendo nacional es una convocatoria al propio fundamento de la democracia –los Electores– para tomar “decisiones de especial trascendencia nacional”. El nivel correcto para prescribir los actos del poder público primario es el de la Constitución. Una vez hecho desde el rango de una ley, aunque orgánica, no podía esta ley además vulnerar, con referendos revocatorios, períodos de mandato establecidos constitucionalmente. De allí la salvedad: “salvo lo dispuesto en otras leyes”. Pero ninguna ley distinta podrá hacer lo que ésa no pudo: disponer algo distinto de lo que manda la Constitución. La salvedad, pues, no ha puesto a salvo nada, y al menos en ese punto los referendos aguardan por su correcta inserción constitucional.
Pero fuera de las materias prohibidas toda otra decisión de especial trascendencia nacional puede ser consultada a los Electores. (La ley referida los pone en minúsculas). De hecho, en una misma consulta puede decidirse sobre más de una materia, pues la ley indica que “podrá convocarse la celebración de más de un referendo simultáneamente en una misma fecha”.
Una vez convocado un referendo el Consejo Nacional Electoral debe asegurar su celebración en un término no mayor de noventa días y no menor de sesenta. Esto es, a esta fecha todavía quedaría tiempo de celebrarlo junto con las elecciones presidenciales de diciembre. Para que esto sea posible habría que convocarlo antes del día 6 de octubre próximo.
¿Quiénes pueden convocar un referendo nacional? En el orden del texto de la ley, en primer lugar, el Presidente en Consejo de Ministros; luego una sesión conjunta del Congreso de la República por votación favorable de sus dos terceras partes; finalmente un número no menor del diez por ciento de los Electores, o un poco más de un millón de ellos.
Por orden de representatividad decreciente, consideremos primero la ruta de la iniciativa popular: obtener más de un millón de firmas de Electores registrados en apoyo a la convocatoria del referendo. Que esto se intentaría fue prometido únicamente por Hugo Chávez Frías en declaraciones de su campaña. Parece ser que su organización no pudo o no quiso, a pesar de la promesa y de su pretendida fuerza, obtener el número de firmas necesarias. Sólo le quedan quince días.
Luego está el Congreso de la República, el que ya ha concluido su período y que no hizo caso de la proposición que el Dr. Allan Brewer le hiciera llegar. Siempre se puede, por supuesto, convocar a sesiones extraordinarias para ese único fin. El Congreso de la República podría. Le quedan quince días para hacerlo.
Por último puede hacerlo el Presidente en Consejo de Ministros. Tiene quince días para convocarlo. La pregunta es ¿para qué hacerlo? La respuesta legal es obvia: para que los Electores tomen “decisiones de especial trascendencia nacional”. La pregunta política sólo podemos contestarla los Electores: ¿queremos nosotros tomar esas decisiones?
Constituyente
No puede caber duda de que Venezuela está frente a decisiones de especial trascendencia nacional. De hecho, una de ellas ha motivado la actual discusión pública sobre referendos. Se trata de la conveniencia de convocar un órgano constituyente. Y según todos los registros una buena parte de los Electores, de hecho la mayoría, dice querer una Constituyente.
Comoquiera que se mantienen discrepancias importantes, no sólo entre quienes creen que no debe convocarse una Constituyente y quienes piensan lo contrario, sino respecto de la forma de integrarla y la extensión de sus poderes, y respecto de la necesidad o no de reformar la Constitución de 1961 para convocarla, sería muy conveniente despejar también estas diferencias con ocasión del referendo.
Acá hay, pues, varios puntos a dilucidar, y esto requiere la mayor claridad sobre ciertos puntos fundamentales.
Según importantes expertos sería preciso reformar la Constitución de 1961 para que pueda convocarse un órgano constituyente (Brewer-Carías y otros), pues hay que preservar el “hilo” de una constitución que sólo prevé reformas y enmiendas según procedimientos expresamente pautados y que además establece en su artículo 250: “Esta Constitución no perderá su vigencia si dejare de observarse por acto de fuerza o fuere derogada por cualquier otro medio distinto del que ella misma dispone”.
Pero este artículo se refiere a algo inexistente. El texto de 1961 no dispone de medio ninguno para derogarla. Sólo menciona enmiendas o reforma general. No prescribe medio alguno para sustituirla por conceptos constitucionales cualitativamente diferentes. Y esto sería, a mi juicio, la única razón valedera para convocar una Constituyente: que se requiera un nuevo pacto político fundamental que no pueda ser obtenido como reforma o enmienda del pacto constitucional existente. Si los cambios constitucionales previstos por quienes propugnan la Constituyente pueden ser obtenidos por modificación de las prescripciones vigentes o mera inserción de prescripciones adicionales, entonces no requerimos una. Bastaría entonces una reforma según lo pautado en el Artículo 246.
¿Puede argumentarse que nuestra actual armazón constitucional necesita, ya no ser modificada, sino sustituida por otra que contemple aspectos que no pueden obtenerse por reforma y que de alguna manera implican un concepto cualitativamente distinto? Sí puede hacerse, y de hecho se ha argumentado así en varias instancias. Baste como muestra referirse a lo que el Dr. Brewer-Carías ha señalado respecto de una posible integración de Venezuela en una confederación política, a la que habría que transferir poderes que actualmente son prerrogativa propia de nuestro Estado. Un cambio de esta naturaleza es claramente algo que no puede ser llamado una reforma, y menos aún una enmienda, que es aquello para lo que el “poder constituyente ordinario” o “derivado” –el Congreso de la República– tiene facultades expresas. Esta es la verdadera razón para la convocatoria de una Constituyente. Los argumentos que visualizan un órgano de este tipo como medio de recambiar el elenco de actores políticos nacionales son un desacierto: para esto es que se ha creado el procedimiento electoral.
Habiendo establecido este punto fundamental, regresemos a uno que es objeto de debate y divergencia: dado que es necesaria la Constituyente y que la conveniencia de convocarla puede ser sometida a referendo ¿es necesario reformar la Constitución de 1961 para convocarla aun en caso de que el referendo rinda una decisión positiva?
Quienes así piensan han dicho que la inclusión de un nuevo artículo en el texto de 1961 en el que se prevea la celebración de una Constituyente pudiera incluso ser considerada una enmienda, pero que hacerlo por esta vía causaría un considerable retraso. Las enmiendas aprobadas por el Congreso son sancionadas, a diferencia de las reformas, por las Asambleas Legislativas de los Estados, y a este respecto el ordinal quinto del Artículo 245 de la Constitución establece que las Cámaras procederán a declarar sancionado lo que haya sido aprobado por las dos terceras partes de las Asambleas, en sesión conjunta de aquéllas “en sus sesiones ordinarias del año siguiente” a aquél en el que la enmienda haya sido sometida a la consideración de las Asambleas. Es decir, si el Congreso que formulara la enmienda fuese el que se reunirá a partir de enero de 1999, entonces no podría tal enmienda ser sancionada hasta el año 2000, y sólo entonces se podría proceder a elegir los miembros de la Constituyente.
En cambio, los proyectos de reforma estipulados en el Artículo 246, sancionados por la mayoría de los Electores –en el único tipo de referendo previsto en la Constitución de 1961– no requieren un lapso intermedio entre la aprobación por las Cámaras y la celebración del referendo. (De nuevo en sesión conjunta las Cámaras fijarían la oportunidad ad libitum). De hecho, pues, este proceso puede ser más corto que el de una enmienda. El único problema es que añade un segundo referendo y por tanto otro tipo de retraso y un costo mucho mayor. O sea, si la secuencia comenzara por el referendo consultivo de diciembre de 1998 para establecer el deseo de los Electores acerca de la Constituyente, convirtiéndolo, como se ha dicho, en un mandato para que el Congreso del próximo año proceda a la reforma pertinente, esta reforma no entraría en vigencia sino después de un segundo referendo, el que probablemente no podría celebrarse hasta mediados de 1999, para aprovechar el montaje de las elecciones municipales de ese año. Y luego habría que organizar –otro retraso y otro costo– las elecciones de la Constituyente misma.
Hay dos maneras de salvar un retraso tan inconveniente. La primera, manteniendo el punto de la previa reforma constitucional, es que el Congreso de este mismo período celebre antes de diciembre sesiones conjuntas extraordinarias para aprobar un proyecto de reforma en este sentido (el que tendría que ser presentado, para no tomar en cuenta una engorrosa y azarosa discusión de las Asambleas Legislativas, por una tercera parte de los congresistas y admitido por las dos terceras partes). Luego de la aprobación –por mayoría simple– en ambas Cámaras, la sesión conjunta puede perfectamente determinar que el referendo sancionatorio se produzca junto con las elecciones presidenciales, en el mismo acto en el que se consultaría ulteriormente si los Electores queremos elegir la Constituyente pautada en la reforma.
Para el referendo que aprobaría la inclusión de la figura de la Constituyente en el articulado de 1961 no hay que sujetarse, pues, a los plazos fijados para los demás referendos. No puede privar una ley sobre la Constitución, y ésta deja a la potestad del Congreso la fijación de la oportunidad. Así, una división del trabajo necesario se insinúa con claridad: el Congreso, simplemente, debe abrir la puerta constitucional a la convocatoria de constituyentes; el Presidente de la República, junto con sus Ministros, procede a consultar a los Electores si queremos convocar una de una vez, la primera “Constituyente constitucional”, valga la redundancia si es que la hay. Ambas agendas, separadas, se complementarían.
Dicho de otro modo, no se le pide a nuestro renuente Congreso que se pronuncie por la convocatoria; ni siquiera que convoque a un referendo para consultar el punto. Tan sólo se le pide, a unas Cámaras que dejaron transcurrir todo el período legislativo sin iniciativa constituyente, que consagre lo que a todas luces es necesario establecer. Esto al menos nos debe el actual Congreso a los Electores. En este caso podría ahorrarse muy importantes sumas de dinero –en una situación fiscal tan apretada como la nuestra– pues las elecciones de la Constituyente podrían hacerse coincidir con las elecciones municipales de 1999 y su trabajo podría comenzar el mismo año que viene.
Y si el Congreso consintiese, como es su obligación política, en producir la reforma de una vez, haría bien en no postular una Constituyente de composición partidizada. Que los legisladores que eliminaron la uninominalidad para la elección del Senado no la prohíban para la Constituyente. Si, por lo contrario, diseñaran un formato constituyente enfrentado a las aspiraciones más populares, estarían preparando una contradicción prácticamente insalvable en el doble referendo que propongo: la aprobación a la convocatoria de la Constituyente junto con el rechazo a la forma prescrita en la reforma.
Queda una vía más radical, finalmente, para la convocatoria de la Constituyente: derivarla directamente de un referendo que pudiera efectuarse ahora, en diciembre de 1998.
Esto es, se prescindiría de la reforma previa en el texto constitucional vigente. ¿Es esto anticonstitucional? Creo que puede argumentarse que el punto es, más bien, supraconstitucional.
En efecto, el Poder Constituyente tiene justamente ese carácter supraconstitucional. Este poder no es otra cosa que el conjunto de los Electores, de los Ciudadanos, del Pueblo. Si en cualquier caso, una reforma constitucional no puede ser promulgada sin el voto favorable del Poder Constituyente, un referendo directo sobre algún punto constitucional es un acto equivalente, en su esencia y en sus efectos, al de un procedimiento convencional de reforma. Si el Poder Constituyente considerase como deseable la convocatoria de una Constituyente, sería inconcebible que el Congreso de la República presentase a ese mismo poder un proyecto de reforma contrario a ese deseo, o que le dijese a los Electores que su deseo supremo no puede ser llevado a la práctica porque no esté contemplado en las actuales disposiciones constitucionales.
Y es que el purismo jurídico que ahora se esgrime contra la derivación directa de una Constituyente a partir del propio Poder Constituyente no es exhibido para nada a la hora de evaluar jurídicamente el siguiente hecho incontestable: el Congreso elegido en diciembre de 1958, y que produjo la Constitución que hoy nos rige, nunca estuvo explícitamente facultado por los Electores para constituirse como órgano constituyente. Ese Congreso se arrogó, pues, facultades extraordinarias que no le habían sido conferidas por nadie, y produjo una Constitución que nunca fue aprobada por el Poder Constituyente sino por las Asambleas Legislativas (¡el más débil procedimiento pautado ahora para las enmiendas!), a pesar de lo cual dictó en el Artículo 252: “Queda derogado el ordenamiento constitucional que ha estado en vigencia hasta la promulgación de esta Constitución”.
Si alguna justificación pudiera aducirse en la fundamentación del origen de nuestra actual Constitución, tendría que ser la de que el Congreso que la produjo tuvo un origen democrático, a diferencia del anterior constituyente, el Congreso de la época dictatorial. Y aun así debe admitirse que esta procedencia democrática, que bastó para basar la nueva Constitución, es menos fuerte y directa que la de un referendo explícito.
Como tampoco, a un nivel distinto por cierto, el purismo constitucional se hizo escuchar demasiado cuando el presidente Caldera amagó con la convocatoria de un referendo sobre su segunda suspensión de garantías constitucionales en este período, a pesar de que los referendos consultivos no estaban previstos en ninguna norma legal venezolana. Nadie menos que el reconocido constitucionalista José Guillermo Andueza declaró por aquellos días que ya tenía preparado el texto del decreto que convocaría el referendo.
Valga la referencia al Dr. Andueza para citarlo en abono a la tesis de que una decisión de convocar directamente la Constituyente a partir de un referendo no sería un acto inconstitucional. En su trabajo para optar al título de Doctor en Ciencias Políticas en 1954, “La jurisdicción constitucional en el derecho venezolano”, el entonces bachiller Andueza se acogía, en su aspecto material –a distinción del procesal– a la siguiente definición de inconstitucionalidad: “una contradicción lógica en que se encuentra el contenido de una ley con el contenido de la Constitución”. Y un mandato de convocatoria de la Constituyente emanado del propio Poder Constituyente no es una ley; es verdaderamente una disposición supraconstitucional que no puede entrar en contradicción con algo que ni siquiera ha sido previsto por la Constitución actual: la sustitución total de ella misma por una nueva Constitución. Si algo es una contradicción lógica con ella misma, repito, es la Constitución de 1961 cuando afirma que no podrá ser derogada “por cualquier otro medio distinto del que ella misma dispone”, dado que no dispone ninguno.
Tal vez el bachiller Andueza sostenía entonces criterios distintos que los que hoy pueda ejercer, pero otras lecturas del mismo trabajo podrían llevarnos a suponer que él prefería en 1954 que los cambios constitucionales fuesen producidos sólo por constituyentes. Por ejemplo, decía en ese tiempo: “Siendo la Constitución la norma suprema del Estado, la que ocupa el vértice superior de la pirámide jurídica, ella no puede ser derogada ni abrogada por el procedimiento legislativo ordinario. Si ello fuera posible, el legislador estaría investido de una función constituyente y las constituciones escritas serían –como lo dijera con tanta propiedad el juez Marshall– ˝intentos absurdos de parte del pueblo para limitar un poder que por su propia naturaleza es ilimitado»”. (El jurado examinador de la tesis del bachiller Andueza, sin admitirse solidario de sus ideas, encontró en ella méritos que la hicieron acreedora de una mención honorífica y recomendó su publicación. Ese jurado estuvo compuesto por los doctores F. S. Angulo Ariza, Eloy Lares Martínez y Rafael Caldera Rodríguez).
En suma, creo que sería preferible, más suave y respetuosa, una reforma inmediata, en sesiones extraordinarias del actual Congreso de la República, que diera lugar a una reforma creadora de la figura de Constituyente dentro del texto constitucional vigente, la que puede perfectamente someterse a referendo aprobatorio según el Artículo 246 de ese texto y conjuntamente con un referendo consultivo que convoque el Ejecutivo Nacional acerca de la deseabilidad de la celebración de una Constituyente concreta. Pero si este Congreso vuelve a fallarnos, si persiste en obliterar los canales lógicos del cambio constitucional, el medio más airado y abrupto del origen directo en el referendo consultivo está siempre disponible, pues su brusquedad no equivale a la falta de juridicidad. Ese Congreso merecería entonces esa ira y esa brusquedad.
