En química, puede uno disolver más y más sólidos en una mezcla hasta que se alcanza el estado de saturación. Un solo cristal adicional puede entonces precipitar a todos los sólidos fuera de la solución. La historia reciente muestra que los eventos pueden ser precipitados en una forma análoga en sociedades en las que se acumulan demasiadas tensiones. Lo que se requiere entonces es sólo un catalizador.
Bohdan Hawrylyshyn – Road Maps to the Future (1980)
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Desde el punto de vista de las posibilidades que provee una situación turbulenta, es necesario advertir que aumentan las probabilidades de éxito de aventuras que intencionalmente busquen cristalizar a su favor las múltiples tensiones existentes, siempre y cuando sean bien ejecutadas y den realmente salida a tales tensiones. (…)
Yehezkel Dror emplea, junto con un análisis riguroso, varias sugestivas imágenes para el enfoque del tema en «Cómo sorprender a la Historia» (How to spring surprises on history). Por ejemplo, nos recuerda a Maquiavelo para «considerar la posibilidad de convergencia entre oportunidades históricas raras (ocassione), que provee la historia (fortuna) y que pueden ser utilizadas por gobernantes que tengan las raras cualidades necesarias (virtu).
Nuestra percepción popular incluye la expresión «en río revuelto ganancia de pescadores». No otra cosa es la percibida por líderes emergentes, distintos a los que militan en los partidos tradicionalmente poderosos de Venezuela. Es lo «revuelto» de la actual situación lo que ha estimulado la emergencia, en proporción jamás vista en Venezuela, de nuevos pretendientes al trono de la esquina de Miraflores. (…) Es nuestra impresión que la situación actual de la política venezolana corresponde a la situación de saturación descrita anteriormente en los términos de Hawrylyshyn. Por esta razón pensamos que ninguno de los nombrados en esta lista tiene la potencialidad de ser el «catalizador» que cristalice, o mejor, canalice a su favor las tensiones. La gran mayoría de ellos ha tenido ya exposición pública suficiente, por lo que, si hubiera sido percibido alguno como el líder buscado, hace tiempo ya que se hubiera producido la estampida y hace tiempo ya que esto se hubiera manifestado en los registros de opinión pública.
No todas las personas perciben, no obstante, la situación de esa manera, como inminencia de cambio radical. Sobre todo en personas de relativa alta cultura política, y que pertenecen de algún modo a las élites políticas o económicas, es marcada la tendencia a considerar la situación como pasajera y resoluble mediante expedientes más o menos tradicionales. Esto es una tendencia relativamente común. Alexis de Tocqueville destaca, en L’Ancien Régime et la Revolution, la paradoja de la presencia evidente de los signos prerrevolucionarios y la ceguera de muchos de los actores sociales de Francia en 1789: Ningún gran evento histórico está en mejor posición que la Revolución Francesa para enseñar a los escritores políticos y a los estadistas a ser cuidadosos en sus especulaciones; porque nunca hubo un evento tal, surgiendo de factores tan alejados en el tiempo, que fuese a la vez tan inevitable y tan completamente imprevisto. (…) Las opiniones de los testigos oculares de la Revolución no estaban mejor fundadas que las de sus observadores foráneos, y en Francia no hubo real comprensión de sus objetivos aún cuando ya se había llegado al punto de explotar. …es decididamente sorprendente que aquellos que llevaban el timón de los asuntos públicos—hombres de Estado, Intendentes, los magistrados—hayan exhibido muy poca más previsión. No hay duda de que muchos de estos hombres habían comprobado ser altamente competentes en el ejercicio de sus funciones y poseían un buen dominio de todos los detalles de la administración pública; sin embargo, en lo concerniente al verdadero arte del Estado—o sea una clara percepción de la forma como la sociedad evoluciona, una conciencia de las tendencias de la opinión de las masas y una capacidad para predecir el futuro—estaban tan perdidos como cualquier ciudadano ordinario.
(Sobre la posibilidad de una sorpresa política en Venezuela, septiembre de 1987).
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La característica general de la política venezolana hasta ahora es que si usted está mejor preparado en el campo de las ideas, es más inteligente a la hora de buscar soluciones y tiene las ideas claras sobre lo que hay que hacer para sacar adelante el país, entonces usted ya perdió las elecciones.
Argenis Martínez
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En Poor Koko, John Fowles relata la violencia aparentemente gratuita que un intelectual hace brotar de un ladrón más bien inculto, provisto tan sólo de un barniz de catecismo marxista, a quien vence en una discusión. Precisamente porque había sido vencido por las palabras del intelectual, el ladrón reaccionó con violencia especialmente cruel. No hay nada tan humillante como una derrota intelectual.
