Contribución a la Peña de Luis Ugueto Arismendi (1)

El peñero Ugueto

El peñero Ugueto

La importancia de los temas fijados por Luis Ugueto Arismendi para esta sesión, así como la importancia propia del actual momento político nacional, me han inducido, por primera vez desde que asisto a esta peña, a preparar de antemano mi contribución de hoy. La traigo acá en el ánimo de una regla admirable de Paul Ricoeur, el extraordinario y profundo filósofo fallecido el año pasado. Dijo Ricoeur: “Para ser uno mismo, dialogar con los otros; para dialogar con los otros, ser uno mismo”.

Lo primero que quiero asentar acá es que no creo que haya esta tarde en este sitio alguna persona que haya expresado, de manera más drástica, directa y longeva que yo, el rechazo a la figura del actual Presidente de la República y la política que nos ha traído. Desde un artículo de prensa en el mismo mes de febrero de 1992, en el que expresé mi opinión, que permanece invariable, de que la asonada del 4 de febrero de ese año era un abuso inexcusable, por cuanto el derecho de rebelión no reside en un grupo o minoría cualquiera, no reside en Fedecámaras, no reside en la CTV, ni en la Iglesia Católica, ni en el Bloque de Prensa, ni en ninguna organización por más meritoria y elogiable que haya podido ser su trayectoria, y ciertamente no residía ese derecho en una logia de militares que juraran prepotencias solemnes ante los restos de un decrépito samán. El sujeto del derecho de rebelión no es otro que una mayoría de la comunidad, y cualquier grupo que se lo arrogue sin autorización de esa mayoría es claramente un usurpador.

Como he sentido la malignidad cancerosa del proceso Chávez desde su primera emergencia con toda claridad, no he dejado de rechazarlo y combatirlo con los recursos de los que dispongo desde ese momento. La enumeración de las instancias en las que he hecho esto sería un uso indebido del tiempo que tengo ahora, pero señalaré que en esa larga secuencia fui la primera persona que comparó públicamente a Chávez con Hitler, en octubre de 1998, durante la recta final de la campaña presidencial de ese año. Poco antes, por otra parte, había dicho personalmente al propio Chávez sobre su abuso de 1992 y que no debía seguir glorificando esa fecha que celebró otra vez el sábado pasado. Ya electo, en un acto público, y separado de su persona por unos dos metros, interrumpí su discurso para decir en voz tan alta como para que los circunstantes escucharan perfectamente que él estaba completamente equivocado en su concepto constituyente.

Hago esta salvedad porque es experiencia repetida que quienes difieren de ciertas interpretaciones estándar, que quienes se atreven a criticar a la conducción ostensible del proceso opositor, son tenidos por poco menos que traidores, y en el mejor de los casos por ingenuos comeflores que no han entendido la dimensión del monstruo que nos domina desde Miraflores.

Pero no, no estamos engañados, ni le hacemos el juego al régimen con nuestra divergencia. Precisamente porque nos parece de la mayor importancia política salir de Chávez, es por lo que nos desespera ver la reiteración suicida de una ceguera estratégica que no tiene precedentes en nuestro país. Es una postura que se asienta sobre espejismos, que proyecta en la mayoría de la nación, injustificadamente, sus propias y equivocadas lecturas acerca de la realidad. La preponderancia de esa manera de ver las cosas, precisamente, imposibilita el diseño y ejecución de una estrategia correcta, y por esto hemos asistido, una y otra vez, a una sucesión de derrotas lamentables. Es porque no queremos ser derrotados una vez más por lo que nos angustiamos y hablamos.

En el mundo ha habido totalitarismos terribles, como los descritos por Luis Enrique Oberto o Hannah Arendt. Stalin, Mao, Hitler, Castro, son las formas más virulentas de la historia reciente. Pero por más que Chávez se enfila en la dirección del totalitarismo, y confirma ese rumbo con su incesante desafío oral, sería un grandísimo error, un error de bulto, afirmar que Venezuela está ahora en las condiciones de Rusia en 1925, o Alemania de 1939, o China de 1964, o Cuba de ese mismo año. En siete años de gobierno ya Fidel Castro había despachado con el fusilamiento a centenares de contrarrevolucionarios, y no había dejado empresa privada viva en Cuba, ni permitía aunque fuese un solo medio de comunicación independiente.

Las más de las veces, sin embargo, las lecturas defectuosas, distorsionadas, inexactas, tienen que ver con la equivocada noción de que los opositores a Chávez somos mayoría, y que sólo basta coordinarla y dirigirla bien para crear una condición que desencadene la caída del gobierno. Por poner un ejemplo, nuestro apreciado coexpositor Luis Penzini Fleury, escribió la semana pasada en El Universal un artículo en el que proponía un referendo organizado por Súmate para que digamos si queremos ir a elecciones en las condiciones actuales, y vislumbra que millones de venezolanos diríamos no y causaríamos un efecto “demoledor”, para usar su adjetivo. En mi criterio ese panorama no es sino una ilusión. En el momento de mayor efervescencia opositora, cuando la fe fue puesta sobre un referendo revocatorio convocado por iniciativa popular, Súmate nos dijo que la recolección de firmas había alcanzado la cifra de 3 millones 700 mil. Realmente veo muy cuesta arriba que con los recientes desempeños opositores, con la abstención que refleja una desilusión y una falta de fe, pueda siquiera alcanzarse ese número, y entonces lo que Luis quiere obtener no se lograría, sino todo lo contrario. Se haría un esfuerzo para demostrar fehacientemente que somos minoría.

Pero creo que es un ejemplo aún más emblemático y sintomático de la ceguera estratégica reiterada, de una renuencia a aceptar que la dirigencia opositora se ha equivocado sistemáticamente, un manifiesto que circula ahora por la red, y que obtuve por gentileza de Juan Antonio Müller. Me refiero a un manifiesto a cuyo pie se han colocado las firmas de una veintena de nombres muy destacados e ilustres, a quienes no nombraré para tratar de ser lo más clínico posible y también porque en esa lista están los nombres de algunos muy queridos amigos y los de otros que sin serlo son objeto de mi admiración.

El manifiesto lleva por título: El 4 de diciembre, un mandato del pueblo a la nación. Dicho sea de paso el título es algo autista y redundante. El DRAE define nación como el conjunto de los habitantes de un país regido por el mismo gobierno. Es decir, el pueblo estaría, en opinión del redactor, dándose órdenes a sí mismo.

De resto, el texto se compone de un conjunto de aseveraciones tajantes, que aseguran alegremente que el 4 de diciembre quienes nos abstuvimos de votar emitimos una serie de mandatos explícitos y específicos. Por ejemplo, dice el texto que

“El 4-D el pueblo venezolano manifestó su voluntad de progresar y prosperar de manera sustentable, con igualdad de oportunidades para todos; así como superarse y ser dueño de su destino.

El 4-D el pueblo venezolano formuló su deseo de contar con una Fuerza Armada que garantice la independencia, la soberanía y la integridad del territorio nacional.

El 4-D el pueblo venezolano exigió el rescate de la Industria Petrolera para que se sitúe, nuevamente, entre las más poderosas, eficientes y productivas empresas del mundo.

El 4-D el pueblo venezolano invocó el cumplimiento de la cláusula federal y redimir las reformas políticas dirigidas a la descentralización y la paulatina desconcentración del poder político, como fórmulas de control social y garantía de libertad”.

Etcétera. No pienso referir acá cada uno de los dieciséis mandatos concretos que los firmantes del manifiesto  aseguran se expresaron inequívocamente el pasado 4 de diciembre. Al ver algunos de los nombres uno puede pensar que unos pocos creen realmente que la cosa es así: se han convencido de que 75% de los electores venezolanos ha alcanzado esa especificidad y esa unanimidad. Otros, y al menos sabemos de un caso directamente, prestaron sus nombres sin saber cuál sería la redacción final, honrados de acompañar tanto nombre notable. Pero otros saben perfectamente que la retórica que mostré en unos pocos ejemplos es falsa y manipuladora. Nadie puede afirmar responsablemente las cosas que contiene ese manifiesto.

Entonces preocupa grandemente que nuevamente se proponga a la opinión pública, a esa entelequia a nombre de la que muchos pretenden hablar y llaman “la sociedad civil”, una interpretación de la realidad completamente falseada que impedirá la formulación y puesta en práctica de una estrategia verdaderamente eficaz. El manifiesto al que aludo es ya una nauseante repetición de lo que no ha funcionado hasta ahora. Es de nuevo la letanía acusadora de Chávez, en una práctica que se limita a eso, a la acusación, sin alcanzar jamás el nivel urgentemente requerido de la refutación de Chávez.

Preocupan estas cosas porque los nombres firmantes son los de personas de poder e influencia, que pueden determinar la postura de los imprescindibles asignadores de recursos financieros y de espacios de comunicación en este año que quiérase o no, será un año electoral. La ceguera continúa. Uno de los firmantes me decía en 1998: “A mí no me importa si Salas Römer tiene o no la razón; si está equivocado o no; a mí lo que me interesa es que es el único que puede derrotar a Chávez, y por esto lo voy a apoyar, diga lo que diga”. Salas Römer había dicho que la constituyente era “un engaño y una cobardía”, y así se alineó en contra de la mayoría nacional que quería una constituyente y, por supuesto, perdió. La estupidez es una cizaña de difícil extirpación.

Así que ahora, como se van conformando las cosas, de no producirse una toma de conciencia, una iluminación repentina, ocurrirá otra vez que prevalecerá la insensatez política y Chávez será reelecto en diciembre de 2006, mientras los que hayan predicado abstenerse, retirarse, abandonar el campo al enemigo, pretenderán que son triunfadores, que Chávez habrá sido deslegitimado, como la Asamblea Nacional, y que hemos emitido un nuevo mandato del pueblo a la nación.

Encontrar una estrategia verdaderamente eficaz requiere un valor poco común entre los hombres: el necesario para abandonar tercas percepciones equivocadas, el reconocer que se ha errado. Es verdad que el 4 de diciembre se pudo ver una debilidad en el régimen, y por esto es posible intentar una aventura electoral con alguna esperanza razonable de triunfo. Pero, por un lado, la oposición institucionalizada en los partidos, que se retiraron porque sabían que no podían ganar ni que Teresa de Calcuta presidiera el CNE, mostró aún más debilidad que la aparente en el gobierno; por otra parte, no es en las direcciones que ahora parecen cundir en buena parte de la conciencia opositora por donde se encontrará la salida. La mentira no se combate con otra mentira de mole equivalente; la mentira sólo se vence con la verdad.

Gracias.

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De mitos y caimanes

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El pasado martes 22 de los corrientes tuve la suerte de asistir a una deliciosa velada que contó con la participación de la Dra. Magaly Villalobos, quien tuviera la gentileza de ofrecer a los circunstantes una presentación que, bajo el título de Caimanes del mismo caño, había ya expuesto en recientes jornadas profesionales de psicoanálisis.

Tal como entendí la exposición, su objeto fundamental era el de resaltar cómo es que los mitos son categorías operantes en el actual proceso político venezolano, y mostrar cómo es que no sólo un lado de la contienda emplea mitos como base o elementos de su discurso. De allí el juicio resumido en el nombre de la presentación: en ese aspecto serían los oponentes caimanes de un mismo caño.

Ya es conocido por los asistentes que la presentación suscitó significativas reacciones, algunas no exentas de emoción. Posteriormente, Rafael Arráiz Lucca nos ha regalado, por conducto del anfitrión original, un inteligente e informativo artículo, que echa en falta el que la transacción se hubiese conducido sin explícitas definiciones del término “mito”, y sugiere, con no poco tino, que de haberlo hecho nos hubiéramos comprendido todos mejor. Concurro con esa apreciación. Cada uno de nosotros recibió la presentación de Magaly desde su propia comprensión, desde su propia arquitectura conceptual, desde su particular Weltanschauung o concepción del mundo. Mientras estas estructuras receptoras no son mostradas, el acuerdo se hace muy difícil de obtener. Es esto lo que solicita atinadamente el elegante artículo de Rafael. Y comoquiera que intentaré contribuir a la discusión del planteamiento de Magaly, me veo en el deber, siguiendo su prescripción, de declarar cuál es mi propio punto de partida.

Me considero de formación occidental; por ende, racionalista. Esto es, creo firmemente que es la actividad científica la única que puede proveer garantía suficiente de certidumbre al conocimiento. Más aún, soy popperiano, en el sentido de comulgar con el criterio de demarcación de Karl Raimund Popper (Logik der Forschung, La Lógica del Descubrimiento Científico, 1934), su estipulación para deslindar los campos entre lo que es una afirmación científica y lo que no lo es. El mismo Popper se cuida de advertir que su criterio es tan sólo una proposición: “And my doubts increase when I remember that what is to be called a ‘science’ and who is to be called a ‘scientist ’must always remain a matter of convention or decision”. Y todavía más: “My criterion of demarcation will accordingly have to be regarded as a proposal for an agreement or convention. As to the suitability of any such convention opinions may differ; and a reasonable discussion of these questions is only possible between parties having some purpose in common. The choice of that purpose must, of course, be ultimately a matter of decision, going beyond rational argument”.

He aquí el criterio de demarcación de Popper en sus propias palabras o, más bien, en traducción de la versión inglesa al español: “Pero ciertamente admitiré un sistema como empírico o científico sólo si es capaz de ser probado por la experiencia. Estas consideraciones sugieren que no es la verificabilidad sino la refutabilidad de un sistema lo que debe tomarse como criterio de demarcación. En otras palabras: no requeriré de un sistema científico que sea capaz de ser señalado, de una vez por todas, en un sentido positivo; pero requeriré que su forma lógica sea tal que pueda ser señalado, por medio de pruebas empíricas, en un sentido negativo: debe ser posible para un sistema científico empírico ser refutado por la experiencia”.

Es decir, si ante un cierto discurso somos incapaces de formular un experimento cuyo resultado pudiera refutarlo, ese discurso no es científico, en criterio de Popper. Habiéndome sumado al partido popperiano, ése es igualmente mi criterio.

Acá es pertinente destacar que Popper consideraba que el psicoanálisis –así como el marxismo y la astrología– no es una ciencia. Me ahorro la escritura al reproducir de Internet las siguientes constataciones:

“Psychoanalysis is probably the psychological theory best known by the public. For example, laypersons are familiar with the term «anal retentive.» However, psychoanalysis is very controversial among psychologists. Some psychologists claim that psychoanalysis is good science, others that it is bad science, and still others that it is not science. Those who believe psychoanalysis is good science are perhaps the rarest group, and surprisingly not all psychoanalysts fall into this group. Rather, a fair number of psychoanalysts are willing to concede that psychoanalysis is not science, and that it was never meant to be science, but that it is rather more like a worldview that helps people see connections that they otherwise would miss.

Among those who believe that psychoanalysis is not science is the philosopher Karl Popper. Popper holds that the demarcation criterion that separates science from logic, myth, religion, metaphysics, etc. is that all scientific theories can be falsified by empirical tests–that is, a scientific theory rules out some class of events, and if one of those events occurs, then the theory is declared false. According to Popper, psychoanalysis does not meet the falsification criterion because it does not rule out any class of events. Because it explains everything, it explains nothing.

Adolf Grünbaum disagrees with Popper. Grünbaum believes that Freud meant his theory to be scientific, that he made falsifiable predictions, and that those predictions proved false. For example, Freud’s Master Proposition, also known as the Necessary Condition Thesis (NCT), is that ONLY psychoanalysis can produce a durable cure of a psychoneurosis (a mental illness caused by childhood trauma). This is a strong statement that could be falsified if, for example, another form of therapy such as behavior therapy cured someone of a neurosis, or even if spontaneous remission occurred. We now know that neurosis yields to both of these alternatives. Therefore, Grünbaum concludes that psychoanalysis, being false, is bad science”.

En alguna ocasión eché mano, para explicar el criterio popperiano, de un diálogo imaginario y algo procaz o, por lo menos, excesivamente gráfico. Si no como enfant entonces como vieux terrible reproduzco la gruesa parábola.

Una señora va a consulta con un psicoanalista, grandemente preocupada porque su hijo varón de ocho años es un inveterado comedor de moco. El analista escucha el planteamiento y responde con la mayor seguridad: “Señora, está claro que su hijo es presa del Complejo de Edipo, y comer moco es la forma de agredir a la figura paterna”. A lo que la señora replica: “¡Pero doctor! ¡Es que también el papá come moco como un desaforado!” Sin arredrarse, el psicoanalista sentencia con la misma seguridad de antes: “Señora, es clarísimo que su hijo intenta emular al padre, y por eso es que come moco”.

Es decir, no hay evidencia que pueda esgrimirse de manera de hallar en falta a un psicoanalista, como no la había ante un marxista. Cualquier cosa, cualquier contrargumento que uno adelantara era refutado desde una posición de superioridad que aseguraba que nuestras afirmaciones eran proferidas a partir de una “superestructura” burguesa y estábamos fritos. O el chingo o el sin nariz nos atrapaban sin remedio.

Para racionalistas como Rafael Clemente y yo una afirmación sólo puede adquirir mérito si es proferida de manera tal que pueda ser cotejada con la realidad, verificada o refutada por la experiencia directa. Y más de un caso se ha dado en la propia y más exigente ciencia, de postulaciones que son imposibles de someter a la experiencia. Es lo que se conoce en filosofía de la ciencia como un “inobservable”. Un caso clásico es el de la famosa “contracción de Lorentz-FitzGerald” en la física de fines del siglo XIX. El cuento es tan bonito que no resisto la tentación de relatarlo.

Una de las consecuencias de la noción de movimiento absoluto en la física de Newton era la noción del “éter”, hipotética sustancia que permitiría una referencia fija para medir contra ella los movimientos aparentes de los astros, todos—incluido el de la misma Tierra—obviamente relativos. Este planeta, como cualquier otro cuerpo celeste, debía sentir los efectos de un “viento del éter” al trasladarse en el seno de tal sustancia, del mismo modo que en un paraje sin ninguna brisa uno siente viento en la cara si se desplaza en un automóvil y saca el rostro afuera por la ventanilla. En el caso del éter, dado que se le postulaba igualmente como el medio en el que la luz era transmitida, el viento del éter se manifestaría en variaciones de la velocidad de la luz. Según lo implicado por la Philosophia Naturalis de Newton, uno debía medir una velocidad superior si la Tierra se acercaba a la fuente luminosa y una menor si se alejaba de ella.

Pues resulta que Albert Michelson (físico germano-americano) y Edward Morley (químico estadounidense) se propusieron realizar un cuidadoso experimento con la idea de detectar el famoso viento del éter y lo llevaron a cabo en 1887. Para esto se valieron de un interferómetro, un instrumento capaz de detectar la más mínima diferencia de velocidad entre haces de luz tendidos sobre direcciones diferentes. (En esencia un conjunto de espejos y semiespejos separaba un mismo haz en dos diferentes que recorrían exactamente la misma distancia pero en trayectorias que en un segmento eran perpendiculares entre sí).

Los pacientes Michelson y Morley repitieron el experimento una y otra vez. Lo hicieron en invierno y lo hicieron en verano, para medir el efecto desde posiciones dispares de la Tierra en el espacio. Una y otra vez.

Nada. Jamás pudieron detectar la más mínima discrepancia, en lo que se convirtió en el más famoso experimento de resultado nulo en la historia de la ciencia. No había viento del éter. La crisis se presentó en dimensiones dramáticas, pues el resultado nulo amenazaba con socavar irremisiblemente las bases fundamentales del edificio newtoniano, situación que, se comprenderá, produjo gran desasosiego en los físicos de la época.

Al rescate del genio inglés vino dos años más tarde el físico irlandés George FitzGerald y luego, independientemente, el físico holandés Hendrik Lorentz. Ambos postularon que no se había detectado el viento del éter porque los cuerpos tendrían la propiedad de contraer su dimensión en la dirección de su movimiento. La luz sí llegaría con más velocidad en la dirección del movimiento de la Tierra, pero como ésta acortaba su diámetro en esa dirección la luz tardaría más en alcanzar su superficie. Lorentz y FitzGerald ajustaron sus ecuaciones justamente para que pudiera explicarse de ese modo el resultado nulo del experimento de Michelson-Morley.

Ajá. La ciencia empírica exige que sus postulados sean verificables por la experiencia. Justamente eso era lo que habían hecho en 1887 Michelson y Morley, mientras que lo pretendido por FitzGerald y Lorentz no pasaba de ser una fórmula matemática en papel, muy elegante en su forma y muy eficaz para la salvación de la física de Newton, pero ¿cómo podía comprobarse que la postulada contracción existía en verdad?

Muy fácil. Al menos podía concebirse en principio un modo de verificar la cosa empíricamente. Bastaría construir una regla del tamaño del diámetro terrestre y medir con ella el acortamiento. Poco se tardó en concluir que tal procedimiento sería inútil, puesto que para realizar tal operación la regla tendría que acompañar a la Tierra en su tránsito por los cielos, y siendo un cuerpo físico tanto como ella, también sufriría la contracción de Lorentz-Fitzgerald exactamente en la misma proporción y por consiguiente jamás registraría una diferencia. La única solución entrevista no conducía a nada. Tendría que venir Einstein a poner las cosas en su sitio, pero eso es un cuento distinto. (Baste apuntar que el trabajo de Lorentz y FitzGerald no fue todo en vano. Un término específico de su ecuación fue empleado por Einstein en sus ecuaciones de la relatividad especial que, agarrando el toro por los cachos, empleó como axioma la idea de que la velocidad de la luz es una constante, independientemente del grado de movimiento de las fuentes luminosas).

En The ABC of Relativity Bertrand Russell pone de relieve el absurdo científico de la solución de FitzGerald y Lorentz con ayuda de una estrofa de la canción del Caballero Blanco (en A través del Espejo por Lewis Carroll, el autor de Alicia en el País de las Maravillas):

But I was thinking of a plan

To dye one’s whiskers green

And always use so large a fan

That they could not be seen.

En resumen, quienes sostenemos una postura racionalista no aceptamos como conocimiento válido lo que venga formulado de manera tal que no pueda en principio ser verificado o refutado por la experiencia, así venga en elegante empaque de impecable matemática. De quien postule grandilocuentemente una tesis con pretensiones de verdad, exigiremos una comprobación empírica. Si no se nos la ofrece, tenderemos a despreciar la tesis en cuestión, aunque ésta sea proferida por la mayor y más prestigiosa de las autoridades. Relegaremos tal pretensión a la categoría de pseudociencia o, en algunos casos, la entenderemos como un caso de pensamiento mágico mientras sólo nos convencerá aquello que llamamos pensamiento lógico o científico.

……..

Lo anterior no equivale a desconocer que existen los mitos, y que tal existencia pueda ser estudiada por la ciencia. Es un hecho empíricamente observable que los mitos existen, que alguna vez fueron inventados, que son comunicados con el paso de las generaciones.

Mircea Eliade (1907-1986), por señalar un caso notable, fue un incansable estudioso de lo mítico. (El mito del eterno retorno). Adiestrado como filósofo, y por tanto amigo del rigor en el pensamiento, el rumano hizo historia y antropología de los mitos. El análisis de la religión que hace Eliade toma como campo aquello que es objeto de adoración dentro de las más variadas civilizaciones. Lo “sagrado” es entonces una fuente de poder y significación que se manifiesta en los mitos, los símbolos y los rituales. Sea que creamos en ellos o no, existen y funcionan.

Como nos indicó Magaly, la principal función de los mitos es proveer una explicación para las inmemoriales interrogantes fundamentales de la existencia humana; qué sentido tiene esa existencia, para qué y por qué existimos. Por esto muchos de los mitos son cosmogónicos. Cómo se formaron el universo, los astros, la Tierra. Por qué los cuerpos celestes se desplazan, por qué brillan, por qué cae agua del cielo.

Y el método básico de los mitificadores es analógico, el descubrimiento de semejanzas, proximidades o analogías. (Cf. Michel Foucault, Las palabras y las cosas). Impedidos de un conocimiento físico moderno, los fabricantes de mitos creían entrever similitudes sobre las que basaban toda una cosmogonía. Así, por ejemplo, las estrellas que arbitrariamente llamamos la constelación de Orión las entendemos como puntos del juego infantil sobre el que un lápiz traza un contorno y obtiene una figura, el de un cazador adornado por tres brillantes gemas en su cinturón, que tiempla un arco cuya flecha apunta a la cabeza de un toro, Tauro, en la constelación del mismo nombre. Orión es un cazador, de cuyo asedio ningún animal puede escapar, salvo el diminuto y modesto alacrán, el único que puede vencerle. Por esto, cuando Escorpio emerge del horizonte de Oriente, Orión se oculta temeroso por Occidente. ¿Necesitamos más comprobación?

Que construcciones tales hayan sido ampliamente sostenidas por los hombres antiguos, en particular si están revestidas de un poderoso lenguaje poético, es harto explicable. Daban sentido a las cosas, y el alma acosada por las incertidumbres fundamentales podía descansar en la certeza. Pero que a estas alturas del desarrollo mental humano se ofrezcan explicaciones de tal naturaleza es algo que repugna a la psiquis occidental, percatada como está de su falsedad.

En mi caso particular no entendí de la presentación de Magaly que ella nos estuviese vendiendo ningún mito en particular, aunque tal vez sí la idea de que algún mito es necesario. Aquí la llamada de atención de Rafael Clemente viene muy al caso. Si queremos llamar “mito” a la cosmología relativista, porque hace la misma función que el Popol Vuh cumpliera para los mayas, entonces Magaly tiene razón en cuanto a la necesidad. Pero otros entendemos tal cosa como ciencia, porque su método—a pesar de que Einstein y Dirac admitieran poseer una brújula estética a la hora de preferir una ecuación sobre otra—no es poético, no es metafórico, a menos que, estirando los conceptos, decidamos declarar que la matemática no es otra cosa que una enorme y compleja metáfora.

No; los racionalistas nos negamos a eso, y para nosotros la inconsistencia, profusamente presente en los mitos, es absolutamente intolerable.

De nuevo, esto no hay que entenderlo como imposibilidad de discutir sensata y racionalmente cuestiones que están habitualmente fuera del ámbito de la ciencia y, más todavía, que no sea posible fincar en la ciencia—la de verdad, no la de la “cientología” o la de la lucrativa superstición de Deepak Chopra—y a partir de sus datos una reflexión disciplinada, rigurosa e implacable sobre temas trascendentes. En diciembre de 1990, y en el contexto de una discusión sobre la educación superior no vocacional preferible, aproximaba el tema de la forma siguiente:

El metauniverso

Un paseo por los temas precedentes, independientemente de la profun­didad conque se emprenda, habrá dejado de lado las acuciantes preguntas fi­nales que habitualmente son el pre­dio de la filosofía y la teología. Conside­raríamos fundamentalmente incompleto un programa de educación superior que las eludiese intencionalmente.