Es así como pienso que compete ahora al Presidente de la República argumentar ante el Congreso la necesidad de la reforma, advirtiendo que convocará a referendo para decidir sobre la convocatoria de la Constituyente.
Más aún. Creo que Rafael Caldera merece ser quien haga esa convocatoria. Más allá de las críticas de la más variada naturaleza que puedan hacérsele, el presidente Caldera puede ser considerado con justicia el primer constitucionalista del país. No sólo formó parte de la Constituyente de 1946; también fue quien mayor peso cargó cuando se redactaba el texto de 1961; también fue quien presidió la Comisión Bicameral para la Reforma de la Constitución de 1991; también fue quien expuso en su aludida “Carta de Intención”: “El referéndum propuesto en el Proyecto de Reforma General de la Constitución de 1992, en todas sus formas, a saber: consultivo, aprobatorio, abrogatorio y revocatorio, debe incorporarse al texto constitucional”; y también fue quien escribió en el mismo documento: “La previsión de la convocatoria de una Constituyente, sin romper el hilo constitucional, si el pueblo lo considerare necesario, puede incluirse en la Reforma de la Constitución, encuadrando esa figura excepcional en el Estado de Derecho”; fue también, por último, quien nombró como Presidente de su Comisión Presidencial para la Reforma del Estado al jurista Ricardo Combellas, el que advirtió ya en 1994 que si este Congreso no procedía a la reforma constitucional habría que convocar a una Constituyente. Si alguien merece la distinción de convocar al Primer Referendo Nacional ése es el Presidente de la República, Rafael Caldera.
Otras consultas
Una vez que se decida convocar a los Electores, al Poder Constituyente, para consultarlo sobre el tema discutido previamente, vale la pena aprovechar la excepcional ocasión para consultarle sobre otras materias de “especial trascendencia nacional”. Por una parte hay varias decisiones que revisten esa trascendencia y que vienen siendo insistentemente propuestas al país. Por la otra, una vez más, no estamos en condiciones de desperdiciar recursos. Hay que sacarle el jugo al Primer Referendo Nacional.
Por ejemplo, hace ya varios años que se propone vender –en distintas modalidades y proporciones– una porción de las acciones que el Estado venezolano posee exclusivamente en su empresa más importante: Petróleos de Venezuela. (A pesar de que hay quien sostiene que debe “privatizársele” por completo, la mayoría de quienes propugnan la noción sostiene que debe venderse un veinte por ciento de la propiedad y destinarse los fondos a obtener para el pago sustancial o completo de la deuda pública externa. Así argumenta, entre otros, el candidato presidencial Miguel Rodríguez).
Por ejemplo, hace ya varios años que se propone implantar en Venezuela un régimen monetario conocido con el nombre de “caja de conversión”, el sustituto total o parcial del Banco Central de Venezuela que pondría moneda nacional en circulación en función estricta de las reservas en dólares –la divisa preferida por los proponentes– y de una tasa rígidamente fija.
Pues bien, éstas son materias, sin ninguna duda, de “especial trascendencia nacional”. Es tan obvia su trascendencia que no es necesario demostrarla. Es difícil proponer cosas de mayor trascendencia –aunque las hay– y por tanto serían materia perfecta de un referendo.
Es de suponer que no faltará quien diga que tales decisiones no están al alcance del juicio de los Electores. Que “el pueblo” no está preparado para eso, que “el pueblo” no está en capacidad de entender esos asuntos, que hace falta saber mucho de economía petrolera o monetaria para tomar esas decisiones. Estaría equivocado quien así argumente contra la posibilidad de consultar sobre esas proposiciones en referendo.
En primer lugar, porque en el caso de la venta parcial de las acciones de PDVSA se estaría ante una decisión de propietarios. Precisamente es uno de los argumentos favoritos de quienes abogan por la fórmula extrema de regalarlas a los venezolanos mayores de edad, que de ese modo se estaría “devolviendo” a los nacionales la efectiva posesión de su riqueza más grande. Y los propietarios pueden auxiliarse con todas las opiniones técnicas que requieran, pero nadie distinto a ellos mismos puede en propiedad disponer de su patrimonio.
En segundo lugar, porque la más moderna y poderosa corriente del pensamiento social ya ha adoptado la realidad de los sistemas complejos: que éstos –el clima, la ecología, el sistema nervioso, la corteza terrestre, la sociedad– exhiben en su conjunto “propiedades emergentes” a pesar de que no se hallen en sus componentes individuales. (Ilustración de Ilya Prygogine, Premio Nóbel de Química: si ante un ejército de hormigas que se desplaza por una pared, uno fija la atención en cualquier hormiga elegida al azar podrá notar que la hormiga en cuestión despliega un comportamiento verdaderamente errático. El pequeño insecto se dirigirá hacia adelante, luego se detendrá, dará una vuelta, se comunicará con una vecina, tornará a darse vuelta, etcétera. Pero el conjunto de las hormigas tendrá una dirección claramente definida). Así por ejemplo, la teoría económica clásica fundamentaba la lógica macroeconómica del mercado en la racionalidad microeconómica del comprador individual: el homo economicus que tomaba sus decisiones con toda lógica sobre una base de información transparente y perfecta. Hoy en día no es necesario suponer la racionalidad individual para postular la racionalidad del conjunto: el mercado es un mecanismo eficiente independientemente y por encima de la lógica de las decisiones individuales.
La inteligencia colectiva emerge como propiedad social, y si alguno quiere argüir en contra, mediante la exhibición de supuestas decisiones erradas de los venezolanos en las elecciones producidas con sus votos, se puede a la vez contraponerle que no hicimos otra cosa que distinguir entre opciones que no fueron determinadas por nosotros, y que en todo caso, en consecuencia, no fue “el pueblo” sino sus dirigentes políticos convencionales, quienes fabricaron las alternativas. Sobre la propiedad emergente de nuestra inteligencia colectiva podemos fundar con tranquilidad las decisiones más trascendentes. Es en ese sentido que Rafael Caldera tenía razón cuando dijo: “El pueblo nunca se equivoca”.
Pero también habrá quien esgrima la propia Ley Orgánica del Sufragio y la Participación Política para decir que consultas de ese tipo no serían legalmente posibles, por cuanto esa ley proscribe los referendos sobre materias presupuestarias, fiscales o tributarias, y la venta de acciones de PDVSA o el establecimiento de una caja de conversión indudablemente afectarían al presupuesto, al Fisco y a la tributación. Esto, sin embargo, no es lo que la ley significa, puesto que de ser así no se podría consultar prácticamente nada, puesto que casi cualquier “decisión de especial trascendencia nacional” tendería a tener consecuencias en uno o varios de esos ámbitos prohibidos. La venta de acciones de PDVSA no es materia presupuestaria, fiscal o tributaria; es materia patrimonial. La implantación de un mecanismo de caja de conversión no es materia presupuestaria, fiscal o tributaria; es materia monetaria. La consulta sobre tales cuestiones es perfectamente ajustada a derecho.
Por estas razones, pues, quisiera votar en un referendo que nos permitiera dilucidar estas cuestiones de indudable importancia y que han sido las protagonistas del debate económico reciente. Además, la inclusión de estos temas en el referendo que podremos celebrar en diciembre de este mismo año, contribuirá a desplazar la atención de la cosmética de las campañas y sus muy escuetos eslóganes para fijarla sobre puntos realmente programáticos, lo que desde todo punto de vista es sano para la Nación.
Confianza
Como es perfectamente sano para la Nación el referendo mismo y la propia Constituyente. Concebidos con serenidad, convocado uno por el actual Presidente de la República y la otra según las reglas que puedan derivarse de la consulta popular o de una no imposible reforma de la Constitución, restituirán en grado apreciable la disminuida seguridad política venezolana.
Celebrado el referendo en diciembre de este año, para empezar, junto con las elecciones presidenciales, puede desaguarse por su fundamental cauce buena parte de la angustia ciudadana que hasta ahora sólo disponía de los cauces candidaturales y parece preferir uno entre ellos, el que se prevé más turbulento. Conduciendo buena parte del raudal de inconformes voluntades electorales por un brazo tan primario y portentoso como el de un referendo, es de esperar que la preferencia por lo tumultuoso disminuya, y así llegue a la Presidencia de la República un candidato inviolento.
No debemos temer a una Constituyente. Ya parece haberse desvanecido la noción de que la Constituyente a convocar tendría poderes omnímodos, disolvería otros poderes, y forzaría una nueva Constitución sin someterla a referendo.
No renunciaremos a derechos políticos establecidos en 1961. Uno de los más fundamentales es, precisamente, que cuando una modificación profunda del régimen constitucional sea propuesta, no entrará en vigencia hasta que nosotros no la aprobemos en referendo. Así que nada podrá hacerse sin nuestro consentimiento. Así que cualquier temor residual no será otra cosa que temor de nosotros mismos.
Somos nosotros mismos. Somos los que saqueamos ciudades en 1989, los que apoyamos a Chávez después de haber apoyado a Sáez, los que cambiamos bolívares por dólares para depositarlos lejos de la Patria, los que abandonamos pacientes en los hospitales y niños en la calle. Somos los que debemos decenas de millones de dólares, los que cuestionamos todas nuestras instituciones, los que descreemos de nosotros mismos.
Pero somos también quienes respetamos las vidrieras ante el apagón descomunal de 1993 porque no quisimos dar pretexto a un golpe de Estado. Somos los mismos que no salimos a defender a Chávez un año antes porque pensábamos como nos ha citado “Amaneció de golpe”: estábamos arrechos pero no queríamos el golpe. Somos los que aceptamos de Caldera y con mayor paciencia lo que rechazamos de Pérez. Somos los que juzgamos a Pérez. Somos los que regresamos al cabo a los hospitales. Somos los que han hecho bajar el dólar. También somos los que rechazamos las calificaciones que se hacen de nuestra deuda. Somos los que producimos el petróleo heredado. Somos los mismos.
Podemos celebrar perfectamente una gran Constituyente. Vamos a celebrarla. Que no nos digan de afuera que no podemos tocar nuestro estatuto básico porque nos sacarán los reales. Ya nos han dicho lo mismo con muchas otras cosas y esto último es verdaderamente el colmo.
Podemos elegir sensatamente a nuestros apoderados constituyentes y prescribir límites a su poder, sujetando siempre sus efectos a nuestra aprobación.
Podemos elegir un conjunto de variadas trayectorias y perspectivas; no sólo los expertos en Derecho Constitucional y los historiadores que se ha dicho bastarían, sino los futurólogos y los expertos en sistemas.
Podemos elegirlos uninominalmente y también cooptar autoridades de conveniente inclusión y que aborrezcan imaginarse en campaña por cerros o cañadas. Podemos servir a la Constituyente con una secretaría técnica que prepare e investigue, y auxiliarla por un Consejo Asesor que recoja la experiencia y el ángulo de gremios y corporaciones.
La Constituyente no es, ciertamente, una fórmula mágica. Con ella, como dice un candidato, no podremos ir al mercado. No se trata de postularla como panacea. Se trata, simplemente, de reconocer que nuestra armazón constitucional contiene verdaderas camisas de fuerza que impiden la adaptación de nuestro Estado a las nuevas dimensiones planetarias de lo político y la ampliación de la democracia hasta los nuevos límites que la moderna tecnología comunicacional le impone.
A comienzos del período constitucional que ahora llega a su fin el Dr. Ramón Escovar Salom, preguntado acerca de los principales problemas del período contestó así: “El problema principal va a ser el de la gobernabilidad”.
Cuando afirmaba esto no se refería a la dificultad de gobernar a un pueblo díscolo y desobediente que fuese necesario someter. Se refería más bien, como luego detalló con claridad, a los impedimentos fundamentales que la Constitución y las leyes imponían al gobernante. Se trata entonces de eso, de aumentar la gobernabilidad a través de una mejor estructura constitucional. Y a pesar de que con una nueva Constitución no se vaya al mercado, ni se mejore la situación de los hospitales, ni la condición de seguridad de los habitantes del país, sí es cierto que mejores disposiciones constitucionales incidirían sobre todos y cada uno de esos problemas, a través de una mejora sustancial en la capacidad del Estado. En todo caso, uno no rechaza el empleo de una herramienta porque no sirva para fines diferentes al que está destinada.
Finalmente, hay quienes argumentan que el mero hecho de convocar a una Constituyente es un acto desestabilizador. Que abriría un extenso compás de incertidumbre superpuesta a la existente, de por sí considerable.
Es todo lo contrario. La convocatoria sensata y responsable de una Constituyente contribuirá a la liberación de tensiones y proveerá un cauce perfectamente normal , aunque extraordinario, para la modernización de nuestro Estado.
Para más de un actor político convencional la oportunidad de los cambios nunca llega. Nunca parecen ser oportunos. Al menos desde 1963 se producía, siempre en año electoral, la proposición de separar las elecciones legislativas de las presidenciales. Así se hizo en 1963, 1968, 1973 y 1978, contando el proponente, por supuesto, conque su proposición sería rechazada con el argumento de inconveniencia de la oportunidad por tratarse de años electorales.
No puede posponerse por más tiempo el cambio fundamental que requiere la República. Diferir de nuevo la transformación para un momento más oportuno que nunca llegaría equivale a asegurarla como consecuencia de una explosión.
En estos momentos la Constituyente se perfila como un gran proceso estabilizador.
Pero también lo es el referendo mismo, la apelación directa a la opinión del Poder Constituyente, de los Electores de la Nación, para decidir sobre asuntos de nuestro más alto interés. En el fondo, más que una elección de representantes o mandatarios, es el referendo el acto supremo de una democracia. Es la participación total de la voluntad de los Electores en la toma de decisiones fundamentales.
La necesidad de la participación popular en esta toma de decisiones políticas no es en absoluto exclusiva de Venezuela. Tampoco es tan nueva, a pesar de su creciente actualidad. Hace ya dieciséis años, en 1982, publicaba John Naisbitt el más seminal entre sus libros, “Megatendencias: diez nuevas direcciones que transforman nuestras vidas”. Se explicaba allí la actuación de las más grandes y poderosas corrientes de transformación en el mundo postmoderno. La séptima de ellas era la del cambio de una democracia representativa a una democracia participativa. Decía Naisbitt entonces de este modo: “Políticamente estamos hoy inmersos en el proceso de un desplazamiento masivo de una democracia representativa a una participativa. En una democracia representativa, por supuesto, no votamos sobre los temas directamente; elegimos a alguien que vote por nosotros… Hemos creado un sistema representativo hace doscientos años cuando era la forma práctica de organizar una democracia. La participación ciudadana directa simplemente no era factible, así que elegíamos personas que fueran a las capitales de estados, nos representaran, votaran y luego regresaran a contarnos lo que había pasado. El representante que hacía un buen trabajo era reelecto. El que no lo hacía era rechazado. Por doscientos años esto funcionó bastante bien… Pero sobrevino la revolución en las comunicaciones y con ella un electorado extremadamente bien educado. Hoy en día, con información instantáneamente compartida, sabemos tanto acerca de lo que acontece como nuestros representantes, y lo sabemos tan rápidamente… El hecho es que hemos trascendido la utilidad histórica de la democracia representativa y todos sentimos intuitivamente que es obsoleta”.
Estamos, por tanto, a las puertas de nuestro primer ejercicio nacional de democracia participativa. Ni más ni menos. Tal ocasión no puede ser otra que la de felicitarnos por la presencia de la oportunidad. Hagamos, por tanto, de nuestro Primer Referendo Nacional una gran ocasión, un gran referendo. Hagamos esto sin temer de nosotros mismos, con confianza en que somos lo suficientemente maduros para producir un resultado a la vez audaz y sensato.