Una vez un politólogo que ahora es político me propuso la siguiente cuestión para debatir: ¿cuál es el deporte más violento? Él proponía que era el fútbol el deporte más violento (él lo practica). Yo le sugerí considerar al ajedrez. En el enfrentamiento igualitario de dos inteligencias no caben las excusas. No se puede diluir la responsabilidad entre los varios miembros de un equipo, ni se puede argumentar que un defensor corpulento, mucho más grande que nosotros, nos ha impedido con tácticas sucias. No hay nada tan humillante como una derrota intelectual, y los intelectuales pueden ser particularmente crueles al infligirla.
Así, pues, hay un trasfondo de miedo en el rechazo a la posibilidad de un gobernante intelectual. Ante él se tiene tanta aprensión como ante la mujer que es la vez bella e inteligente en grado sumo. Mientras más brillante sea el intelectual más se le teme. Esto es hasta cierto punto natural. Puede con facilidad sentirse que una persona así tenderá al totalitarismo, basada en una conciencia egomaníaca que le haga pensarse superior a los demás. Pero si se es un verdadero intelectual se sabe que la inteligencia no es meritoria si no está al servicio de los demás, si no respeta y cree en la sabiduría superior del pueblo—“lo primero que debieran enseñar las escuelas de política es que el pueblo es más sabio y poderoso que el gobierno”—, si se cree inmune al error. Por fortuna, varios siglos de una ciencia más social y menos exclusiva, menos esotérica, han enseñado a quienes emplean sistemáticamente el pensamiento que las mejores teorías no son eternas.
Y si aún persiste la desconfianza puede adoptarse todavía otra estrategia. Puede acotarse y limitarse temporalmente el ejercicio del poder por el brujo. Respecto de los problemas del Estado venezolano “…en un lapso relativamente corto es posible modificar su organización, desencadenar su metamorfosis, para arribar, en un Estado diferente, a una disposición en la que los muy considerables talentos evidentes entre los venezolanos, puestos al servicio de la función pública, rindan resultados mucho más importantes y valiosos que los muy escasos que ahora obtenemos, desde que el paradigma político prevaleciente, la manera ordinaria de entender y hacer la política, los supuestos de nuestra política, comenzaran a ser impertinentes”.
Quizás sea una realidad paradójica que los problemas verdaderamente más fundamentales puedan ser resueltos más rápidamente que los problemas cotidianos de menor nivel. La evidente falla sistémica del Estado venezolano es algo que debe ser ciertamente resuelto con prontitud y en relativo corto tiempo. Creo difícil que los “hombres de acción” sean los llamados a acometer una reingeniería radical del Estado venezolano, obviamente aquejado por un catálogo casi completo de los problemas políticos conocidos en el mundo. El momento actual exige el rediseño de nuestro Estado. Exige, por tanto, pensamiento. Exige una manera diferente de entender la política. Exige, por tanto, un liderazgo ya no solamente programático, sino paradigmático. Y quienes pueden ejercer ese liderazgo no son otros que quienes encarnan el nuevo paradigma, y éstos se hallan entre quienes lo han inventado o ya lo han hecho suyo. Hasta que, reitero, ese nuevo paradigma haya permeado para generalizarse, y pueda confiarse de nuevo el gobierno a un nuevo político convencional
Puede pensarse, por consiguiente, en confiar este momento crucial de la política venezolana a quien «ya haya perdido» las elecciones porque “está mejor preparado en el campo de las ideas, es más inteligente a la hora de buscar soluciones y tiene las ideas claras sobre lo que hay que hacer para sacar adelante el país”. Hay quienes estarían dispuestos a asumir la tarea metamórfica y a completarla en lapso de no mucha duración.
Esto es posible en Venezuela. No digo que probable; afirmo tan sólo que es posible. La probabilidad irá en aumento, como ha venido siendo, con el crecimiento del mal. Pues si el próximo gobierno de Venezuela es un nuevo gobierno convencional o si, peor aún, es un gobierno de vindicta seudo-justiciera que se justifica con una interpretación interesada de los próceres del pasado, el problema político nacional se agravará aún más. Entonces llegará un momento en que Tío Tigre deba dejar el mando a Tío Conejo. Que la mera posibilidad pueda convertirse en realidad efectiva dependerá, a la larga, del ineludible aumento de conciencia de los Electores venezolanos en general. En un cierto punto del futuro forzarán el cambio. Que esto pueda darse en un plazo más corto dependerá de la lucidez de las élites de poder del país: de ésas que asignan oportunidades y recursos, y que podrían, en un salto de conciencia que les justificaría como tales élites, abrir las puertas a la incruenta revolución, a la revolución mental que la magnitud de los problemas exige.