Sería sorprendente que la turbulencia detectada, a fines del siglo XX, en prácticamente toda parcela del conocimiento de la humanidad, estuviera ausente de cuestiones tales como el sentido del mundo y el significado úl­timo de la existencia humana. Es cada vez más frecuente encontrar, por otra parte, en los diagnósticos que intentan establecer las causas de la erosión ins­ti­tucional y la patología de la conducta societal, una referencia a una crisis de los valores. Sería igualmente sorprendente que la solución a esta mentada cri­sis de los valores, a diferencia de la orientación futurista que hemos empren­dido en relación con los tópicos previos, fuese a encon­trarse en una vuelta a imágenes que fueron funcionales en un pasado.

Pero no se trataría en un programa como el que esbozamos de vender una filosofía, una teología o una religión particulares. Se trataría, en cambio, de afrontar decididamente la temá­tica, de explorarla en conjunto, de discu­tirla. Por fortuna, también en este territorio es posible echar mano de textos útiles para una deliberación informada sobre el tema.

En primer lugar, es nuestra decidida recomendación la lectura de “El Fenómeno Hu­mano”, del jesuita francés Pierre Teilhard de Chardin. Como él mismo se cuida de dejar cla­ramente asentado en su introducción a esa obra, su punto de partida no es místico o teológico. Su perspectiva es feno­menológica, basada sobre su experiencia directa como paleontólogo. Y a pe­sar de que ese importante texto se encuentre desactualizado en más de un dato desde el punto de vista de la empírica paleontológica, su esquema de con­junto continúa siendo un sugestivo y estimulante discurso sobre el sentido del universo.

En una vena diferente están las ideas de Edward Fredkin, profesor de ciencias de la com­putación en el Instituto Tecnológico de Massachussetts. Fredkin no ha escrito libros, pero sus ideas sobre el universo, expuestas en va­rios cursos que dicta en el instituto mencionado, han sido recogidas en otras obras, entre otras, en Three Scientists and Their Gods: Looking for Meaning in an Age of Information, escrita por Robert Wright.

Fredkin postula que el universo es semejante a una computadora colosal en la que corre un programa diseñado para responder a una pregunta de Dios. Reporta Wright: “Pero entre más charlamos, Fredkin se acerca más a las impli­caciones religiosas que está tratando de evitar. «Me pa­rece que lo que estoy di­ciendo es que no tengo ninguna creencia religiosa. No sé qué hay o qué podría ser. Pero sí puedo afirmar que, en mi opinión, es probable que este universo en parti­cular sea una consecuencia de algo que yo llamaría inteligencia.» ¿Significa esto que hay algo por ahí que quisiera obtener la respuesta a una pregunta? «Sí» ¿Algo que inició el universo para ver que pasaría? «En cierta forma, sí.»”

La visión de Fredkin es una nueva versión de las ya frecuentes identifi­caciones o corres­pondencias entre lo físico y lo informático. Todavía es al menos una curiosidad insólita, si no un misterio más profundo, que la forma matemática de la ecuación de la entropía térmica sea exactamente la misma de la ecuación fundamental de la teoría de la información, formulada por Claude Shannon en los años cuarenta de este siglo. La computadora cósmica de Fredkin tendría que operar, entre otras cosas, dentro de algoritmos fracta­les que generarían con el tiempo el “caos” del universo observable.

Dios sería entonces, y entre otras cosas, una memoria infinita, un “RAM” inagotable que preservaría, en estado de información completa, el origen y el acontecer del cosmos.

Parece ser una experiencia reiterada de la ciencia el toparse, en el lí­mite de sus especula­ciones más abstractas, con el problema de Dios. Puede que sea un importantísimo subproducto de la actividad científica moderna el de proporcionar imágenes para la meditación sobre un Dios al que ya resulta difícil imaginar bajo la forma de un ojo en una nube o una zarza ar­diendo. Un Dios informático para una Era de la Información.

Otras intuiciones pertinentes nos vienen, como de contrabando, junto con el tema de “los otros”, la presencia de otros seres inteligentes en el uni­verso. Los astrofísicos consideran muy se­riamente la posibilidad de vida in­teligente extraterrena. En realidad, dado el gigantesco nú­mero de estrellas y galaxias, contadas por centenares de millones, la hipótesis de que estamos so­los en el cosmos resulta ser, decididamente, una conjetura presuntuosa.

Hasta ahora no hay resultado positivo de los incipientes intentos por es­tablecer comunica­ción con seres extraterrestres, a pesar de la seriedad cientí­fica de tales intentos. (Por ejemplo, el proyecto OZMA, que incluyó la transmisión hacia el espacio exterior de información desde el gran radiote­lescopio de Arecibo, en Puerto Rico, en códigos que se supone fácilmente desci­frables por una inteligencia “normal”.)

¿Qué consecuencias podría esto tener para, digamos, el paradigma cris­tiano, hasta cierto punto asentado sobre una noción de unicidad del género humano en el universo? Aun antes de cualquier contacto del “tercer tipo”, la mera posibilidad del encuentro ejerce presión sobre los postulados actuales de al menos algunas –las más “personalizadas”– entre las religiones terres­tres.

En otra dirección, ¿qué alteraciones impensadas podrían producirse en el sentimiento trascendental y religioso del hombre si efectivamente se lle­gara a construir “inteligencias arti­ficiales” operacionalmente indistinguibles de la de un ser humano? ¿Qué nuevas nociones éticas, qué nuevas figuras de de­recho requeriría un hecho tal? ¿Tal vez una bula pontificia que declare –como en Short circuit II, la película reciente– la “humanidad” de estos seres sintéticos? ¿Sería admisible su esclavización? ¿Es la especie humana la última fase de la evolución biológica, o será una nueva especie una combinación de metales y cerámicas que hayamos programado con inteligencia y con capacidad de au­torreproducción?

O, una reflexión ulterior y mucho más radical, sugerida por la hasta hace nada impensa­ble capacidad de alteración artificial del material gené­tico. Nuestra idea firmemente acen­drada es la de que habitamos un ambiente cósmico que obedece a unas leyes inmutables. ¿No habrá allá, en un remoto futuro de la humanidad, así como hoy alteramos a voluntad “las leyes de la vida”, la posibilidad de que modifiquemos incluso las leyes de la física, de que variemos la magnitud de una constante universal, y con ello alteremos el propio tejido del universo o demos origen, más aún, a un universo completa­mente nuevo?

Son cuestiones todas éstas que estimamos saludablemente planteables a inteligencias en procura de una educación superior.

No creo que nada de lo que antecede haya sido contradicho por los planteamientos de Magaly, y quiero suponer que su educada cabeza daría la bienvenida a una construcción racional de una imagen moderna de lo divino, una suerte de “subteología”. (Término que propongo para no entrar en pelea con jesuitas o dominicos pugnaces).

Pero sí creo que podemos reclamar a los psicoanalistas en general, y a los jungianos en particular, una tendencia a procurarse explicaciones que hacen caso omiso de las reglas de Popper, una preferencia por lo “oculto”, lo iniciático, lo cabalístico o arcano.

Ante sus construcciones es usualmente imposible discutir con rigor. Si Jung dice que existe un “inconsciente colectivo”, a pesar de que nadie haya sabido precisar su ubicación, no es posible construir una refutación popperiana, puesto que ningún experimento corroborador o refutador es concebible.

Claro que uno puede considerar que la noción de “inconsciente colectivo” es una suerte de etiqueta terminológica conveniente, shorthand práctico al mismo nivel de ideas como las de Abraham Kardiner, que en una cierta psicología social sostiene que hay una “personalidad básica de las culturas”. (Algo así como explicar por qué los argentinos “son como son”). Si se entiende el asunto de este modo entonces no hay mucho motivo para la discrepancia. Es obvio que la esvástica no fue inventada por los nazis, y que ese símbolo es mucho más antiguo y que se le encuentra también entre los vascos, a quienes no se emparienta con los indios o los armenios neolíticos. Es perfectamente posible una paleontología y una filogenia de los símbolos. Esto es una cosa y otra es construir una summa de numerosos tomos fundada sobre inasibles e inverificables nociones y pretender que tal cosa sea tenida por ciencia.

Por otra parte, al mero nivel estilístico uno distingue en el discurso de muchos psicoanalistas, principalmente los jungianos, el uso de una jerga incomprensible por el común de los mortales. La ignorancia del léxico induce en más de un alma ingenua la reverencia por una oscuridad que se postula idéntica a una profundidad del conocimiento. En los casos más graves los no iniciados somos tratados con condescendencia y a veces hasta con desprecio.

Una de las claves del desarrollo científico ha sido justamente la comunicabilidad de la ciencia. El que el descubrimiento fuera comunicado pública y libremente para que los experimentos que le dieron origen fuesen reproducibles. De manera que revestir una pretendida ciencia de léxico esotérico es costumbre negadora de lo que precisamente es condición para el progreso del conocimiento humano. Toda buena ciencia es ciencia diáfana.

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Dicho todo esto, hay que apuntar otra posible fuente de disensión. Esta surge de entender lo formulado por Magaly como si tratara de una descripción exhaustiva, totalizante, como caricatura de una realidad mítico-política sólo compuesta por los caimanes que describe. No me siento representado por ninguno de los tipos polares de caimán que Magaly identifica, tal vez porque nunca hice caso de la asquerosa manipulación de Juan Fernández con estampitas de la virgen católica, que alguna vez blandió en gesto parecido a los de Chávez cuando pela por el infaltable ejemplar de bolsillo, azul, de la “bicha”.

Pero esto me lleva a reconocer un gran valor en el trabajo de Magaly: que dijo dos grandes verdades. Primera, que nuestro actual conflicto político no puede ser entendido solamente en términos de una lucha de poder, ni siquiera como expresión de una egoísta satisfacción de intereses, ni como mera manifestación de una lucha de clases, puesto que tiene una dimensión mítica y simbólica que incide de modo efectivo sobre la psicología de los venezolanos. Bolívar, que ya estaba mitificado, ha sido exacerbado hasta la náusea.

Pero también la virgen ha entrado en liza, y el difunto—QEPD—cardenal Velasco sugirió un domingo en la Catedral de Caracas que los letales deslaves de diciembre de 1999 habían sido un castigo divino a la soberbia presidencial. En su oportunidad le supliqué en artículo de prensa que nos propusiese un dios menos estúpido.

Hubo quien hiciera genealogía coromotana para asegurar que un indio crucial en la aparición de la patrona respondía al nombre de Juan Fernández, homónimo del propagandista de la “red de energía positiva”, y ahora circula por los emilios que el 15 de agosto es la mejor fecha para el referendo revocatorio, ya que es asimismo el día de la Asunción de Nuestra Señora.

De modo que Magaly tiene razón también con esa segunda verdad de la simetría en lo mítico, y hay gente que cree que Chávez no es Florentino sino el Diablo y confiere estatura mítica al muy natural y explicable y conveniente fenómeno social del mercado.

Sería demasiado sencillo explicar la agresividad chavista como producto exclusivo de la envidia y el resentimiento social. De “este lado”, en “ese caño”, hay igualmente una percepción recíproca y despreciativa. En una prestigiosa peña capitalina—Caracas Country Club—Julio Andrés Borges aseguraba, ante incómoda pregunta por el crecimiento de su partido, que la organización captaba incesantemente adeptos, incluso de las filas del chavismo, y aludió a recientes actos de juramentación de nuevos militantes de Primero Justicia que antes lo fueron del Movimiento Quinta República. Una habitué de la peña observó: “Sí, yo sé a qué te refieres. Yo estuve en el de La Guaira ¡pero ahí lo que había era un negrero!” De modo que en parte el asunto no es avaricia desposeída, sino reacción al estímulo del desprecio social, el mismo que cuando Caldera fue electo por primera vez declaró: “Por fin llegó la gente decente al poder y vamos a poder salir de ese negraje adeco”.

El fenómeno no es inédito. Hace no mucho pude escribir: “Marx  es hijo de Hegel, pues éste fue quien enseñó al primero la dinámica del conflicto. Y fue Hegel quien observara que en el más enconado conflicto, que en la lucha por la existencia, los enemigos terminaban siendo muy parecidos. Hugo Chávez presidió ayer un acto en el que su hermano Adán decía cosas que fueron recibidas con el grito ¡mentiras! El alcalde Bernal contenía a duras penas su azoramiento y consagraba el procedimiento digital, el uso del dedo en la designación de unos dirigentes del MVR, que era precisamente lo protestado. Procedimiento éste que se censuraba de la ‘cuarta república’. ¡Qué parecidas son la cuarta y la quinta!”

Así que logro ver lo certero de las observaciones de Magaly al respecto. Lo que rechazo es el simplismo que pareciera desprenderse de su esquema, pues en su taxonomía no cabrían los “Ni-Ni” y todos seríamos o Alligator chavensis o Alligator escualidus.

No, amiga, no me cuente usted como habitante de ese caño. Habito otro distinto, al que habrá que ponerle nombre, porque “Ni-Ni” es designación despectiva y alienada, referida no a nuestra propia sustantividad sino a algo que está fuera de nosotros. Es un problema por resolver: ponerle nombre a lo que somos, a lo que buscamos.

Algunos—William Ury—lo llaman el tercer lado. Otros—José Antonio Gil—creen que se trata de un “a mitad de camino”, un promedio entre extremos.

En realidad es una cosa situada en otro plano, y el verdadero modo de lograr la superación de Chávez es más una superposición que una oposición. Pero esto, una vez más, es problema para otra discusión.

Mas, dirá Magaly, “sólo pretendí mostrar realidades, y sacar punta a los extremos para causar impacto y estimular una toma de conciencia”. Así estaría aplicando método maoísta, pues fue el Gran Timonel quien, en ulterior desarrollo práctico de la dialéctica marxista, recomendaba la “agudización de las contradicciones” en el seno de la sociedad como forma de reventar en lucha y lograr el triunfo definitivo del proletariado. Es en este sentido que también Magaly nos ha propuesto su propio mito: el mito de los caimanes del mismo caño.

A fin de cuentas, agradezco el acicate de Magaly y tolero la concepción jungiana que jamás podré compartir. Los hitos miliares del pensamiento del siglo XX fueron los que nos enrostraron nuestros límites. Wittgenstein, que en su Tractatus Logico-Philosophicus quiso determinar los límites del pensamiento; Heisenberg, que halló la incertidumbre en el fondo de la física; Gödel, que desenterró lo incompleto y lo inconsistente del corazón mismo de la matemática; Feigenbaum, y tantos otros que dieron función sorprendente al caos impredecible a partir de sistemas deterministas. Es una historia de sobriedad, una lección de humildad. Es por esto que el más racionalista de los científicos no debe negarse al diálogo con lo mítico o a la lectura de Jung. En su complejidad—si no una ciencia al menos una poética científica—una admirable obra intelectual se despliega y construye haces, más bien threads, de relaciones sugerentes. Y es que Jung ha formulado una visión del mundo que nos ayuda a ver conexiones que de otro modo se nos escaparían, a worldview that helps people see connections that they otherwise would miss. Es decir, el psicoanálisis jungiano como herramienta heurística, propia para el descubrimiento o la invención. LEA

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Marcos para la interpretación de la libre empresa en Venezuela

Empresarios

introducción

La expresión inglesa “has been framed” se aplica a quien siendo inocente es comprometido con evidencias y circunstancias, adulteradas o fabrica­das intencionalmente por quienes le “enmarcan”, con peligro cierto de ser privado de su libertad o su vida.

En la psicología de la cognición, en cambio, “frame” (marco) es un con­junto conceptual asociado con alguna idea, con alguna palabra, y que la acompaña en su combinación con otras palabras o ideas.

Por ejemplo, la palabra “alivio” tiene un marco conceptual asociado a ella: con el fin de dar alivio a alguien es preciso que haya una aflicción y una parte afligida y una parte que la alivie, que quite el daño o el dolor. Quien alivia es un héroe. Quien quiere impedirle es un villano, puesto que quiere que la aflicción siga. Toda esa información se conjura con el uso de una sola palabra.

Si ahora se combina con la palabra “fiscal”, para constituir la frase “alivio fiscal”, se dice con ella que el impuesto es una aflicción. Con esa metá­fora, quien libere del impuesto es un héroe y quien trate de detenerlo un hombre malo. De modo que si se generaliza el uso de la expresión “alivio fiscal” con eso se generaliza la aceptación del marco conceptual descrito. (Ejemplo del profesor George Lakoff, de la Universidad de California en Berkeley).

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No cabe duda de que una parte significativa del empresariado venezolano “has been framed” en tiempos recientes. Se la ha presentado y enmar­cado como insensible, delincuente, amotinada y traidora.

A estas fechas el empresariado nacional ha recuperado parte de su anti­gua reputación pero, según algunas mediciones, a comienzos del pre­sente período constitucional sólo 37% de los venezolanos opinaba que trabajaba mucho o algo por resolver los problemas del país. (Estudio Per­fil 21 Nº 40, Consultores 21, primer trimestre de 1999. El correspon­diente al cuarto trimestre de 2003, con data recogida entre el 5 y el 13 de diciembre mide un aumento a 50%, lo que significa que una mitad aún opina que los empresarios trabajan poco o nada “por resolver los proble­mas del país”).

En gran medida este insatisfactorio estado de la opinión se debe a una deliberada actividad de propaganda contra la libre empresa, que ha te­nido importante grado de éxito en “enmarcar” la idea e imagen del em­presariado o el empresario de manera negativa. Desde la campaña electo­ral de 1998 hasta la fecha la propaganda adversa ha sido más intensa y sistemática. No ha existido una defensa adecuada del empresariado ante este proceso. Si bien se han dado instancias aisladas y no sistemática­mente conexas de refutación del marco negativo, no se ha hecho el tra­bajo definitivo: la construcción y difusión programada de marcos sanos que puedan superponerse (más que oponerse) al marco pernicioso y permitan un nuevo posicionamiento del empresariado en la psiquis nacional.

En lo que sigue se propone un conjunto de marcos para el empresariado venezolano. El posicionamiento del empresariado venezolano en la psi­quis nacional se vería grandemente mejorado en la medida en la que ta­les marcos se difundan y anclen firmemente en ella.

Notas

1. En entrevista registrada en BuzzWatch (Inside the Frame, 15 de enero de 2004) George Lakoff describe: «Desde el primer día de Bush en el poder, el len­guaje proveniente de la Casa Blanca cambió por completo. Los boletines de prensa cambiaron. Una de las nuevas expresiones fue «alivio fiscal». Evoca todas esas cosas: que los impuestos son una aflicción de la que debemos librarnos, que hacer eso es heroico, que quienes tratan de impedir esta cosa heroica son malos. Los boletines de prensa se enviaron a todas las televisoras, a todos los periódi­cos, y pronto los medios comenzaron a usar la expresión «alivio fiscal». Esto pone allí un cierto marco: un marco conservador, no un marco progresista. Pronto una buena cantidad de gente estaba usando la expresión «alivio fiscal» y antes de darnos cuenta los demócratas comenzaron a usar la expresión «alivio fiscal» y se dieron un tiro en el pie».

2. Para un tratamiento bastante exhaustivo y técnico del tema de los marcos, con especial aplicación a la elección entre opciones con diferentes resultados espe­rados, y su diferente presentación o “enmarcamiento”, puede verse “Choices, Values and Frames”, editado por Daniel Kahneman y Amos Tversky y publicado por  Cambridge University Press en 2000. Los autores se hicieron acreedores al Premio Nobel de Economía por sus trabajos desde la perspectiva de la psicología de la cognición. Tversky murió antes de recibirlo.

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Primer marco: La sabiduría del enjambre

Para la economía clásica la mano misteriosa del mercado estaba basada en la eficiencia del decisor individual. Se lo postulaba como miembro de la especie homo œconomicus, hombre económicamente racional. Los mo­delos del comportamiento microeconómico postulaban competencia per­fecta e información transparente. El mercado era perfecto porque el átomo que lo componía, el decisor individual, era perfecto. La propiedad del conjunto estaba presente en el componente.

En cambio, la más moderna y poderosa corriente del pensamiento cientí­fico en general, y del pensamiento social en particular,  ha debido admitir esta realidad de los sistemas complejos: que éstos –el clima, la ecología, el sistema nervioso, la corteza terrestre, la sociedad– exhiben en su con­junto “propiedades emergentes” a pesar de que estas mismas propieda­des no se hallen en sus componentes individuales. En ilustración de Ilya Prigogine, Premio Nobel de Química: si ante un ejército de hormigas que se desplaza por una pared, uno fija la atención en cualquier hormiga ele­gida al azar, podrá notar que la hormiga en cuestión despliega un com­portamiento verdaderamente errático. El pequeño insecto se dirigirá hacia adelante, luego se detendrá, dará una vuelta, se comunicará con una vecina, tornará a darse vuelta, etcétera. Pero el conjunto de las hor­migas tendrá una dirección claramente definida. Como lo ponen técni­camente Gregoire Nicolis y el mismo Ilya Prigogine en Exploring Com­plexity (Freeman, 1989): “Lo que es más sorprendente en muchas socie­dades de insectos es la existencia de dos escalas: una a nivel del indivi­duo y otra a nivel de la sociedad como conjunto donde, a pesar de la inefi­ciencia e impredecibilidad de los individuos, se desarrollan patrones cohe­rentes característicos de la especie a la escala de toda la colonia”. Hoy en día no es necesario suponer la racionalidad individual para postular la racionalidad del conjunto: el mercado es un mecanismo eficiente inde­pendientemente y por encima de la lógica de las decisiones individuales.

Es esta característica natural de los sistemas complejos el más poderoso fundamento de la democracia y el mercado. A pesar de la imperfección política de los ciudadanos concretos, la democracia sabe encontrar el bien común mejor que otras formas de gobierno; a pesar de la imperfec­ción económica de los consumidores el mercado es preferible como dis­tribuidor social.

Y esto lo llega a entender el pensamiento de izquierda.

John Haldane, fallecido en 1964, fue un notable científico de Inglaterra, biólogo, genetista, pero también el editor del periódico del Partido Comu­nista de Inglaterra (The Daily Worker). Esto último no le impidió advertir en un certero trabajo sobre el tamaño adecuado de las cosas, que las es­tructuras preconizadas por el socialismo no podrían funcionar en países del tamaño de  los Estados Unidos o de Rusia: “Y así como hay un ta­maño óptimo para cada animal, así también es cierto eso para cada insti­tución humana… Para el biólogo el problema del socialismo consiste ma­yormente en un problema de tamaño. Los socialistas extremos desean manejar cada país como si se tratase de una empresa única. No creo que Henry Ford encontrase mucha dificultad en administrar Andorra o Luxem­burgo sobre bases socialistas. Se puede pensar que un sindicato de Fords, si pudiésemos encontrarlos, haría que Bélgica Ltd. o Dinamarca Inc. fue­sen rentables. Pero mientras la nacionalización de ciertas industrias es una obvia posibilidad en los más grandes entre los estados, no me es más fácil imaginar un Imperio Británico o unos Estados Unidos completamente socializados, que un elefante que diera saltos mortales o un hipopótamo que saltara sobre una cerca”. (J.B.S. Haldane, “On Being the Right Size”, en “Gateway to the Great Books”, en edición de la Enciclopedia Británica.)

Somos enjambre humano. De nosotros como mercado, de nosotros como democracia, surge orden, sin necesidad de que una autoridad general nos lo imponga.

Kevin Kelly refiere (en “Out of Control”, Perseus Books, 1994) la expe­riencia de 5.000 personas en un gran auditorio. A esta cantidad de gente se pidió dividirse en dos mitades y se le advirtió que 2.500 miembros del público manejarían una sola raqueta (digital) de ping pong contra los otros 2.500 asistentes que manejarían entre todos la suya. (A cada asis­tente se había repartido previamente una cartulina cuadrada, uno de cu­yos lados era verde y el otro rojo. Dos cámaras de televisión cubrían am­bos lados del salón, dividido por un pasillo central. Cada una registraba las proporciones de verde y rojo en la mitad correspondiente. Verde sig­nificaba subir la raqueta, rojo bajarla. Computadores acoplados a las cámaras de televisión agregaban el color y remitían la instrucción pro­mediada a cada raqueta. Los circunstantes podían ver el curso del juego en una gran pantalla al centro del proscenio. Sin el más mínimo ensayo previo, sin que la voz de un capitán gritase verde o rojo, dos millares y medio de cerebros independientes creaban la decisión correcta y envia­ban la raqueta a la altura necesaria para encontrar la pelota. Cinco mil personas jugaron así un razonable juego de ping pong, y siguieron haciéndolo a pesar de que se aumentara la velocidad de la pelota.

No contentos con eso emprendieron luego un más difícil ejercicio que se les propuso. Ahora gobernarían un avión electrónicamente simulado para aterrizarlo. El lado derecho de la sala –2.500 personas– gobernaría la al­titud del avión; otro tanto, del lado izquierdo, determinaría la dirección. Verde arriba, rojo abajo. Verde estribor, rojo babor. Y cinco mil personas asumían la delicada tarea y en la primera aproximación, sin que ni una voz lo advirtiese, sentían que el avión se estrellaría y de repente el avión ascendía y daba vuelta, abortando el aterrizaje, para intentarlo otra vez hasta lograrlo.

En ese enjambre humano, sin dirección central, las decisiones del con­junto eran correctas.

Eso hace el mercado. La mejor oportunidad que tiene la justicia social es el mercado. En el bazar planetario que ahora se gesta en la globalización, será factible, con el tiempo, normalizar la distribución mundial de la ri­queza a través del mercado.

Notas

  1. La moderna teoría de la complejidad es una gestación intelectual extra­ordinaria del siglo XX y ciertamente es la nueva base para una mejor compren­sión de la realidad, del universo y la sociedad. El trabajo de Prigogine tuvo que ver con la aplicación del segundo principio de la termodinámica a sistemas complejos, incluyendo los organismos vivos. El segundo principio estipula que los sistemas físicos tienden a deslizarse espontánea e inexorablemente hacia un estado de desorden, proceso que se conoce como crecimiento de la entropía. Sin embargo, el principio no logra explicar cómo pudieron haber surgido sistemas complejos a partir de estados menos ordenados y haberse mantenido desafian­tes de la tendencia a la entropía. Prigogine postuló que mientras los sistemas recibiesen energía y materia de una fuente externa, los sistemas no lineales (o, como los llamó, las estructuras disipativas) pueden pasar por períodos de ines­tabilidad y luego se autorganizan, dando paso a sistemas más complejos cuyas características no pueden ser predichas sino como probabilidades estadísticas. El trabajo de Prigogine tuvo gran influencia sobre una amplia variedad de disci­plinas, y fue fundamental para las teorías del caos y la complejidad. La libertad es una condición de lo complejo.