A fin de cuentas, hay constantes en nuestras opiniones políticas más elementales que prefieren la democracia a la opción autoritaria, a pesar de la vociferación televisada de atrabiliarios personajes, a pesar de la escandalosa propaganda de una silla que ha ido a recalentarse hasta Madrid, a pesar de la falaz contraposición de una “mala” democracia y una “buena” dictadura, a pesar de la prédica odiosa e irresponsable de abusadores golpistas.
Hay que preservar por encima de todo lo que más de un siglo tardó en conquistarse: el régimen democrático obtenido en 1958. No podemos permitir que se le amenace.
Pero también necesitamos expandir la democracia, “ejercer una acción pública para acrecentar la democracia hasta que ésta alcance sus límites tecnológicos”. El medio para alcanzar esto no es otro que la Constituyente, y el detonante de su proceso no debe ser otro que el Primer Referendo Nacional.
El Presidente de la República tiene la potestad de desencadenar ese proceso. Será estupendo constatar que en sus manos no se perdió la República, pero lo será más todavía que pueda decirse que en esas mismas manos creció la democracia que él tanto contribuyó a crear.
_______________________
por Luis Enrique Alcalá | Oct 17, 2002 | Fichas, Política |
Estudiantes universitarios en una callejuela de Oxford
El 17 de octubre de 2002, Hugo Chávez Frías fue recibido en un seminario del Centro de Estudios Socio-Legales de la Universidad de Oxford. Ese mismo día, el suscrito envió al centro mencionado una comunicación que rebatía afirmaciones interesadas y grandemente distorsionadas del Dr. William Pepper, quien había convocado la sesión en la que el presidente Chávez expondría. A continuación, la declaración del Dr. Pimienta y mi contestación, traducidas del inglés.
_______________________________________________
UNIVERSIDAD DE OXFORD Centro de Estudios Socio Legales
Seminario Internacional de Derechos Humanos
Declaración del Seminario en torno a la Visita del Presidente Hugo Chávez Frías
Queridos Amigos,
Durante los últimos días ha estado circulando a través de las direcciones electrónicas de la Universidad un ataque bien orquestado sobre la visita a Oxford del democráticamente electo Presidente de Venezuela.
Un análisis de los correos enviados indica que toda esta campaña es poco más que el esfuerzo de un ‘círculo de amigos’: unos cuantos de estos mensajes, supuestamente escritos por diversas personas (entre ellas una que dice haber sido en su momento profesor de la Universidad de Cambridge y otra que pretende ser el embajador de Venezuela en Londres) de hecho han sido originados en el mismo computador. En la mayoría de los casos restantes los autores de estos correos ni siquiera intentan ocultar su interrelación y se envían copias los unos a los otros cuando mandan sus mensajes.
Los correos están llenos de medias verdades, distorsiones o incluso mentiras flagrantes, pero creemos necesario responder porque ha sido una invitación del Seminario Internacional de Derechos Humanos la que el Presidente ha aceptado.
En consecuencia, para el propósito, no de dignificar los ataques personales contra el Presidente Chávez, sino más bien para decir las cosas como son, respondemos a los puntos específicos contenidos en la mayoría de las comunicaciones.
El Presidente fue uno de un grupo de oficiales militares que a comienzos de la década de 1990 decidieron que no podían ya servir a un gobierno cuya corrupción penetraba toda actividad pública, enriqueciendo a pocos y continuando el empobrecimiento de las masas. Intentaron tomar el poder y fracasaron.
En 1998 este mismo movimiento alcanzó el poder, constitucionalmente, a través de las urnas de votación. Su líder, Hugo Chávez Frías, se convirtió en Presidente de la República.
Una nueva Constitución fue redactada y abrumadoramente aceptada por el pueblo de Venezuela. (Fue esta la misma Constitución que Carmona, el líder del golpe, suspendiese inmediatamente después de tomar el poder en su breve mandato de abril de 2002). ¿Qué hay con esta Constitución? Requiere que los funcionarios electos sean responsables ante el pueblo, no en palabras, sino en la práctica. Cualquier funcionario público está sujeto a un referéndum revocatorio del pueblo cuando haya transcurrido la mitad del período para el que haya sido electo. Así que, a diferencia de la mayoría de sistemas democráticos, el período fijo puede ser echado por la ventana si la mayoría del pueblo quiere que salga quien ostente un cargo por elección. En caso de un voto negativo se convocaría a una nueva elección. El Presidente Chávez está sujeto a esta previsión. Su oposición pudiera montar un referéndum de ese tipo en agosto de 2003. (Cuando la Constitución fue aprobada debió postularse de nuevo y de nuevo ganó).
La oposición no quiere aprovechar sus remedios constitucionales porque cree que sería abrumadoramente derrotada. En consecuencia, ha tratado de quebrantar el proceso intentando incluso un golpe de Estado en abril de este año.
La libertad de prensa está garantizada y el resultado es que los medios que, como es frecuente, pertenecen a y son controlados por poderosos intereses económicos especiales opuestos a los programas de desarrollo social del gobierno, han montado un creciente ataque sobre el Presidente. Un reportaje justo es, sin embargo, una víctima menor de este asalto de los medios en comparación con la provocación que hacen.
Human Rights Watch ha condenado recientemente la distorsionada cobertura y las acciones de los medios como provocadoras de violencia. Asimismo, hace unas dos semanas la embajada de los EEUU, en relación con la libertad de expresión, recordó a los medios que debían «actuar de una manera responsable», condenando las llamadas a la violencia y a la acción militar que los medios han estado difundiendo desde abril. (Comunicado de la embajada de los EEUU en VENPRES). Una observación similar fue hecha por el Premio Nobel de la Paz Jimmy Carter como resultado de su reciente misión en Venezuela.
Mientras que los medios venezolanos (y algunos de quienes escribieron a Oxford) proclaman que una reciente marcha en contra del gobierno involucró a cerca de 1.000.000 de personas, las demostraciones en apoyo al gobierno, típicamente mayores en número en grado significativo (como se evidencia de la cobertura de los mayores proveedores de noticias como EFE, Reuters e incluso CNN) son completamente ignoradas por los medios venezolanos.
Cuando en septiembre los que apoyan al Presidente marcharon en oposición a una decisión del Tribunal Supremo, que negó los esfuerzos del gobierno por enjuiciar a algunos de los planificadores del golpe, CNN dijo que la cifra de los manifestantes era la increíble de 2.000.000. Esta efusión de humanidad en apoyo al Presidente fue ignorada por los medios. Hoy, domingo, una vez más, los partidarios del Presidente han tomado las calles. Todos los informes preliminares indican que el número de los que marcharon es de nuevo de una magnitud similar.
Más importante aún, la marcha de la oposición exigió abiertamente la acción militar y entre quienes se dirigieron a la manifestación estuvieron destacadas figuras militares del fallido golpe de abril. En contraste, la demostración de ayer en apoyo al gobierno específicamente clamaba por ‘Paz y Democracia’.
En cuanto a la pobreza bajo Chávez, él está comprometido a usar los ingresos de los recursos naturales de Venezuela para aliviar los apuros de los pobres. Ningún gobierno que se recuerde alguna vez se preocupó por esta masa de 80% de la población de Venezuela.
Incluso ahora mismo sus programas le están dando a la gente agua corriente, salud, nuevas escuelas y aun el primer pueblo específicamente de los sin techo. Está comprometido con un programa moderado de reforma de tierras, en la que la tierra no usada, que actualmente no produce pueda ser adquirida de los dueños ausentes para darla a los campesinos.
Su aproximación a la economía es la de estimular que la inversión privada trabaje con el Estado. Así, por ejemplo, donde una fábrica rural de azúcar había estado cerrada por 30 años, el gobierno estimuló a un inversionista privado (español) a venir y revitalizar la única fuente de empleo en esa zona. Cuando el dinero se le acabó al inversionista, el Estado prestó fondos a la compañía, bajo la condición de que los trabajadores fuesen hechos accionistas. La fábrica se ha levantado y está funcionando de nuevo.
Recientemente, British Gas y otras compañías internacionales de energía han firmado acuerdos para desarrollar recursos costa afuera, pero en términos favorables para Venezuela y el ambiente. Lo que las fuerzas anti-Chávez no revelan en sus ataques al gobierno, con respecto a las muy reales dificultades económicas del país es que, cuando Chávez ocupó su cargo, el país tenía una carga de deuda externa en exceso de 23 millardos de dólares. Mientras que el gobierno ha reducido este endeudamiento y pagado más de 14 millardos de dólares en servicio de la deuda, el capital todavía está un poco por encima de 22 millardos de dólares.
¿Quién contrajo esta deuda y quién se benefició? Los hechos están claros y cada quien puede sacar sus propias conclusiones. En 1968, bajo el Presidente Leoni, la deuda era de US$ 447.220.000; 1973 (Caldera) – US$ 900.000.000; 1978 (primera administración de Pérez) saltó a US$ 6,5 millardos; 1983 (Campíns) – US$ 11,26 millardos; 1998 (Lusinchi) – US$ 24,65 millardos; 1993 (segunda administración de Pérez) – US$ 26 millardos; 1998 (Caldera) – US$ 23,17 millardos; Chávez – US$ 22 millardos.
En cierto punto US$ 11 millardos de deuda privada ilegal, no estatal fue envuelta con la cifra del Estado, resultando en el enorme aumento de 1983 a 1988. Esta es la carga heredada por el gobierno de Chávez y los pobres de Venezuela.
Esto no es lo mismo que decir que Venezuela no está en situación de crisis económica, y de hecho el Presidente ha reconocido alguna responsabilidad en esto. Sin embargo, en su mayor parte esto tiene que verse en el contexto de un generalizado mal estado de las economías en todo el continente latinoamericano, las que han sido particularmente golpeadas con fuerza por la baja económica mundial.
Finalmente, en cuanto a las muertes del golpe de abril. Se afirma en muchos de los correos recibidos que a) la mayoría o todas las personas que murieron eran manifestantes contra Chávez y b) que el Presidente Chávez y sus fuerzas fueron los únicos responsables por los asesinatos. Una breve mirada a los hallazgos de Human Rights Watch debe bastar para disipar este mito.
«Human Rights Watch ha obtenido información que indica que mucha de esta violencia fue cometida por funcionarios policiales durante protestas políticas en barriadas pobres de Caracas». (http://hrw.org/press/2002/04/venezuela0416.htm)
El mayor apoyo de Chávez proviene en realidad de las ‘barriadas pobres’, lo que combinado con el hecho de que la policía de Caracas es controlada por el alcalde la ciudad, quien es ferviente opositor de Chávez, en todo caso implica lo opuesto de lo que los autores de estos correos quieren hacernos creer.
En el momento del golpe los planificadores locales del mismo amenazaron con bombardear el Palacio si el Presidente no iba con ellos. Había cerca de 50.000 ciudadanos rodeando el Palacio que estaban determinados a proteger al Presidente y sus ministros, todos los cuales estaban adentro.
El Presidente se dio cuenta de que si se producía un combate armado y se empleaba la artillería, miles de personas inocentes alrededor del perímetro del Palacio serían muertos. Eligió ir con el grupo golpista militar, pero no renunciar, con el fin de impedir esta tragedia.
El resto es historia. En las próximas 24 a 36 horas el pueblo asaltó el Palacio, atrapando a los líderes que brindaban con champaña. El Presidente fue restituido en el poder, pero no sin algunas vidas perdidas.
La mayoría de las muertes, sin embargo, no ocurrió el 11 de abril, sino el 12 y el 13 de abril, y las víctimas eran partidarios de Chávez, asesinados por la policía de Caracas como se mencionó arriba.
El gobierno está considerando formas y maneras de tener una investigación justa e imparcial de estos eventos.
No debe olvidarse que la razón por la que el Seminario ha invitado al Presidente es para enfocarse sobre los muy reales logros en derechos humanos que han sido de hecho obtenidos bajo su gobierno y que han sido reconocidos por organizaciones internacionales (ej. HRW) y domésticas de derechos humanos (PROVEA y un número de organizaciones indígenas).
Por ejemplo, bajo el gobierno de Chávez y por primera vez en 50 años no hay prisioneros políticos (¡incluso después del intento de golpe de abril!) También por vez primera, en el mismo período el balance entre prisioneros en juicio y prisioneros sentenciados es positivo (es decir, hay ahora menos personas en las cárceles de Venezuela que no han sido sentenciadas; en contraste, en el pasado alguna gente estuvo presa por más de 25 años hasta que finalmente fue declarada inocente).
Por primera vez en la historia del país no hay denuncia de censura de los medios en los tribunales; en otras palabras, aun cuando los medios constantemente se quejan del riesgo que corre la libertad de expresión, no tienen en realidad un caso. (Ver reporte reciente de HRW sobre Venezuela).
En términos no sólo de derechos humanos sino en particular respecto de los derechos de la población indígena la nueva constitución venezolana está entre las piezas legislativas más progresistas del mundo. La constitución garantiza explícitamente los derechos de todos los pueblos indígenas en los artículos 119 al 126. Rara vez es una protección tal promulgada por un Estado.
Universidad de Oxford
Las grandes universidades, como Oxford, se convierten inevitablemente en sitios de tumulto cuando abren sus puertas a ideas e individuos cuya misma esencia garantiza oposición. Es la fortaleza de estos grandes centros de aprendizaje el que permiten plenamente esta expresión y este debate. Después de todo es por la causa de la libertad intelectual. El Seminario, con su lema Non nobis solum natir sumus, abraza plenamente esta tradición en el interés de los derechos humanos.
Si cualquier huésped—incluyendo el Presidente Hugo Chávez Frías—acepta una invitación para hablar al Seminario, lo hace con pleno conocimiento de que conseguirá algún disentimiento y oposición. Es importante añadir que algunas personalidades de clase mundial han declinado por esta misma razón.
La Universidad no asume ninguna posición, excepto la de permitir que la libertad intelectual y el discurso transcurran dentro de sus muros, y por esto somos más ricos y estamos adecuadamente agradecidos.
IHRS, (Oxford, lunes 14 de octubre de 2002)
………
Caracas, 17 de octubre de 2002
Señores Seminario Internacional de Derechos Humanos
A la atención del Dr. William F. Pepper, Convocante
Estimados Señores:
he tenido la oportunidad de leer con detenimiento una declaración, aparentemente voluntaria, del Seminario Internacional de Derechos Humanos del Centro de Estudios Socio Legales de la Universidad de Oxford, concerniente a una visita y exposición del presidente Hugo Chávez en ese seminario, pautadas para horas de la tarde de hoy.
Al cierre de la declaración mencionada, su o sus autores indican, irónicamente, que la Universidad no asume posición alguna, a pesar de que el texto de aquélla está increíblemente sesgado a favor del presidente Chávez e incurre en numerosas afirmaciones sin fundamento e irresponsablemente emitidas. Ignoro si las autoridades de la Universidad de Oxford, o de su Centro de Estudios Socio Legales, comparten el contenido del comunicado y si, de este modo, pudiera considerarse al texto en cuestión como representativo de una posición oficial de la Universidad.
Supongo, en cambio, que ese texto es fiel reflejo de las opiniones del Dr. William F. Pepper, que aparece en la página web del Seminario como el «convocante» del mismo.
Decir que la Universidad no asume posición al cabo de un documento groseramente parcializado constituye una lamentable y burda expresión de manipulación falaz.
Convendría a la Universidad de Oxford explicar si es el caso que ella concurre con las opiniones allí emitidas.