(De héroes y de sabios, junio de 1998).
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Esa nueva manera de hacer política requiere un nuevo actor político. El actor político tradicional pretende hacer, dentro de su típica organización partidista, una carrera que legitime su aspiración de conducir y gobernar una democracia. Sin embargo, el adiestramiento y formación que imponen los partidos a sus miembros es el de la capacidad para maniobrar dentro de pequeños conciliábulos, de cerrados cogollos y cenáculos. Se pretende ir así de la aristocracia a la democracia. El camino debe ser justamente el inverso. Debe partirse de la democracia para llegar a la aristocracia, pues no se trata de negar el hecho evidente de que los conductores políticos, los gobernantes, no pueden ser muchos. Pero lo que asegura la ruta verdaderamente democrática, no la ruta pequeña y palaciega de los cogollos partidistas, es que ese pequeño grupo de personas que se dediquen a la profesión pública sean una verdadera aristocracia en el sentido original de la palabra: el que sean los mejores. Pues no serán los mejores en términos de democracia si su alcanzar los puestos de representación y comando les viene de la voluntad de un caudillo o la negociación con un grupo. No serán los mejores si las tesis con las que pretenden originar soluciones a los problemas no pueden ser discutidas o cuestionadas so pena de extrañamiento de quien se atreva a refutarlas.
Ese nuevo actor político, pues, requiere una valentía diferente a la que el actor político tradicional ha estimado necesaria. El actor político tradicional parte del principio de que debe exhibirse como un ser inerrante, como alguien que nunca se ha equivocado, pues sostiene que eso es exigencia de un pueblo que sólo valoraría la prepotencia. El nuevo actor político, en cambio, tiene la valentía y la honestidad intelectual de fundar sus cimientos sobre la realidad de la falibilidad humana. Por eso no teme a la crítica sino que la busca y la consagra.
De allí también su transparencia. El ocultamiento y el secreto son el modo cotidiano en la operación del actor político tradicional, y revelan en él una inseguridad, una presunta carencia de autoridad moral que lo hacen en el fondo incompetente. La política pública es precisamente eso: pública. Como tal debe ser una política abierta, una política transparente, como corresponde a una obra que es de los hombres, no de inexistentes ángeles infalibles.
Más de una voz se alzará para decir que esta conceptualización de la política es irrealizable. Más de uno asegurará que “no estamos maduros para ella”. Que tal forma de hacer la política sólo está dada a pueblos de ojos uniformemente azules o constantemente rasgados. Son las mismas voces que limitan la modernización de nuestra sociedad o que la pretenden sólo para ellos.
Pero también brotará la duda entre quienes sinceramente desearían que la política fuese de ese modo y que continúan sin embargo pensando en los viejos actores como sus únicos protagonistas. Habrá que explicarles que la nueva política será posible porque surgirá de la acción de los nuevos actores.
Serán, precisamente, actores nuevos. Exhibirán otras conductas y serán incongruentes con las imágenes que nos hemos acostumbrado a entender como pertenecientes de modo natural a los políticos. Por esto tomará un tiempo aceptar que son los actores políticos adecuados, los que tienen la competencia necesaria, pues, como ha sido dicho, nuestro problema es que “los hombres aceptables ya no son competentes mientras los hombres competentes no son aceptables todavía”.
Porque es que son nuevos actores políticos los que son necesarios para la osadía de consentir un espacio a la grandeza. Para que más allá de la resolución de los problemas y la superación de las dificultades se pueda acometer el logro de la significación de nuestra sociedad. Para que más allá de la lectura negativa y castrante de nuestra sociología se profiera y se conquiste la realidad de un brillante futuro que es posible. Para que más allá de esa democracia mínima, de esa política mínima que es la oferta política actual, surja la política nueva que no tema la lejanía de los horizontes necesarios.
(Tiempo de incongruencia, febrero de 1985).
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Podemos entender por sorpresa la ocurrencia de un hecho improbable, y ya a mediados de la década de los ochenta Yehezkel Dror había advertido: «La sorpresa se ha hecho endémica». Es usualmente lo negativo lo que nos sorprende—Berlusconi, Chávez, Trump—; pero también puede haber sorpresas positivas. Son tan improbables como las negativas; no son imposibles. «El maestro aparece cuando el discípulo está listo», y el Pueblo de Venezuela ha aprendido mucho en los años más recientes; listo está. LEA
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