El término metrosexual describe a un hombre de la sociedad post-industrial urbana, que se caracteriza por un desarrollado interés por el cuidado personal, la apariencia y el estilo de vida sofisticado, marcado fuertemente por la cultura del consumo y el mercadeo dirigido. El término es acuñado en 1994 por el periodista Mark Simpson para describir una creciente tendencia de la cultura física y la vanidad en hombres heterosexuales que apropiaban aspectos estereotípicamente asociados desde tiempo atrás con la cultura homosexual, aunque esta definición haya perdido vigencia, según el autor del término, debido a la separación de la tendencia metrosexual de la orientación sexual de la persona, convirtiéndose en un término de mayor extensión que no distingue orientación sexual.
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Se ha desatado últimamente en Venezuela un estilo de atavío político que privilegia el uso por los líderes de tocados y chaquetas de los más diversos tipos. Va ahora más allá de aditamentos utilitarios: el habano de Winston Churchill o la pipa de Rómulo Betancourt, que las caricaturas de estos personajes empleaban para su inmediata y sucinta identificación. (Mi fallecido amigo Eduardo el «Cabezón» Arévalo, recién llegado de estudios semióticos en la Universidad de París, creyó ver cualidades mágicas en el bastón de Diego Arria Salicetti a mediados de los setenta, y escribió un breve ensayo en el que proponía la potenciación de ese símbolo para que los electores lo asociáramos inconscientemente con la pipa betancuriana, que según él era entre nosotros un símbolo de poder. Luis XIV, por supuesto, gustaba de ser retratado empuñando un bastón). La cosa ha recrudecido en el período chavista-madurista, que ha pasado del primigenio uso de la cachucha de Enrique Mendoza a las sofisticadas y carísimas corbatas Louis Vuitton del «revolucionario» Pedro Carreño.
Fue, pues, Enrique Mendoza D’Ascoli quien iniciara el nuevo ciclo, siempre en teatro mirandino. En 1979 fue electo concejal en el Distrito Sucre del estado Miranda, y poco después presidió, antes de que se creara en el país la figura de Alcalde, su Concejo Municipal. Elegido dos veces a este último cargo cuando ya el distrito se había convertido en municipio (1989), de allí saltó a la Gobernación de Miranda, que alcanzaría en tres ocasiones consecutivas (1995, 1999 y el año 2000 con la «relegitimación de los poderes» tras la Constituyente). En 2004 perdió el coroto contra Diosdado Cabello, luego del fracaso del referendo revocatorio de ese año, que él comandaba desde la quinta Unidad—a pocos metros de la quinta La Esmeralda—en la popular y populosa barriada de Campo Alegre, que servía de sede a la Coordinadora Democrática, la madre de la Mesa de la Unidad Democrática. Fue, creo, en el tránsito del ámbito municipal al estadal cuando asumió la gorra beisbolera, que se ponía al uso de los receptores, con la visera hacia atrás. En su caso, no era adorno metrosexual; todo lo contrario, quería marcarlo como líder popular, pues la cachucha es el sombrero Stetson de los más pobres.
Pronto asumiría el mismo atuendo quien sería (es) también Gobernador del estado Miranda, Henrique Capriles Radonski. (Otro Enrique pero con hache; en 1979, un buen amigo me explicó que los que escribían su nombre con hache eran los que «tenían real»: Pérez Dupuy, Otero Vizcarrondo, Machado Zuloaga, Salas Römer…) Aparentemente convencido de la potencia electoral del tocado, Capriles la lució inicialmente en la misma posición invertida, a la usanza de Mendoza; convenía entonces ese estilo de catcher a la captación del electorado mirandino, ya amaestrado por su antecesor. Después se dejó de eso, y complementaría su toilette con su colección de chaquetas, a imitación de Hugo Chávez, al que también remeda cuando blande el «librito azul» de la Constitución de la República «Bolivariana» de Venezuela.