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Segundo marco: una abeja hace la diferencia

 

En 1959 Edward Lorenz, meteorólogo, manipulaba el clima artificial y meramente simbólico de sus modelos matemáticos en su primitivo com­putador Royal MacBee. Había formulado ecuaciones que relacionaban variables como temperatura y presión atmosférica y confiado al compu­tador el tedioso cálculo de las interacciones, el que imprimía tablas de resultados y hasta un escueto gráfico que mostraba las oscilaciones del clima a lo largo del tiempo.

El computador de Lorenz no tenía mucha capacidad: sólo podía calcular hasta seis posiciones decimales. Pero el impresor era aun más lento, y por tal razón se le pedía que imprimiese los sucesivos valores sólo hasta los tres primeros decimales.

Un buen día Lorenz notó un segmento de gráfico que llamó su atención, por lo que se dispuso a correr el modelo de nuevo en el computador, a fin de examinar con mayor atención el episodio de su interés. Pero en lugar de arrancar los cálculos desde el inicio, dada la lentitud del cómputo, de­cidió tomar como condiciones iniciales valores previos de las variables cercanas a la zona interesante de las curvas. Así, tomó las hojas impre­sas, seleccionó un punto en el tiempo, previo pero no muy lejano, leyó los valores correspondientes, los ingresó manualmente a la máquina y arrancó el cómputo. Luego, para evitar el tedio, se fue a tomar café.

Cuando Lorenz regresó a su laboratorio se llevó una sorpresa mayúscula. El impresor trazaba ahora trayectorias enteramente distintas para las va­riables, y el gráfico no se parecía en nada a lo que originalmente había despertado su curiosidad. Al principio creyó que la causa sería un des­perfecto repentino en el computador, o tal vez un error en su sistema de ecuaciones. Poco después encontró la verdad: en realidad no había espe­cificado exactamente las mismas condiciones iniciales, pues leyó valores impresos con tres decimales redondeados, cuando entretelones el com­putador calculaba seis posiciones decimales. El error de una diezmilé­sima en la condición especificada para el nuevo cómputo había generado, con el paso del tiempo, discrepancias de gran magnitud. Había nacido la ciencia del caos.

Rápidamente Lorenz sacó la consecuencia: los sistemas complejos reve­lan una gran sensibilidad a las condiciones iniciales, y una pequeñísima diferencia en éstas puede acarrear a la larga diferencias descomunales.

La metáfora con la que este carácter de los sistemas complejos se popu­larizó adoptó ropaje, naturalmente, climatológico. Se la bautizó como el principio del ala de mariposa: en un sistema tan complejo como el clima, el aleteo de una mariposa en China puede causar un temporal en Cali­fornia.

Esta característica de los sistemas complejos salva, justamente, la tras­cendencia de lo individual, de lo más pequeño, aun en medio de la mayor enormidad. El más pequeño acto individual determina la forma del fu­turo, y por tanto la complejidad no es excusa para prescindir de la ética personal, así como el conjunto, a pesar de lo discutido en el marco pre­cedente, no puede ser pretexto para dañar a la parte.

De nuevo, la más moderna interpretación científica de la complejidad provee fundamento fuerte a un principio consustancial a la actividad de los empresarios: el respeto por el individuo, por la trascendencia de sus actos libres. En el enjambre de un país, de una economía, no es posible despreciar la acción individual. Una abeja puede hacer la diferencia. Una persona individual es responsable por todo el futuro de la humanidad, y para serlo plenamente necesita la libertad.

Notas

 

 

  1. Una introducción no técnica a la teoría o ciencia del caos puede encon­trarse en el libro divulgativo de James Gleick: “Chaos: Making a New Science”. (Viking Penguin, 1987). Plaza & Janés ha publicado versión en castellano.

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Tercer marco: la sociedad normal

 

Todo estudiante de Medicina, antes de ser expuesto al problema de la enfermedad, invierte dos años de estudios en la comprensión de la es­tructura y el funcionamiento del cuerpo humano en estado de salud. Antes de enfrentarse a la enfermedad debe saber exactamente en qué consiste un individuo sano.

La acción social responsable debiera adoptar la misma estrategia: antes de inventar y aplicar políticas el decisor público debe tener claro qué es una sociedad normal.

Cualquier sociedad lo suficientemente grande tenderá a ostentar una distribución que la ciencia estadística conoce como distribución normal de “las cualidades morales”: en esa sociedad habrá, naturalmente, pocos héroes y pocos santos, como habrá también pocos felones, y en medio de esos extremos la gran masa de personas cuya conducta se aleja tanto de la heroicidad como de la felonía.

En consecuencia, la distribución teóricamente «correcta» de las rentas, de adoptarse un principio meritológico, sería también la expresada por una curva de «distribución normal», dado que en  virtud  de  lo  anteriormente  anotado  sobre  la distribución de la heroicidad y en virtud de la distribu­ción observable de las capacidades humanas –inteligencia, talentos espe­ciales, facultades físicas, etc.– los esfuerzos humanos adoptarán asi­mismo una configuración de curva normal.

Esta concepción que parece tan poco misteriosa y natural contiene, sin embargo, implicaciones muy importantes. Para comenzar, en relación con discusiones tales como la de la distribución de las riquezas, nos muestra que no hay algo intrínsecamente malo en la existencia de perso­nas que perciban elevadas rentas, o que esto en principio se deba impe­dir por el solo hecho de que el resto de la población no las perciba. Por otra parte, también implica esa concepción que las operaciones factibles sobre la distribución de la renta en una sociedad tendrían como límite óptimo la de una «normalización», en el sentido de que, si a esa distribu­ción de la renta se la hiciera corresponder con una distribución de es­fuerzos o de aportes, las características propias de los grupos humanos harían que esa distribución fuese una curva normal y no una distribu­ción igualitaria, independientemente de si esa igualación fuese planteada hacia «arriba» o hacia «abajo».

No es la normalización de una sociedad una tarea pequeña, sin embargo. La actual distribución de la riqueza en Venezuela dista mucho de pare­cerse a una curva normal y es importante políticamente, al igual que co­rrespondiente a cualquier noción o valor de justicia social que se sus­tente, que ese estado de cosas sea modificado. Pero la tarea es la de ob­tener la normalización, no la de establecer primitivas políticas a la usanza de Robin Hood.

 

Otra conclusión, finalmente, que se desprende del concepto de sociedad normal, es que el progreso posible de una sociedad es el progreso que desplaza a la curva normal como conjunto en una dirección positiva, y no el de intentar el igualamiento de la distribución por modificación en la forma de la curva. Si bien es posible que todos progresen, los esfuerzos que lleven una intencionalidad igualitaria están condenados al fracaso por constituir operaciones tan imposibles como las de construir un móvil perpetuo. Tan imposible como hacer que una población esté compuesta por genios, es lograr que sea toda de idiotas. Tan imposible como hacer que toda sea una población de santos es obtener que sea íntegramente conformada por delincuentes y, por tanto, en una sociedad económica­mente justa, no podrá ser que todos sus habitantes sean ricos o que to­dos sus habitantes sean pobres.

La existencia de un número reducido de personas con rentas muy eleva­das es una característica constante, por lo demás, de las sociedades humanas, independientemente del régimen político que en ellas impere. El intento igualitarista soviético jamás pudo impedir la existencia de una clase “privilegiada” por otra. En toda sociedad, aun en la más normal y sana, habrá siempre una pequeña proporción de personas que alcanzan los niveles más elevados de renta. Es ley de naturaleza, no preferencia ideológica.

Notas

 

1. Las sociedades capitalistas más desarrolladas ostentan, precisamente, una distribución social de las rentas que se acerca bastante a la forma de una cam­pana de Gauss. Lo que es característico de una sociedad enferma es una muy pequeña proporción de ricos, una clase media delgada y débil y una desmesu­rada proporción de pobres.

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Cuarto marco: un tumor reducido

 

Un mito generalmente difundido en Venezuela interpreta que la sociedad está mal, en gran medida, en razón de desmesurados procesos de co­rrupción, a consecuencia de los cuales un grupo poco numeroso de gente sin escrúpulos sustrae indebidamente una renta social que, distribuida como debiese, daría por resultado un país feliz.

A mediados de la década de los ochenta el ilustre Dr. Humberto Njaim, a la sazón profesor del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad Central de Venezuela, publicó un miliar estudio sobre el tema de la co­rrupción en Venezuela. (Costos y Beneficios Políticos de la Ley Orgánica de Salvaguarda del Patrimonio Público, Revista de la Facultad de Dere­cho, UCV). Njaim aventuró una gruesa estimación del peculado en Vene­zuela y concluyó que la dictadura de Pérez Jiménez había sustraído el equivalente de 1% del presupuesto nacional de cada año, mientras que la democracia había alojado un peculado mayor, de 1,5%.

A primera vista las cifras suenan pequeñas, dada nuestra convicción es­tándar de que Venezuela sería un país particularmente corrupto. Apli­cada, sin embargo, la tasa de “corrupción democrática” estimada por Njaim al presupuesto de 2004 (50 billones de bolívares), se estaría hablando de 750.000 millones de bolívares sustraídos por corrupción en el año. (Si es que las tasas actuales no son mayores que el índice Njaim).

Pero visto el asunto desde otro ángulo, habría que decir que la democra­cia en Venezuela permitió el respeto a 98,5% de los recursos públicos que no fue sustraído, una buena noticia, sin duda. No puede ser, por consiguiente, que nuestros problemas como nación se deban a un tumor –indudablemente pernicioso y execrable– de 1,5% de tamaño. Algo equi­vocado debe haber en el manejo de una inmensa mayoría de los recursos públicos que no son objeto de corrupción.

En todo caso, llevados al equivalente en divisa norteamericana al precio actual del mercado libre (en el orden de 3.000 bolívares por dólar) los re­cursos del peculado montan a la cifra de 250 millones de dólares. Esta cantidad no es sino el 2,5% del faltante en los balances de Parmalat.

Y desde el punto de vista del impacto directo sobre la ciudadanía, el co­ciente que resulta de dividir el monto teórico de la corrupción entre la población venezolana arroja la cantidad de 30 mil bolívares al año. Este es el perjuicio ciudadano individual causable por corrupción en 2004. No es el caso que si se repartiese directamente esa cantidad a cada habi­tante la pobreza desaparecería del país.

Por tanto es importante conocer las proporciones reales de la corrupción en Venezuela y, sin cejar en el esfuerzo por moderarla, desmitificarla como presunta causa de atraso y subdesarrollo.

De algún modo el electorado está preparado para esta reinterpretación, pues la corrupción ha disminuido sensiblemente como problema perci­bido por la población. En 1992 era considerado como el segundo pro­blema más importante del país (23% de la opinión pública lo mencionaba tras 25% que señalaba el estado de la economía como problema princi­pal). Hoy en día (diciembre de 2003) su mención se ha reducido a sólo 1%, muy por debajo del desempleo (33%), la situación política (24%), la delincuencia (17%) y la situación económica (16%). (Estudio Perfil 21 Nº 57, Consultores 21).

Notas

 

1. Para 1992 los principales problemas del país se ordenaban así: mala situa­ción económica 25%, corrupción 23%, delincuencia 11%, desempleo 7%, situa­ción política 5%. Obviamente ha habido desplazamientos muy significativos en la percepción nacional de los problemas más importantes.

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Quinto marco: una sociedad indigestada

 

Hasta 1973 la economía venezolana creció serena y consistentemente, a ritmo sensato, dentro del marco de la democracia. A comienzos de ésta (1959) el Estado venezolano propició una reforma agraria, pero también una política de industrialización que implicaba un explícito e importante estímulo a la actividad económica privada.

A partir de 1974 el país experimentó un crecimiento desmedido, cuyas consecuencias seguimos sufriendo a la fecha. En ese año se había cua­druplicado, en cuestión de meses, el valor de las exportaciones energéti­cas venezolanas, a raíz del embargo árabe de fines de 1973.

Es conveniente enfatizar este hecho: el crecimiento de la década 1973-83 no se debió a factores buscados por Venezuela, sino a causas totalmente exógenas determinadas por terceros actores internacionales, entre las que debe anotarse además la profusa y espléndida oferta de financia­miento internacional de la época.

Cualquier economía, por más sana que fuese, enfermaría de importancia si se viera inundada de esa forma por tan desorbitada y repentina for­tuna. De hecho, se conoce con el nombre de “enfermedad holandesa” a procesos de este tipo, para designar la dolencia económica en la que el súbito influjo de ingreso petrolero y ayuda internacional puede destruir la economía. (En los años 70 la explotación de petróleo en el Mar del Norte generó una inundación, esta vez de dólares, en Holanda. La divisa holandesa se revalorizó sustancialmente, encareciendo sus exportaciones no petroleras hasta el punto de hacerlas no competitivas. Al mismo tiempo la importación se hizo barata, y los altos salarios del sector pe­trolero causaron su elevación en otros segmentos de la economía. Estas fuerzas se combinaron para causar estragos en la actividad privada no petrolera).

De modo que sufrimos una enfermedad por factores no endógenos. Su­frimos un atragantamiento e indigestión de divisa extranjera. (En 1963 el Primer Curso de Dirigentes Campesinos del Instituto Venezolano de Ac­ción Comunitaria se celebraba en Caracas, con una duración de un mes. A los pocos días de haberse iniciado la angustia cundía entre los directi­vos del instituto, pues la gran mayoría de los dirigentes campesinos asistentes habían enfermado de aguda dolencia digestiva. El temor inicial de una intoxicación causada por presuntos alimentos descompuestos dio paso después a la comprensión de la causa real de la epidemia: los asis­tentes al curso rara vez habían comido tres veces diarias, y la ingesta normal que ofrecía el IVAC representaba un marcado salto en la dieta habitual de los enfermos. Lo que en principio es bueno puede perfecta­mente hacerse pernicioso en la práctica, en ciertas condiciones).

Y tampoco es que la gestión económica pública de la época no intentó protegerse de la enfermedad. La creación del Fondo de Inversiones de Venezuela pretendió ser el remedio que ahora se prescribe en Irak para precisamente buscar esa protección. (“En Irak sus funcionarios se pre­ocupan porque el influjo de dólares empuje hacia arriba el valor de la mo­neda local y dispare los salarios hasta el punto de que la manufactura y otras industrias no petroleras languidezcan… Entre los remedios que la administración Bush está considerando para contrarrestar la enfermedad holandesa está la creación de un fondo para estabilizar el ingreso petro­lero del gobierno incluso ante fluctuaciones en los precios del crudo…” Mi­chael M. Phillips, U.S. Tries to Gird Iraq for the Perils of Oil-Cash Glut, The Wall Street Journal, 19 de enero de 2004).

Debe apuntarse, por otra parte, que la República de Venezuela trató de emplear el excedente de ingresos en inversión económicamente razona­ble. En 1975 cualquier economista del planeta hubiera recomendado al gobierno venezolano que hiciera lo que precisamente emprendió: el desa­rrollo, mediante concentradas e importantes inversiones, de sus “venta­jas comparativas”. Si Venezuela se caracterizaba, además de por su ele­vado ingreso petrolero, por una abundancia de minerales de hierro y aluminio en una región bendita por la presencia de energía hidroeléctrica abundante y relativamente barata, entonces hacia allí debía ir la inver­sión pública. El Plan IV de SIDOR fue el programa emblemático de esa política.

Pero nadie entreveía entonces que una profunda transformación de la economía mundial estaba en marcha y haría eclosión en el último cuarto del siglo XX. Así, hubo que esperar a 1986 para leer un comentario como el siguiente: “«La Revolución Industrial estuvo en gran medida basada en mejoras radicales en los métodos de modificación de materiales básicos tales como el algodón, la lana, el hierro y más tarde el acero. Desde en­tonces, continuas mejoras en las técnicas de producción han hecho dispo­nible un creciente número de productos basados en mate­riales a un nú­mero mayor de mercados. De hecho, desde la Revolución Industrial un aumento en el consumo de materiales ha sido un signo de crecimiento económico… En años recientes parece haberse producido un cambio fun­damental en este patrón de crecimiento. En Norteamérica, Europa Occi­dental y Japón la expansión económica continúa, pero la demanda por muchos materiales básicos se ha estabilizado. Pareciera que los países industriales han alcan­zado una encrucijada. Ahora están saliendo de la Era de los Materiales, que abarcó los dos siglos siguientes al advenimiento de la Revolución Industrial, y se están adentrando rápidamente en una nueva era en la que el nivel de uso de los materiales ya no constituye un indicador importante de progreso económico. Puede ser que la nueva era llegue a ser la Era de la Información, aunque es probablemente dema­siado temprano para bauti­zarla con alguna seguridad». (Eric D. Larson, Marc H. Ross y Robert H. Williams, Beyond the Age of Materials, Scienti­fic American, junio de 1986).

Sólo entonces advirtieron: “Dado que el procesamiento de los materia­les básicos consume mucho más energía por dólar de unidad producida que lo que lo hacen las actividades de fabricación intermedia y final, aún un pe­queño cambio en el procesamiento puede tener un profundo efecto en la energía consumida por la industria (que en 1984 representó dos quintas partes de toda la energía consumida en los Estados Unidos). Nuestro aná­li­sis sugiere que la producción agregada de materiales en los Estados Unidos permanecerá en términos gruesos constante entre 1984 y el año 2000 (cuando se la mide en términos de kilogramos de producto pondera­dos por la energía consumida en fabricar cada producto). Ya que espera­mos que la industria mejorará su eficiencia en el uso energético a una tasa de entre 1 a 2 por ciento por año durante ese período, el resultado puede muy bien ser una disminución en el consumo industrial de energía, quizás en tanto como 20%…»

 

Finalmente concluyeron: «Como cualquiera otra profunda transformación histórica, traerá consigo beneficios así como pesa­dos costos para aquellos que han hecho una inversión en la era que ter­mina. Los países industria­les están siendo testigos de la emergencia de una sociedad centrada en la información, en la que el crecimiento económico está dominado por produc­tos de alta tecnología que tienen un contenido de materiales relativamente bajo. En esta sociedad los materiales básicos continuarán siendo usados, y a muy altas tasas si se les compara con las tasas de otras sociedades. El hecho económico crítico es que su uso ya no estará creciendo. En los años por venir, el éxito y el fra­caso económicos estarán determinados por la capacidad de adaptarse a esta realidad”.

 

Pero eso no lo sabía nadie en 1974. Aun doce años más tarde los autores del trabajo reseñado formulaban su visión en términos tentativos. (“Puede ser que la nueva era llegue a ser la Era de la Información, aunque es probablemente demasiado temprano para bauti­zarla con alguna segu­ridad»).

En suma, fuimos atacados desde 1973 por patología económica de origen extraño y no sabíamos que poner todos los huevos en la cesta de Gua­yana crearía rigideces de tanta consideración que aún gravitan sobre no­sotros. Esta lectura es importante para desmontar la impresión estándar que se tiene de nuestro desempeño económico general en tanto sociedad: que exhibimos una conducta esencialmente censurable. Dentro de una general propensión nacional a la autodenigración, una interpretación in­correcta de la trayectoria económica venezolana contribuye a la entroni­zación de un marco cognitivo asfixiante.

Notas

  1. En su obra sobre el suicidio en Europa durante el siglo XIX el sociólogo francés Emile Durkheim se refirió a un tipo de suicidio que denominó “anómico”, el que vendría inducido por un súbito desajuste entre las metas y los recursos de una persona. Así, naturalmente, el incendio y pérdida repentinos de una fábrica podían dejar a un empresario en la ruina y motivarlo a quitarse la vida. Pero el acceso fortuito y repentino a una fortuna inesperada –una herencia imprevista, por ejemplo– igual­mente producía un desajuste de tal magnitud que podía generar con­ductas suicidas.
  2. La anticipación de incluso tendencias sociales gruesas es asunto que no es fácil. Aun un futurólogo reconocido como el papa de la profesión pre­dictiva, Hermann Kahn, estaba aquejado por importantes puntos ciegos. Por ejemplo, en 1967 publicó su libro “The Year 2000”, una importantí­sima obra de anticipación del futuro. En sus más de cuatrocientas pági­nas no es posible encontrar una sola mención del problema ecológico creado por las sociedades de alta industrialización, del que se cobraría conciencia pocos años más tarde.
  3. A mediados de 1983 se celebró en Caracas una reunión privada de cinco muy importantes banqueros venezolanos, convocada para discutir un posible flujo negativo de caja de PDVSA que se proyectaba para fines de ese año, año electoral. En medio de la discusión se pidió a los asistentes participar en un simple ejercicio, que consistió en leer las palabras tex­tuales de un fragmento de discurso, y pedirles que intentaran identificar a quien las había dicho. Las palabras en cuestión se referían a un país y a sus hábitos económicos. El orador fustigaba a los oyentes y decía que en su país la gente se había endeudado más allá de sus posibilidades, que quería vivir cada vez mejor trabajando cada vez menos. Al cabo de la lectura los banqueros comenzaron a asomar candidatos: “¡Uslar Pietri! ¡Pérez Alfonzo! ¡Jorge Olavarría! ¡Gonzalo Barrios!” No fue poca la sor­presa cuando se les informó que las palabras leídas habían sido tomadas del discurso de toma de posesión de Helmut Kohl como Primer Ministro de la República Federal Alemana, pocos meses antes. El ejemplo sirvió para demostrar cuán propensos somos a la subestimación de nosotros mismos. Si se estaba hablando mal de algún país la cosa tenía que ser con nosotros. Al oír el trozo escogido los destacados banqueros habían optado por generar sólo nombres de venezolanos ilustres, suponiendo automáticamente que el discurso había sido dirigido a los venezolanos para reconvenirles. A partir de ese punto la reunión tomó un camino di­ferente. De hecho, uno de los banqueros presentes acababa de regresar de Inglaterra –recordemos que se estaba a mediados de 1983, cuando ya había emergido el problema de la deuda pública externa venezolana tras los casos de México y Polonia– y contó una conversación con importantes banqueros ingleses que mucho le sorprendió. En esa conversación nues­tro banquero, quien hacía no mucho había sido Presidente del Banco Central de Venezuela, preguntó a sus colegas ingleses si albergaban pre­ocupación por la deuda externa de los países en desarrollo. A lo que los financistas británicos contestaron: “Bueno, sí, pero ¡la que nos tiene ver­daderamente alarmados es la deuda de los Estados Unidos de Norteamérica!”

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Sexto marco: el empresario como “pana”

 

Se ha querido presentar al empresariado nacional como actor insensible y egoísta, involucrado en una dominación deliberada sobre los habitantes más pobres del país. La verdad es que el empresario venezolano ha sido destacado pionero en materia de responsabilidad y solidaridad social, tanto en términos de recursos aportados como en materia de iniciativas con imaginación y de conceptos avanzados en la materia.

Siempre hubo filantropía de los empresarios en Venezuela, pero es en la década de los años sesenta cuando su presencia se hizo marcadamente mayor y mejor orientada por una moderna filosofía de la responsabilidad social, de elaboración esencialmente autóctona. En 1963 los empresarios venezolanos concibieron y emitieron su “Declaración de Responsabilidad de la Libre Empresa”, que daba piso principista a la organización y el concepto del Dividendo Voluntario para la Comunidad, que cumple 40 años de existencia en 2004. El documento fue conceptualmente tan im­portante que la explicación venezolana de sus nociones fue requerida en el continente y en Europa, y misiones de empresarios nacionales fueron a distintos países a llevar el evangelio de la responsabilidad social.

La década de oro de la inversión social privada fue, entonces, la que va de 1963 a 1973, justo el año antes de que se inicie la patología econó­mica venezolana antes comentada. Entre esos años floreció una nume­rosa constelación de organizaciones no gubernamentales dedicadas a la acción solidaria en casi cada parcela de necesidad, y criterios y conceptos desarrollados por ellas y por la actividad fundacional fueron asumidos por el gobierno para sus propios programas. (En materia, por ejemplo, de desarrollo de las comunidades de menores recursos o en la consideración de la enseñanza preescolar como sistema educativo formal).

Por aquella época, debe anotarse, la incipiente democracia venezolana se vio seriamente amenazada por la violenta actividad subversiva de la gue­rrilla rural y urbana. El empresariado venezolano eludió la tentación de involucrarse, como le fue propuesto, en la promoción de la violencia con­traria, y asumió como suya la acción a favor de las comunidades desde la perspectiva de una ciudadanía corporativa que respondía a la realidad social.

Y aunque a comienzos de la democracia el sector público disponía de más recursos que el sector privado, la acción social de éste se hizo sentir con su creatividad innovadora y la magnitud y energía de su dedicación.

Esto cambió de manera muy importante a partir de 1974. Un Estado re­pentinamente recrecido en recursos, trastocó las proporciones y las prio­ridades. Así, un Estado súbitamente rico ya no tuvo tanto interés en la cooperación social proveniente de la iniciativa privada, y el deterioro posterior de las condiciones económicas generales dificultó la proyección de la acción social empresarial.

A pesar de esto la solidaridad social del empresario venezolano sigue siendo muy significativa, como lo atestiguan las cifras de su inversión en la comunidad, que han sido recogidas por reciente investigación siste­mática. (Tan sólo una entidad bancaria venezolana, por ejemplo, registra 17 millardos de bolívares de aporte en el “balance social” que publica con regularidad).

Pero más allá de las cifras, es la calidad y la eficiencia de la inversión so­cial privada algo digno de destacar. La sola iniciativa de la red de escue­las de Fe y Alegría representa para el Estado venezolano un enorme alivio de la carga social, y a todas luces es de una productividad superior a la del sistema educativo público.

Hoy en día la presencia social del empresario nacional está multiplicada por todas partes, a través de su contribución al sostenimiento de nume­rosas ONGs o mediante la operación directa de programas propios. Ade­más del Dividendo Voluntario para la Comunidad, Fedecámaras ha esta­blecido una especial Oficina de Responsabilidad Social, y la Cámara de Comercio Venezolano-Americana (Venamcham) administra su vigoroso programa de Alianza Social. Numerosas fundaciones de diversas escalas canalizan fondos de muy importante cuantía para la educación, la cien­cia, la cultura, el alivio de la pobreza, la profilaxis contra las drogas, la salud, el deporte.

Pero como decía Juan XXIII, no sólo hay que ser bueno, hay que pare­cerlo. Es necesario que el empresariado de Venezuela se reposicione a este respecto, a partir de la realidad de su trascendente solidaridad social.