El comunicado se justifica, dice su redacción, porque numerosos correos electrónicos habrían circulado por direcciones de la Universidad, y en ellos se expresaría una oposición al presidente Chávez que, a juicio de quienes dirigen el Seminario, estaría totalmente injustificada y construida a partir de medias verdades, distorsiones y mentiras flagrantes. No teniendo acceso a los correos aludidos, difícilmente puedo rechazarlos o solidarizarme con ellos. Puedo perfectamente imaginar, sin embargo, que en efecto algunas comunicaciones habrán sido poco dignas de ser tomadas en cuenta, porque aunque hay muy grande razón para oponerse al régimen de Hugo Chávez, no en pocas ocasiones esta oposición se manifiesta sin profundidad y aun irracionalmente. No puedo comentar, sin embargo, por los motivos antedichos, el contenido de tales correos. La dirección del Seminario, a pesar de que proclama su compromiso indeclinable con la libertad intelectual, convenientemente esconde el contenido de la correspondencia recibida. Tan sólo quiero a este respecto destacar una contradicción evidente al comienzo mismo del comunicado del Seminario, cuando indica que las comunicaciones a las que reacciona habrían sido producidas con poco cuidado e inocente y obvia demostración de relaciones entre los remitentes ¡luego de abrir solemnemente la declaración calificando a los mensajes de «ataque bien orquestado»!
Siguiendo el método anunciado por el comunicado del Seminario, comento de seguidas punto por punto su contenido.
La declaración del Seminario comienza por reconocer que el presidente Chávez intentó tomar el poder en Venezuela a comienzos de la década de 1990. Sólo que presenta tal dato con eufemismos y con un maquillaje que sugiere una cierta heroicidad en los conspiradores que insurgieron en 1992.
Dice el comunicado del Seminario que un grupo de militares decidió en esa fecha que ya «no podía» servir al gobierno de entonces, porque éste era grandemente corrupto. El gobierno de Pérez era, ciertamente, muy corrupto. Pero los militares sublevados no dejaron simplemente de servir. Lo que hicieron no fue darse de baja del ejército. Lo que hicieron fue abusar de las armas que la República les había confiado para producir una intentona fracasada que causó decenas de muertos y heridos, los que, por cierto, no son en absoluto mencionadas por el comunicado. La declaración del Seminario barre esas muertes, convenientemente para sus sesgados fines argumentales, debajo de la alfombra del silencio.
No puede justificarse en forma alguna el alzamiento de Chávez y sus camaradas en 1992. Ni siquiera mediante la apelación a un derecho a la rebelión. He aquí una formulación, en la Sección Tercera de la Declaración de Derechos de Virginia (1776), de este derecho: «…cuando cualquier gobierno resultare inadecuado o contrario a estos propósitos—el beneficio común y la protección y la seguridad del pueblo, la nación o la comunidad—una mayoría de la comunidad tendrá un derecho indubitable, inalienable e irrevocable de reformarlo, alterarlo o abolirlo, del modo como sea considerado más conducente a la prosperidad pública». Está claro que el sujeto de ese derecho es una mayoría de la comunidad, como está clarísimo que los seudohéroes de febrero de 1992 no eran esa mayoría, sino un grupúsculo soberbio que pretendió decidir violentamente en nombre de un pueblo que, por lo demás, había manifestado explícita y reiteradamente que no quería resolver el problema de Pérez mediante hechos de fuerza. Pérez tuvo que abandonar la Presidencia de Venezuela, se recordará, porque el sistema democrático venezolano fue capaz de llevarle civilizadamente a juicio.
Pero es que hay más: según propia admisión de Hugo Chávez el grupo de líderes de la insurgencia «bolivariana» conspiraba, al menos, desde 1983. No fue, como pretende hacer ver el comunicado, a comienzos de la década de los noventa cuando tan heroicos oficiales decidieron que no podían servir más al gobierno. Para el momento de su fallido, ilegal, inconstitucional y antidemocrático intento, la conspiración tenía casi diez años de haberse iniciado.
Que Venezuela cuenta hoy en día con una nueva Constitución es algo obvio, así como también que la mayoría de los que votó en referéndum para aprobarla expresó su apoyo a la misma. (Dentro de una votación con una abstención considerable, en un día en que las autoridades venezolanas de la época, Chávez y su gobierno, celebraban con champaña en la isla de La Orchila, mientras todo el pueblo de Vargas era arrasado por destructoras inundaciones. El pueblo de Vargas todavía espera que el gobierno de Chávez, ése que el comunicado dice que es el primero en ocuparse de los pobres en los últimos cincuenta años, haga algo medianamente eficaz, a tres años de la tragedia, para aliviar sus necesidades).
Que el pueblo de Venezuela que votó a favor del nuevo texto constitucional conozca a fondo qué fue lo que aprobó es muy discutible. Un texto medianamente definitivo no fue puesto a disposición de la población hasta escasos días antes de la votación. Que sea una constitución perfecta es asunto de debate. Reconoceré aquí que contiene no despreciables avances respecto de nuestra constitución de 1961, al tiempo que apunto que no todo su contenido puede ser atribuido, ni con mucho, a la autoría de Hugo Chávez. Igualmente puede argumentarse, además, que había en el texto de 1961 algunas cosas preferibles a ciertas previsiones del texto de 1999.
Que Pedro Carmona, a su brevísimo paso por el poder, intentó desconocer previsiones constitucionales expresas no es punto en discusión. Pedro Carmona protagonizó, junto con los conjurados que intentaron desvirtuar una legítima insatisfacción del pueblo de Venezuela, uno de los más grotescos y vergonzantes episodios de nuestra historia política. Pero su estupidez y su soberbia no liberan a Chávez de las suyas. Carmona y sus asociados dieron un golpe de Estado, es cierto, pero en vez de darlo contra Hugo Chávez lo dieron contra la sociedad civil venezolana, que había logrado vencer el miedo que inspiraba un gobernante totalitario, intimidante y agresivo, para manifestar multitudinariamente en su contra. La sociedad civil depuso a Chávez el día 11 de abril. La siniestra conspiración de Carmona, en la madrugada del 12, y en sus aberrantes ejecutorias de las horas siguientes, restituyó con sus inenarrables equivocaciones a Hugo Chávez en el poder. Pero de los 50.000 ciudadanos que el comunicado del Seminario contabiliza alrededor del Palacio de Gobierno en la tarde del 11, no quedaba nadie durante el 12. La ira del pueblo no se manifestó hasta que la increíble y soberbia torpeza de Carmona se puso de manifiesto al caer la tarde del 12 de abril.
Y aquí intercalo de una vez la siguiente observación, que gravita sobre otras inexactitudes del comunicado del Seminario: esta declaración confunde, simplistamente, a todos los que nos oponemos a Chávez con quienes superpusieron una agenda de golpe de Estado a la gesta, ésa sí heroica, del pueblo venezolano el 11 de abril. Así ocurre, por ejemplo, cuando afirma que la oposición venezolana no quiere transitar la ruta del referéndum revocatorio previsto en la Constitución porque «cree que sería abrumadoramente derrotada». A los redactores o el redactor del comunicado no les consta en absoluto que éste sea el caso. En estos mismísimos momentos la oposición está clamando, justamente, por una confrontación electoral lo antes que sea posible. El comunicado afirma irresponsablemente que la oposición, tomada en su conjunto, habría buscado el atajo de un golpe de Estado. Creo contarme dentro de una mayoría que procurará la salida cuanto antes del poder de Hugo Chávez y que al mismo tiempo rechazará que esto se haga de modo inconstitucional, aun cuando se trate de deponer a quien, en 1992, no tuvo ningún escrúpulo para intentar, precisamente, el expediente violento ante el que ahora se rasga inconsistentemente las vestiduras porque le sería aplicado a él.
Los redactores del comunicado del Seminario pretenden ignorar, al afirmar que la libertad de prensa está garantizada, los incontables ataques directos e indirectos que el gobierno de Chávez ha dirigido contra los medios de comunicación desde el momento mismo de asumir el poder. A las cuarenta y ocho horas de su toma de posesión, el miedo que había causado su triunfo impulsó al dueño de un canal de televisión a sacar del aire un programa de su planta porque un entrevistado osaba expresarse críticamente del gobierno. En la primera alocución que se transmitiera por cadena de televisión y radio con asistencia de personalidades desde el Palacio de Miraflores, a escasos días de su asunción al poder, Chávez sugería a un conocido empresario de medios que tal vez pudiera interesarse en adquirir un carro blindado que el gobierno pondría a la venta. Insinuaba, esto es, que la vida de este empresario corría peligro. Y no había cumplido, siquiera, un mes de haber comenzado a «gobernar».
Los ataques de Chávez contra un cierto periódico y su editor arreciaron a fines del año pasado, cuando el periódico en cuestión se atrevió a publicar palabras pronunciadas por el mismo Chávez en Londres. Eran palabras comprometedoras e imprudentes, por cuanto aludía a la salvación de Carlos Andrés Pérez durante una cerrada votación en el Congreso de 1979, en la que un solo voto, que Chávez sugirió habría costado muchos millones, salvó a aquél de la condena. Ese voto fue el de su actual Vicepresidente, José Vicente Rangel. La exposición de la imprudencia por ese periódico, a pesar de que otros medios, incluida la televisión misma del Estado, habían reseñado o transmitido el equívoco discurso, desató la ira presidencial.
Poco después, grupos oficialistas de gran agresividad escenificaron una manifestación de amenazas contra ese periódico y sus trabajadores, obligándoles a refugiarse dentro de su edificio. Son incontables las intimidaciones verbales y las agresiones físicas, con lesiones personales y daño a la propiedad, en contra de periodistas que procuran reflejar diariamente el acontecer venezolano. Y estas son manifestaciones incitadas y auspiciadas por el gobierno. En una ocasión fue agredido un camarógrafo de televisión por un sujeto que minutos más tarde aparecía refugiado en el propio Palacio de Miraflores, tras la figura del actual Ministro del Interior y Justicia, Diosdado Cabello, mientras éste se dirigía a los venezolanos en una entre las decenas de “cadenas” forzadas e impuestas a los medios de comunicación.
No pretendo negar que hay exceso evidente en la oferta mediática cotidiana, ni tampoco afirmo que los medios venezolanos sean dirigidos desde el desinterés más absoluto. Pero es Chávez quien iniciara la provocación, él mismo quien agrediera desde el inicio. Es que hasta el abominable golpe de Carmona comenzó a gestarse luego de más de dos años de conductas abusivas y nada democráticas de Hugo Chávez, y debe atribuirse a la desesperación que su comportamiento causa que otros optaran por actuar como una vez lo hizo él. Es Chávez quien ha tenido éxito en sembrar el odio y la intolerancia, quien ha logrado que algunos de sus opositores se le parezcan.
El comunicado del Seminario alude, entre otras cosas, a un documento de la embajada de los EEUU, en el que se recordaría a los medios que deben «actuar de una manera responsable». Esto no es lo que dice ese documento. El comunicado de la embajada se refiere a remitidos pagados publicados por la prensa, en los que un particular grupo de oposición, de corte muy radical, excitaba a pronunciamientos militares contra el gobierno. No son pocos los documentos pagados, por otra parte, por partidarios del gobierno en los que se incurre en excesos de signo contrario y que han sido publicados por los medios que el comunicado del Seminario condena desde la cómoda lejanía de Oxford. En ningún momento la declaración diplomática reconvino a los medios venezolanos, limitándose más bien a un llamado al diálogo entre las partes en conflicto y a la recomendación, dirigida a ambas, de deponer actitudes agresivas.
Concentración del 11 de abril en el Cubo Negro
La declaración del Seminario evoca informaciones de distintas agencias que sostendrían la especie de que las manifestaciones pro gubernamentales son «típicamente mayores en grado significativo» en comparación con manifestaciones opositoras. Sobre las más recientes marchas—10 de octubre, opositora; 13 de octubre, oficialista—cito dos evaluaciones emitidas por Associated Press. Sobre la marcha del 10: «Cientos de miles de venezolanos marcharon para exigir la renuncia del Presidente Hugo Chávez y elecciones a corto plazo» (AP Photo/Leslie Mazoch). Sobre la marcha del 13: «Decenas de miles de venezolanos marcharon para apoyar a Chávez, cuyo gobierno confronta una crisis política y económica que se profundiza» (AP Photo/Leslie Mazoch).
No es en absoluto cierto que la marcha de la oposición «exigió abiertamente la acción militar», aun cuando algunos portaban pancartas al efecto, como tampoco es verdad que algunos oradores que se dirigieron a la multitud habían sido «destacadas figuras militares del fallido golpe de abril».
Del mismo modo, es una falsificación presentar a la marcha oficialista como un paseo angélico que pedía tan solo «Paz y Democracia». En ésta había unos cuantas—como las hay también en cierta proporción, felizmente pequeña, del lado opositor—voluntades más radicales y agresivas.
Cuando el comunicado del Seminario afirma tajantemente que ningún gobierno anterior se preocupó por los pobres venezolanos incurre en una aseveración falaz, irresponsable y tendenciosa. Si algo ha caracterizado los gobiernos civiles de Venezuela ha sido precisamente una constante preocupación por los programas de alivio social, muchos de los cuales fueron desactivados por el gobierno de Chávez, para ser sustituidos por otros que no han hecho otra cosa que expandir la corrupción que el comunicado del Seminario razonablemente condena. Además, todos los indicadores de pobreza en Venezuela se han agravado marcadamente con el transcurrir del gobierno de Hugo Chávez.
Ni siquiera vale la pena comentar el ejemplo único y aislado con el que la declaración del Seminario pretende demostrar que el gobierno de Chávez es amigo del inversionista privado. Se trata de un inversionista extranjero, y en esto Chávez es, como decimos en Venezuela, «claridad en la calle y oscuridad en la casa». Por lo que respecta al empresariado local Chávez no ha cesado de manifestarse su adversario y de exponerle al odio de los más desposeídos.
Que British Gas y «otras compañías internacionales de energía» hayan firmado acuerdos con el gobierno de Chávez no debe sorprender a nadie. En esto esas compañías son característicamente impertérritas: también firman acuerdos con los dictadores de China o con Hussein o Kaddaffi. Pero el modo de redactar del comunicado insinúa que nunca antes se negoció acuerdos en términos favorables a Venezuela y el ambiente, lo cual es una mentira monumental.
Que Chávez heredó una pesada deuda externa es cierto. También ocurrió así con otros gobiernos anteriores. El mismo comunicado registra que el salto trágico se produjo durante el gobierno de Lusinchi, cuando se puso en práctica un diabólico régimen diferencial de cambios con el que se lucró, o más bien dejó de perder, un buen número de empresarios privados. Pero Lusinchi ha sido execrado de un país en el que sus ciudadanos le rechazan como arquetipo de la corrupción. No ha podido volver. Y por lo que respecta a la aparentemente loable disminución de la deuda externa durante Chávez, en la cantidad de un millardo de dólares, el mismo comunicado del Seminario indica que Caldera, con ingresos considerablemente menores a los que Chávez ha disfrutado, y enfrentando una gigantesca crisis financiera, supo reducir ese monto en la cantidad de tres millardos de dólares.
El propio comunicado ha admitido, sin proponérselo, que el gobierno de Chávez ha tenido algo que ver con las muertes de abril. Al citar a Human Rights Watch no se percató, tal vez, de que esta organización dice que «mucha de esta violencia» debe atribuirse a excesos policiales. Mucha, entonces, pero no toda. ¿Quién causó la violencia que no puede ser atribuida a la policía? Por otra parte, a ningún abogado serio—y el Dr. William F. Pepper es abogado—le bastaría el hecho de que el alcalde metropolitano de Caracas sea opositor de Chávez—antes le defendía—para fundar una acusación transoceánica tan grave como la que insinúa. No debiera ése ser el método de un Seminario que se dice interesado en los derechos humanos. Aunque no le guste, sorprendentemente el alcalde metropolitano de Caracas y su policía también tienen derechos humanos.