La misma moda es aparente en Jorge Rodríguez, Alcalde del Municipio Libertador y factótum del PSUV, psiquiatra y fetichista. Los socialistas gustan mucho de emplear atuendos significativos; disfraces, pues. Sin embargo, Rodríguez no alcanza las cotas de elegancia sartorial evidentes en el diputado Pedro Carreño.
Pero nadie logra opacar el ajuar del Presidente de la República, del que se exhibe acá solamente una exigua muestra:
Tan profusa disfrazadera de la clase política venezolana del siglo XXI no podía dejar de ser tomada en cuenta en otras latitudes. La moda política de Venezuela ha alcanzado ya al más poderoso país del planeta, a juzgar por esta reciente y decidora imagen:
He escuchado rumores de que, tras la exitosa exhibición de la casa Chanel en La Habana, pronto desfilarán en Cuba modelos exclusivos de la moda dirigencial de nuestro país. Tal vez desfile Diego Arria, quien fuera socio de Donald Trump, ya no usa bastón y se ha arreglado la cara con toxina botulínica. ¡Qué orgullo! LEA
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muy ameno, una moda dentro de la «civilizacion del espectaculo»
Tenía tiempo queriendo decir eso.
Buen día, si me permite, considero que para su análisis político, debería incluir lo que economía se denomina «la prueba del ácido» https://es.wikipedia.org/wiki/Prueba_%C3%A1cida
para determinar la capacidad de los políticos, por ejemplo, para cumplir lo que ofrecen, la coherencia entre lo que pregonan y su forma de vida. Gracias
Bueno, habría que ver cómo podría aplicarse esa prueba financiera (cuantitativa) a los políticos. Pruebe Ud. a leer en este blog El político virtuoso, o la prueba sugerida en El consenso bobo (sobre el llamado «consenso país» de la Coordinadora Democrática que dirigiera Diego Bautista Urbaneja), de donde copio:
Los documentos del “consenso-país”—que incurre desde su propio nombre en la usurpación, pues “el país” no lo ha elaborado, como tampoco la Nación elaboró nuestros vetustos y ya olvidados planes “de la Nación”—indican una clase particular de proposiciones en su contenido: la de las “seudoproposiciones”. Son afirmaciones tan generales como las de que hay que “reactivar la economía”, “combatir la pobreza” o “eliminar el desempleo”.
Era práctica ritual de muchos economistas venezolanos reunirse en diciembre de cada año durante el segundo período de Caldera—usualmente en el IESA—para echar predicciones sobre la inflación y la tasa de cambio del año siguiente. Los periodistas hacían su agosto, pues cada economista de alguno de estos “paneles de expertos” estaba muy dispuesto a conceder declaraciones. La declaración estándar era algo más o menos como lo siguiente: “Lo que propongo es un verdadero programa económico integral, armónico, coherente y creíble”.
Ya el mero hecho de que tal afirmación se compusiera de un solo sustantivo y cinco adjetivos debía llamar a la sospecha. Pero, por otra parte, una sencilla prueba podía evidenciar que se trataba, en realidad, de una seudoproposición. La prueba consiste, sencillamente, en construir la proposición contraria, la que en este caso rezaría así: “Propongo un falso programa económico desintegrado, inarmónico, incoherente e increíble”. Resulta evidentísimo que nadie en su sano juicio se levantaría en ningún salón a proponer tal desaguisado. Ergo, la proposición original no propone, en realidad, absolutamente nada.
Finalmente, en entrevista que me hiciera el semanario La Razón en junio de 2015, se lee este intercambio:
Hay quienes afirman que existen factores dentro de la MUD que en función de sus intereses políticos y pecuniarios, juegan a favor del gobierno. ¿Qué habrá de cierto en ello?
Mi aproximación a la política es clínica. Si un médico intentara curar un hígado enfermo tratando célula por célula se volvería loco; por eso no me intereso por la chismografía política acerca de actores particulares. Si tuviera que descalificar a algún actor político no lo haría por su negatividad, sino por la insuficiencia de su positividad. No me intereso por esa clase de asuntos.