Notas

 

  1. La gestación del Dividendo Voluntario para la Comunidad se remonta a la XVIII Asamblea Anual de Fedecámaras, realizada en Mérida en 1962, por los mismos días en que el “Porteñazo” pretendía dar al traste con el sistema democrático. En esa ocasión Eugenio Mendoza Goiticoa presentó el primer esbozo de su idea de un dividendo para la comunidad. (Entre 2,5% y 5% de la ganancia neta de las empresas para fines de liberalida­des).
  2. Eugenio Mendoza fue, sin duda, un actor emblemático y un pionero en materia de acción social en el continente. Sin embargo, la “década de oro” del empresariado nacional en esta materia contó con verdaderos gigan­tes. Oscar Machado Zuloaga, por ejemplo, fue uno de los empresarios privados más innovadores de la época y un destacado funcionario pú­blico de alto nivel, tanto como ministro como en el rol de presidente de una empresa del Estado. Alfredo Anzola Montaubán, desde la Fundación Creole, fue determinante como fundador y animador de numerosas ini­ciativas sociales de importancia, con un significativo ingrediente intelec­tual. Iván Lansberg Henríquez presidió la Asociación Venezolana de Eje­cutivos y sucedió a Mendoza en la presidencia del Dividendo Voluntario para la Comunidad. Años más tarde Alberto Krygier presidió igualmente la AVE y alcanzaría la presidencia mundial de CIOS. Bastante antes Santos Erminy Arismendi presidía el Consejo Mundial del Club de Leones.

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Séptimo marco: un pueblo que vale la pena

Un pernicioso marco cognitivo que debe desterrarse es una desconfianza muy arraigada respecto de las posibilidades e intereses del pueblo, de los intereses y capacidades de los ciudadanos venezolanos.

Una inconveniente proporción de la dirigencia nacional, política o pri­vada, alimenta un cierto desprecio por el pueblo venezolano. A muchos proyectos verdaderamente audaces y significativos se les opone usual­mente la idea de que el pueblo no se interesa sino por muy elementales necesidades de supervivencia, por las más egoístas apetencias, por los más triviales objetivos. O si no, se derrota alguna buena idea con la de­claración de que el pueblo no la entendería, de que “no está preparado para eso”.

En un programa de radio dedicado al análisis político, hace pocos años, el conductor del mismo decidió explicar a sus oyentes en qué consistía una “caja de conversión”, cuando esta receta económica empezaba a ser propuesta en Venezuela. Al poco rato recibió la llamada telefónica de un oyente, quien dijo: “Lo que Ud. está explicando es muy interesante, pero ¿no cree que debiera hablar Ud. más bien del precio del ajo y la cebolla en el mercado de Quinta Crespo, porque eso no lo entiende el pueblo-pueblo?” Mientras el conductor del programa contrargumentaba para oponerse a la postura del oyente telefónico, un segundo oyente llamó a la emisora. Y así dijo al conductor: “Mire, señor. Yo me llamo Fulano de Tal; yo vivo en la parroquia 23 de Enero; yo soy pueblo-pueblo; y yo le entiendo a Ud. muy claro todo lo que está explicando. No le haga caso a ese señor que acaba de llamar”.

La experiencia demuestra que las personas de cualquier condición res­ponden con entusiasmo a un liderazgo que les respeta, que les estima, que piensa que son capaces de entender e interesarse por lo que cierta prédica convencional asegura que no les importa. En uno de los experi­mentos comunicacionales de éxito más rotundo que se hayan visto en Venezuela, la más crucial de las causas del mismo fue el concepto que de los lectores se formó un cierto periódico de provincia. Definió de ante­mano a su lector tipo como una persona inteligente, que preferiría que se le elevase a que se le mantuviese en un nivel de chabacanería. El perió­dico logró, en contra de cualquier pronóstico, el primer lugar de circula­ción en su ciudad en el lapso de seis meses desde su aparición, y cuatro meses después se hizo acreedor al Premio Nacional de Periodismo, en competencia con otros dos candidatos de gran peso.

Lo contrario también puede lograrse. Cuando Lyndon Johnson asumió la presidencia de los Estados Unidos, declaró la “Guerra a la Pobreza”, un conjunto de programas en el que el “Headstart Program”, destinado a proveer instrucción preescolar a niños de sus principales “ghetos” urba­nos, era su programa estrella. Al año de la declaración de guerra el “Headstart Program” había fracasado estrepitosamente.

Naturalmente, la administración Johnson ordenó un estudio que pudiera poner de manifiesto las causas del fracaso. La investigación evaluadora indicó una causa principal entre todos los factores de actuación negativa. Los maestros del programa se disponían a tratar con “niños desaventaja­dos” –todos los instructivos que manejaban se referían a sus futuros alumnos precisamente así: disadvantaged children– y de manera incons­ciente transmitían esa noción a los niños. Éstos, a su vez, “internaliza­ban el rol” de niños desaventajados y se comportaban como tales. Se es­peraba de los alumnos un rendimiento deficiente y esto fue exactamente lo que proporcionaron.

Depende, por tanto, de la opinión que el líder tenga del grupo que aspira a conducir, el desempeño final de éste. Si el liderazgo venezolano descon­fía del pueblo venezolano, si le desprecia, si le cree holgazán y elemental, no obtendrá otra cosa que respuestas pobres congruentes con esa des­preciativa imagen. Si, por lo contrario, confía en él, si procura que tenga cada vez más oportunidades de ejercitar su inteligencia, si le reta con grandes cosas, grandes cosas serán posibles.

Esta desconfianza fundamental en buena parte del liderazgo común y co­rriente venezolano respecto de las posibilidades e intereses del pueblo, conspira contra el mejor tratamiento de nuestros problemas públicos.

Es hora de asumir que el pueblo venezolano vale la pena. Es hora de que el pueblo venezolano conozca que su empresariado prefiere entenderlo así.

Conclusión: llenar el marco

 

Resulta ser de la mayor importancia estratégica para los empresarios ve­nezolanos formular marcos cognitivos que eludan la interesada carica­tura negativa que se ha querido endilgarles. No basta negar este marco pernicioso: es preciso tomar la iniciativa y desarrollar y difundir los mar­cos exactos y justos.

Resulta indicado, por tanto, concebir y diseñar campañas de información a este respecto, puesto que es necesario disipar interpretaciones “oficia­les” que falsean la realidad y contraponen el ánimo ciudadano a una de sus más imprescindibles instituciones: la libre empresa. Es necesario re­construir la interpretación de nuestra realidad como nación, el recuento de nuestra historia reciente, la lectura de nosotros mismos.

No es suficiente, sin embargo, construir los marcos para la nueva inter­pretación; ni siquiera tener éxito en lograr que prendan eficazmente en la percepción nacional. Los marcos de esta clase existen para ser llenados, y éstos deben ser llenados con acción social.

Es sabido que el sector privado ha sufrido, en los años más recientes, una atrición importante, como consecuencia de un conjunto de inconve­nientes políticas públicas. Es sabido que los recursos de solidaridad so­cial disponibles han sufrido igualmente una atrición muy marcada, a consecuencia del deterioro general de la economía nacional y en virtud de mayores y reiteradas exigencias sobre tales recursos. Por otra parte, también es cierto que el deterioro reciente ha afectado a la población de escasos recursos en mayor medida que a la empresa privada, y por esto el empresariado, consciente de su posición como ciudadano sensible a las necesidades del entorno, tendrá que hacer un esfuerzo supremo en la nueva etapa que se avecina.

De estar inmerso en una sociedad normal, el empresario podría bastarse con el estricto cumplimiento de su función económica natural. Habi­tando, en cambio, en el seno de una sociedad enferma, tiene que hacer un aporte extraordinario.

El primer aporte es de unión. De esto nos hablaba Eugenio Mendoza Goiticoa hace más de cuarenta años cuando concebía la noción de un di­videndo para la comunidad, pues el Dividendo Voluntario para la Comu­nidad es una idea de unión, de acción concertada y concentrada. Tam­bién pensaba en la unión cuando auspiciaba otro punto de encuentro: la Federación de Instituciones de Protección al Niño (FIPAN). Mendoza creía en la unión: si hubiera vivido en Filadelfia en 1776 hubiera auspiciado la formación de los Estados Unidos; si estuviera vivo hoy nos hablaría de lo mismo, de la unión y la concertación de esfuerzos.

El ideal racionalizador del Dividendo Voluntario para la Comunidad no llegó a plasmarse en plenitud. La concentración de recursos implícita en la iniciativa del DVC cedió el paso a la autonomía filantrópica de cada empresario, y por esto puede haber hoy, como ayer, un buen grado de redundancia e ineficiencia en la inversión social privada considerada en su conjunto.

Pero debe ser posible propiciar la concertación sectorialmente y, antes que en la fuente del financiamiento, en el nivel operativo de las ONGs. Así, debe estimularse la asociación o federación de ONGs de actividad similar, para al menos conseguir la uniformación y el acuerdo metodoló­gico que sea posible en el ataque a los problemas sociales. La idea de FI­PAN, así como la de Sinergia, es justamente un modelo apropiado de alianzas estratégicas en esta dirección.

Luego puede pensarse, si no en una racionalización a ultranza y centrali­zada de la acción social empresarial, sí en un dividendo extraordinario para la comunidad en estos momentos incipientes de un nuevo período de cambio y de defensa de la democracia. Se trata de concebir una Ini­ciativa Social Empresarial de acción rápida y concentrada, guiada por una sucinta colección de prioridades racionalmente establecida y acu­mulada a partir de un esfuerzo especial de contribución extraordinaria en vista de la crisis y el sufrimiento social.

Finalmente, sería una mengua que la libre empresa venezolana, en mo­mentos cuando el principal problema social es el acusado grado de des­empleo, no fuera capaz de estructurar una iniciativa de aumento del em­pleo. En tal sentido debe aprovecharse con imaginación la circunstancia de capacidades instaladas ociosas que facilitarán la puesta en práctica de un inmediato programa de nuevos empleos en el sector privado. Cada empresario debe ser invitado a participar en este otro esfuerzo extraordi­nario.

Una nueva oportunidad se abre ahora para Venezuela. No estará exenta de peligros y complicaciones. Por esto requerirá el concurso de sus mejo­res talentos, y el capital empresarial venezolano está llamado a participar en la primera línea del esfuerzo.

La noción griega de aristós, los mejores, de la que deriva el término aris­tocracia (o gobierno de los mejores), no evocaba tanto una condición de privilegio como una de responsabilidad. Quien tiene más debe dar más.

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Contestación a Páez Pumar

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MEMORÁNDUM ELECTRÓNICO

A: OSWALDO PAÉZ PUMAR

DE: LUIS ENRIQUE ALCALÁ                                                15 de diciembre de 2002

ASUNTO: COMENTARIOS A TU ARTÍCULO “¿POR QUÉ EL GOBIERNO SE RESISTE AL REFERENDO?”

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Mi propósito era tan sólo el de reducir la frondosa masa de contradicciones y abusos que acaban por convertir el derecho y los procedimientos en un matorral donde las gentes honestas no se animan a aventurarse, mientras los bandidos prosperan a su abrigo.

Marguerite Yourcenar

Memorias de Adriano

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A fines de 1993, Oswaldo, José Vicente Rangel entrevistaba a Don Arturo Úslar Pietri en el programa que por ese entonces el hoy Vicepresidente Ejecutivo de la República Bolivariana de Venezuela conducía en Televén. Comoquiera que el tema de una constituyente venía siendo planteado con insistencia desde 1989 (desde el “Frente Patriótico” liderado por Juan Liscano), Rangel inquirió sobre el punto a Úslar Pietri. (En realidad, sobre el tema de una reforma constitucional). Úslar comentó: “Ése es un asunto que debe ser manejado por expertos en derecho constitucional e historiadores”.

Traigo a colación la anécdota porque Úslar Pietri, de estar vivo, habría concurrido contigo en la opinión de que el tema constitucional es asunto técnico y profundo, no propio a la exploración de “algún diletante de la ciencia jurídica”. Asimismo, porque como es práctica común de los pronunciamientos tribunalicios, en particular de aquellos que provienen del Máximo Tribunal, antes de entrar en materia es necesario dilucidar el problema de la competencia. De mi competencia para discutir el tema constitucional.

Porque es que en más de una ocasión, de modo velado y oblicuo, nunca directo y frontal, haces alusiones a mí, más que a mis argumentos, con la expresión “diletante”, que en tu caso lleva intención descalificadora y despreciativa. El Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, por cierto, registra, como última acepción del término, ese sentido peyorativo. Pero también define: “Aficionado a las artes, especialmente a la música. Conocedor de ellas. Que cultiva algún campo del saber, o se interesa por él, como aficionado y no como profesional”.

Prefiero entenderme dentro de las acepciones positivas de la palabra, y por tanto reivindico con orgullo que puedo ser entendido, en efecto, como diletante en materia constitucional. El diccionario igualmente anuncia que el vocablo tiene origen italiano. No escapa a tu culta persona que diletante significa, en esa lengua, lo mismo que amante. Un diletante del derecho es, en ese sentido, un amante del derecho. Y he aquí la clave para diferenciar nuestras respectivas situaciones: tú ejerces profesionalmente el derecho; yo tan sólo lo amo.

Tampoco ignoras, por supuesto, que el argumento ad hominem, por más que se exprese con tu florentino estilo de aludir sin nombrar, es una de las falacias más elementales, menos refinadas, más primitivas. Desde el punto de vista lógico esa clase de argumentación es completamente inválida. De modo que si se tratara de una mera referencia de retórica defectuosa dejaría pasar la atribución de diletantismo, dado que no tiene la menor importancia argumental.

Pero como digo, en tu caso, dada la reiteración, parece revelar una posición tomada, según la cual estaría vedado a los ciudadanos comunes el pensamiento jurídico o, como decía Úslar, el asunto constitucional sería territorio estrictamente reservado a especialistas. No estuve de acuerdo con Úslar en esa ocasión. Indudablemente que los expertos en derecho constitucional son imprescindibles en las tareas constituyentes. También pueden aportar conocimiento relevante los historiadores, sin duda. Pero ése no era el sentido del dictum uslariano, y entonces debo tomar distancia de sus implicaciones. Si la única disciplina pertinente a la deliberación constitucional, aparte del derecho, fuese la historia, de algún modo la prescripción de Úslar equivaldría a recomendar que se acometa la labor constituyente con la vista en el pasado. En cambio, creo que serían de invalorable utilidad los aportes de disciplinas diferentes, sobre todo en lo que tiene que ver con el diseño orgánico del Estado. Expertos en organización y sistemas, sociólogos, futurólogos, tendrían mucho que contribuir al diseño de una constitución, especialmente en esta época de rupturas paradigmáticas y de cambios planetarios.

Es por esta clase de razones, Oswaldo, sobre las que podría abundar a placer, que rechazo que me descalifiques. Estoy perfectamente autorizado, en tanto profesional, en tanto intelectual y, sobre todo, en tanto ciudadano, para opinar, con responsabilidad, en el tema que ha ocupado nuestra reciente correspondencia la que, de nuevo, en mi caso es frontal y directa, y en el tuyo oblicua e insidiosa. A tu correo anterior te respondí directamente. Tú escoges la distancia olímpica de la alusión innominada.

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Saldado ese punto definitivamente secundario, paso a comentar el nuevo ropaje de tu argumentación jurídico-constitucional, aunque lo haré en mi orden y no en el tuyo, que se me hace farragoso. Será inevitable que repita conceptos y razonamientos, porque tergiversas significado y secuencia lógica de puntos ya dilucidados.

Y voy a comenzar por aclarar un asunto cronológico. Tres años antes de tu conferencia de julio de 2001 en la asamblea de Fedecámaras de ese año, cuatro meses antes de la decisión de la Corte Suprema de Justicia de enero de 1999, ya había escrito (septiembre de 1998), en un brevísimo artículo cuya intención era refutar ciertas argumentaciones contrarias a la convocatoria de una constituyente: “Es preciso reformar la Constitución de 1961 para que pueda convocarse una constituyente (Brewer-Carías y otros), pues hay que preservar el “hilo” constitucional. Incorrecto. El artículo 250 de la constitución vigente, en el que fincan su argumento quienes sostienen que habría que reformarla antes, habla de algo que no existe: “Esta Constitución no perderá su vigencia si dejare de observarse por acto de fuerza o fuere derogada por cualquier otro medio distinto del que ella misma dispone”. El texto de 1961 no dispone de medio ninguno para derogarla. Sólo menciona enmiendas o reforma general. No prescribe medio alguno para sustituirla por conceptos constitucionales cualitativamente diferentes. Además, el Poder Constituyente, nosotros los Electores, estamos por encima de cualquier constitución. Si aprobamos la convocatoria a una constituyente eso es suficiente”. Anexo a esta comunicación el texto completo de ese sucinto análisis, a fin de que puedas entender el trozo encajado en su contexto. Igualmente adjunto otro texto más antiguo, “Comentario constitucional”, de octubre de 1995

Esto es, Oswaldo, mi argumentación sobre la vaciedad del artículo 250 de la constitución de 1961 no tiene que ver con lo que tú llegarías a sostener varios años más tarde, y que he calificado de peregrino argumento. Sostuviste que la Constituyente de 1999 y su producto, la Constitución vigente, y a pesar de que hubiese sido ésta refrendada en referéndum del pueblo venezolano, son nulas, inexistentes, porque la Constituyente del 99 era “un medio distinto” de los dispuestos por el texto del 61 para su derogación.

En realidad, Oswaldo, se trata de un asunto más bien sencillo: la constitución del 61 no disponía absolutamente de ningún medio para su derogación. A pesar de esto escribes: “Algún diletante de la ciencia jurídica ha aventurado razonamientos justificativos del proceso en la circunstancia de que la Constitución de 1961 no contemplaba su derogatoria, sino la enmienda y la reforma, como si la derogatoria fuera un mecanismo o procedimiento distinto de la reforma y no el resultado de la entrada en vigencia del texto reformado”.

Este diletante de la ciencia jurídica te muestra a ti, Oswaldo, que en efecto la constitución del 61 dice a la letra: “o fuere derogada por cualquier otro medio distinto del que ella misma dispone”. No dice “fuere reformada”, ni tampoco “fuere enmendada”. Y tú sabes perfectamente las diferencias de significado. Mi más bien minúscula contribución sólo consistió en descubrir que la redacción del 250 del 61 era, en el mejor de los casos, defectuosa, si es que, como ha sido dicho tantas veces, el famoso 250 fuese intencionalmente un cerrojo definitivo que confería a esa constitución la condición de eternidad invulnerable.

La derogatoria sí puede ser muy distinta de una reforma. Precisamente, la constitución de 1961 no fue jamás entendida como una reforma de la de 1953, que estuvo en vigencia hasta el 23 de enero de 1961, sino como un texto constitucional enteramente nuevo. Por eso dispuso explícitamente: “Queda derogado el ordenamiento constitucional que ha estado en vigencia hasta la promulgación de esta Constitución”. (Artículo 252).

O por ejemplo, nota, por favor, la siguiente redacción: “Mientras no sea modificado o derogado por los órganos competentes del Poder Público, o no quede derogado expresa o implícitamente por la Constitución, se mantiene en vigencia el ordenamiento jurídico existente”. Creo que ya te habrás percatado de que tal estipulación es, justamente, la Disposición Transitoria Vigésima Tercera (última), de la constitución de 1961 que, como ella misma dice, forma parte integral de la misma constitución. Esa disposición te ilustra, entonces, que algo puede ser derogado sin que sea reformado o enmendado.

Eso por lo que respecta a tu precario teorema que pretende que la constitución vigente en Venezuela es la de 1961, montado sobre la premisa de una frase semánticamente vacía del artículo 250 de esa constitución.

Que ni “el referendo consultivo, ni la Asamblea Constituyente estaban previstos en la Constitución de 1961 para la reforma de la Constitución” (tu redacción) es otra premisa más bien defectuosa, porque el referendo que aprobó la Constitución vigente (no la que tú dices que está vigente) no era un referéndum consultivo sino uno aprobatorio. Lo que fue consultivo fue el referendo en el que se preguntó si el pueblo quería, si el poder constituyente originario deseaba, convocar una asamblea constituyente. Son dos cosas suficientemente distintas. Y sostener esto no invalida tu preferencia: “…que los órganos del Poder Público, a través de los cuales el pueblo estaba ejerciendo su soberanía, en concreto el Congreso, enmendara la Constitución para incorporar como mecanismo para la reforma la Asamblea Constituyente y dispusiera como (sic) habían (sic) de elegirse los asambleístas”.

Te concedo esta deseabilidad de la previa enmienda a pesar de que apunto de una vez que necesitábamos una constituyente, no “como mecanismo para la reforma”, puesto que para eso existía ya, precisamente, el mecanismo previsto en el artículo 246 del 61, sino para proveernos de un marco constitucional enteramente distinto, para lo que las facultades del Congreso de la República quedarían excedidas, argumento que encontrarás desarrollado en el segundo de los textos que adjunto a esta comunicación. No concedo tal cosa porque me sienta impelido a tenderte una mano de entendimiento en estos momentos, sino porque ya la había expresado en septiembre de 1998, y bastante más allá de tu postura: “En suma, creo que sería preferible, más suave y respetuosa, una reforma inmediata, en sesiones extraordinarias del actual Congreso de la República, que diera lugar a una reforma creadora de la figura de Constituyente dentro del texto constitucional vigente, la que puede perfectamente someterse a referendo aprobatorio según el Artículo 246 de ese texto y conjuntamente con un referendo consultivo que convoque el Ejecutivo Nacional acerca de la deseabilidad de la celebración de una Constituyente concreta”. Pero escribí de seguidas: “Pero si este Congreso vuelve a fallarnos, si persiste en obliterar los canales lógicos del cambio constitucional, el medio más airado y abrupto del origen directo en el referendo consultivo está siempre disponible, pues su brusquedad no equivale a la falta de juridicidad. Ese Congreso merecería entonces esa ira y esa brusquedad”.

Deseo, entonces, destacar algo soslayado en tu artículo, tal vez porque te restringes al plano jurídico, pero que es en extremo pertinente a esta discusión. Y eso es que la oportunidad para la enmienda fue desperdiciada y despreciada una y otra vez. A pesar, por ejemplo, de que Rafael Caldera “prometió”, en su “Carta de Intención con el Pueblo de Venezuela” (1993), una reforma del Estado a través de una reforma constitucional, dejó que su segundo período transcurriese sin honrar esa promesa. Así parafraseé la “Carta de Intención” de Caldera en diciembre de 1998: “La reforma constitucional debía complementar nuestra democracia representativa con una democracia participativa, para lo que debía instituirse, al nivel de la Constitución, la figura de los referenda: consultivos, aprobatorios, abrogatorios y revocatorios. Así, la Constitución reformada permitiría la destitución “del Presidente de la República y demás altos funcionarios mediante el voto popular”, y concedería “al Jefe del Estado la facultad de disolver las Cámaras Legislativas cuando no estén cumpliendo las funciones para las cuales fueron electas…” La reforma que estaba en la intención de Rafael Caldera abría la puerta a la inclusión de un mecanismo para convocar a una Constituyente en caso de que “el pueblo lo considerare necesario”, etc.”

Nada de esto ocurrió. En el mismo texto de diciembre de 1998 registré la siguiente opinión: “Pero que el presidente Caldera haya dejado transcurrir su período sin que ninguna transformación constitucional se haya producido no ha hecho otra cosa que posponer esa atractriz ineludible. Con el retraso, a lo sumo, lo que se ha logrado es aumentar la probabilidad de que el cambio sea radical y pueda serlo en exceso. Este es el destino inexorable del conservatismo: obtener, con su empecinada resistencia, una situación contraria a la que busca, muchas veces con una intensidad recrecida”.

Así que es muy lamentable, Oswaldo, que no se hubiera enmendado la constitución de 1961 para insertar en ella la figura de una asamblea constituyente. Algunos invitamos a Rafael Caldera a que convocara él, a tiempo, la asamblea constituyente. Creo que hubiera sido una constituyente de mayor seriedad y responsabilidad que la que se reunió en 1999, pero Caldera jamás pudo o quiso superar su inercia y su suspicacia. (Ahora que te digo esto, decido adjuntar un tercer texto, de septiembre de 1998, en el que consta mi proposición a Caldera. Encontrarás y disculparás, en los anexos, algunas repeticiones). Ni siquiera intentó la enmienda, que pudo ser planteada, como sabes, por una cuarta parte de una de las cámaras del Congreso, a pesar de que durante casi todo el período, y gracias a su alianza con Acción Democrática, podía contar ampliamente con ese 25% requerido.

Te recuerdo, además, que nadie menos que el propio Rafael Caldera amenazó –¡en 1994!– con convocar un referéndum consultivo para el que José Guillermo Andueza aseguró que ya tendría un decreto preparado, a pesar de que la figura referendaria no estaba contemplada, dentro del ordenamiento vigente, más que para la aprobación de una reforma constitucional. Me refiero a su chantaje político al Congreso de aquel año, con el que estaba enfrentado a raíz de su segundo decreto de suspensión de garantías. Que Acción Democrática reculara –tal vez porque una encuesta del diario El Nacional (5 de agosto de 1994) indicó que más de 90% de los consultados estaba de acuerdo con la suspensión– hizo que el gobierno, por boca de Juan José Caldera, declarara que ya el referéndum no era necesario.

Ahora me referiré a la famosa y, para algunos dolientes más bien conservadores, tristemente célebre decisión de la Corte Suprema de Justicia, con fecha del 19 de enero de 1999, sobre ponencia del magistrado Humberto La Roche.

¿Qué estableció esa decisión? Pues que sí podía preguntarse al soberano si deseaba convocar a una asamblea constituyente, en primer término, y luego, que podía emplearse a este efecto el cauce disponible a partir de la reforma de la Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política de diciembre de 1997.

Prolegómeno. Advierto, antes de entrar en materia, que no consagro como perfecta toda la tradición jurisprudencial de la Corte Suprema de Justicia, ni la del nuevo Tribunal Supremo de Justicia. En particular, dos cosas: primera, opino que, con harta frecuencia, el uso del castellano por parte de juristas connotados, aun los del máximo tribunal, es francamente defectuoso (algunos abogados, por ejemplo, escriben “de acuerdo al texto constitucional” en lugar de “acuerdo con el texto constitucional”; sutilezas del lenguaje, naturalmente, pero en ocasiones crean problemas de hermenéutica jurídica); segunda, no estoy de acuerdo con el siguiente concepto, citado por ti, del fallo del 14 de octubre de 1999: “Cabe observar que el Poder Constituyente no puede ejercerlo por sí mismo el pueblo, por lo que la elaboración de la Constitución recae en un cuerpo integrado por sus representantes que se denomina Asamblea Constituyente, cuyos títulos de legitimidad derivan de la relación directa que existe entre ella y el pueblo”. Podría proporcionarte una refutación de este aserto en caso de que permitieses que un diletante te ilustrase. Sólo dime si tu elevación jurídica sería permeable a tan irreverente intento y de inmediato te remitiré texto de 1999 sobre el punto. Anticipo su clave: no es una asamblea constituyente el único medio concebible para proveerse de un texto constitucional. ¿Puedes inventar otros caminos?