El comunicado del Seminario afirma que Chávez prefirió exponerse a los golpistas, pero no renunciar, para salvar a una buena cantidad entre los 50.000 ciudadanos que según su estimación defendían a Chávez y a sus ministros («todos los cuales estaban adentro»), dado el riesgo que correrían en caso de que Miraflores fuese bombardeado. Para empezar, no todos los ministros «estaban adentro». Ya varios habían puesto pies en polvorosa. Luego, Chávez sí aceptó renunciar. Se desdijo cuando se rechazó su pretensión de que se le permitiese abandonar el país. Por último, Chávez no mostró ningún desprendimiento heroico, ni ninguna preocupación por la vida de quienes manifestaban en su contra cuando, infructuosamente, procuraba contrarrestar su marcha con la salida de tropas que nunca pudo reunir. Ni tampoco tuvo consideraciones con la «garantizada» libertad de expresión cuando intentó bloquear las señales de las televisoras que mostraban los primeros muertos mientras él, Chávez, imponía una transmisión única y conjunta de una alocución que enmascaraba la tragedia de ese día.
No, señores del Seminario Internacional de Derechos Humanos. Chávez nunca quiso proteger otra cosa que su propio pellejo, pues no le importaba lo que ocurriera a la masa de centenares de miles de caraqueños que en la calle exigían su salida. Cifra que, por cierto, era varias veces superior a la de las 50.000 almas que el Seminario, inadvertidamente, involuntariamente, ha declarado que defendían a Chávez. Ustedes mismos, redactores del comunicado del Seminario, nos aclaran, a pesar suyo, las verdaderas cuentas.
No sé, sinceramente, si hubo más muertos el 12 y el 13 de abril que el día 11. Todas las muertes me duelen, de uno y de otro bando. Pero no es muy objetivo soslayar el hecho de que hubo saqueo, incitado o tolerado por Chávez y sus ministros, y violencia desatada por partidarios del gobierno en esas fechas. Nada de esto justifica ni una sola muerte, ni un solo asesinato. Tan solo quiero señalar, a quienes trafican profesionalmente con los derechos humanos, que no se conoce como humano el derecho al saqueo y la rapiña.
Emblema de Oxford
El comunicado del Seminario asegura que el gobierno de Chávez «está considerando formas y maneras de tener una investigación justa e imparcial de estos eventos». Ya lleva en eso, nótese, seis meses. Medio año ha transcurrido desde la tragedia de abril sin que el gobierno que tanto entusiasma a la dirección del Seminario haya logrado encontrar las «formas y maneras» de presentar una relación confiable de lo ocurrido. La cacareada «comisión de la verdad» no termina de nacer, y en esto tiene que ver, determinantemente, la obstrucción generada por el gobierno.
El comunicado del Seminario presenta como «logros» de gran significación, atribuibles a Chávez, que la nueva Constitución reconozca los derechos de nuestras poblaciones indígenas, y que haya «menos personas en las cárceles que no han sido sentenciadas». Por lo que respecta a esto último hay que convenir en que es cierto: ahora hay en las calles mucho más criminales que ni siquiera han sido enjuiciados, no digamos sentenciados o condenados. Y en relación con los derechos de los indígenas valdría la pena que el Seminario se preguntara dos cosas: una, ¿es la impresión en papel de una declaración de derechos prueba contundente de que un derecho ha cobrado entidad real? ¿Lo cree así la plantilla de profesionales del Seminario? Dos, ¿es una expresión del derecho de los indígenas el derecho a la mendicidad que ahora ejercen en múltiples puntos de nuestra geografía urbana? Así como alguna vez el excesivamente locuaz presidente Chávez prometió que renunciaría si no lograba acabar con la presencia de niños indigentes en las calles de nuestras ciudades y no lo ha hecho, así también se llena la boca con la enunciación del derecho aborigen mientras nuestros indígenas invaden ahora las urbes sin otro destino que el de ser pordioseros.
En Venezuela, típicamente, no se denuncian los casos de censura de prensa ante los tribunales. Normalmente los desaguisados a este respecto se publican en la misma prensa y se ventilan ante organizaciones internacionales de sus gremios. Y ya hablé del tema del acoso a la prensa y a los medios en general.
No lo he hecho acerca del acoso a la Iglesia católica, ni a los sindicatos a los que infructuosamente ha intentado neutralizar, ni a las universidades a las que pretende sojuzgar. Tal vez el Seminario Internacional de Derechos Humanos considere—digo yo, una vez vista su peculiar manera de entender, desde muy lejos, nuestra realidad—que es un derecho humano invadir y tomar la sede rectoral de nuestra principal universidad. Que una treintena de personas, dirigidas, alimentadas y apertrechadas con instrumentos de violencia desde la mismísima Vicepresidencia de la República (Adina Bastidas) tienen el derecho de imponer la zozobra, por más de un mes, a una comunidad universitaria de decenas de miles de personas que rechazaba sus pretensiones. Si eso es la peculiar noción de derechos humanos y de democracia que mantiene el Seminario Internacional de Derechos Humanos de la Universidad de Oxford, yo sostendré que esta casa de estudios se ha permitido descender, al menos en ése su programa oficial, a niveles deplorablemente bajos de estulticia.
No hay injusticia social que justifique la pérdida de libertad en aras de una supuesta solución que por lo demás no se tiene. Nada justifica, por ejemplo, que la voluntad de un solo hombre se superponga, por más de cuatro décadas, a las voluntades individuales, mediante el terror y la represión, de millones de cubanos. No se justifica Franco, ni Pinochet, ni Hitler, ni Stalin, ni Pol Pot. No se justifica ni Carmona ni Chávez.
John Stuart Mill
Trágicamente ocurre que, de tiempo en tiempo, pueblos enteros pueden ser hipnotizados por el espejismo de tiranos autoconsagrados. Así lo puso el grande hombre de políticas y letras que fue el inglés clarísimo que se llamó John Stuart Mill, en su ensayo sobre el gobierno representativo: «Un pueblo puede preferir un gobierno libre, pero si, por indolencia, descuido, cobardía o falta de espíritu público, se muestra incapaz de los trabajos necesarios para preservarlo; si no pelea por él cuando es directamente atacado; si puede ser engañado por los artificios empleados para robárselo; si por desmoralización momentánea, o pánico temporal, o un arranque de entusiasmo por un individuo, ese pueblo puede ser inducido a entregar sus libertades a los pies de incluso un gran hombre, o le confía poderes que le permiten subvertir sus instituciones; en todos estos casos es más o menos incapaz de libertad: y aunque pueda serle beneficioso tenerlo así sea por corto tiempo, es improbable que lo disfrute por mucho».
El comunicado del Seminario, en fin, reitera su lema en latín, el que además se encuentra mal escrito tanto en ese texto como en la página madre. Lo pondremos aquí como quisieran haberlo formulado: Non solum nobis nati sumus. «No hemos nacido sólo para nosotros». Saludo ese lema, aunque parezca que el Dr. William F. Pepper hubiera nacido sólo para Hugo Chávez.
Atentamente
Luis Enrique Alcalá
_________
por Luis Enrique Alcalá | Jun 14, 2002 | Estudios, Política |
En Para leer mientras sube el ascensor, colección de textos humorísticos por el español Enrique Jardiel Poncela, se encuentra una narración muy preocupante. Dos amigos discuten. Uno de ellos ha propuesto la siguiente descripción: “El hombre lleva siempre a la fiera atroz en su interior”.
La discusión lleva a una apuesta. Quien sostiene la tesis asegura que logrará hacer surgir tal bestia de dos tranquilos viejecitos, que conversaban sentados en un banco del parque protegidos por una verja de hierro. Allí va a molestarles, llamando su atención con un bastón y constantes gritos: “¡Eh, fieras!”
Al principio, los ancianos respondían con gran paciencia y dulzura, siempre con calma, y argumentaban que puesto que sólo eran dos ancianos inofensivos se les permitiera conversar en paz. Al final, luego de un larguísimo período de hostigamiento, los ancianos rugían, echaban espuma por la boca, mordían los barrotes de la verja y amenazaban con la peor de las muertes a su torturador. Asunto demostrado.
El cuento viene al caso porque sobre el 11 de abril hay más de una interpretación y, más fundamentalmente, porque varios procesos coexistieron en paralelo el 11 de abril. Esto es, no hay una explicación lineal, unidimensional, del 11 de abril. Pero aun si lo que hubiera ocurrido fuese tan sólo lo que el gobierno de Chávez pretende vender como única verdad, que el 11 de abril solamente ocurrió un golpe de Estado en Venezuela, esa ocurrencia sería resultado de las pasiones que Hugo Chávez se cuidó muy bien de excitar por todos los medios a su alcance. Hugo Chávez estuvo buscando la fiera atroz que anidaría, según Jardiel Poncela, en el alma de cada venezolano, desde el instante mismo que tomó posesión del gobierno y aun mucho antes. Por mucho menos de lo que ha hecho Chávez, muchos presidentes recibieron un golpe de Estado.
Pues a su asunción de la Presidencia de la República de Venezuela, Chávez contó con un amplificador de gran potencia para su particular interpretación de lo político. En el acto mismo de prestar juramento ya evidenció mezquindad e inclemencia al referirse al libro sobre el que juraba como constitución moribunda. Dos días más tarde, al cumplirse siete años de su rebelión de febrero de 1992, exaltaba esta intentona violenta y atemorizaba a la Presidenta de la Corte Suprema de Justicia.
Poco después, en su primera exposición desde el Salón Ayacucho del Palacio de Miraflores y ante un auditorio lleno de personalidades, ofrecía a un conocido empresario de televisión venderle un carro blindado del que el gobierno se desprendería dentro de un programa de austeridad fiscal. La directa implicación era que el empresario aludido podría necesitar el vehículo para la protección de su vida.
El amedrentamiento ha sido arma favorita de Chávez durante todo su período gubernamental y desde su mismo inicio. Más de una de esas reuniones televisadas desde el Salón Ayacucho pareció atenerse a un estilo de gobernar en corte, como si se tratara del más absoluto de los monarcas franceses. Es decir, Chávez tomaba decisiones sobre la marcha, en medio de uno de estos actos que progresivamente vendrían a ser sustituidos por las cadenas de televisión y radio y por su programa dominical “Aló, Presidente”.
Pero al estilo versallesco de decidir enfrente mismo de los cortesanos, Chávez añadía el poder intimidante de una cámara de televisión clavada sobre el semblante de la persona a quien pudiera ocurrírsele aludir directamente. Por ejemplo, con motivo de la primera reestructuración de la que fuera objeto la plana mayor de PDVSA, Chávez se dirigía al país desde el centro del estrado, mientras a su lado derecho observaba, entre otros, el recién nombrado Presidente de PDVSA, Roberto Mandini. Éste último no estaba conforme con el candidato que Chávez quería imponer en PDVSA Gas, Domingo Marsicobetre. Chávez forzó una transmisión televisada al país para informar acerca de la reestructuración de autoridades en PDVSA y, ante las cámaras de televisión dijo que todavía no había acuerdo respecto de quien dirigiría PDVSA Gas. “Hemos hablado de un nombre… ¿No es así, Mandini? Marsicobetre, ¿no?” El pobre Roberto Mandini, sabiéndose enfocado por la cámara, capituló allí mismo. Chávez le extrajo la designación de Marsicobetre a Mandini con el empleo implacable y descarado de su técnica de gobernar en corte televisada.
LOS MOTIVOS DE CHÁVEZ
Hugo Chávez gobierna con descaro. En sus comunicaciones siempre hay un reto a alguien, muchas veces de un modo muy directo. En su lenguaje, una propensión a la procacidad, un desprecio por las formas y el protocolo. Una significativa proporción del rechazo que Chávez provoca tiene que ver con el lado formal de sus expresiones, con su gesticulación, su imprudencia, su informalidad, con, en suma, su mala educación.
Sri Radhakrishnan descartaba como hipócritas las convenciones de Ginebra que prohíben el empleo de armas químicas mientras toleran que un pueblo entero sea arrasado con las llamas de bombas incendiarias. Eso equivale, decía, a criticar al lobo no porque se coma al cordero, sino porque no lo come con cubiertos. Hugo Chávez es un lobo inteligente que, adrede, no come con cubiertos. Siente placer en escandalizar a quienes no considera merecedores de reconocimiento social. Por esto desprecia las reglas de la urbanidad política.
Y es que Chávez es efectivamente un lobo. El lobo de Rubén Darío, el lobo de Gubbio, el lobo de San Francisco. Cuenta Darío en “Los motivos del lobo”, cómo es que la población de Gubbio era atacada por un lobo feroz, cebado sobre los rebaños y pastores del pueblo. Francisco de Asís pasaba por allí y recibió la queja y se fue a buscar al lobo en el campo. Al hallarlo lo increpó: “¿Es ley que tú vivas de horror y de muerte?” El lobo se justifica: “¡Es duro el invierno, y es horrible el hambre! En el bosque helado no hallé qué comer; y busqué el ganado, y en veces comí ganado y pastor. ¿La sangre? Yo vi más de un cazador sobre su caballo, llevando el azor al puño; o correr tras el jabalí, el oso o el ciervo; y a más de uno vi mancharse de sangre, herir, torturar, de las roncas trompas al sordo clamor, a los animales de Nuestro Señor. Y no era por hambre, que iban a cazar”.
La mansedumbre de Francisco se impone al cabo sobre tal argumentación, y tiene la palabra del lobo de que ya no asaltará pastor y ganado a cambio de ser mantenido por los habitantes de Gubbio. La cosa funciona por un tiempo. Hasta que Francisco se va del pueblo y regresa un tiempo después. Al entrar consigue el terror en los habitantes: el lobo ha vuelto a las andadas, sólo que con mayor ferocidad.
De nuevo emprende Francisco el camino de la fiera. De nuevo la encuentra y le enrostra sus crímenes. Pero esta vez no convencerá al lobo. Éste le dice: “Hermano Francisco, no te acerques mucho… Yo estaba tranquilo allá en el convento; al pueblo salía, y si algo me daban estaba contento y manso comía. Mas empecé a ver que en todas las casas estaban la Envidia, la Saña, la Ira, y en todos los rostros ardían las brasas de odio, de lujuria, de infamia y mentira. Hermanos a hermanos hacían la guerra, perdían los débiles, ganaban los malos, hembra y macho eran como perro y perra, y un buen día todos me dieron de palos. Me vieron humilde, lamía las manos y los pies. Seguía tus sagradas leyes, todas las criaturas eran mis hermanos: los hermanos hombres, los hermanos bueyes, hermanas estrellas y hermanos gusanos. Y así, me apalearon y me echaron fuera. Y su risa fue como un agua hirviente, y entre mis entrañas revivió la fiera, y me sentí lobo malo de repente; mas siempre mejor que esa mala gente. y recomencé a luchar aquí, a me defender y a me alimentar. Como el oso hace, como el jabalí, que para vivir tienen que matar. Déjame en el monte, déjame en el risco, déjame existir en mi libertad, vete a tu convento, hermano Francisco, sigue tu camino y tu santidad”.
Chávez no fue a un convento, sino a un cuartel. Y cuando salía de él veía cosas: la miseria de la gente, su sufrimiento, la impunidad, el peculado, la irresponsabilidad. Y así se convirtió en lobo escarmentado que no sabe creer en quienes supone responsables del estado de cosas en Venezuela. Largos años maduró su amargura y su rabia. ¿No era Eduardo Fernández quien solía decir que el pueblo estaba bravo desde antes del 27 y 28 de febrero de 1989? ¿Por qué sorprenderse ahora de la virulencia del chavismo?
El presidente Chávez, en tanto operador político, pertenece a la escuela quirúrgica. Él cree que las soluciones públicas en Venezuela deben ser, por fuerza, agresivas, invasivas, traumáticas, y siente una especial vocación por aplicarlas. Chávez es un cirujano político, y como tal cirujano procura controlar totalmente al paciente. Anestesiado, si posible. Como con sus cadenas totales. Chávez quiere controlar al país.
La primera versión del decreto para el referéndum que daría origen a la Constituyente de 1999 es emblemática en materia de tentaciones totalitarias. La redacción estipulaba que los venezolanos depositaríamos en las manos de Chávez un cheque en blanco para que él determinase a su antojo todo lo concerniente al referéndum. Era tan evidente la formulación autoritaria que, aun cuando para los momentos se encontraba en su momento de mayor poder, tuvo que modificarse la redacción.