En materia. ¿Qué podía contestar, en respuesta al recurso de interpretación del 181 de la Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política, la Corte Suprema de Justicia? ¿Que no podía preguntarse al soberano si deseaba convocar un proceso constituyente? ¿Que no podía preguntarse al accionista de la empresa, al dueño del terreno, por usar imágenes verdaderamente pedestres y diletantes, si quería escoger un grupo de asesores que le presentase unos estatutos enteramente nuevos, si quería elegir un grupo de arquitectos que le mostrara, no ya un anteproyecto de remodelación de los balcones de su edificio, sino un concepto arquitectónico completamente diferente para un edificio que reemplazase por completo al existente?

La Corte contestó, muy acertadamente, que esta consulta sí podía hacerse al poder constituyente originario. Y lo hizo de una vez, al comienzo mismo de la argumentación. La Corte estimó, en perfecta consistencia con la más elemental doctrina de la democracia, que el pueblo, en su carácter de poder constituyente originario, era un poder supraconstitucional, puesto que es la constitución la que emana del pueblo, y no a la inversa. No fue, como hace poco comenté a mi admirado y respetado Humberto Njaim, que la Corte instituyese o estableciese esa supraconstitucionalidad. Lo que la Corte hizo fue reconocerle al pueblo ese su carácter originario y supremo.

El resto de la decisión tiene carácter meramente instrumental, prescribiendo una mecánica a la consulta. Como bien sabes, el Congreso de 1997 introdujo el Título Sexto a la Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política, que normaba precisamente la convocatoria y celebración de referendos consultivos. Y entonces la Corte dijo dos cosas. Primera, que con toda obviedad la convocatoria a un proceso constituyente era una decisión “de especial trascendencia nacional”, como reza el texto legal. (Me percaté de que en tu artículo te abstuviste de contradecir este punto. No faltaría más). Segunda, que la pregunta de si se quería convocar a constituyente no estaba contemplada en las seis excepciones del Artículo 183 de la Ley Orgánica de la Ley del Sufragio y Participación Política. Esto último, Oswaldo, era una verificación, tan sólo, de que no había colisión expresa contra una disposición de esa ley. No es que yo sostenga, como afirmas tú, lo que algunos “diletantes de la interpretación de los textos jurídicos habían invocado al tiempo del referendo que por no estar incluido en la posibilidad de convocarlo, cuando es exactamente lo contrario, pues la constituyente por su carácter omnicomprensivo abarcaba además de las materias que pueden ser objeto de referendo, todas las que no podían serlo”.

Esa declaración tuya conjuga asombrosamente en un solo y breve párrafo dos errores importantes. Uno ya lo he anticipado, y es un error de lectura y comprensión. Lo que yo sostengo es otra cosa: que la obviedad de la posibilidad de convocar el referéndum de 1999 proviene del primer argumento de la Corte sobre la supraconstitucionalidad del poder soberano, que no tengo que recordarte cuál es. Que obviamente tal asunto era una decisión, reitero, de especial trascendencia nacional. Esas son las obviedades que causan la posibilidad de la convocatoria, repitiendo que la primera es la verdaderamente fundamental, mientras que la segunda se produce sólo al examen de la ley que se empleó para determinar la mecánica de la convocatoria. El punto adicional de la no colisión con las excepciones del 183 es casi una ñapa, pero sin embargo importante, pues si por acaso hubiera existido una séptima excepción que prohibiera expresamente la consulta sobre procesos constituyentes, la ley en cuestión no hubiera podido emplearse consistentemente para el procedimiento de convocatoria.

Más aún. Incluso si no hubiera existido el Título Sexto de la ley que comento, hubiera podido convocarse a referéndum, por la misma razón de supraconstitucionalidad. En este caso, y no quiero desviarme en la consideración de esta contrahistórica situación, habría tenido que proveerse un procedimiento ad hoc.

El segundo error de tu párrafo recién citado es más grave, pues confundes completamente las prelaciones. Las excepciones del 183 pudieran haberse aplicado al referendo consultivo inicial, que es lo discutido, no a la constituyente que ni siquiera existía antes de que se consultara y antes, por supuesto, de que la constituyente fuese elegida y constituida. Esto es, docto jurista, y permita que se lo explique un diletante: en ningún caso las prohibiciones del 183 determinan limitación alguna a una constituyente, que ni siquiera menciona y aunque la hubiera mencionado. Ese artículo versa sobre referendos consultivos únicamente y la decisión del 19 de enero de 1999 versa sobre la posibilidad de convocar uno, no sobre las facultades de una asamblea constituyente. Otra vez, peleas con un fantasma: en este caso discutes algo que no ha sido pronunciado, ni por la Corte ni por este simple ciudadano.

Añado que en mi estimación el Título Sexto de la Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política estuvo defectuosamente ubicado en ella. Así, opiné del siguiente modo en septiembre de 1998, a un año de la reforma de la ley y bastante antes de esta polémica: “Desde el punto de vista del Derecho Público lo correcto es crear los referendos –más allá del único previsto en la Constitución vigente para reformarla– en una normativa constitucional, como lo prefiere Caldera, a como lo hizo el Congreso, que los permite en uno de los títulos de la ley electoral, la que, naturalmente, tiene rango subconstitucional. Un referendo nacional es una convocatoria al propio fundamento de la democracia –los Electores– para tomar “decisiones de especial trascendencia nacional”. El nivel correcto para prescribir los actos del poder público primario es el de la Constitución”.

En errónea vena similar, abundas sobre el tema del empleo de la ley que discutimos. Dices así: “Creo que más concluyente aún es el hecho de que si se hubiera podido interpretar correctamente la ley Orgánica del Sufragio y Participación Política como consagratoria de un referendo consultivo para la reforma constitucional mediante una asamblea constituyente, habría que concluir que la ley misma colidiría con la Constitución que definió, de manera precisa, cómo podía realizarse la reforma o la enmienda constitucional”.

Escuetamente. Nadie ha dicho, por lo menos la Corte no lo hizo y yo tampoco, que la ley fuese “consagratoria de un referendo consultivo para la reforma constitucional mediante una asamblea constituyente”. Luego, el que la constitución del 61 hubiera definido “ de manera precisa, cómo podía realizarse la reforma o la enmienda constitucional” no puede referirse a una facultad supraconstitucional: la que crea un texto constitucional nuevo. Si lo meditas con cuidado llegarás a la clara conciencia y noticia de que la Constituyente de 1999 jamás se planteó su trabajo como uno de reformar o enmendar el texto del 61, sino como la creación de un orden constitucional alterno.

Más adelante insistes: “…ese referendo consultivo carecía de efectos vinculantes y no era posible que los poderes constituidos fuera de sus facultades acometieran la convocatoria de la asamblea constituyente…” Los poderes constituidos, después de celebrado el referéndum, y vistos sus resultados, tenían que convocar, no a la constituyente misma, que es como redactas, sino a la elección de una, pues en ese momento ya habían recibido mandato expreso en ese sentido del único poder supraconstitucional y originario.

En punto anterior escribes: “Es frecuente oír también a algunos legos –dale con lo de los legos y diletantes y el arrogante desprecio de los mismos– afirmar la existencia de una cierta superioridad de la Constitución de 1999 sobre las anteriores por la circunstancia de que fue ratificada por referendo, cuando lo que únicamente se evidencia de ese hecho es que, a diferencia de lo ocurrido en el pasado, con los representantes electos a las asambleas constituyentes o a los congresos que tenían entre sus potestades la iniciativa de reforma de la Constitución, los asambleístas de 1999 no tenían ni siquiera esa facultad pues no podían darle vigencia a las reformas aprobadas, lo que constituye un desmentido absoluto a la tesis formulada por la Corte en la sentencia del 14 de octubre de 1999, según la cual, “Es claro que la asamblea nacional constituyente no es un Poder derivado”.”

Sostengo efectivamente que la Constitución vigente contó con un procedimiento intrínsecamente superior para su validación, en comparación con la de 1961, que fuera aprobada por el Congreso y por las Asambleas Legislativas estatales pues, en efecto, la primera fue aprobada en referendo expreso. Fíjate, estimado Oswaldo, que decir esto es distinto que tergiversar, como lo haces, la postura de algunos legos que no han afirmado, porque pertenece el punto a otra discusión, que contenido a contenido el texto del 99 es superior al del 61. Tan sólo he afirmado la superioridad de su mecanismo de aprobación y puesta en vigencia. Lo que no obsta para que haya reconocido también, en texto que conoces, que existe la figura de la aprobación tácita de una constitución, cuya existencia o validez, como correctamente afirmas, siempre han visto y señalado los constitucionalistas.

Y para que veas una vez más que no siempre estoy de acuerdo con todo lo que dice el Máximo Tribunal, no concurro con la opinión de la bastante equivocada sentencia del 14 de octubre de 1999 que, como tú bien señalas, está poblada de contradicciones. Me atreví a escribir, en mi condición de lego, en septiembre de 1998: “La constituyente tiene poderes absolutos, tesis de Chávez Frías y sus teóricos. Falso. Una asamblea, convención o congreso constituyente no es lo mismo que el Poder Constituyente. Nosotros, los ciudadanos, los Electores, somos el Poder Constituyente. Somos nosotros quienes tenemos poderes absolutos y no los perdemos ni siquiera cuando estén reunidos en asamblea nuestros apoderados constituyentes. Nosotros, por una parte, conferiremos poderes claramente especificados a un cuerpo que debe traernos un nuevo texto constitucional. Mientras no lo hagan la Constitución de 1961 continuará vigente, en su especificación arquitectónica del Estado venezolano y en su enumeración de deberes y derechos ciudadanos. Y no renunciaremos a derechos políticos establecidos en 1961. Uno de los más fundamentales es, precisamente, que cuando una modificación profunda del régimen constitucional sea propuesta, no entrará en vigencia hasta que nosotros no la aprobemos en referéndum”.

En otras palabras, si este referéndum aprobatorio era condición exigible de una mera reforma, mucho más lo sería de una constitución enteramente nueva. Era, por decirlo así, un derecho, si no adquirido, ya reconocido. Por otra parte, la Corte sostuvo el 19 de enero de 1999, como comenté en artículo del 25 de ese mismo mes y ese mismo año: “… quien posee un poder y puede ejercerlo delegándolo, con ello no agota su potestad, sobre todo cuando la misma es originaria, al punto que la propia Constitución lo reconoce”.

Respecto del pretendido efecto vinculante del referendo que concretamente ha sido convocado por iniciativa popular del 4 de noviembre de este año he opinado que no hay tal consecuencia. Mi poco autorizado análisis observa dos cosas sobre este asunto. La primera de ellas es que Primero Justicia se cuidó precisamente de redactar la pregunta de un modo tal que no pudiera ser identificada con un referéndum revocatorio, pues en este caso colidiría de plano con una norma expresa que estipula una oportunidad distinta para los referendos con ese carácter. Es decir, si es un referendo revocatorio es inconstitucional; si se trata tan sólo de un referendo consultivo entonces no tiene efecto vinculante.

La segunda cosa es ésta: en mi modesta opinión, para que el poder constituyente originario se exprese con la supraconstitucionalidad que siempre preserva latente, presta a irrumpir, tiene que despertarse esa latencia mediante un llamado explícito a ese carácter, y no creo que tal cosa esté contenida en la convocatoria del 4 de noviembre de 2002. En otros términos, no en todo referendo se manifiesta la supraconstitucionalidad. Para que puedas entender lo que digo sin confusión o tergiversación te propongo un ejemplo hipotético: imagina que aún no se hubiera dispuesto la elección directa de los gobernadores de Estados, y continuase vigente el artículo 22 de la fenecida constitución del 61, que dice al comienzo: “La ley podrá establecer la forma de elección y remoción de los Gobernadores…” Imagina ahora que se preguntara a los Electores, dado que el texto citado, por su redacción, no obliga sino que permite que los gobernadores fuesen elegidos y no nombrados, si están de acuerdo con que tales cargos públicos sean provistos por elección. Ese hipotético referendo no manifestaría el carácter supraconstitucional del poder originario.

Por último, Oswaldo, resulta profunda y ontológicamente contradictorio que quien sostiene la vigencia de la difunta constitución del 61 y por ende la invalidez de la Constitución vigente, quien mantiene que la decisión máxima del 19 de enero de 1999 es una monstruosidad, emplee con el mayor desparpajo conceptos establecidos en ambas instancias para sostener, de nuevo peregrinamente, que el referéndum convocado el 4 de noviembre posee carácter vinculante. Si a ver vamos, para sostener cualquier cosa. Ponte de acuerdo contigo mismo. Si la Constitución de 1999 no existe, no la emplees como piso de ninguna de tus premisas.

Una cosa más. El título de tu artículo –¿Por qué el gobierno se resiste al referendo?– es engañoso. Uno tiene que hacer un verdadero esfuerzo interpretativo para deducir tenuemente que el gobierno se opone al referendo consultivo porque, en su íntimo fuero, estaría de acuerdo con tu tesis y la de Njaim, porque “sabría” que ese referendo causa efectos jurídicamente obligantes. Es perfectamente evidente que tu muy defectuoso discurso fue redactado para resollar por la herida y no para explicar una renuencia gubernamental.

Recibe un atento saludo de

Luis Enrique Alcalá

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ANEXOS

CONTRATESIS

(Septiembre de 1998)

La constituyente es sólo un argumento electorero de Chávez Frías, dice un candidato (Salas Römer) que se opone a la idea. Falso. Chávez Frías se incorpora a un “frente amplio pro constituyente” desde 1994. No es su postura ante el punto exclusivamente electoral. En su grupo, por lo demás, destacan entre otros Manuel Quijada y Luis Miquilena, quienes acompañaban las peticiones de Juan Liscano y su “patriótico” frente desde 1989.

Nosotros propusimos la constituyente en 1992, dicen otros (Brewer-Carías, Álvarez Paz), como queriendo mostrar que la idea no es propiedad exclusiva de Chávez Frías. Mal ejemplo. Chávez Frías podría contestar con toda comodidad: “Precisamente; Uds. la propusieron después de mi alzamiento. Hasta entonces no habían abierto la boca. Es el miedo que les causé lo que les llevó a hablar de constituyente”.

Es preciso reformar la Constitución de 1961 para que pueda convocarse una constituyente (Brewer-Carías y otros), pues hay que preservar el “hilo” constitucional. Incorrecto. El artículo 250 de la constitución vigente, en el que fincan su argumento quienes sostienen que habría que reformarla antes, habla de algo que no existe: “Esta Constitución no perderá vigencia si dejare de observarse por acto de fuerza o fuere derogada por cualquier otro medio distinto del que ella misma dispone”. El texto de 1961 no dispone de medio ninguno para derogarla. Sólo menciona enmiendas o reforma general. No prescribe medio alguno para sustituirla por conceptos constitucionales cualitativamente diferentes. Además, el Poder Constituyente, nosotros los Electores, estamos por encima de cualquier constitución. Si aprobamos la convocatoria a una constituyente eso es suficiente.

La constituyente tiene poderes absolutos, tesis de Chávez Frías y sus teóricos. Falso. Una asamblea, convención o congreso constituyente no es lo mismo que el Poder Constituyente. Nosotros, los ciudadanos, los Electores, somos el Poder Constituyente. Somos nosotros quienes tenemos poderes absolutos y no los perdemos ni siquiera cuando estén reunidos en asamblea nuestros apoderados constituyentes. Nosotros, por una parte, conferiremos poderes claramente especificados a un cuerpo que debe traernos un nuevo texto constitucional. Mientras no lo hagan la Constitución de 1961 continuará vigente, en su especificación arquitectónica del Estado venezolano y en su enumeración de deberes y derechos ciudadanos. Y no renunciaremos a derechos políticos establecidos en 1961. Uno de los más fundamentales es, precisamente, que cuando una modificación profunda del régimen constitucional sea propuesta, no entrará en vigencia hasta que nosotros no la aprobemos en referéndum.

La constituyente debe componerse, a lo Mussolini, corporativamente. (Chávez Frías et al). Esto es, que debe estar compuesta por representantes de distintos cuerpos o unidades sociales: obreros, empresarios, militares retirados, profesionales colegiados, eclesiásticos, etcétera. Muy incorrecto. Nuestra condición de miembros del Poder Constituyente no nos viene de pertenecer a algún grupo o corporación, sino de la condición simple y original de ser ciudadanos. Así, la mejor representación de esta condición se alcanza con la postulación uninominal de candidatos a una diputación constituyente.

La constituyente es una fórmula mágica que no resolverá el problema del costo de la vida, de la seguridad personal, de la salud, y por tanto debemos desecharla. (Uslar, Fernández, muchos otros). Falaz argumento. Un destornillador no sirve, es cierto, para peinarse, sino para ajustar y desajustar tornillos. Porque no sirve para ordenar el cabello no debo desecharlo como instrumento útil a la función para la que ha sido diseñado. Y las constituciones, además, prescriben un marco legal supremo que puede facilitar o impedir la consecución de soluciones a problemas no constitucionales, como los enumerados.

La constituyente es inoportuna, estamos en crisis, no conviene añadir incertidumbre con ella. (Bunimov Parra, Carrillo Batalla, Fernández, etc.) Trampa. Nunca parecen ser oportunas las transformaciones, según algunos. Volver a posponer el cambio es aumentar todavía más la temperatura de la olla de presión, que tiene ciertamente un límite. Ese jueguito ya lo hemos jugado antes, cuando COPEI proponía separación de elecciones presidenciales y parlamentarias en 1963, 1968, 1973, 1978. Justamente, todos eran años electorales, a sabiendas de que Acción Democrática se opondría bajo la tesis de que tal cosa era inconveniente en año de elecciones. Luego se olvidaba del asunto. Aprovecho para recordar una vez más a Eduardo Fernández que él admitió la conveniencia de una constituyente en 1992, cuando su desazón le llevó a declarar tal cosa desde la ciudad de Valencia. Algunas memorias son frágiles.

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COMENTARIO CONSTITUCIONAL

(Octubre de 1995)

En la discusión, ya bastante larga pero poco fructífera, acerca del problema constitucional venezolano, los aportes argumentales tienden a centrarse casi exclusivamente sobre el punto de la necesidad o conveniencia de convocar una Asamblea Constituyente. Es decir, el problema queda casi reducido a la discusión acerca del mecanismo o procedimiento conveniente para dotarnos de un nuevo texto constitucional y poco se debate en materia de los contenidos mismos de la cuestión.

Debe reconocerse, por supuesto, que el actual Presidente de la República dirigió una Comisión Bicameral del Congreso para la reforma del texto constitucional de 1961, y que en ese trabajo, así como en el posterior –a raíz del estado de alarma congresional como consecuencia del 4 de febrero de 1992– es posible hallar algunas innovaciones que mejorarían en algo el funcionamiento del Estado venezolano. Pero aun estas posibles modificaciones se encuentran atascadas. No se ha hecho realidad lo expresado en el documento de campaña de Rafael Caldera (“Mi Carta de Intención con el Pueblo de Venezuela”): “El nuevo Congreso debe asumir de inmediato al instalarse, su función constituyente”. (Dicho sea de paso, todo lo que en ese documento se refiere a acciones del Congreso de la República en materia constituyente o legislativa ordinaria es un evidente exceso, dado que el Poder Legislativo es independiente del Ejecutivo y, por tanto, mal puede prescribirse a los legisladores tareas en un texto que corresponde a la “intención” de quien para ese entonces aspiraba a la Presidencia de la República).

Ahora bien, en el transcurso del trabajo parlamentario (Comisión Oberto) de 1992, el número de proposiciones de enmienda o reforma creció de manera verdaderamente tumoral. El 29 de julio de 1992 Luis Enrique Oberto, Presidente de la Cámara de Diputados, remitía a Pedro París Montesinos un Proyecto de Reforma General de la Constitución (aprobado por los diputados el día anterior) y que contenía ¡103 artículos! (De hecho, la cantidad de modificaciones era muy superior a este número. Para dar un idea, tan sólo el Artículo 9º del proyecto de reforma aspiraba modificar el Artículo 17 de la Constitución vigente y para esto sustituía cuatro de sus ordinales por nuevas redacciones y además añadía quince ordinales adicionales).

Antes de que tal proliferación constituyente llegara a su término, ya Humberto Peñaloza había advertido que algo estaba fundamentalmente viciado en el procedimiento. (El Ing. Peñaloza evocó a un maestro de su escuela primaria: si los alumnos le presentaban una “plana” con cinco errores o más no les admitía enmiendas y les obligaba a intentar el trabajo de nuevo). Así escribió, poco antes de que el proyecto de Oberto fuese concluido, en “Lo democrático es consultar a la ciudadanía”: “Si nuestra Constitución, con apenas 31 años de vigencia, requiere ya de noventa reformas para “perfeccionar” materias que a todas luces deben ser modificadas a fondo, mejor es que la escribamos de nuevo, con nuevos enfoques y nuevas aproximaciones a las realidades del país y de su entorno geopolítico, económico, socio-cultural, militar, administrativo y ecológico. Tarea, eso sí, para nuevas mentalidades y nuevas escuelas de pensamiento”.

Este punto de Peñaloza es crucial, porque si se admite que el problema no es de reforma a un texto, sino el de producir un texto nuevo, una nueva Constitución y no una modificación, por más amplia que ésta sea, al texto de 1961, entonces el Congreso de la República no está facultado para acometer esta tarea.

Veamos. La doctrina constitucional generalmente aceptada establece que el poder supremo dentro de un Estado como el venezolano es el del poder constituyente original, básico, o primario. Este poder constituyente no es otro que el del conjunto de ciudadanos de la Nación. Se trata de un poder absoluto, verdaderamente dictatorial: “El poder constituyente es un derecho natural que tiene todo pueblo, ya que este derecho viene a ser un aspecto de la soberanía del Estado, es una consecuencia del hecho mismo del nacimiento del Estado, y el pueblo, cuando se constituye en poder constituyente, no se encuentra vinculado a ninguna norma constitucional anterior, su única vinculación la tiene el hecho de ser pueblo libre y soberano, y, por eso, es un derecho perpetuo que sigue subsistiendo después de ser creada la constitución”. (Esto escribe el Dr. Ángel Fajardo en su “Compendio de Derecho Constitucional”, Caracas, 1987).

Además de este poder original y supremo, no sujeto ni siquiera a la Constitución vigente ni a ninguna anterior, el Congreso de la República es un poder constituyente constituido, y limitado en su función reformadora en dos sentidos.

Es decir, el Congreso de la República tiene el papel principal, según lo dispuesto en la Constitución vigente, para enmendarla o reformarla, sujeto, en primer término, a la aprobación de una mayoría calificada de las asambleas legislativas estatales (en el caso de enmiendas) o del pueblo mismo en referéndum (en el caso de reformas).

Pero hay todavía una limitación más básica, como explica Ángel Fajardo en la obra citada: “El órgano cuya función consiste en reformar la Constitución, es el denominado poder constituyente constituido, derivado, etc., y cuya facultad le viene de la misma Constitución al ser incluido este poder en la ley fundamental por el poder constituyente; de modo, que la facultad de reformar la Constitución contiene, pues, tan sólo la facultad de practicar en las prescripciones legal-constitucionales, reformas, adiciones, refundiciones, supresiones…; pero manteniendo la Constitución; no la facultad de dar una nueva Constitución, ni tampoco la de reformar, ensanchar o sustituir por otro el propio fundamento de esta competencia de revisión constitucional, pues esto sería función propia de un poder constituyente y el legislador ordinario no lo es, él sólo tiene una función extraordinaria para reformar lo que está hecho, no para cambiar sus principios y aún menos para seguir un procedimiento distinto al establecido por el poder constituyente”.

Esto significa, repetimos, que de aceptarse la tesis de que se requiere una nueva constitución, el Congreso de la República no es el órgano llamado a producirla, puesto que excedería sus facultades. En este caso la única forma admisible de proveernos de una constitución nueva sería la de convocar una Asamblea Constituyente. Y entonces la convocatoria puede venir, o por lo menos el llamado, de cualquier miembro del poder constituyente originario, de cualquier ciudadano en pleno ejercicio de sus derechos políticos. El punto está en que le pongan atención, en el que acudan al llamado y, para esto, es necesario que quien convoque tenga algunos problemas resueltos.

Para estar claros. Puede argumentarse que la Constitución de 1961 estipula un mecanismo para la reforma general de la Constitución. (Un punto que en este momento es colateral, por cierto, es que la Constitución del 61, que permite la iniciativa de las leyes ordinarias a un cierto número de Electores (electores, en su redacción), niega la iniciativa de la reforma constitucional al propio Poder Constituyente). El procedimiento está pautado en el Artículo 246: “Esta Constitución también podrá ser objeto de reforma general…”, etcétera. (Punto colateral dos: el procedimiento es engorrosísimo, y casi que pareciera diseñado para impedir o dificultar al máximo tales reformas generales. La iniciativa debe partir de una tercera parte de los miembros del Congreso –y no hay ninguna fracción en este momento que sea la tercera parte del Congreso– o de la mayoría absoluta de las Asambleas Legislativas, consenso que no debe ser muy fácil de lograr. Pero antes de empezar a discutir el proyecto general soportado en alguna de esas dos formas, una sesión conjunta del Congreso deberá, por el voto favorable de las dos terceras partes, admitir la iniciativa. Sólo entonces podrá comenzarse a discutir por cualquiera de las Cámaras y seguir el procedimiento habitual para las leyes ordinarias. Es sólo después de que se apruebe la reforma en el Congreso que, por fin, se pide la opinión al pueblo, en referéndum que deberá ser convocado en la oportunidad que sea determinada por las Cámaras en sesión conjunta. Una verdadera carrera de obstáculos).

Así debe ser, se dirá, pues no se puede estar haciendo reformas generales a cada rato. Precisamente por eso se ha hecho tan difícil el procedimiento. El punto, en cambio es éste: el Congreso está facultado por la Constitución, para discutir y aprobar una reforma general de ella misma, y ¿no es acaso una constitución nueva el caso límite de una reforma general?

Este último reducto de los que se opondrían a la convocatoria de una Constituyente deja de tener validez en cuanto se argumente que una nueva constitución contendría nociones o previsiones cualitativamente diferentes a las de la constitución a sustituir, las que sería imposible obtener como transformación o modificación de artículos del texto antiguo. Si se trata de innovaciones en grado suficiente, mal puede hablarse de reforma y estaríamos enfrentando algo nuevo.

Nuevo concepto del Estado

Es relativamente fácil demostrar que necesitamos una constitución esencialmente distinta de la Constitución de 1961. Y el primer punto por el que hay que empezar la substitución es justamente la primera línea del texto del 61.

La Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica comienza con la frase “Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos…ordenamos y establecemos esta Constitución” (“We, the people…”) Es el mismo pueblo el que se dota de una constitución. En cambio, en el texto constitucional vigente en Venezuela el sujeto no es el pueblo, sino el Congreso, el que se arroga la facultad constituyente, a pesar de no haber sido explícitamente facultado para eso, “en representación del pueblo venezolano”. Es de allí mismo de donde arranca el carácter representativo, que no participativo, del gobierno del país, lo que luego es reiterado en el Artículo 3º: “El gobierno de la República de Venezuela es y será siempre democrático, representativo, responsable y alternativo”.

A este punto se le ha querido poner remedio parcial en el proyecto de reforma de 1992, insertando el término “participativo” en medio de la redacción del 61, en segundo término y luego de la designación de “representativo”. Pero el sujeto de la reforma continúa siendo el Congreso.

Es el pueblo el sujeto que debe constituirse, y es él mismo el que debe producir una nueva constitución. Y es también, como sugeríamos más arriba, el sujeto político de derecho supremo, y si está más que facultado para dotarse de un texto constitucional, también debe estarlo para reformarlo como y cuando quiera. De modo que no puede carecer de iniciativa legal a este respecto, concepto que está ausente en la redacción de 1961.

De hecho, un concepto a nuestro juicio fundamental en una refundación del Estado venezolano, es el del lugar de primacía que debe establecerse claramente para los Electores venezolanos en la descripción arquitectónica de los Poderes Públicos. Es decir, en una nueva constitución, antes que los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, debe asentarse el papel de los Electores como órgano primario del Poder Público, en un primer capítulo del título que se dedique a éste.

En 1973 murió Salvador Allende, en la ocasión del golpe de Estado dirigido por Augusto Pinochet. Dos años más tarde recordaba su relación con él el cibernetista inglés Stafford Beer, en un libro en el que coleccionaba varios artículos y conferencias sobre el tema general de los sistemas sociales. (Platform for Change, Wiley, 1975). Beer, expresidente de la Sociedad de Investigación Operacional británica, antiguo asesor de empresas en los sectores del carbón y del acero, importante teórico de la cibernética, había ido a Chile en pos de la posibilidad de que Allende le ofreciera campo para la aplicación práctica de sus conceptos de gobierno. (Cibernética viene del griego kybernetes, que significa timonel, gobernador, y es la misma raíz de la que surge la palabra gobierno).

En los dos o tres últimos ensayos del libro mencionado, Beer se refiere a su experiencia chilena, no sin lamentarse profundamente por la muerte del estadista. Allí cuenta de unas primitivas instalaciones –en los actuales términos del arte de la computación– y que pretendían racionalizar, mediante una información lo más rápida posible, la toma de decisiones pública.

En una sesión en la que Beer, armado de diagramas de flujo, explicaba al mandatario el sistema de información acerca del estado de la nación chilena que había diseñado, Allende –cuenta Beer– preguntó qué era una cajita sin nombre que aparecía sobre una red de flujo, entre otras muchas cajas que se extendían por todo el diagrama. Beer explicó: “Esa cajita representa el pináculo de todo el sistema, esa cajita es usted, Señor Presidente”. Entonces Allende dijo: “Ah, pero si esa caja es la cima de todo el sistema esa caja no soy yo. Esa caja es el pueblo”.

Los sistemas diseñados por Beer no le sirvieron a Allende para conducir a la nación chilena por un sendero de felicidad. Su gobierno condujo al golpe pinochetista y a una larga dictadura que produjo a su vez un muy considerable número de muertes. Ni había en 1973, ni lo hay hoy en 1995, una capacidad de procesamiento de información que permita un registro fiel del estado de una nación. No es posible predecir su comportamiento con exactitud, mucho menos planificarla y regularla íntegramente. Para modelar un sistema mucho más simple que una sociedad moderna, el sistema climático, un computador que realiza cuatrocientos millones de operaciones por segundo tiene que operar durante tres horas seguidas para generar un pronóstico del tiempo de tan sólo los próximos diez días y en ocasiones los pronósticos, inevitablemente, están totalmente errados. Esto ocurre en un modelo que sólo tiene que considerar presiones, temperaturas y, a lo sumo, velocidades. Podemos imaginar el grado de dificultad computacional que involucra intentar la representación simbólica de la dinámica de una sociedad compleja, en la que miríadas de factores intervienen en la determinación de sus resultados. El gobierno de Allende estaba equivocado, sin duda, y no sólo en creer que se podía gobernar un Estado sentado en una poltrona de “Viaje a las estrellas” ante una consola de pantallas y controles. Pero Salvador Allende también estaba acertado en más de una percepción, y es una lástima que los acontecimientos hayan seguido un cauce mortal para una persona que, como Allende, alojaba un sentimiento tan hermoso: “Eso no soy yo, eso es el pueblo”.

Hay un sentido, además, en el que Allende estaba más acertado que Stafford Beer. Este último se había preocupado de detallar más lo que estaba “por debajo” de la presidencia. Allende hablaba de lo que estaba por encima de él. Y si bien, como dijimos, no hay en ningún horizonte previsible la capacidad tecnológica para predecir o controlar una sociedad compleja de hoy en día, sí la hay para generalizar la participación democrática para tomar en cuenta la opinión de cada ciudadano.

Es posible encontrar acá un interesante paralelismo entre tres grandes etapas de la economía y un número equivalente de etapas de la política. Hay un período histórico en el que una economía todavía incipiente puede manejar razonablemente sus intercambios por el expediente del trueque directo. La cantidad de transacciones y la variedad de productos son ambas magnitudes reducidas, así como la velocidad o frecuencia del intercambio. En muchos casos se trataba de una transacción anual entre un molinero y un porquerizo que no necesitaba sino unos sacos de harina por año que él podía almacenar.

En cuanto ese exiguo comercio se incrementó en grado suficiente, la práctica del trueque se hizo harto engorrosa. Demasiadas transacciones, mayor frecuencia de las mismas, una mayor variedad de productos, justificaron la aparición de una institución mediadora, de una unidad de medida y comparación que fuese más fácilmente transportable que un cerdo o un saco de harina. E hizo su aparición la invención del dinero y junto con él, la posibilidad enfermiza de la inflación.

La más general de las concepciones económicas distingue entre un “sector real” de la economía, integrado por la suma de bienes y servicios efectivamente producidos, y un “sector virtual o nominal”, que equivale a la masa monetaria con la que esos bienes y servicios (incluyendo entre éstos al trabajo), pueden ser adquiridos. Y la definición elemental de inflación es la de un crecimiento del sector nominal significativamente mayor que el del sector real dentro de un sistema económico.

Hoy en día, sin embargo, la capacidad computacional y comunicacional extraordinariamente desarrollada del mundo actual –la que, por otra parte, es en términos de lo previsible una capacidad a la que falta muchísimo por crecer– permite ahora que un 20% del comercio mundial se haga de nuevo bajo la forma de trueque –tantos aviones por tantos barriles de petróleo. (Es una pregunta, creemos, de alto interés para la economía, investigar qué sentido tendría la noción de inflación el día que sea posible manejar todas las transacciones como un trueque virtual, como el cotejo de bases de datos digitales sobre cada unidad de producto o servicio a escala planetaria. ¿Desaparecería la inflación?)

En el campo de lo político se observa un despliegue similar, en tres etapas sucesivas, de los sistemas históricos de democracia. La democracia ateniense era también un proceso lento, en el que la cantidad de asuntos que reclamaban la atención de la apella, de la asamblea de ciudadanos, era pequeña, como también era poca la velocidad que se exigía de sus agendas. Desde el momento en que un organismo participativo de ese tipo decidía entablar batalla contra los persas, hasta que se preparaba la primera de las naves que llevarían a los guerreros, transcurría un tiempo considerable. En este tipo de condiciones era posible una democracia directa en la que los ciudadanos de Atenas todos podían participar en la toma de la decisión. (Dicho sea de paso, no todos los habitantes de Atenas eran ciudadanos. Los esclavos no tenían ninguna participación en la apella).

Nuevamente, la complicación del proceso político, en ausencia de métodos de comunicación lo suficientemente rápidos, hizo imposible la ampliación del patrón ateniense de decisiones compartidas. Hubo necesidad, si se quería mantener vivo el principio democrático, de arribar a la invención de un intermediario político: fue necesario inventar la democracia representativa. (Forma de gobierno que exhibe, obviamente, su propia patología).

Pero ahora disponemos de una tecnología comunicacional que vuelve a ofrecer las condiciones requeridas para una participación masiva, instantánea y simultánea, de grandes contingentes humanos. Ya vimos algo de esto en las teleconferencias de amplia extensión que sostuvo Ross Perot en los Estados Unidos en su carrera hacia la presidencia de ese país.

Alguien puede argumentar ante este planteamiento que el nivel de desarrollo político y tecnológico norteamericano es inconmensurablemente superior al venezolano, y que por esa razón ese concepto de democracia participativa electrónica estaría, para nosotros, muy lejos dentro de un futuro largamente incierto. Pero puede a su vez contrargumentarse que los venezolanos no hemos tardado mucho para aprender a operar telecajeros electrónicos, celulares, telefacsímiles, etc., y que con igual o mayor facilidad podríamos navegar dentro de una red permanente de referenda electrónicos. Opinábamos de esta manera en el Nº 11 del volumen 1 de esta publicación (enero de 1995): “Nada hay en nuestra composición de pueblo que nos prohíba entender el mundo del futuro. Venezuela tiene las posibilidades, por poner un caso, de convertirse, a la vuelta de no demasiados años, en una de las primeras democracias electrónicamente comunicadas del planeta, en una de las democracias de la Internet. En una sociedad en la que prácticamente esté conectado cada uno de sus hogares con los restantes, con las instituciones del Estado, con los aparatos de procesamiento electoral, con centros de diseminación de conocimiento”.

¿Cuánto puede costar una red para la democracia electrónica, nueva versión de la democracia directa, la democracia participativa? El vicepresidente norteamericano Al Gore ha hecho una estimación de la inversión necesaria para conectar una fibra óptica a “todo hogar, oficina, fábrica, escuela, biblioteca y hospital” en el territorio de los Estados Unidos. La cifra manejada por Gore es la de 100 mil millones de dólares, que en términos per cápita terminaría siendo una inversión de 435 dólares por habitante.

Ahora bien, la población venezolana es, aproximadamente, una décima parte de la población norteamericana. Por otra parte, la densidad de escuelas, hogares, hospitales, bibliotecas, fábricas y oficinas es mucho menor en nuestro país que la que existe en los Estados Unidos de Norteamérica (más personas viven acá, en promedio, en cada unidad de vivienda), y por tanto la inversión per cápita que sería necesaria para lograr el equivalente de la visión de Gore en Venezuela sería marcadamente menor. Una cifra razonable es la de una inversión per cápita de 225 dólares en Venezuela para la instalación de una red de fibra óptica prácticamente total. Tal cantidad, multiplicada por la población venezolana y por una tasa de cambio de 240 bolívares por dólar (tasa aparentemente sugerida en los predios del FMI), arroja una inversión estimable en un billón de bolívares. Este es, precisamente, el orden de magnitud de lo comprometido por el Estado venezolano en el salvamento del sistema financiero nacional, de modo que en un programa de unos pocos años sería perfectamente posible instalar la red para una democracia participativa total en Venezuela.

Y si esto es así, la posibilidad está dada para que, efectivamente, una nueva constitución de Venezuela aloje un concepto futurista del Estado en el que los Electores participen de manera casi continua en la toma de las más gruesas decisiones del país, incluyendo como hemos anotado acá en oportunidad anterior, en referenda de evaluación anual acerca del desempeño de los poderes públicos venezolanos. Tan sólo este punto ya representa una mutación tan profunda en el concepto de nuestro Estado, que difícilmente puede llamársele meramente una reforma.

Es así como puede defenderse, aunque sólo fuese por el análisis precedente, la tesis de que lo que se necesita no es una reforma de la Constitución de 1961, por más extensa que sea, sino una constitución nueva.

Otrosí

Pero hay más razones que esa muy importante, fundamental razón, para requerir algo más que una mera reforma. En otras ediciones nos hemos referido a la insuficiencia constitucional venezolana en cuanto a lo que llamábamos, hace ya diez años, la razón de Estado venezolana. (Del modo más constructivo en el Nº 2 del Volumen 1: Una visión de Venezuela para el siglo XXI).

Mientras se mantenga la discrepancia de escala entre Venezuela y los Estados Unidos de Norteamérica, o China, o Rusia, o Australia, nuestro país experimentará considerables dificultades, prácticamente insalvables, para interactuar con tales bloques en condiciones, no que sean ventajosas para nosotros, sino que no nos sean desventajosas.

En cambio, es posible visualizar un buen número de ventajas de una inserción de Venezuela, como gobernación, como departamento, como capitanía general –a la escala planetario-municipal que realmente tenemos, en un Estado de orden superior. (También hemos argumentado extensamente sobre tales ventajas en otras ocasiones. Hoy en día nuestra recomendación es que el perímetro de trabajo en busca de la escala que requerimos sea el del continente suramericano, después de que México pareciera orientarse hacia una confederación del Hemisferio Norte –en nuestro más ambicioso talante ampliábamos el territorio para acoplarnos incluso con la latinidad extramericana, antes del ingreso de España al sistema europeo. Por esa época resumíamos las más generales entre las ventajas del modo siguiente (rogamos al lector tome en cuenta las diferencias de fecha y circunstancia entre hoy día y diciembre de 1984, fecha de lo que sigue, y procure hacer los cambios necesarios para actualizar la aplicación de una estructura general de la recomendación): “Veamos, antes de preguntar si hay ofrecidas tesis alternas, cuál es la lista de problemas a los que la tesis de la confederación iberoamericana da respuesta.

Primero: el problema económico. El problema de escala de todos los países que entran dentro de la calificación iberoamericana, incluyendo a Brasil y España. En España, por ejemplo, se va a una “reconversión” industrial que tiene la mira puesta en el mercado de los países de la OECD, empezando por los de la Comunidad Económica Europea en la que aspira a entrar a pesar de, como he leído, la insultante condición de impedir el libre tránsito de españoles por los países de la comunidad por un “período de prueba” de varios años. La reconversión podría ser un poco menos drástica si sus industrias se orientaran, casi que como están, a un mercado que aún tiene mucho que construir dentro de necesidades de “segunda ola”. También en lo económico, seguramente obtendríamos un mejor tratamiento de parte de los acreedores de nuestras deudas por mera agregación a una escala mayor.

Para nosotros, en particular, la posibilidad de contar con un mercado petrolero y de hierro y acero mucho mayor que al que ahora tenemos acceso, el que permitiría, por tanto, a mayores escalas de producción, costos operativos menores que permitieran mantener y aún superar los niveles absolutos de beneficio, con precios menores que pudiesen ser pagados por este mercado hasta ahora tenido a menos.

Tiene que tomarse en cuenta, para toda discusión de lo económico, que se estaría trabajando con la ventaja de una nueva moneda única para esa inmensa zona de circulación, como Hans Neumann, entre otros, ha sugerido que sería altamente beneficioso.

Segundo: resuelve un problema de alivio de tensiones interiberoamericanas. Argentina y Chile han tenido que buscar un árbitro hacia una entidad supranacional de la que ambos participan para dirimir el diferendo del Beagle: han tenido que recurrir al campo católico, un campo religioso, porque no han tenido un común campo político en el cual acordarse. Así como Diego Urbaneja suele decir que dentro de una confederación ibérica o hispánica la solución al conflicto centroamericano sería más “dulce”, así también se dulcificaría el término del diferendo colombo-venezolano y los de otros estados iberoamericanos del continente.

Tercero: resuelve un problema de escala para mejorar nuestra posición en discusiones tales como Gibraltar, las Malvinas, Guyana, Centroamérica (entendida en este caso en relación a las intervenciones rusonorteamericanas, otánico-varsovistas, norteñas en Centroamérica). Cuando Shlaudeman dice que Contadora no es suficiente no está diciendo que si se añade uno o dos artículos técnicos al Proyecto de Tratado o se firma tal o cual protocolo los Estados Unidos suscribirán gustosos, sino que, a lo Stalin refiriéndose al Papa, está insinuando que nada más que cuatro países iberoamericanos no tenemos suficientes divisiones.

Cuarto: resuelve un problema de amortiguación o aplacamiento, por neutralidad, de la peligrosísima situación del terrorífico equilibrio nuclear. Situación que no creo mejore con el aumento que la U.R.S.S. dará a su presupuesto de “defensa”: 12%.

Mucho se ha pensado, en una especie de convicción de invulnerabilidad final muy acusada en nuestro pueblo, que una conflagración nuclear en países del Hemisferio Norte (OTAN-Varsovia), si bien nos afectaría grandemente por el lado económico, al menos nos sería leve en cuanto a lo físico, a los daños por los efectos mismos de las explosiones, entre otras cosas por distancia y por factores naturales tales como el pulmón del Mato Grosso. Pero los modelos más recientes de meteorología nuclear nos muestran como nos veríamos directa e impensablemente afectados por un invierno artificial de proporciones cataclísmicas, que incluiría la traslación, por inversión de los ciclos eólicos normales, de nubes de hollín y polvo que harían barrera a más del 90% de la radiación solar incidente (con lo que muy pronto la superficie terrestre descendería a temperaturas de subcongelación) y de nubes intensamente radiactivas. (Para un caso base de un intercambio de 5.000 megatones, equivalente a la mitad del arsenal actual. Ackerman, Pollack y Sagan, Scientific American, Agosto de 1984).

Quinto: nos ubica en posición más favorable para tener acceso a las tecnologías y modificaciones profundas de una Tercera Ola.

En resumen, resuelve un problema económico crucial (la escala), un incómodo problema de política interna (los diferendos interiberamericanos), un importante problema de soberanía ante, fundamentalmente, los sajones (Gibraltar, etc.), un definitivo problema de seguridad del sistema mundial (moderación) y un problema esencial de significación futura (la nueva modernización)”.

Ése es  el negocio que se plantea a nuestro Estado. Se trata de adquirir la escala que permite que Inglaterra nos trate como trató a China en el caso de Hong Kong, y no como nos trató a nosotros en esequiba materia o como malvinamente ha tratado a la Argentina.

Si seguimos en esto, en lugar del modelo de integración europea, el modelo norteamericano de 1776, estaríamos estableciendo una confederación que en principio sólo requeriría que sus miembros confiaran a un nivel federal tres potestades –representación ante terceros, defensa militar ante terceros y emisión de moneda– mientras que retendrían “toda su soberanía, libertad e independencia, y todo poder, jurisdicción y derecho, que no sea expresamente delegado a los Estados Unidos reunidos en Congreso por esta Confederación”. (Texto del segundo artículo de los Artículos de Confederación de los Estados Unidos).

Supongamos que un concepto así fuese del agrado de los Electores venezolanos. ¿No debería preverse en nuestra Constitución un mecanismo de acoplamiento, como el que hubo que prever para que pudieran acoplarse una nave Apolo con una Soyuz?

¿No sería esto un concepto que sería imposible concebir como una simple modificación de la Constitución de 1961? Evidentemente se trata de un concepto de Estado, de una razón de Estado radicalmente diferente. Ergo, se trata de una nueva constitución. Et ergo, el actual Congreso de la República, según la básica discusión del comienzo, no está facultado para redactarla.

Más mutaciones

Esto es sin mencionar la necesidad, a nuestro juicio, de insertar como nueva “rama” de los poderes públicos, una institución que especialmente sea independiente del poder ejecutivo y que tenga por misión la de proveer o generar tratamientos a los principales problemas de carácter público, y con capacidad de proponerlos directamente a los Electores.

Esto sin mencionar que podríamos argumentar a favor de un cambio substancial en nuestra noción de ciudadanía venezolana. Habitualmente consideramos que tiene mayor valor la venezolanidad por nacimiento que la que se adquiere por naturalización. Esa es la razón por la que limitamos los derechos políticos de estos últimos. Pero un criterio de no poca validez es el de estimar grandemente el valor de la decisión consciente de una persona madura, incluso por encima de los méritos de un recién nacido cuyo lugar de nacimiento no puede atribuirse a su elección. En una redacción algo aguda y tal vez algo escandalosa, formulábamos una condición de pertenencia a una propuesta organización política en los siguientes términos: “ser persona venezolana por accidente biográfico, esto es, por su nacimiento o el de sus progenitores, o por expresa decisión, es decir, por naturalización”. (Krisis. Memorias prematuras. Caracas, 1985).

Otras diferencias con el texto constitucional que actualmente nos rige no son tan profundas. Aun la revolución que significaría en la arquitectura del poder público venezolano la innovación de la figura de un jefe de gobierno (primer ministro) pudiera considerarse una reforma constitucional. Una cosa así perfectamente podría diseñarse desde las actuales cámaras legislativas, a pesar de que el cambio sería en este caso de importante magnitud. Igualmente pudiese contemplarse de este modo la innovación de la institución del jurado como elemento actualmente ajeno a nuestro proceso jurídico. (Esta “democratización de la justicia” –que fue de hecho la primera democratización, antes de la democracia parlamentaria, que conocieron los sajones– pudiera aplicarse sin excesiva violencia de nuestro ordenamiento jurídico, aunque sólo fuese en nuestros procesos de delitos contra la cosa pública, contra nuestra res publica).

Son múltiples, pues, las diferencias de significativo grado entre la Constitución del 61 y una nueva constitución que alojase lógicamente las instituciones que son recomendables a los intereses de la nación venezolana. Entre estas hay algunas que por sí solas definirían al nuevo documento como una constitución diferente. Será preciso elegir una Constituyente.

El camino y sus obstáculos

¿Quiénes debieran formar parte de esa Asamblea Constituyente? ¿Cómo elegirlos? ¿Para cuándo debiera convocarse a las elecciones del cuerpo que debe remodelar los poderes públicos venezolanos, que debe llevar a cabo la reingeniería del Estado?

Entre las razones para oponerse a la convocatoria de una constituyente ha sido esgrimida la predicción de que un órgano tal no sería muy diferente del Congreso actual, de que estaría compuesto más o menos por el mismo tipo de actores que hoy en día son diputados o senadores. Pero la composición de la constituyente puede ser diferente si se fuerzan ciertos criterios que graviten sobre la elección de sus miembros. Estos son criterios para ser blandidos por los Electores mismos, que son quienes pueden, en definitiva, cambiar las cosas.

En primer término, los diputados a la Asamblea Constituyente deben ser elegidos uninominalmente. (No como lo preveía el proyecto Oberto: “El sistema electoral para elegir a los Representantes a la Asamblea Constituyente será el vigente para elegir a los Diputados al Congreso de la República”).

En segundo lugar, los Electores debemos tener cuidado de procurar el acceso de nuevas experiencias y trayectorias personales a la condición de miembros de esa asamblea. Si se mantuviese la “tendencia” a considerar capacitado políticamente tan sólo a abogados y cronistas (Uslar recomienda expertos en derecho constitucional, derecho administrativo e historiadores) estaríamos perdiendo el necesario aporte de perspectivas más científicas y futuristas.

En tercero y último término, los Electores deberemos desconfiar de candidatos cuya “campaña” se restrinja a discursos en los que estén muy presentes fáciles alusiones a problemas tales como el del costo de la vida, la seguridad ciudadana o los servicios públicos, y de los que estén ausentes conceptos constitucionales. Tendremos que exigir que estos candidatos busquen legitimar su participación a través de la exposición de su idea de constitución preferible.

Otros obstáculos provienen de la resistencia a considerar al texto del 61 como desechable, sobre todo en cabeza de quienes, hoy todavía vivos, consideran que como constituyentes de esa época, hicieron un buen trabajo, arribaron a una muy buena constitución hace ya casi 35 años.

Es muy explicable esta postura en quienes fueron proponentes o redactores de las provisiones constitucionales de 1961, pero su impresión de que la constitución que compusieron era muy buena es perfectamente compatible con la noción de que hoy en día requerimos otra. La Constitución Nacional vigente era, en efecto, muy buena para comienzos de la década de los 60, momento en el que eran inadvertibles muy poderosos procesos sociales que posteriormente modificaron profundamente la anatomía y la fisiología de las sociedades políticas en muchas partes del planeta. No era exigible a los legisladores del 61 la previsión del significado de lo ecológico, cuando el propio Hermann Kahn, el supergurú de los futurólogos de entonces, ignoraba la dimensión ambiental en su biblia de 1966: “The Year 2000”. No era exigible que anticiparan el impacto que el desarrollo de la informática llegaría a tener sobre los modos humanos de tomar decisiones, cuando en 1961 todavía  no existían las técnicas de miniaturización que darían paso a los microtransistores de hoy. Es así como un legislador o político actuante en 1961 pudiera muy bien entender la necesidad de una constitución ulterior, sin que por eso deba perder el orgullo por un trabajo bien hecho en aquel importante año de la democracia venezolana. Y no es sino después de esa fecha que una nueva concepción del universo, la vida y la sociedad, comienza a formarse con el auxilio de las interpretaciones de la teoría de la complejidad. (Teoría del caos, teoría de la autorganización de los sistemas complejos, geometría fractal). La computadora en la que el reconocido pionero de este vastísimo y penetrante paradigma, Edward Lorenz,  halló el motivo para su revolución conceptual en los modelos del clima atmosférico ni siquiera había sido adquirida a la caída del gobierno de Marcos Pérez Jiménez.

La gigantesca transformación societal de las últimas tres décadas no estaba en los mapas de los mejores predictores de 1960.

Finalmente, la razón última y más poderosa para oponerse a la culminación de un proceso constituyente –descripción de Arturo Sosa S.J.– es la pérdida de poder o de vigencia que una asamblea constituyente pudiera acarrear a los detentadores del poder político establecido.

En efecto, como ha sido resaltado en varias ocasiones anteriores, una Asamblea Constituyente legítimamente constituida tiene precedencia absoluta sobre cualquier otro género de poder político, incluyendo el Congreso y el mismo poder Ejecutivo Nacional, y puede prescindir de éstos si así lo estima conveniente. Es por tal razón que antes hemos propuesto –ver Selección del Volumen 1 de referéndum, pags. 74-76– la idea de un Senado Uninominal Constituyente, para conjugar las siguientes tres condiciones: primera, un tamaño compacto; segunda, la representación uninominal; tercera, la suplantación de al menos una de las dos Cámaras legislativas de la actualidad, con lo que se añade a la facultad constituyente el carácter de cámara legislativa ordinaria, con veto sobre la legislación procedente de los diputados y por otra parte se ofrece todavía una participación al ancien régime como posibilidad transicional de adaptarse o preparar su cesantía.

No hay, pues, razones de peso para continuar negando la posibilidad de una Asamblea Constituyente en Venezuela. Al contrario, hay razones poderosísimas para apresurar su diseño, su convocatoria y su elección. Auxiliada técnicamente, puede proveernos la salida orgánica que precisa el país, con relativa rapidez, si es que se franquea el paso a nuevas concepciones y nuevos orígenes de la legitimidad.

Pero impedida o pospuesta indeterminadamente, puede ser suplantada por otra clase de ruptura del sistema que de todas formas ya no da más: la ruptura autoritaria. Así que si queremos preservar el procedimiento democrático para la Nación, se hace perentorio el trabajo de una Asamblea Constituyente correctamente convocada y conformada, pues sólo la apelación a la cajita que superaba al Presidente de Chile, puede ofrecernos la legitimidad.

Tomás Jefferson, uno de los padres fundadores de los admirables Estados Unidos, fue un decidido opositor a las tendencias autoritarias –monárquicas, según algunas impresiones– que eran evidentes en Jorge Washington. De hecho, en ello radicaba la motivación del Partido Republicano que él fundó –distinto, aunque no mucho, del actual– y que dio origen más tarde al presente Partido Demócrata, el de Franklin Roosevelt, John Kennedy y William Clinton. Desde allí luchó, y desde la Presidencia del positivo Estado del norte, por un mayor grado de democracia y de descentralización del poder.

Y fue, naturalmente, uno de los principales redactores de la Constitución norteamericana de 1787. Es interesante, por tanto, recordar que Tomás Jefferson dijo: “El mundo pertenece a las generaciones vivientes y ninguna sociedad puede hacer una Constitución perpetua; en consecuencia la Constitución y las Leyes extinguen su curso natural, con aquellos que le dieron el ser. Toda Constitución expira normalmente a los 35 años”.

La Constitución Nacional de 1961 celebrará ese fatídico aniversario en 1996.

……………………………….

PRIMER REFERENDO NACIONAL

(Octubre de 1998)

Un nuevo título distingue a la Ley Orgánica del Sufragio y la Participación Política: el Título Sexto de esta ley está dedicado por entero a la celebración de referendos.

Los referendos deben practicarse “con el objetivo de consultar a los electores sobre decisiones de especial trascendencia nacional”.

Hay algunas materias que, independientemente de su trascendencia, según la ley no pueden ser consultadas. Estas son las materias de carácter presupuestario, fiscal o tributario; la concesión de amnistía o indultos; la suspensión o restricción de garantías constitucionales y la supresión o disminución de los derechos humanos; los conflictos de poderes que deban ser decididos por los órganos jurisdiccionales; la revocatoria de mandatos populares, salvo lo dispuesto en otras leyes; los asuntos propios del funcionamiento de entidades federales y sus municipios.

La expresa prohibición de suspender garantías por referendo remite al recuerdo de la amenaza de Rafael Caldera de recurrir a este expediente cuando, a comienzos de este período, su segundo decreto de suspensión de garantías fue rechazado por el Congreso. La amenaza surtió su efecto. Un subsiguiente envío de, en esencia, el mismo decreto, contó con los votos de Acción Democrática para la aprobación parlamentaria.

Y la exclusión de la revocatoria de mandatos populares como materia de referendos va contra su concepto de reforma constitucional en 1991 y del principio expuesto en su Carta de Intención con el Pueblo de Venezuela, donde se propugna, entre otros, los referendos revocatorios.

Desde el punto de vista del Derecho Público lo correcto es crear los referendos –más allá del único previsto en la Constitución vigente para reformarla– en una normativa constitucional, como lo prefiere Caldera, a como lo hizo el Congreso, que los permite en uno de los títulos de la ley electoral, la que, naturalmente, tiene rango subconstitucional. Un referendo nacional es una convocatoria al propio fundamento de la democracia –los Electores– para tomar “decisiones de especial trascendencia nacional”. El nivel correcto para prescribir los actos del poder público primario es el de la Constitución. Una vez hecho desde el rango de una ley, aunque orgánica, no podía esta ley además vulnerar, con referendos revocatorios, períodos de mandato establecidos constitucionalmente. De allí la salvedad: “salvo lo dispuesto en otras leyes”. Pero ninguna ley distinta podrá hacer lo que ésa no pudo: disponer algo distinto de lo que manda la Constitución. La salvedad, pues, no ha puesto a salvo nada, y al menos en ese punto los referendos aguardan por su correcta inserción constitucional.

Pero fuera de las materias prohibidas toda otra decisión de especial trascendencia nacional puede ser consultada a los Electores. (La ley referida los pone en minúsculas). De hecho, en una misma consulta puede decidirse sobre más de una materia, pues la ley indica que “podrá convocarse la celebración de más de un referendo simultáneamente en una misma fecha”.

Una vez convocado un referendo el Consejo Nacional Electoral debe asegurar su celebración en un término no mayor de noventa días y no menor de sesenta. Esto es, a esta fecha todavía quedaría tiempo de celebrarlo junto con las elecciones presidenciales de diciembre. Para que esto sea posible habría que convocarlo antes del día 6 de octubre próximo.

¿Quiénes pueden convocar un referendo nacional? En el orden del texto de la ley, en primer lugar, el Presidente en Consejo de Ministros; luego una sesión conjunta del Congreso de la República por votación favorable de sus dos terceras partes; finalmente un número no menor del diez por ciento de los Electores, o un poco más de un millón de ellos.

Por orden de representatividad decreciente, consideremos primero la ruta de la iniciativa popular: obtener más de un millón de firmas de Electores registrados en apoyo a la convocatoria del referendo. Que esto se intentaría fue prometido únicamente por Hugo Chávez Frías en declaraciones de su campaña. Parece ser que su organización no pudo o no quiso, a pesar de la promesa y de su pretendida fuerza, obtener el número de firmas necesarias. Sólo le quedan quince días.

Luego está el Congreso de la República, el que ya ha concluido su período y que no hizo caso de la proposición que el Dr. Allan Brewer le hiciera llegar. Siempre se puede, por supuesto, convocar a sesiones extraordinarias para ese único fin. El Congreso de la República podría. Le quedan quince días para hacerlo.

Por último puede hacerlo el Presidente en Consejo de Ministros. Tiene quince días para convocarlo. La pregunta es ¿para qué hacerlo? La respuesta legal es obvia: para que los Electores tomen “decisiones de especial trascendencia nacional”. La pregunta política sólo podemos contestarla los Electores: ¿queremos nosotros tomar esas decisiones?

Constituyente

No puede caber duda de que Venezuela está frente a decisiones de especial trascendencia nacional. De hecho, una de ellas ha motivado la actual discusión pública sobre referendos. Se trata de la conveniencia de convocar un órgano constituyente. Y según todos los registros una buena parte de los Electores, de hecho la mayoría,  dice querer una Constituyente.

Comoquiera que se mantienen discrepancias importantes, no sólo entre quienes creen que no debe convocarse una Constituyente y quienes piensan lo contrario, sino respecto de la forma de integrarla y la extensión de sus poderes, y respecto de la necesidad o no de reformar la Constitución de 1961 para convocarla, sería muy conveniente despejar también estas diferencias con ocasión del referendo.

Acá hay, pues, varios puntos a dilucidar, y esto requiere la mayor claridad sobre ciertos puntos fundamentales.

Según importantes expertos sería preciso reformar la Constitución de 1961 para que pueda convocarse un órgano constituyente (Brewer-Carías y otros), pues hay que preservar el “hilo” de una constitución que sólo prevé reformas y enmiendas según procedimientos expresamente pautados y que además establece en su artículo 250: “Esta Constitución no perderá su vigencia si dejare de observarse por acto de fuerza o fuere derogada por cualquier otro medio distinto del que ella misma dispone”.

Pero este artículo se refiere a algo inexistente. El texto de 1961 no dispone de medio ninguno para derogarla. Sólo menciona enmiendas o reforma general. No prescribe medio alguno para sustituirla por conceptos constitucionales cualitativamente diferentes. Y esto sería, a mi juicio, la única razón valedera para convocar una Constituyente: que se requiera un nuevo pacto político fundamental que no pueda ser obtenido como reforma o enmienda del pacto constitucional existente. Si los cambios constitucionales previstos por quienes propugnan la Constituyente pueden ser obtenidos por modificación de las prescripciones vigentes o mera  inserción de prescripciones adicionales, entonces no requerimos una. Bastaría entonces una reforma según lo pautado en el Artículo 246.

¿Puede argumentarse que nuestra actual armazón constitucional necesita, ya no ser modificada, sino sustituida por otra que contemple aspectos que no pueden obtenerse por reforma y que de alguna manera implican un concepto cualitativamente distinto? Sí puede hacerse, y de hecho se ha argumentado así en varias instancias. Baste como muestra referirse a lo que el Dr. Brewer-Carías ha señalado respecto de una posible integración de Venezuela en una confederación política, a la que habría que transferir poderes que actualmente son prerrogativa propia de nuestro Estado. Un cambio de esta naturaleza es claramente algo que no puede ser llamado una reforma, y menos aún una enmienda, que es aquello para lo que el “poder constituyente ordinario” o “derivado” –el Congreso de la República– tiene facultades expresas. Esta es la verdadera razón para la convocatoria de una Constituyente. Los argumentos que visualizan un órgano de este tipo como medio de recambiar el elenco de actores políticos nacionales son un desacierto: para esto es que se ha creado el procedimiento electoral.

Habiendo establecido este punto fundamental, regresemos a uno que es objeto de debate y divergencia: dado que es necesaria la Constituyente y que la conveniencia de convocarla puede ser sometida a referendo ¿es necesario reformar la Constitución de 1961 para convocarla aun en caso de que el referendo rinda una decisión positiva?

Quienes así piensan han dicho que la inclusión de un nuevo artículo en el texto de 1961 en el que se prevea la celebración de una Constituyente pudiera incluso ser considerada una enmienda, pero que hacerlo por esta vía causaría un considerable retraso. Las enmiendas aprobadas por el Congreso son sancionadas, a diferencia de las reformas, por las Asambleas Legislativas de los Estados, y a este respecto el ordinal quinto del Artículo 245 de la Constitución establece que las Cámaras procederán a declarar sancionado lo que haya sido aprobado por las dos terceras partes de las Asambleas, en sesión conjunta de aquéllas “en sus sesiones ordinarias del año siguiente” a aquél en el que la enmienda haya sido sometida a la consideración de las Asambleas. Es decir, si el Congreso que formulara la enmienda fuese el que se reunirá a partir de enero de 1999, entonces no podría tal enmienda ser sancionada hasta el año 2000, y sólo entonces se podría proceder a elegir los miembros de la Constituyente.

En cambio, los proyectos de reforma estipulados en el Artículo 246, sancionados por la mayoría de los Electores –en el único tipo de referendo previsto en la Constitución de 1961– no requieren un lapso intermedio entre la aprobación por las Cámaras y la celebración del referendo. (De nuevo en sesión conjunta las Cámaras fijarían la oportunidad ad libitum). De hecho, pues, este proceso puede ser más corto que el de una enmienda. El único problema es que añade un segundo referendo y por tanto otro tipo de retraso y un costo mucho mayor. O sea, si la secuencia comenzara por el referendo consultivo de diciembre de 1998 para establecer el deseo de los Electores acerca de la Constituyente, convirtiéndolo, como se ha dicho, en un mandato para que el Congreso del próximo año proceda a la reforma pertinente, esta reforma no entraría en vigencia sino después de un segundo referendo, el que probablemente no podría celebrarse hasta mediados de 1999, para aprovechar el montaje de las elecciones municipales de ese año. Y luego habría que organizar –otro retraso y otro costo– las elecciones de la Constituyente misma.

Hay dos maneras de salvar un retraso tan inconveniente. La primera, manteniendo el punto de la previa reforma constitucional, es que el Congreso de este mismo período celebre antes de diciembre sesiones conjuntas extraordinarias para aprobar un proyecto de reforma en este sentido (el que tendría que ser presentado, para no tomar en cuenta una engorrosa y azarosa discusión de las Asambleas Legislativas, por una tercera parte de los congresistas y admitido por las dos terceras partes). Luego de la aprobación –por mayoría simple– en ambas Cámaras, la sesión conjunta puede perfectamente determinar que el referendo sancionatorio se produzca junto con las elecciones presidenciales, en el mismo acto en el que se consultaría ulteriormente si los Electores queremos elegir la Constituyente pautada en la reforma.

Para el referendo que aprobaría la inclusión de la figura de la Constituyente en el articulado de 1961 no hay que sujetarse, pues, a los plazos fijados para los demás referendos. No puede privar una ley sobre la Constitución, y ésta deja a la potestad del Congreso la fijación de la oportunidad. Así, una división del trabajo necesario se insinúa con claridad: el Congreso, simplemente, debe abrir la puerta constitucional a la convocatoria de constituyentes; el Presidente de la República, junto con sus Ministros, procede a consultar a los Electores si queremos convocar una de una vez, la primera “Constituyente constitucional”, valga la redundancia si es que la hay. Ambas agendas, separadas, se complementarían.

Dicho de otro modo, no se le pide a nuestro renuente Congreso que se pronuncie por la convocatoria; ni siquiera que convoque a un referendo para consultar el punto. Tan sólo se le pide, a unas Cámaras que dejaron transcurrir todo el período legislativo sin iniciativa constituyente, que consagre lo que a todas luces es necesario establecer. Esto al menos nos debe el actual Congreso a los Electores. En este caso podría ahorrarse muy importantes sumas de dinero –en una situación fiscal tan apretada como la nuestra– pues las elecciones de la Constituyente podrían hacerse coincidir con las elecciones municipales de 1999 y su trabajo podría comenzar el mismo año que viene.

Y si el Congreso consintiese, como es su obligación política, en producir la reforma de una vez, haría bien en no postular una Constituyente de composición partidizada. Que los legisladores que eliminaron la uninominalidad para la elección del Senado no la prohíban para la Constituyente. Si, por lo contrario, diseñaran un formato constituyente enfrentado a las aspiraciones más populares, estarían preparando una contradicción prácticamente insalvable en el doble referendo que propongo: la aprobación a la convocatoria de la Constituyente junto con el rechazo a la forma prescrita en la reforma.

Queda una vía más radical, finalmente, para la convocatoria de la Constituyente: derivarla directamente de un referendo que pudiera efectuarse ahora, en diciembre de 1998.

Esto es, se prescindiría de la reforma previa en el texto constitucional vigente. ¿Es esto anticonstitucional? Creo que puede argumentarse que el punto es, más bien, supraconstitucional.

En efecto, el Poder Constituyente tiene justamente ese carácter supraconstitucional. Este poder no es otra cosa que el conjunto de los Electores, de los Ciudadanos, del Pueblo. Si en cualquier caso, una reforma constitucional no puede ser promulgada sin el voto favorable del Poder Constituyente, un referendo directo sobre algún punto constitucional es un acto equivalente, en su esencia y en sus efectos, al de un procedimiento convencional de reforma. Si el Poder Constituyente considerase como deseable la convocatoria de una Constituyente, sería inconcebible que el Congreso de la República presentase a ese mismo poder un proyecto de reforma contrario a ese deseo, o que le dijese a los Electores que su deseo supremo no puede ser llevado a la práctica porque no esté contemplado en las actuales disposiciones constitucionales.

Y es que el purismo jurídico que ahora se esgrime contra la derivación directa de una Constituyente a partir del propio Poder Constituyente no es exhibido para nada a la hora de evaluar jurídicamente el siguiente hecho incontestable: el Congreso elegido en diciembre de 1958, y que produjo la Constitución que hoy nos rige, nunca estuvo explícitamente facultado por los Electores para constituirse como órgano constituyente. Ese Congreso se arrogó, pues, facultades extraordinarias que no le habían sido conferidas por nadie, y produjo una Constitución que nunca fue aprobada por el Poder Constituyente sino por las Asambleas Legislativas (¡el más débil procedimiento pautado ahora para las enmiendas!), a pesar de lo cual dictó en el Artículo 252: “Queda derogado el ordenamiento constitucional que ha estado en vigencia hasta la promulgación de esta Constitución”.

Si alguna justificación pudiera aducirse en la fundamentación del origen de nuestra actual Constitución, tendría que ser la de que el Congreso que la produjo tuvo un origen democrático, a diferencia del anterior constituyente, el Congreso de la época dictatorial. Y aun así debe admitirse que esta procedencia democrática, que bastó para basar la nueva Constitución, es menos fuerte y directa que la de un referendo explícito.

Como tampoco, a un nivel distinto por cierto, el purismo constitucional se hizo escuchar demasiado cuando el presidente Caldera amagó con la convocatoria de un referendo sobre su segunda suspensión de garantías constitucionales en este período, a pesar de que los referendos consultivos no estaban previstos en ninguna norma legal venezolana. Nadie menos que el reconocido constitucionalista José Guillermo Andueza declaró por aquellos días que ya tenía preparado el texto del decreto que convocaría el referendo.

Valga la referencia al Dr. Andueza para citarlo en abono a la tesis de que una decisión de convocar directamente la Constituyente a partir de un referendo no sería un acto inconstitucional. En su trabajo para optar al título de Doctor en Ciencias Políticas en 1954, “La jurisdicción constitucional en el derecho venezolano”, el entonces bachiller Andueza se acogía, en su aspecto material –a distinción del procesal– a la siguiente definición de inconstitucionalidad: “una contradicción lógica en que se encuentra el contenido de una ley con el contenido de la Constitución”. Y un mandato de convocatoria de la Constituyente emanado del propio Poder Constituyente no es una ley; es verdaderamente una disposición supraconstitucional que no puede entrar en contradicción con algo que ni siquiera ha sido previsto por la Constitución actual: la sustitución total de ella misma por una nueva Constitución. Si algo es una contradicción lógica con ella misma, repito, es la Constitución de 1961 cuando afirma que no podrá ser derogada “por cualquier otro medio distinto del que ella misma dispone”, dado que no dispone ninguno.

Tal vez el bachiller Andueza sostenía entonces criterios distintos que los que hoy pueda ejercer, pero otras lecturas del mismo trabajo podrían llevarnos a suponer que él prefería en 1954  que los cambios constitucionales fuesen producidos sólo por constituyentes. Por ejemplo, decía en ese tiempo: “Siendo la Constitución la norma suprema del Estado, la que ocupa el vértice superior de la pirámide jurídica, ella no puede ser derogada ni abrogada por el procedimiento legislativo ordinario. Si ello fuera posible, el legislador estaría investido de una función constituyente y las constituciones escritas serían –como lo dijera con tanta propiedad el juez Marshall– ˝intentos absurdos de parte del pueblo para limitar un poder que por su propia naturaleza es ilimitado»”. (El jurado examinador de la tesis del bachiller Andueza, sin admitirse solidario de sus ideas, encontró en ella méritos que la hicieron acreedora de una mención honorífica y recomendó su publicación. Ese jurado estuvo compuesto por los doctores F. S. Angulo Ariza, Eloy Lares Martínez y Rafael Caldera Rodríguez).

En suma, creo que sería preferible, más suave y respetuosa, una reforma inmediata, en sesiones extraordinarias del actual Congreso de la República, que diera lugar a una reforma creadora de la figura de Constituyente dentro del texto constitucional vigente, la que puede perfectamente someterse a referendo aprobatorio según el Artículo 246 de ese texto y conjuntamente con un referendo consultivo que convoque el Ejecutivo Nacional acerca de la deseabilidad de la celebración de una Constituyente concreta. Pero si este Congreso vuelve a fallarnos, si persiste en obliterar los canales lógicos del cambio constitucional, el medio más airado y abrupto del origen directo en el referendo consultivo está siempre disponible, pues su brusquedad no equivale a la falta de juridicidad. Ese Congreso merecería entonces esa ira y esa brusquedad.

Es así como pienso que compete ahora al Presidente de la República argumentar ante el Congreso la necesidad de la reforma, advirtiendo que convocará a referendo para decidir sobre la convocatoria de la Constituyente.

Más aún. Creo que Rafael Caldera merece ser quien haga esa convocatoria. Más allá de las críticas de la más variada naturaleza que puedan hacérsele, el presidente Caldera puede ser considerado con justicia el primer constitucionalista del país. No sólo formó parte de la Constituyente de 1946; también fue quien mayor peso cargó cuando se redactaba el texto de 1961; también fue quien presidió la Comisión Bicameral para la Reforma de la Constitución de 1991; también fue quien expuso en su aludida “Carta de Intención”: “El referéndum propuesto en el Proyecto de Reforma General de la Constitución de 1992, en todas sus formas, a saber: consultivo, aprobatorio, abrogatorio y revocatorio, debe incorporarse al texto constitucional”; y también fue quien escribió en el mismo documento: “La previsión de la convocatoria de una Constituyente, sin romper el hilo constitucional, si el pueblo lo considerare necesario, puede incluirse en la Reforma de la Constitución, encuadrando esa figura excepcional en el Estado de Derecho”; fue también, por último, quien nombró como Presidente de su Comisión Presidencial para la Reforma del Estado al jurista Ricardo Combellas, el que advirtió ya en 1994 que si este Congreso no procedía a la reforma constitucional habría que convocar a una Constituyente. Si alguien merece la distinción de convocar al Primer Referendo Nacional ése es el Presidente de la República, Rafael Caldera.

Otras consultas

Una vez que se decida convocar a los Electores, al Poder Constituyente, para consultarlo sobre el tema discutido previamente, vale la pena aprovechar la excepcional ocasión para consultarle sobre otras materias de “especial trascendencia nacional”. Por una parte hay varias decisiones que revisten esa trascendencia y que vienen siendo insistentemente propuestas al país. Por la otra, una vez más, no estamos en condiciones de desperdiciar recursos. Hay que sacarle el jugo al Primer Referendo Nacional.

Por ejemplo, hace ya varios años que se propone vender –en distintas modalidades y proporciones– una porción de las acciones que el Estado venezolano posee exclusivamente en su empresa más importante: Petróleos de Venezuela. (A pesar de que hay quien sostiene que debe “privatizársele” por completo, la mayoría de quienes propugnan la noción sostiene que debe venderse un veinte por ciento de la propiedad y destinarse los fondos a obtener para el pago sustancial o completo de la deuda pública externa. Así argumenta, entre otros, el candidato presidencial Miguel Rodríguez).

Por ejemplo, hace ya varios años que se propone implantar en Venezuela un régimen monetario conocido con el nombre de “caja de conversión”, el sustituto total o parcial del Banco Central de Venezuela que pondría moneda nacional en circulación en función estricta de las reservas en dólares –la divisa preferida por los proponentes– y de una tasa rígidamente fija.

Pues bien, éstas son materias, sin ninguna duda, de “especial trascendencia nacional”. Es tan obvia su trascendencia que no es necesario demostrarla. Es difícil proponer cosas de mayor trascendencia –aunque las hay– y por tanto serían materia perfecta de un referendo.

Es de suponer que no faltará quien diga que tales decisiones no están al alcance del juicio de los Electores. Que “el pueblo” no está preparado para eso, que “el pueblo” no está en capacidad de entender esos asuntos, que hace falta saber mucho de economía petrolera o monetaria para tomar esas decisiones. Estaría equivocado quien así argumente contra la posibilidad de consultar sobre esas proposiciones en referendo.

En primer lugar, porque en el caso de la venta parcial de las acciones de PDVSA se estaría ante una decisión de propietarios. Precisamente es uno de los argumentos favoritos de quienes abogan por la fórmula extrema de regalarlas a los venezolanos mayores de edad, que de ese modo se estaría “devolviendo” a los nacionales la efectiva posesión de su riqueza más grande. Y los propietarios pueden auxiliarse con todas las opiniones técnicas que requieran, pero nadie distinto a ellos mismos puede en propiedad disponer de su patrimonio.

En segundo lugar, porque la más moderna y poderosa corriente del pensamiento social ya ha adoptado la realidad de los sistemas complejos: que éstos –el clima, la ecología, el sistema nervioso, la corteza terrestre, la sociedad– exhiben en su conjunto “propiedades emergentes” a pesar de que no se hallen en sus componentes individuales. (Ilustración de Ilya Prygogine, Premio Nóbel de Química: si ante un ejército de hormigas que se desplaza por una pared, uno fija la atención en cualquier hormiga elegida al azar podrá notar que la hormiga en cuestión despliega un comportamiento verdaderamente errático. El pequeño insecto se dirigirá hacia adelante, luego se detendrá, dará una vuelta, se comunicará con una vecina, tornará a darse vuelta, etcétera. Pero el conjunto de las hormigas tendrá una dirección claramente definida). Así por ejemplo, la teoría económica clásica fundamentaba la lógica macroeconómica del mercado en la racionalidad microeconómica del comprador individual: el homo economicus que tomaba sus decisiones con toda lógica sobre una base de información transparente y perfecta. Hoy en día no es necesario suponer la racionalidad individual para postular la racionalidad del conjunto: el mercado es un mecanismo eficiente independientemente y por encima de la lógica de las decisiones individuales.

La inteligencia colectiva emerge como propiedad social, y si alguno quiere argüir en contra, mediante la exhibición de supuestas decisiones erradas de los venezolanos en las elecciones producidas con sus votos, se puede a la vez contraponerle que no hicimos otra cosa que distinguir entre opciones que no fueron determinadas por nosotros, y que en todo caso, en consecuencia, no fue “el pueblo” sino sus dirigentes políticos convencionales, quienes fabricaron las alternativas. Sobre la propiedad emergente de nuestra inteligencia colectiva podemos fundar con tranquilidad las decisiones más trascendentes. Es en ese sentido que Rafael Caldera tenía razón cuando dijo: “El pueblo nunca se equivoca”.

Pero también habrá quien esgrima la propia Ley Orgánica del Sufragio y la Participación Política para decir que consultas de ese tipo no serían legalmente posibles, por cuanto esa ley proscribe los referendos sobre materias presupuestarias, fiscales o tributarias, y la venta de acciones de PDVSA o el establecimiento de una caja de conversión indudablemente afectarían al presupuesto, al Fisco y a la tributación. Esto, sin embargo, no es lo que la ley significa, puesto que de ser así no se podría consultar prácticamente nada, puesto que casi cualquier “decisión de especial trascendencia nacional” tendería a tener consecuencias en uno o varios de esos ámbitos prohibidos. La venta de acciones de PDVSA no es materia presupuestaria, fiscal o tributaria; es materia patrimonial. La implantación de un mecanismo de caja de conversión no es materia presupuestaria, fiscal o tributaria; es materia monetaria. La consulta sobre tales cuestiones es perfectamente ajustada a derecho.

Por estas razones, pues, quisiera votar en un referendo que nos permitiera dilucidar estas cuestiones de indudable importancia y que han sido las protagonistas del debate económico reciente. Además, la inclusión de estos temas en el referendo que podremos celebrar en diciembre de este mismo año, contribuirá a desplazar la atención de la cosmética de las campañas y sus muy escuetos eslóganes para fijarla sobre puntos realmente programáticos, lo que desde todo punto de vista es sano para la Nación.