De hecho, hay una “falla de origen” en todo el periplo político de Hugo Chávez. Su primera incursión en lo político con la asonada del 4 de febrero de 1992 fue, a todas luces, un claro abuso de poder. No hay duda de que a mediados de 1991 se percibía en Venezuela un generalizado rechazo al gobierno y la figura de Carlos Andrés Pérez. Pero el alzamiento protagonizado por Hugo Chávez Frías y Francisco Arias Cárdenas no puede ser justificado.
En una entrevista de 1994 a la revista Newsweek, Chávez afirmó que el Artículo 250 de la Constitución de 1961 le obligaba prácticamente a rebelarse. Muchos han visto en este peculiar artículo del texto constitucional del 61 una formulación del llamado “derecho de rebelión”, puesto que afirma que ante una suspensión de la vigencia del mismo todo venezolano tendrá el deber de procurar su restablecimiento con el empleo de los medios a su alcance. Pero Carlos Andrés Pérez, con todo lo nefasto que haya podido ser su gobierno, con toda la corrupción que era visible bajo su mando, nunca suspendió la vigencia de la Constitución.
El derecho de rebelión se encuentra claramente formulado en la sección tercera de la Declaración de Derechos de Virginia, importante documento de la historia política norteamericana que precedió por tres semanas, e influyó en la construcción, de su Declaración de Independencia de 1776. Esta sección afirma: “…cuando cualquier gobierno resultare inadecuado o contrario a estos propósitos—el beneficio común y la protección y la seguridad del pueblo, la nación o la comunidad—una mayoría de la comunidad tendrá un derecho indubitable, inalienable e irrevocable de reformarlo, alterarlo o abolirlo, del modo como sea considerado más conducente a la prosperidad pública”.
La clave de ese derecho es que su sujeto es una mayoría de la comunidad. Nada justificaba, entonces, que un grupo de oficiales conspiradores se arrogara la titularidad del mismo y decidiera aplicar remedios violentos a la preocupante situación nacional a las alturas de 1991. La aplicación de un protocolo quirúrgico fue un incuestionable abuso de poder, sobre todo cuando la mayoría de los venezolanos se había manifestado consistentemente contraria a salidas de fuerza en toda consulta de opinión desde 1958 hasta 1991.
MANIPULACIÓN PSICO-HISTÓRICA
Así como Henrique Salas Römer pretendía, con sus cabalgatas por los campos de Carabobo, asociar su imagen a las gestas independentistas de Venezuela, así también, y en mucho mayor grado, Hugo Chávez ha empleado con pertinaz eficacia comunicacional la figura de Simón Bolívar para justificar su planteamiento político. Desde la denominación de su organización original—Movimiento Bolivariano Revolucionario 200, llamado así porque se constituyó en 1983, en el bicentenario del nacimiento del prócer—hasta su imposición de un nuevo nombre oficial para la República de Venezuela, pasando por la formación de unos “círculos bolivarianos” y el traslado de un retrato de Bolívar hasta Madrid para declarar a la prensa en un hotel frente a su efigie, Hugo Chávez ha hecho de la figura bolivariana un recurso propagandístico de grave irresponsabilidad. Si en la psiquis venezolana Bolívar representa una figura paterna venerada, irreprochable, casi sagrada, la asociación de las ejecutorias de Chávez con el Libertador equivale a santificarlas y a equiparar cualquier oposición en su contra con posturas antibolivarianas.
En una primera instancia, la Constituyente de 1999 preservó la formulación tradicional del nombre de la República, pero Chávez insistió y se salió con la suya, sin que valieran las argumentaciones en contra, que incluían el hecho del enorme costo implicado en el cambio de denominación en papelería pública de toda especie.
Pero ¿es sólo un hecho propagandístico la afiliación bolivariana de Chávez, o es su insistencia en Bolívar la señal de una intención ulterior?
Martín Luther King hizo famosa la frase “Yo tengo un sueño”. Chávez sueña, igualmente, pero en su caso el ámbito de su ensoñación se extiende a la constitución de un Estado bolivariano más amplio, que en su versión más escueta estaría conformado por los países de la Comunidad Andina, los países libertados por Bolívar, y que en su perímetro máximo se extiende a toda América Latina.
Si se combina esta versión onírica de sus metas políticas –gobernar sobre toda la extensión de los países bolivarianos– con el resto de sus convicciones, es posible explicar el significado de sus actos. Chávez cree que la situación social en Venezuela y la mayor parte de América Latina se debe a que una clase pudiente, la oligarquía criolla, prácticamente roba a los pobladores pobres de una riqueza fundamental que debiera bastar para todos. Para él, que insistentemente se refirió a las “cúpulas podridas” de la democracia venezolana como responsables del atraso venezolano, la figura de Andrés Pastrana, por poner un caso, debe ser incluida dentro de la misma descripción. Sería entonces una labor meritoria la de reventar el dominio de tales cúpulas en toda América Latina y, en particular, en el área de los países bolivarianos. De allí que su postura ante las FARC colombianas sea benevolente en público y decididamente cooperativa de modo encubierto. Las FARC y el ELN serían expresión de un pueblo sojuzgado por las corrompidas cúpulas de poder en Colombia, y en ese sentido intrínsecamente meritorias.
Por otra parte, el lobo escarmentado que es Chávez tiene una visión francamente negativa respecto del poder de los Estados Unidos, la que se inscribe dentro de una teoría de la dominación que hace unas década era casi general para el liderazgo político en América Latina y Venezuela. En esto no difiere de Rómulo Betancourt o de Rafael Caldera, o de Carlos Andrés Pérez en su primer gobierno. Es noción muy difundida en América Latina que los Estados Unidos, a los que hay que acreditar una larga serie de intervenciones en nuestro continente cada vez que algún gobierno o líder no estuviese alineado con sus intereses, ha sostenido una política de dominación hacia nuestros países.
No le falta razón. Es casi automático que una potencia como la norteamericana—así lo ha sido en toda época histórica—intente ejercer el predominio sobre lo que considera sus áreas de influencia. Si Venezuela tuviera los recursos y la posición de los Estados Unidos, seguramente se comportaría de modo muy similar a éstos. Es por esto, por tanto, que Chávez insiste en una concepción multipolar para el gobierno del planeta.
De nuevo, no es sólo Chávez quien piensa así. En un mundo en el que existe algo como China, o Rusia, o la Comunidad Europea, o conjuntos geopolíticos como los del Pacífico, hay una resistencia natural a la imposición de una hegemonía norteamericana. El problema es que Chávez, al oponerse a tal hegemonía, como el lobo de Radhakrishnan, se come el cordero sin cubiertos. El problema con Chávez, en ese punto, es que afirma sus ideas al tiempo que rompe protocolos y las reglas de la urbanidad diplomática. El ministro de asuntos exteriores de Francia puede decir cosas similares a las que Chávez opina en materia de relaciones internacionales, sin generar rechazo.
A fines del año 2000, por ejemplo, Chávez abogó por la inclusión del concepto de “democracia participativa” en una declaración de presidentes de América reunidos en Québec. Fue el único presidente que insistió en el punto. Los analistas venezolanos, en su mayoría, interpretaron esto como signo del “aislamiento” de Venezuela en el concierto de las naciones americanas. Pero si John Naisbitt, en su libro Megatendencias, afirmaba la “muerte” de la democracia representativa y el advenimiento de una democracia participativa en la década de los 70 como una de sus principales predicciones, tal declaración era aceptada y aplaudida por los más conservadores. En buena medida, por tanto, se trata de la manera empleada por Chávez para vocear sus convicciones.
Claro, más allá de eso debe considerarse que Hugo Chávez no es un actor político de profunda convicción democrática.
DIME CON QUIÉN ANDAS
Chávez tiene constantemente en mente que cuando habla en un escenario como el de las Naciones Unidas, o el de una cumbre importante, su audiencia no es la de los mandatarios que puedan encontrarse presentes en cada acto. Chávez se dirige a una audiencia global, a los proletarios de todas partes. Cuando emite las irritantes señales que violentan lo convencional, el orden establecido, lo hace pensando en audiencias empobrecidas.
Pero no hay duda de que tiene preferencias muy marcadas por gobiernos y gobernantes autoritarios. Compara a la “revolución venezolana” con la Revolución China de Mao, se complace en romper el tácito acuerdo internacional de aislar a Saddam Hussein, en visitar a Kadafi, en establecer una relación privilegiada con Fidel Castro.
Si Chávez fuera persona de discurso consistente, debiera caer en cuenta que su defensa de la Constitución de 1999 debiera igualmente llevarle a exigir a Castro la democratización de Cuba. De allí que su retórica sea numerosamente contradictoria.
Las preferencias de Chávez por Estados, gobernantes y figuras habitualmente rechazadas por la mayoría de las naciones, se pusieron de manifiesto a escasas semanas de su asunción al poder en Venezuela. Un cruce de correspondencia amistosa con Illich Ramírez Sánchez, terrorista más conocido por su cognomento habitual de “Carlos el Chacal”, puso en evidencia que no encontraba demasiados motivos para rechazar las ejecutorias de este último.
Chávez tiene una percepción épica de la política y de su propia figura. Todo lo que emprende, entiende él, reviste dimensiones “históricas”. Y siendo hombre militar, tiene la tendencia a equiparar lo importante en política con gestas de guerra. Así lo revela todo su discurso. Lo importante es el combate, las gestas heroicas antes que las civilizatorias. Y él se percibe como hombre providencial, encargado por el espíritu de Bolívar para completar su obra.
De este modo prefiere las revoluciones, las guerras, las rebeliones, los cataclismos políticos. El período de Chávez ha implicado la inversión de la interpretación estándar según la cual Fidel Castro fue un enemigo de Venezuela que financió guerrillas venezolanas que buscaban destruir el esquema político originado en el Pacto de Punto Fijo. Las figuras antaño censurables, como nuestros guerrilleros de los 60, han pasado a ser objeto de veneración estimulada en repetidos actos de homenaje y reivindicación.
Y la gesta que requeriría un mayor esfuerzo de reivindicación es, justamente, la del 4 de febrero de 1992 que él protagonizó. Cuando rechaza, por razones de índole constitucional, el golpe de Estado del que Pedro Carmona Estanga fue mascarón de proa, pareciera no percatarse de que idéntica argumentación puede ser opuesta a su intentona de 1992. Pero en su lógica revolucionaria, que le provee una lógica acomodaticia, el acto insurreccional del 4 de febrero es por completo reivindicable.
Yehezkel Dror, experto mundial en la generación científica de políticas (policy sciences) y reiterado visitante de Venezuela en las décadas de los 70 y los 80, escribió una importante obra en torno al problema de gobernantes y actores políticos anómalos, Crazy States, en la que analizaba los rasgos y conductas de personajes como Idi Amin Dada o Muammar Kadafi y de movimientos como el del Ejército Revolucionario Irlandés y otros de corte terrorista. Éstos son los rasgos que, al parecer de Dror (1975), definían un crazy state, un Estado desquiciado:
1. Metas que son muy agresivas en contra de terceros;
2. Compromiso profundo e intenso con tales metas con disposición a pagar un alto precio por su logro y propensión a aceptar altos riesgos;
3. Sensación de superioridad ante una moralidad convencional y las reglas aceptadas del comportamiento internacional, con disposición a ser convencionalmente inmoral e ilegal en nombre de “valores superiores”;
4. Capacidad para comportarse lógicamente dentro de los paradigmas precedentes;
5. Acciones externas que causan impacto sobre la realidad, las que incluyen el empleo de símbolos y amenazas.
El esquema de Dror parece haber sido hecho a partir de una descripción del gobierno de Chávez. El Estado venezolano, bajo la conducción de Hugo Chávez, corresponde perfectamente a su caracterización de crazy state. Sobre todo porque los gobiernos por los que siente especial preferencia son muy parecidos al suyo.
LA HERENCIA DE CHÁVEZ
En su trilogía de ciencia ficción, Foundation, una milenaria saga galáctica de civilización y decadencia, Isaac Asimov describe una etapa en la lucha por el poder dentro del Imperio de Trantor en la que un mutante inesperado asume el control de una importante zona de la galaxia. El personaje es un militar, un guerrero autoritario e implacable que se rige por un código de conducta que pareciera escrito por Hugo Chávez. Al final, su aventura concluye con su derrota, luego de un lapso más bien breve durante el que disfruta del poder total. Se le conoce con el apodo de “El Mulo”, que alude tanto a su condición de híbrido mutante como a su esterilidad. El Mulo no puede dejar descendencia.
Hugo Chávez no tendrá sucesor que se le parezca. Su nivel de delirio es único e irrepetible. Pero sí dejará una impronta en la sociedad y la política venezolanas. El proceso político nacional ya no será el mismo. Tuvo que venir Chávez—pareciera—para que dos instituciones en principio inmiscibles, como lo son Fedecámaras y la CTV, lograran acordarse, de la mano de la Universidad Católica Andrés Bello, en que la pobreza es el principal problema de Venezuela. El 5 de marzo de este año Pedro Carmona Estanga y Carlos Ortega firmaban, en representación de sus respectivas organizaciones y con el padre Luis Ugalde, Rector de la UCAB, como testigo que de algún modo representaba a la Iglesia católica venezolana, un documento que pretendió ser la base de un “acuerdo nacional” y que comenzaba con el descubrimiento de que la pobreza existía. En palabras de Jesús Urbieta, Director del Instituto Nacional de Estudios Sindicales, la principal meta del acuerdo era: “La superación de la pobreza cuya gravedad afecta no sólo a sus víctimas sino también al resto del país, debe ser vista con un propósito decidido: El principal objetivo y el sello moral del compromiso de toda la república”. (www.acuerdonacional.com)
Claro que el acto en sí no parecía condecirse con el problema mismo que se decía querer enfrentar, al celebrarse en el más emblemático sitio de la afluencia y el boato caraqueño: la quinta La Esmeralda, escenario insistente de las más fastuosas entre las celebraciones de la alta sociedad. Por otra parte, se dejó colar la interpretación de que las bases propuestas para el acuerdo venían a serlo de un tal “pacto de gobernabilidad”, que operaría una vez que se produjese la salida de Hugo Chávez del poder. Así lo vitoreaban los asistentes al acto del lanzamiento del pacto el que, en intención hecha explícita, estaría completamente dibujado para el mes de octubre de este año. Eso, al menos, era la meta antes de los acontecimientos del 11 de abril y los días sucesivos, cuando uno de los protagonistas principales, Pedro Carmona, desempeñaría un triste papel, mientras el Cardenal Velasco tendría dudosísima participación y la CTV lograra zafarse en el último minuto, no sin astucia, de la muy comprometida posición a la que parecía destinada.
Mucho se ha dicho que Chávez ha sido el gran aglutinante de la oposición, y algunos comentaristas extienden este benéfico efecto hasta los confines de la “sociedad civil”. Pero lo cierto es que el efecto neto de Chávez ha sido divisivo. No en balde el segundo objetivo del acuerdo Fedecámaras-CTV rezaba: “Queremos una sociedad unida e inclusiva”. Esto es, el diagnóstico revelaba con alarma la existencia de una profunda división de la sociedad venezolana: de un lado, la mayoritaria masa empobrecida; del otro, el “escuálido” segmento favorecido con recursos y afluencia. No hay nada nuevo en este diagnóstico. Cuando Lech Walesa llegó a Caracas para asistir a la toma de posesión de Carlos Andrés Pérez en 1989, observó, como primera cosa que vino a su mente tras el recorrido de la autopista desde el aeropuerto, que en su opinión Venezuela era en realidad no uno sino dos países. Le había bastado ver los cerros tapizados de ranchos a la entrada de nuestra capital. El nuevo elemento, en realidad, es la prédica de lucha de clases que Chávez ha introducido. Es ésta la división que el acuerdo Fedecámaras-CTV denuncia como peligrosa.
Por cierto que Walesa ostenta rasgos que Chávez exhibe. En reciente entrevista para el diario La Nación de Buenos Aires declaraba: “Sirvo más para la revolución que para la democracia”, y la periodista destacaba cómo es que el líder polaco “está lejos de hacer gala de la elegancia o del lenguaje políticamente correcto que a sus pares les surge casi naturalmente. Podrá vestirse de traje azul marino y llevar en la muñeca un reloj de oro, pero sus gestos y modales son los mismos que cuando se calzaba el overall de los astilleros y de su solapa aún pende la muy polaca imagen de la Virgen Negra… El polaco es un pueblo sofisticado que se muere por entrar en el primer mundo de la Unión Europea. El estilo paisano de Walesa no es algo que quieren ver en la presidencia”.
Es la existencia de dos Venezuelas, evidente a los ojos del visitante ocasional como Walesa, presente en innumerables discursos electorales, problema irresuelto del país, lo que pasa con Chávez a primer plano, sin que tampoco él tenga solución eficaz.
Chávez, entonces, no ha traído ninguna gran innovación a la política venezolana. Sus paradigmas políticos distan mucho de la modernidad, y son una mezcla cacofónica de autores que pertenecen a un pasado histórico en gran medida irrelevante. Ya no hace tanta referencia a Simón Rodríguez, por ejemplo, pero antes era éste patrono predilecto de su personal santuario: Bolívar, Zamora, Maisanta (porque era guerrero y era su antepasado), Rodríguez. Tanta referencia al pasado le habría merecido una reconvención del maestro del Libertador. En la frase más citada de Simón Rodríguez se advierte: “O inventamos o erramos”. Y evidentemente no es inventar la fijación con el pasado.
Lo que no obsta para reconocer que ciertas presencias antaño desconocidas se han hecho realidad con el gobierno de Chávez. La indígena, por ejemplo, aunque en este caso es más probable que tenga más que ver con su concepción geopolítica, teñida por su propio nacimiento llanero, con su obsesión por el Apure y el Orinoco, cacareado “eje estratégico” que no se ha materializado en nada concreto.
Pero buena parte de la “revolución” de Chávez es puramente terminológica. Cree que es un gran logro decir Tribunal Supremo de Justicia en lugar de Corte Suprema, o Asamblea Nacional en vez de Congreso de la República, o República Bolivariana en sustitución de República a secas. Sus soluciones son superficiales, episódicas, demagógicas: el Banco del Pueblo, el Correo del Presidente (periódico rápidamente fenecido, luego de considerable dilapidación de recursos), el Plan Bolívar 2000. Elegido en gran medida, como otrora Luis Herrera Campíns, al proyectarse como paladín de una cruzada contra la corrupción, no ha logrado otra cosa que hacerla más grande y más impune.
En el fondo, Hugo Chávez no es otra cosa que la exacerbación del mismo modelo agotado de la política “realista”, esa Realpolitik predominante en Venezuela, idea según la cual la política consiste en obtener el poder, acrecentarlo e impedir, por cualquier medio, que el adversario se haga con el poder. Él lo ha dicho, al comparar innumerables veces el ejercicio político con el de la guerra. En esto tampoco es un innovador, pues ya Caldera se ubicaba alguna vez en las “arenas de la lucha política”, y Pérez se definía como “luchador político” y los miembros del Movimiento Electoral del Pueblo se saludan, no como compañeros o camaradas, sino como “combatientes”.
Al emerger como una última consecuencia de esta conceptualización, Chávez soslaya, de nuevo, la solución de los problemas públicos. Ni la pobreza, ni la inseguridad, ni el desempleo, ni la dependencia excesiva del petróleo, han moderado significativamente sus efectos negativos sobre Venezuela durante la jefatura de Chávez.
Pero Chávez representa la exigencia, ahora locuaz y amenazante, de los pobres venezolanos, y ha tenido éxito en articular un discurso falaz pero persuasivo. Es por tal razón que la oposición a Chávez, expresada tan sólo como negación de Chávez, se ha revelado como particularmente ineficaz. La oposición a Chávez que tendría éxito sería una superposición, un trascenderlo, un ir más allá de él, con modernidad y sensatez, con ciencia del gobierno, hacia la invención política que el país requiere. No es comportándose como perros que ladran tras el automóvil como será posible superar a Chávez –un Savonarola, un Robespierre, un McCarthy o un Hitler como los que surgen de cuando en cuando en el seno de las mejores repúblicas—que, demagogo como ellos, es el resultado irracional e intenso de un largo proceso de deterioro. A Chávez lo inventó la “Cuarta República”.
No fue Rafael Caldera quien lo inventó, por más que se atribuye a su sobreseimiento de la causa que se seguía a Chávez y sus compañeros de febrero por el delito de rebelión, su “inevitable” triunfo en 1998. Al año siguiente de la liberación de Chávez Frías se inscribe una plancha del MBR en las elecciones estudiantiles de la Universidad Central de Venezuela, tradicional bastión izquierdista. La susodicha plancha llegó de última. Y la candidatura de Chávez Frías, un año antes de las elecciones de 1998 y cuatro años después del sobreseimiento, no llegaba siquiera a un 10%. La “culpa” de que Chávez Frías sea ahora el Presidente de la República debe achacarse a los actores políticos no gubernamentales que no fueron capaces de oponerle un candidato substancioso y que escenificaron vergonzosas maniobras electoreras a lo largo del año electoral. Salas Römer perdió porque no era el hombre que podía con Chávez, y ninguna elaboración o explicación podrá ocultar ese hecho.
Caldera sí fue responsable, en cambio, de no haber gestado él mismo la celebración de una Asamblea Constituyente, que de algún modo prometió en su programa de gobierno de 1993 (Carta de Intención con el Pueblo de Venezuela). Varias proposiciones se le hicieron llegar, por varios conductos, en torno al tema. Todas fueron desechadas por él.
Bastante antes de 1998 era evidente que la arquitectura del Estado venezolano, su “sistema operativo” –para usar un concepto análogo del ámbito de la computación– debía ser profundamente renovado. Caldera, que había sido uno de los padres de la Constitución de 1961, hubiera podido convocar una Constituyente menos demagógica que la que finalmente tuvo lugar en 1999. Para mal de los venezolanos, y a pesar de que sobre otra materia llegó a amenazar con convocar a referéndum, jamás produjo la convocatoria necesaria.
En cambio, entre quienes correctamente percibían la peligrosidad de Chávez a la altura de la campaña electoral de 1998, hubo quienes creyeron que combatiendo su bandera constituyente restarían a sus posibilidades de triunfo. Fue así como una costosa campaña publicitaria, presentada en televisión por la ficticia asociación que llevó por nombre “La Gente es el Cambio”, saturó los canales de televisión privados con innumerables cuñas transmitidas en horario estelar, las que aseguraban que una Constituyente equivalía a un desastre. Cuando el habitante del 23 de Enero llegó a observar la quincuagésima séptima cuña ha debido sospechar: “Ésta no es la gente; ésta es la gente con mucho real. ¿Por qué la gente con mucho real se opone a la Constituyente?” La campaña en cuestión fue un clásico tiro por la culata que contribuyó a potenciar el arraigo popular de la candidatura de Chávez. Es así como la herencia de Chávez es la herencia patológica de la democracia venezolana en su fase de agravamiento definitivo.
LA OPOSICIÓN
Como apuntábamos arriba, la oposición a Chávez se ha caracterizado, la mayor parte del tiempo, por ser notablemente ineficaz.
Al comienzo del mandato de Chávez, y al menos hasta diciembre de 2001—hasta el paro empresarial del 10 de diciembre—el temor caracterizó el estado anímico general de quienes le adversaban. No es sino poco después del acto megaterrorista del 11 de septiembre de 2001 cuando se evidencia una caída importante en la popularidad del Presidente de Venezuela según es medida en las encuestas de opinión. No se entendió mucho, por ejemplo, y pareció mayormente inconsecuente, el largo viaje que emprendió por 11 países poco después del ataque a las torres del World Trade Center neoyorquino.
A su llegada de este largo y costoso periplo arreció marcadamente su ya largo asedio a los medios de comunicación venezolanos. Molesto porque se había reportado su imprudente alusión a la presunta venta del voto absolutorio de Carlos Andrés Pérez por parte de José Vicente Rangel durante el examen del caso del Sierra Nevada en 1979—“¿Cuánto habrá costado ese voto?”, preguntaba Chávez en Londres en intervención que fue teledifundida—la emprendió de modo preferente contra el diario El Nacional y su editor, Miguel Henrique Otero, a pesar de que el hecho había sido registrado por otros medios de comunicación. Poco después excitaba, desde su programa dominical de radio, a ejercer presión contra el periódico. Días más tarde la inefable Lina Ron lideraba un piquete de amedrentamiento hasta las puertas del diario, en obvio acto intimidatorio carente de toda espontaneidad.
La aprobación apresurada, a punto de vencerse el plazo de habilitación concedido por una servil Asamblea Nacional, de 49 leyes de polémico e inconsulto contenido, determinó que Fedecámaras, organismo de suyo contemporizador y poco dado a posturas agresivas, decidiera marcar con un paro empresarial, al que se sumó el apoyo de la Confederación de Trabajadores de Venezuela, su total inconformidad con el procedimiento. El paro del 10 de diciembre de 2001, exitoso a todas luces, constituyó un hito psicológico de primera magnitud. Comenzaba a perdérsele el miedo a Hugo Chávez.
Pero antes de este evento notable, indudable pivote con el que la oposición a Chávez cambió sus expectativas de casi resignación a una eternidad con Chávez—“Estaré hasta el 2021”—por los primeros atisbos de triunfo, los opositores al alocado e irresponsable régimen no atinaban a encontrar estrategias eficaces.
De hecho, hubo errores verdaderamente desquiciados, como cuando el Cardenal Velasco insinuó en un sermón en la Catedral de Caracas que las inundaciones de diciembre de 1999 eran un castigo de Dios a la soberbia presidencial, o como cuando Henrique Salas Römer y su partido procuraron exaltar, como “astuta” contraposición al 4 de febrero de 1992, y con misa catedralicia y ofrenda floral a la estatua ecuestre de Bolívar, las luctuosas fechas del 27 y 28 de febrero de 1989. Según artículo de prensa firmado por Salas, el “Caracazo” había sido, en contraste con el levantamiento sectario de Chávez y Arias Cárdenas, ¡un evento democrático que sólo era comparable a la caída del Muro de Berlín y los acontecimientos de la plaza de Tiananmén!
Para las elecciones de 2000, aparentemente necesarias como relegitimación dentro de un nuevo marco constitucional, la oposición fue incapaz de oponer a Chávez nadie mejor que Francisco Arias Cárdenas, otro golpista de 1992, con la esperanza de que en política, como en carpintería, nada sería más eficaz que una cuña del mismo palo, a pesar de que de ese modo se absolvía la culpa indudable de la criminal insurrección del 4 de febrero.
Después de estas elecciones, en las que Chávez ganó con la mayor facilidad ante el gris y poco carismático Arias Cárdenas, la oposición volvió a caer en el estupor. Sólo quedaba esperar que Chávez cavara su propia fosa. Entretanto, las esperanzas se cifraban en quien fuese que emergiera como opositor, así fuese alguien que hubiera tenido responsabilidad destacada en la llegada de Chávez a Miraflores. Así ocurrió con Alfredo Peña, atrabiliario Alcalde Metropolitano electo con votos de Chávez, a fines de 2001 y principios de 2002, y antes y también después con la figura de Luis Miquilena, artífice de las victorias electorales de Chávez, quien había preguntado alguna vez: “¿La sociedad civil? ¿Con qué se come eso?”
Fue justamente esa incomible “sociedad civil” la que produciría las condiciones que llevaron al derrocamiento momentáneo de Chávez el 11 de abril de 2002.
La sociedad civil o, más propiamente, las más activas entre las organizaciones no gubernamentales que no formaban parte del diseño chavista, habían marcado algunos logros tempranos en el largo proceso de oposición al gobierno de la “Quinta República”. Elías Santana y Liliana Hernández, las cabezas visibles de “Queremos Elegir” y “Cofavic” (Comité de Familiares de las Víctimas del 27 y 28 de febrero) tuvieron éxito en producir la suspensión de las elecciones pautadas para el 28 de julio de 2000, en acción legal intentada ante el Tribunal Supremo de Justicia. Poco después Santana fue aludido directamente por Chávez en un “Aló Presidente”, luego de lo cual aquél intentó infructuosamente ejercer un derecho a réplica que a nuestro juicio no le correspondía.
Al calor de estos hechos, y ante la obvia ineficacia de la convencional acción partidista, estos líderes y otros más comenzaron a arreciar su oposición y a establecer algunas instancias de coordinación.
Para estos fines contaron con el apoyo de los principales medios de comunicación, constantemente vapuleados por Chávez. Igualmente se les sumaba la Iglesia Católica, cuya jerarquía había sido también objeto de ataque público por parte del Presidente. No menos importantes, Fedecámaras y la CTV se ubicaban asimismo en franca oposición al gobierno. Esta última había protagonizado, antes del paro empresarial de diciembre, la primera derrota evidente del chavismo, cuando la plancha oficialista que encabezaba Aristóbulo Istúriz había recibido una verdadera paliza en las elecciones de la central de sindicatos.
Cada uno de estos sectores, el empresarial, el comunicacional, el sindical, el eclesiástico, el cívico, tenía algo que reclamar de modo directo, vilipendiados como habían sido por la verborrea agresiva e incesante de Hugo Chávez.
No podía faltar en el concierto opositor un sitio privilegiado para el estamento militar. El malestar en el seno de las fuerzas armadas (Fuerza Armada, en el prurito nominalista del chavismo) había ido in crescendo desde que el gobierno les había colocado en funciones ajenas a su función propia con la principal responsabilidad del Plan Bolívar 2000.
Pero también hacía mella profunda la dudosa relación del gobierno de Chávez con los movimientos guerrilleros colombianos, la presencia de asesores cubanos de seguridad, la figura de José Vicente Rangel como Ministro de Defensa, la distorsión de la meritocracia castrense en aras de un control “revolucionario” de los puestos clave de comando y el soborno y la corrupción de la oficialidad. Los militares venezolanos comenzaron a escuchar, insistentemente, peticiones cada vez más apremiantes de que interviniesen para asegurar la caída de Chávez.
Los militares resistieron el embate por largo tiempo. En general, argumentaban que el problema era esencialmente civil, que el voto civil había colocado a Chávez en la Presidencia de la República y que era la sociedad civil la que debía producir un inequívoco rechazo, el que a fines de 2001, a pesar de que las encuestas revelaban por primera vez una mayoría del país en oposición a Chávez, no era aún absolutamente convincente, Llegado el caso de una manifestación muy explícita, los militares podrían considerar la intervención. Con no poca razón, la oficialidad asediada consideraba que no era su función enderezar un entuerto que era propiedad de los civiles.
PRINCIPIOS DE AÑO
No fue sino hasta el mes de enero de 2002 cuando pudo cuajar la convicción de que Chávez era derrotable, de que su salida era posible aún antes de que venciera su período presidencial. La gran marcha del 23 de enero así lo demostró.
Chávez hizo todo lo posible por minimizar la significación de la marcha, hasta el 11 de abril la mayor manifestación pública escenificada en Venezuela. Desde prohibir el sobrevuelo de helicópteros como intento de impedir que los medios de comunicación pudieran mostrar su verdadera magnitud, hasta su mentira directa y patética al comparar el tamaño de la concentración opositora con el de la de sus partidarios. El país no cayó en el engaño, sin embargo, y todo el mundo supo que Chávez, por primera vez, había “perdido la calle”. Previamente había buscado negar la importancia de la efemérides, preguntando qué era lo que había que celebrar en esa fecha.
Casi un mes después, cuando quiso conmemorar, primero el 4 y luego el 27 de febrero—robándole la idea a Salas Römer—las cámaras de televisión mostraban a un Chávez acompañado de una rala asistencia que no llegaba a quinientas personas. Chávez, el otrora invencible guerrero de la boca suelta y actitud desafiante, comenzaba a dar lástima.
Los perros de presa de la oposición comenzaban a oler sangre.
También se había visto forzado a anunciar, el 12 de febrero, medidas de corte cambiario –una devaluación presentada como flotación del bolívar– y la realidad de un enorme déficit fiscal, ante el pertinaz descenso de los precios del petróleo. Como antes Pérez, como antes Caldera, la terca realidad económica le obligaba a una manipulación macroeconómica que golpeaba todavía más a una empobrecida población que sólo vivía de su “patriótico” circo bolivariano. El país daba ya por caído el régimen de Chávez. Sólo faltaba saber cuál sería la forma del desenlace definitivo. Como apuntamos, el anuncio de un “pacto de gobernabilidad” entre Fedecámaras, la CTV y, de alguna manera, la Iglesia Católica, era muestra de que todo temor había desaparecido.
Chávez procuró recuperar la eficacia de su táctica de amedrentamiento. Lina Ron tuvo éxito, con agresiones físicas que causaron heridos entre estudiantes y periodistas, en desordenar una marcha de protesta que pretendía salir desde los predios de la Universidad Central de Venezuela. La Fiscalía General de la República no tuvo más remedio que ordenar la detención de la violenta ciudadana, a quien Chávez ofrecía admirado reconocimiento de “luchadora social”. Cuando la OEA envió a su Relatoría de la Comisión de Derechos Humanos a investigar las agresiones a medios y periodistas, un peculiar personaje atacó a un camarógrafo de televisión, para aparecer poco después, atravesando por detrás de la figura de Diosdado Cabello, en un acto transmitido desde el propio Palacio de Miraflores. Y los defensores de Lina Ron amenazaban con juicios “populares” a connotados opositores, advirtiendo que si éstos no deponían su actitud pasarían de la categoría de “objetivos políticos” a la de “objetivos militares”. Cada uno de estos abusos sólo sirvió para una mayor solidez de la ola creciente de oposición.
Voces sensatas, que presentían la cesación del mandato de Chávez, y ante evidencias de que no pocos opinadores procuraban la salida de éste a como diera lugar—Cecilia Sosa, por ejemplo, declaraba que la deposición de Chávez no sería posible por medios “institucionales”, mientras Jorge Olavaria parecía equiparar derecho de rebelión y golpe de Estado—señalaban dos condiciones deseables para la transición: primera, que el término del gobierno se obtuviera por medios democráticos; segunda, que el fin de Chávez no significara la restauración de los viejos actores políticos, desplazados del poder por el experimento chavista.
ABRIL ROJO
El hilo conductor del cívico asalto final fue montado sobre el intento—revertido después—de someter a Petróleos de Venezuela a los designios de una Junta Directiva que violentó los tradicionales principios meritocráticos prevalecientes en nuestra industria petrolera. El irrespeto a tales principios, obviamente motivados por la voracidad financiera de un gobierno deficitario, produjo el insólito fenómeno de un cierre de filas de los empleados de PDVSA, incluido el personal obrero, y la solidaridad de la mayoría de la sociedad civil con una lucha inteligentemente planteada y manejada por dirigentes naturales de la llamada “nómina mayor”. El domingo 7 de abril, de la manera más insolente y llena de prepotencia, Hugo Chávez despedía públicamente, ante una corte radiofónica, a los más notorios entre esos líderes. La Confederación de Trabajadores de Venezuela convocó a paro general.
El 11 de abril se reunió la más gigantesca concentración humana que se haya visto en Venezuela en torno a las oficinas de PDVSA en Chuao. Un descomunal río de gente desbordaba la arteria vial de la autopista Francisco Fajardo. Personas de todas las edades y extracciones sociales se daban cita para protestar el atropello de la industria petrolera y exigir, a voz en cuello, como ya se había gritado el 23 de enero, la salida de Hugo Chávez de Miraflores. Confiado en su innegable y colosal fuerza, y estimulado por la consigna de los oradores de Chuao, que veían excedidas sus más optimistas expectativas, el inconmensurable río comenzó a desbordarse en dirección a ese palacio de gobierno. Por aclamación de unanimidad asombrosa, la mayoría aplastante del pueblo caraqueño, para asombro y terror de Chávez y sus secuaces, pedía que los militares se pronunciaran y sacaran al autócrata de la silla presidencial.
El grandioso movimiento encontró eco en todo el país. Maracaibo, Barquisimeto, Valencia, Puerto La Cruz, Margarita, las ciudades todas alojaban la unánime manifestación de repudio. Y el gobierno se aprestó a dar la batalla de Caracas. Freddy Bernal, el Karl Roehm del Hitler venezolano, comandó las huestes armadas, cuya presencia fue exigida por el Ministro de la Defensa, José Vicente Rangel. Si lo hubiera querido, la portentosa masa hubiera asolado las oficinas del ministro en la base aérea de La Carlota, aledaña al escenario de Chuao.
Luego los muertos. Muchos portaban chalecos que les hacían aparecer como fotógrafos de prensa. Asesinados a mansalva, con ventaja, con alevosía. La sociedad civil puso los mártires necesarios a una conspiración que, sordamente, se había solapado tras la pureza cívica de un movimiento inocente.
Semanas antes del sangriento día, un corpulento abogado trasmitía las seguridades que enviaba una “junta de emergencia nacional” a una reunión de caraqueños que habían descubierto su vocación por lo político en la lucha contra Chávez. Enardecido, con una bandera norteamericana prendida en la solapa, admitía que conspiraba junto con otros, que una junta de nueve miembros—cinco de los cuales serían civiles y el resto militares—ineluctablemente asumiría el poder en cuestión de días. Un editor rechazaba un artículo ofrecido a su revista en el que se exploraba caminos constitucionalmente compatibles, porque lo que iba a pasar era que “los factores reales de poder en Venezuela” depondrían a Chávez y luego darían “un maquillaje constitucional” a un golpe de Estado. Pedro Carmona Estanga emergería como el líder de un golpe cuyo blanco, antes que Hugo Chávez, depuesto por la presión de un pueblo, era este mismo pueblo, manipulado y utilizado por la sofisticación artera de operadores políticos que habían decidido la operación con bastante antelación.
Viajaron a los Estados Unidos para consultas, coordinaron calendarios, calibraron la temperatura creciente de la protesta popular, y estuvieron listos para el golpe de mano. Nada de esto sabían los que marcharon el 11 de abril. Nada sabrían hasta que la verdadera cara de los golpistas emergiera al día siguiente, 12 de abril de 2002.
LA JUSTIFICACIÓN AUSENTE
Cuando Daniel Romero, flamante y efímero Procurador General de Carmona Estanga, leyó la parte motiva del decreto de constitución del fugaz gobierno de este último, aludía incesantemente a la Constitución “de 1999”. Uno no se refiere a la Constitución de ese modo, a menos que ésta ya no rija el curso del Estado. Uno dice la Constitución vigente o, simplemente, la Constitución a secas.
La noche misma del 12 de diciembre Teodoro Petkoff dejaba traslucir su crítica al deforme decreto en entrevista televisada, y aventuraba la opinión de que detrás del mismo estaría la mano redactora de Allan Brewer Carías. Francamente, costaba trabajo intenso de imaginación pensar que Brewer Carías, innegable conocedor de la disciplina constitucional, pudiera estar metido en el asunto. Al lunes siguiente Brewer ofreció la explicación de que Carmona habría preferido una opinión jurídica distinta a la suya (la de Daniel Romero) y por tanto sólo pudo ofrecer “correcciones de estilo”. Es decir, al menos cohonestó la monstruosidad.
El 26 de julio de 2001 el abogado Oswaldo Paéz Pumar había sostenido, en conferencia dictada ante la asamblea de Fedecámaras que eligió a Pedro Carmona como su presidente, la peregrina idea de que la Constitución vigente en Venezuela era la promulgada en el año de 1961.
La estructura de su sofista argumento era la siguiente: el Artículo 250 de la Constitución del 61 establecía que ésta no perdería su vigencia si dejaba de ser observada por acto de fuerza o era “derogada por medio alguno distinto de los que ella misma dispone”. Comoquiera que la Constituyente de 1999 no era medio previsto por la Constitución del 61, ésta, a tenor de su Artículo 250, no habría perdido su vigencia. Paéz Pumar aseguraba, por otra parte, que “Randy” Brewer había acogido la validez de esta tesis.
El argumento es completamente falaz. La Constituyente de 1999 fue convocada por un poder supraconstitucional, el propio Poder Constituyente Originario, el pueblo de Venezuela pronunciado favorablemente en referéndum. A muchos abogados conservadores no les agrada la decisión de la Corte Suprema de Justicia del 19 de enero de 1999 que dio pie al referéndum que aprobó la convocatoria de la Asamblea Constituyente, y ciertamente tal sentencia no deja de mostrar una redacción a veces defectuosa. Pero su argumentación de fondo es ontológicamente correcta: el Poder Constituyente es un poder supraconstitucional.
Pero es que hay más. Situados en el plano meramente lógico que elige Paéz Pumar para desarrollar su argumento, hay que decir que la Constitución de 1961 ¡no dispone de absolutamente ningún medio para derogarla! Esto es, y en suma, el Artículo 250 de la Constitución de 1961 se refiere a algo que no existe.
En una rueda de prensa celebrada en Miraflores, con pocas horas de antelación a la trágica autojuramentación de Carmona Estanga, éste anunciaba la conformación de un “amplio Consejo Consultivo” de 35 miembros, y advertía, además, que la mayoría de los miembros de tal consejo estaba sentada alrededor de la mesa que presidía. Uno de los personajes sentados a la mesa era el abogado Oswaldo Páez Pumar.
Había logrado vender su sofisma. Ese mismo día había distribuido un correo electrónico—“Una idea para ayudar a la transición”—en el que insistía sobre el punto.
Habiendo aceptado la tesis de Paéz Pumar, Carmona Estanga había logrado la tranquilidad de espíritu con la que despachó de un plumazo, entre otras instituciones, a la Asamblea Nacional y al Tribunal Supremo de Justicia. Claro, lo que debía existir, en toda lógica, era el Congreso bicameral y la Corte Suprema de Justicia definida en la Constitución “vigente” de 1961. Carmona estaba, simplemente, suprimiendo órganos viciados de nulidad de origen.
No hubo, no obstante, la presencia de ánimo como para explicar la teoría. Bastó que Daniel Romero, persona ligadísima a la dañina figura de Carlos Andrés Pérez, leyera el esperpento jurídico con voz de arenga. (Romero, por cierto, apareció como “representante del ex presidente Carlos Andrés Pérez” en una página alojada en Internet que recogía la declaración final, del 5 de mayo de 1999, de una reunión del Centro Carter, reproducida en los documentos anexos a este análisis. Dicha página pudo obtenerse hasta el día 15 de abril de este año. A partir de esa fecha la página había desaparecido: “Page not found. This page may have been removed…etc.” Alguien está borrando sus huellas).
LA TRAICIÓN
Pedro Carmona Estanga traicionó sin escrúpulo la confianza de la sociedad venezolana, que había visto en él a uno de sus líderes. Al presidir un acto arbitrario como el de su autoproclamación y el del monstruoso decreto “constituyente” del 12 de abril, echó por tierra el enorme esfuerzo, regado con sangre, de la sociedad civil que había logrado el milagro político de deponer al autócrata de Sabaneta.
Al asociarse con siniestros personajes, al dar posición prominente al asistente y representante del peor de los políticos de la “Cuarta República”, Carlos Andrés Pérez, traicionó la voluntad de los venezolanos, que no queríamos la restauración de un pasado político vergonzante.
Al nombrar al contralmirante Molina Tamayo, oficial en situación de retiro, como Jefe de su Casa Militar, desconoció toda legalidad castrense.
Al permitir que Isaac Pérez Recao, persona ligada a él por intereses económicos, llevara voz cantante durante las reuniones preparatorias de su golpe de Estado y en las horas de la madrugada del 12 de abril en Fuerte Tiuna, vició la pureza del movimiento cívico que derrocó a Chávez.
Al aceptar ser sucesor de Chávez, con la ceguera de pretender sustituir negro por blanco, al furibundo denunciador de oligarquías por uno de los más destilados representantes de éstas, hizo inviable la transición que necesitábamos y que nos había costado tres años de desasosiego y un año de despertar.
Al hacer todo esto, Pedro Carmona Estanga dejó mal herido al hermoso movimiento venezolano de 2002, que había adquirido fuerza invencible y que ahora, por su culpa y la de los demás conspiradores que manipularon su inocencia, está teñido de sospecha.
La sociedad civil venezolana no tiene nada que agradecer a Pedro Carmona Estanga. Por lo contrario, tiene mucho que reclamarle y cobrarle. El no es nuestro líder. Menos ahora, que abandona la escena en procura de su seguridad individual, mientras el resto de los venezolanos debe continuar sufriendo los despropósitos de Hugo Chávez.
Chávez ha significado el más crudo y acelerado de los aprendizajes políticos para los venezolanos. Pedro Carmona, esperemos, representa para nosotros la pérdida definitiva de la inocencia más desprevenida.
LAS SALIDAS
El gobierno de Hugo Chávez es más inviable que nunca. Sus mentiras son evidentes. Su ineptitud es obvia. Su torcida intención completamente visible.
A pesar de esto, no deja de tener razón cuando observa que la oposición que ha generado no ha logrado resolver dos problemas cruciales.
En primer término, tal cómo decía Carlos Andrés Pérez en 1991, ante la general crítica a su “paquete” de la época, Chávez enrostra a la oposición la ausencia de un esquema alternativo de gobierno. Mal que bien, obsoleto, ineficaz, destructivo, Chávez ha logrado articular un catecismo simplista que todavía inspira sólida fe en muchos venezolanos. ¿Dónde está el esquema que lo supere?
En segundo lugar, no hay contrafigura que le haga suficiente contrapeso. Cada cierto tiempo la superficial y urgida angustia por suplantarlo, pone su esperanza en algún protagonista momentáneo: Alfredo Peña, el coronel Soto, el general Lameda, por mencionar unos pocos nombres.
El problema es que proyecto y figura no son, no pueden ser en este momento, cosas separadas. El proyecto debe estar encarnado, como lo ha sido con Chávez, en una persona concreta.
Las élites de poder en Venezuela, eso que aquel aludido editor llama “los factores reales de poder” se han venido equivocando consistentemente al escoger al líder objeto de sus preferencias y receptor de sus recursos.
Son ellas las primeras llamadas a destilar, sin indebida y desesperada prisa, el aprendizaje que la tragedia de abril, a un costo enorme, nos ha proporcionado. Como Diógenes, que buscaba hombres a la luz de su linterna, debe escrutar entre las muchas figuras posibles, hasta dar con el líder indicado, para luego ofrecerle el apoyo que hará viable la aventura de curar a la sociedad venezolana.
Hay sitios donde no deberán buscar. No van a encontrar la figura competente, por ejemplo, en los viejos partidos, que todavía no han podido ofrecer demostración convincente de que han rectificado a fondo sus conductas, las verdaderas causas del chavismo. A lo mejor encontrarán al indicado en un joven como Arturo, que supo extraer la misteriosa espada de la piedra en la que se hallaba incrustada. Las élites de poder, los “factores reales de poder” debieran declararse abiertos a la sorpresa.
Por ahora hay un incipiente consenso sobre el expediente de una enmienda constitucional ad hoc que resuelva la urgencia de la salida de Chávez. Por ahora hay la posibilidad creciente de un enjuiciamiento de Hugo Chávez Frías. Pero por ahora coexiste en paralelo, también, la fracasada y equivocadísima avenida de una nueva insurrección militar.
Es de suprema importancia que tales élites, o algunos de sus miembros más diligentes y desesperados, puedan eludir la tentación de tan estúpida atractriz. La solución al autoritarismo no es otra que la democracia. LEA
_________
intercambios