Confianza

Como es perfectamente sano para la Nación el referendo mismo y la propia Constituyente. Concebidos con serenidad, convocado uno por el actual Presidente de la República y la otra según las reglas que puedan derivarse de la consulta popular o de una no imposible reforma de la Constitución, restituirán en grado apreciable la disminuida seguridad política venezolana.

Celebrado el referendo en diciembre de este año, para empezar, junto con las elecciones presidenciales, puede desaguarse por su fundamental cauce buena parte de la angustia ciudadana que hasta ahora sólo disponía de los cauces candidaturales y parece preferir uno entre ellos, el que se prevé más turbulento. Conduciendo buena parte del raudal de inconformes voluntades electorales por un brazo tan primario y portentoso como el de un referendo, es de esperar que la preferencia por lo tumultuoso disminuya, y así llegue a la Presidencia de la República un candidato inviolento.

No debemos temer a una Constituyente. Ya parece haberse desvanecido la noción de que la Constituyente a convocar tendría poderes omnímodos, disolvería otros poderes, y forzaría una nueva Constitución sin someterla a referendo.

No renunciaremos a derechos políticos establecidos en 1961. Uno de los más fundamentales es, precisamente, que cuando una modificación profunda del régimen constitucional sea propuesta, no entrará en vigencia hasta que nosotros no la aprobemos en referendo. Así que nada podrá hacerse sin nuestro consentimiento. Así que cualquier temor residual no será otra cosa que temor de nosotros mismos.

Somos nosotros mismos. Somos los que saqueamos ciudades en 1989, los que apoyamos a Chávez después de haber apoyado a Sáez, los que cambiamos bolívares por dólares para depositarlos lejos de la Patria, los que abandonamos pacientes en los hospitales y niños en la calle. Somos los que debemos decenas de millones de dólares, los que cuestionamos todas nuestras instituciones, los que descreemos de nosotros mismos.

Pero somos también quienes respetamos las vidrieras ante el apagón descomunal de 1993 porque no quisimos dar pretexto a un golpe de Estado. Somos los mismos que no salimos a defender a Chávez un año antes porque pensábamos como nos ha citado “Amaneció de golpe”: estábamos arrechos pero no queríamos el golpe. Somos los que aceptamos de Caldera y con mayor paciencia lo que rechazamos de Pérez. Somos los que juzgamos a Pérez. Somos los que regresamos al cabo a los hospitales. Somos los que han hecho bajar el dólar. También somos los que rechazamos las calificaciones que se hacen de nuestra deuda. Somos los que producimos el petróleo heredado. Somos los mismos.

Podemos celebrar perfectamente una gran Constituyente. Vamos a celebrarla. Que no nos digan de afuera que no podemos tocar nuestro estatuto básico porque nos sacarán los reales. Ya nos han dicho lo mismo con muchas otras cosas y esto último es verdaderamente el colmo.

Podemos elegir sensatamente a nuestros apoderados constituyentes y prescribir límites a su poder, sujetando siempre sus efectos a nuestra aprobación.

Podemos elegir un conjunto de variadas trayectorias y perspectivas; no sólo los expertos en Derecho Constitucional y los historiadores que se ha dicho bastarían, sino los futurólogos y los expertos en sistemas.

Podemos elegirlos uninominalmente y también cooptar autoridades de conveniente inclusión y que aborrezcan imaginarse en campaña por cerros o cañadas. Podemos servir a la Constituyente con una secretaría técnica que prepare e investigue, y auxiliarla por un Consejo Asesor que recoja la experiencia y el ángulo de gremios y corporaciones.

La Constituyente no es, ciertamente, una fórmula mágica. Con ella, como dice un candidato, no podremos ir al mercado. No se trata de postularla como panacea. Se trata, simplemente, de reconocer que nuestra armazón constitucional contiene verdaderas camisas de fuerza que impiden la adaptación de nuestro Estado a las nuevas dimensiones planetarias de lo político y la ampliación de la democracia hasta los nuevos límites que la moderna tecnología comunicacional le impone.

A comienzos del período constitucional que ahora llega a su fin el Dr. Ramón Escovar Salom, preguntado acerca de los principales  problemas del período contestó así: “El problema principal va a ser el de la gobernabilidad”.

Cuando afirmaba esto no se refería a la dificultad de gobernar a un pueblo díscolo y desobediente que fuese necesario someter. Se refería más bien, como luego detalló con claridad, a los impedimentos fundamentales que la Constitución y las leyes imponían al gobernante. Se trata entonces de eso, de aumentar la gobernabilidad a través de una mejor estructura constitucional. Y a pesar de que con una nueva Constitución no se vaya al mercado, ni se mejore la situación de los hospitales, ni la condición de seguridad de los habitantes del país, sí es cierto que mejores disposiciones constitucionales incidirían sobre todos y cada uno de esos problemas, a través de una mejora sustancial en la capacidad del Estado. En todo caso, uno no rechaza el empleo de una herramienta porque no sirva para fines diferentes al que está destinada.

Finalmente, hay quienes argumentan que el mero hecho de convocar a una Constituyente es un acto desestabilizador. Que abriría un extenso compás de incertidumbre superpuesta a la existente, de por sí considerable.

Es todo lo contrario. La convocatoria sensata y responsable de una Constituyente contribuirá a la liberación de tensiones y proveerá un cauce perfectamente normal , aunque extraordinario, para la modernización de nuestro Estado.

Para más de un actor político convencional la oportunidad de los cambios nunca llega. Nunca parecen ser oportunos. Al menos desde 1963 se producía, siempre en año electoral, la proposición de separar las elecciones legislativas de las presidenciales. Así se hizo en 1963, 1968, 1973 y 1978, contando el proponente, por supuesto, conque su proposición sería rechazada con el argumento de inconveniencia de la oportunidad por tratarse de años electorales.

No puede posponerse por más tiempo el cambio fundamental que requiere la República. Diferir de nuevo la transformación para un momento más oportuno que nunca llegaría equivale a asegurarla como consecuencia de una explosión.

En estos momentos la Constituyente se perfila como un gran proceso estabilizador.

Pero también lo es el referendo mismo, la apelación directa a la opinión del Poder Constituyente, de los Electores de la Nación, para decidir sobre asuntos de nuestro más alto interés. En el fondo, más que una elección de representantes o mandatarios, es el referendo el acto supremo de una democracia. Es la participación total de la voluntad de los Electores en la toma de decisiones fundamentales.

La necesidad de la participación popular en esta toma de decisiones políticas no es en absoluto exclusiva de Venezuela. Tampoco es tan nueva, a pesar de su creciente actualidad. Hace ya dieciséis años, en 1982, publicaba John Naisbitt el más seminal entre sus libros, “Megatendencias: diez nuevas direcciones que transforman nuestras vidas”. Se explicaba allí la actuación de las más grandes y poderosas corrientes de transformación en el mundo postmoderno. La séptima de ellas era la del cambio de una democracia representativa a una democracia participativa. Decía Naisbitt entonces de este modo: “Políticamente estamos hoy inmersos en el proceso de un desplazamiento masivo de una democracia representativa a una participativa. En una democracia representativa, por supuesto, no votamos sobre los temas directamente; elegimos a alguien que vote por nosotros… Hemos creado un sistema representativo hace doscientos años cuando era la forma práctica de organizar una democracia. La participación ciudadana directa simplemente no era factible, así que elegíamos personas que fueran a las capitales de estados, nos representaran, votaran y luego regresaran a contarnos lo que había pasado. El representante que hacía un buen trabajo era reelecto. El que no lo hacía era rechazado. Por doscientos años esto funcionó bastante bien… Pero sobrevino la revolución en las comunicaciones y con ella un electorado extremadamente bien educado. Hoy en día, con información instantáneamente compartida, sabemos tanto acerca de lo que acontece como nuestros representantes, y lo sabemos tan rápidamente… El hecho es que hemos trascendido la utilidad histórica de la democracia representativa y todos sentimos intuitivamente que es obsoleta”.

Estamos, por tanto, a las puertas de nuestro primer ejercicio nacional de democracia participativa. Ni más ni menos. Tal ocasión no puede ser otra que la de felicitarnos por la presencia de la oportunidad. Hagamos, por tanto, de nuestro Primer Referendo Nacional una gran ocasión, un gran referendo. Hagamos esto sin temer de nosotros mismos, con confianza en que somos lo suficientemente maduros para producir un resultado a la vez audaz y sensato.

A fin de cuentas, hay constantes en nuestras opiniones políticas más elementales que prefieren la democracia a la opción autoritaria, a pesar de la vociferación televisada de atrabiliarios personajes, a pesar de la escandalosa propaganda de una silla que ha ido a recalentarse hasta Madrid, a pesar de la falaz contraposición de una “mala” democracia y una “buena” dictadura, a pesar de la prédica odiosa e irresponsable de abusadores golpistas.

Hay que preservar por encima de todo lo que más de un siglo tardó en conquistarse: el régimen democrático obtenido en 1958. No podemos permitir que se le amenace.

Pero también necesitamos expandir la democracia, “ejercer una acción pública para acrecentar la democracia hasta que ésta alcance sus límites tecnológicos”. El medio para alcanzar esto no es otro que la Constituyente, y el detonante de su proceso no debe ser otro que el Primer Referendo Nacional.

El Presidente de la República tiene la potestad de desencadenar ese proceso. Será estupendo constatar que en sus manos no se perdió la República, pero lo será más todavía que pueda decirse que en esas mismas manos creció la democracia que él tanto contribuyó a crear.

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Tragedia de abril (El Carmonazo)

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En Para leer mientras sube el ascensor, colección de textos humorísticos por el español Enrique Jardiel Poncela, se encuentra una narración muy preocupante. Dos amigos discuten. Uno de ellos ha propuesto la siguiente descripción: “El hombre lleva siempre a la fiera atroz en su interior”.

La discusión lleva a una apuesta. Quien sostiene la tesis asegura que logrará hacer surgir tal bestia de dos tranquilos viejecitos, que conversaban sentados en un banco del parque protegidos por una verja de hierro. Allí va a molestarles, llamando su atención con un bastón y constantes gritos: “¡Eh, fieras!”

Al principio, los ancianos respondían con gran paciencia y dulzura, siempre con calma, y argumentaban que puesto que sólo eran dos ancianos inofensivos se les permitiera conversar en paz. Al final, luego de un larguísimo período de hostigamiento, los ancianos rugían, echaban espuma por la boca, mordían los barrotes de la verja y amenazaban con la peor de las muertes a su torturador. Asunto demostrado.

El cuento viene al caso porque sobre el 11 de abril hay más de una interpretación y, más fundamentalmente, porque varios procesos coexistieron en paralelo el 11 de abril. Esto es, no hay una explicación lineal, unidimensional, del 11 de abril. Pero aun si lo que hubiera ocurrido fuese tan sólo lo que el gobierno de Chávez pretende vender como única verdad, que el 11 de abril solamente ocurrió un golpe de Estado en Venezuela, esa ocurrencia sería resultado de las pasiones que Hugo Chávez se cuidó muy bien de excitar por todos los medios a su alcance. Hugo Chávez estuvo buscando la fiera atroz que anidaría, según Jardiel Poncela, en el alma de cada venezolano, desde el instante mismo que tomó posesión del gobierno y aun mucho antes. Por mucho menos de lo que ha hecho Chávez, muchos presidentes recibieron un golpe de Estado.

Pues a su asunción de la Presidencia de la República de Venezuela, Chávez contó con un amplificador de gran potencia para su particular interpretación de lo político. En el acto mismo de prestar juramento ya evidenció mezquindad e inclemencia al referirse al libro sobre el que juraba como constitución moribunda. Dos días más tarde, al cumplirse siete años de su rebelión de febrero de 1992, exaltaba esta intentona violenta y atemorizaba a la Presidenta de la Corte Suprema de Justicia.

Poco después, en su primera exposición desde el Salón Ayacucho del Palacio de Miraflores y ante un auditorio lleno de personalidades, ofrecía a un conocido empresario de televisión venderle un carro blindado del que el gobierno se desprendería dentro de un programa de austeridad fiscal. La directa implicación era que el empresario aludido podría necesitar el vehículo para la protección de su vida.

El amedrentamiento ha sido arma favorita de Chávez durante todo su período gubernamental y desde su mismo inicio. Más de una de esas reuniones televisadas desde el Salón Ayacucho pareció atenerse a un estilo de gobernar en corte, como si se tratara del más absoluto de los monarcas franceses. Es decir, Chávez tomaba decisiones sobre la marcha, en medio de uno de estos actos que progresivamente vendrían a ser sustituidos por las cadenas de televisión y radio y por su programa dominical “Aló, Presidente”.

Pero al estilo versallesco de decidir enfrente mismo de los cortesanos, Chávez añadía el poder intimidante de una cámara de televisión clavada sobre el semblante de la persona a quien pudiera ocurrírsele aludir directamente. Por ejemplo, con motivo de la primera reestructuración de la que fuera objeto la plana mayor de PDVSA, Chávez se dirigía al país desde el centro del estrado, mientras a su lado derecho observaba, entre otros, el recién nombrado Presidente de PDVSA, Roberto Mandini. Éste último no estaba conforme con el candidato que Chávez quería imponer en PDVSA Gas, Domingo Marsicobetre. Chávez forzó una transmisión televisada al país para informar acerca de la reestructuración de autoridades en PDVSA y, ante las cámaras de televisión dijo que todavía no había acuerdo respecto de quien dirigiría PDVSA Gas. “Hemos hablado de un nombre… ¿No es así, Mandini? Marsicobetre, ¿no?” El pobre Roberto Mandini, sabiéndose enfocado por la cámara, capituló allí mismo. Chávez le extrajo la designación de Marsicobetre a Mandini con el empleo implacable y descarado de su técnica de gobernar en corte televisada.

LOS MOTIVOS DE CHÁVEZ

Hugo Chávez gobierna con descaro. En sus comunicaciones siempre hay un reto a alguien, muchas veces de un modo muy directo. En su lenguaje, una propensión a la procacidad, un desprecio por las formas y el protocolo. Una significativa proporción del rechazo que Chávez provoca tiene que ver con el lado formal de sus expresiones, con su gesticulación, su imprudencia, su informalidad, con, en suma, su mala educación.

Sri Radhakrishnan descartaba como hipócritas las convenciones de Ginebra que prohíben el empleo de armas químicas mientras toleran que un pueblo entero sea arrasado con las llamas de bombas incendiarias. Eso equivale, decía, a criticar al lobo no porque se coma al cordero, sino porque no lo come con cubiertos. Hugo Chávez es un lobo inteligente que, adrede, no come con cubiertos. Siente placer en escandalizar a quienes no considera merecedores de reconocimiento social. Por esto desprecia las reglas de la urbanidad política.

Y es que Chávez es efectivamente un lobo. El lobo de Rubén Darío, el lobo de Gubbio, el lobo de San Francisco. Cuenta Darío en “Los motivos del lobo”, cómo es que la población de Gubbio era atacada por un lobo feroz, cebado sobre los rebaños y pastores del pueblo. Francisco de Asís pasaba por allí y recibió la queja y se fue a buscar al lobo en el campo. Al hallarlo lo increpó: “¿Es ley que tú vivas de horror y de muerte?” El lobo se justifica: “¡Es duro el invierno, y es horrible el hambre! En el bosque helado no hallé qué comer; y busqué el ganado, y en veces comí ganado y pastor. ¿La sangre? Yo vi más de un cazador sobre su caballo, llevando el azor al puño; o correr tras el jabalí, el oso o el ciervo; y a más de uno vi mancharse de sangre, herir, torturar, de las roncas trompas al sordo clamor, a los animales de Nuestro Señor. Y no era por hambre, que iban a cazar”.

La mansedumbre de Francisco se impone al cabo sobre tal argumentación, y tiene la palabra del lobo de que ya no asaltará pastor y ganado a cambio de ser mantenido por los habitantes de Gubbio. La cosa funciona por un tiempo. Hasta que Francisco se va del pueblo y regresa un tiempo después. Al entrar consigue el terror en los habitantes: el lobo ha vuelto a las andadas, sólo que con mayor ferocidad.

De nuevo emprende Francisco el camino de la fiera. De nuevo la encuentra y le enrostra sus crímenes. Pero esta vez no convencerá al lobo. Éste le dice: “Hermano Francisco, no te acerques mucho… Yo estaba tranquilo allá en el convento; al pueblo salía, y si algo me daban estaba contento y manso comía. Mas empecé a ver que en todas las casas estaban la Envidia, la Saña, la Ira, y en todos los rostros ardían las brasas de odio, de lujuria, de infamia y mentira. Hermanos a hermanos hacían la guerra, perdían los débiles, ganaban los malos, hembra y macho eran como perro y perra, y un buen día todos me dieron de palos. Me vieron humilde, lamía las manos y los pies. Seguía tus sagradas leyes, todas las criaturas eran mis hermanos: los hermanos hombres, los hermanos bueyes, hermanas estrellas y hermanos gusanos. Y así, me apalearon y me echaron fuera. Y su risa fue como un agua hirviente, y entre mis entrañas revivió la fiera, y me sentí lobo malo de repente; mas siempre mejor que esa mala gente. y recomencé a luchar aquí, a me defender y a me alimentar. Como el oso hace, como el jabalí, que para vivir tienen que matar. Déjame en el monte, déjame en el risco, déjame existir en mi libertad, vete a tu convento, hermano Francisco, sigue tu camino y tu santidad”.

Chávez no fue a un convento, sino a un cuartel. Y cuando salía de él veía cosas: la miseria de la gente, su sufrimiento, la impunidad, el peculado, la irresponsabilidad. Y así se convirtió en lobo escarmentado que no sabe creer en quienes supone responsables del estado de cosas en Venezuela. Largos años maduró su amargura y su rabia. ¿No era Eduardo Fernández quien solía decir que el pueblo estaba bravo desde antes del 27 y 28 de febrero de 1989? ¿Por qué sorprenderse ahora de la virulencia del chavismo?

El presidente Chávez, en tanto operador político, pertenece a la escuela quirúrgica. Él cree que las soluciones públicas en Venezuela deben ser, por fuerza, agresivas, invasivas, traumáticas, y siente una especial vocación por aplicarlas. Chávez es un cirujano político, y como tal cirujano procura controlar totalmente al paciente. Anestesiado, si posible. Como con sus cadenas totales. Chávez quiere controlar al país.

La primera versión del decreto para el referéndum que daría origen a la Constituyente de 1999 es emblemática en materia de tentaciones totalitarias. La redacción estipulaba que los venezolanos depositaríamos en las manos de Chávez un cheque en blanco para que él determinase a su antojo todo lo concerniente al referéndum. Era tan evidente la formulación autoritaria que, aun cuando para los momentos se encontraba en su momento de mayor poder, tuvo que modificarse la redacción.

De hecho, hay una “falla de origen” en todo el periplo político de Hugo Chávez. Su primera incursión en lo político con la asonada del 4 de febrero de 1992 fue, a todas luces, un claro abuso de poder. No hay duda de que a mediados de 1991 se percibía en Venezuela un generalizado rechazo al gobierno y la figura de Carlos Andrés Pérez. Pero el alzamiento protagonizado por Hugo Chávez Frías y Francisco Arias Cárdenas no puede ser justificado.

En una entrevista de 1994 a la revista Newsweek, Chávez afirmó que el Artículo 250 de la Constitución de 1961 le obligaba prácticamente a rebelarse. Muchos han visto en este peculiar artículo del texto constitucional del 61 una formulación del llamado “derecho de rebelión”, puesto que afirma que ante una suspensión de la vigencia del mismo todo venezolano tendrá el deber de procurar su restablecimiento con el empleo de los medios a su alcance. Pero Carlos Andrés Pérez, con todo lo nefasto que haya podido ser su gobierno, con toda la corrupción que era visible bajo su mando, nunca suspendió la vigencia de la Constitución.

El derecho de rebelión se encuentra claramente formulado en la sección tercera de la Declaración de Derechos de Virginia, importante documento de la historia política norteamericana que precedió por tres semanas, e influyó en la construcción, de su Declaración de Independencia de 1776.  Esta sección afirma: “…cuando cualquier gobierno resultare inadecuado o contrario a estos propósitos—el beneficio común y la protección y la seguridad del pueblo, la nación o la comunidad—una mayoría de la comunidad tendrá un derecho indubitable, inalienable e irrevocable de reformarlo, alterarlo o abolirlo, del modo como sea considerado más conducente a la prosperidad pública”.

La clave de ese derecho es que su sujeto es una mayoría de la comunidad. Nada justificaba, entonces, que un grupo de oficiales conspiradores se arrogara la titularidad del mismo y decidiera aplicar remedios violentos a la preocupante situación nacional a las alturas de 1991. La aplicación de un protocolo quirúrgico fue un incuestionable abuso de poder, sobre todo cuando la mayoría de los venezolanos se había manifestado consistentemente contraria a salidas de fuerza en toda consulta de opinión desde 1958 hasta 1991.

MANIPULACIÓN PSICO-HISTÓRICA

Así como Henrique Salas Römer pretendía, con sus cabalgatas por los campos de Carabobo, asociar su imagen a las gestas independentistas de Venezuela, así también, y en mucho mayor grado, Hugo Chávez ha empleado con pertinaz eficacia comunicacional la figura de Simón Bolívar para justificar su planteamiento político. Desde la denominación de su organización original—Movimiento Bolivariano Revolucionario 200, llamado así porque se constituyó en 1983, en el bicentenario del nacimiento del prócer—hasta su imposición de un nuevo nombre oficial para la República de Venezuela, pasando por la formación de unos “círculos bolivarianos” y el traslado de un retrato de Bolívar hasta Madrid para declarar a la prensa en un hotel frente a su efigie, Hugo Chávez ha hecho de la figura bolivariana un recurso propagandístico de grave irresponsabilidad. Si en la psiquis venezolana Bolívar representa una figura paterna venerada, irreprochable, casi sagrada, la asociación de las ejecutorias de Chávez con el Libertador equivale a santificarlas y  a equiparar cualquier oposición en su contra con posturas antibolivarianas.

En una primera instancia, la Constituyente de 1999 preservó la formulación tradicional del nombre de la República, pero Chávez insistió y se salió con la suya, sin que valieran las argumentaciones en contra, que incluían el hecho del enorme costo implicado en el cambio de denominación en papelería pública de toda especie.

Pero ¿es sólo un hecho propagandístico la afiliación bolivariana de Chávez, o es su insistencia en Bolívar la señal de una intención ulterior?

Martín Luther King hizo famosa la frase “Yo tengo un sueño”. Chávez sueña, igualmente, pero en su caso el ámbito de su ensoñación se extiende a la constitución de un Estado bolivariano más amplio, que en su versión más escueta estaría conformado por los países de la Comunidad Andina, los países libertados por Bolívar, y que en su perímetro máximo se extiende a toda América Latina.

Si se combina esta versión onírica de sus metas políticas –gobernar sobre toda la extensión de los países bolivarianos– con el resto de sus convicciones, es posible explicar el significado de sus actos. Chávez cree que la situación social en Venezuela y la mayor parte de América Latina se debe a que una clase pudiente, la oligarquía criolla, prácticamente roba a los pobladores pobres de una riqueza fundamental que debiera bastar para todos. Para él, que insistentemente se refirió a las “cúpulas podridas” de la democracia venezolana como responsables del atraso venezolano, la figura de Andrés Pastrana, por poner un caso, debe ser incluida dentro de la misma descripción. Sería entonces una labor meritoria la de reventar el dominio de tales cúpulas en toda América Latina y, en particular, en el área de los países bolivarianos. De allí que su postura ante las FARC colombianas sea benevolente en público y decididamente cooperativa de modo encubierto. Las FARC y el ELN serían expresión de un pueblo sojuzgado por las corrompidas cúpulas de poder en Colombia, y en ese sentido intrínsecamente meritorias.

Por otra parte, el lobo escarmentado que es Chávez tiene una visión francamente negativa respecto del poder de los Estados Unidos, la que se inscribe dentro de una teoría de la dominación que hace unas década era casi general para el liderazgo político en América Latina y Venezuela. En esto no difiere de Rómulo Betancourt o de Rafael Caldera, o de Carlos Andrés Pérez en su primer gobierno. Es noción muy difundida en América Latina que los Estados Unidos, a los que hay que acreditar una larga serie de intervenciones en nuestro continente cada vez que algún gobierno o líder no estuviese alineado con sus intereses, ha sostenido una política de dominación hacia nuestros países.

No le falta razón. Es casi automático que una potencia como la norteamericana—así lo ha sido en toda época histórica—intente ejercer el predominio sobre lo que considera sus áreas de influencia. Si Venezuela tuviera los recursos y la posición de los Estados Unidos, seguramente se comportaría de modo muy similar a éstos. Es por esto, por tanto, que Chávez insiste en una concepción multipolar para el gobierno del planeta.

De nuevo, no es sólo Chávez quien piensa así. En un mundo en el que existe algo como China, o Rusia, o la Comunidad Europea, o conjuntos geopolíticos como los del Pacífico, hay una resistencia natural a la imposición de una hegemonía norteamericana. El problema es que Chávez, al oponerse a tal hegemonía, como el lobo de Radhakrishnan, se come el cordero sin cubiertos. El problema con Chávez, en ese punto, es que afirma sus ideas al tiempo que rompe protocolos y las reglas de la urbanidad diplomática. El ministro de asuntos exteriores de Francia puede decir cosas similares a las que Chávez opina en materia de relaciones internacionales, sin generar rechazo.

A fines del año 2000, por ejemplo, Chávez abogó por la inclusión del concepto de “democracia participativa” en una declaración de presidentes de América reunidos en Québec. Fue el único presidente que insistió en el punto. Los analistas venezolanos, en su mayoría, interpretaron esto como signo del “aislamiento” de Venezuela en el concierto de las naciones americanas. Pero si John Naisbitt, en su libro Megatendencias, afirmaba la “muerte” de la democracia representativa y el advenimiento de una democracia participativa en la década de los 70 como una de sus principales predicciones, tal declaración era aceptada y aplaudida por los más conservadores. En buena medida, por tanto, se trata de la manera empleada por Chávez para vocear sus convicciones.

Claro, más allá de eso debe considerarse que Hugo Chávez no es un actor político de profunda convicción democrática.

DIME CON QUIÉN ANDAS

Chávez tiene constantemente en mente que cuando habla en un escenario como el de las Naciones Unidas, o el de una cumbre importante, su audiencia no es la de los mandatarios que puedan encontrarse presentes en cada acto. Chávez se dirige a una audiencia global, a los proletarios de todas partes. Cuando emite las irritantes señales que violentan lo convencional, el orden establecido, lo hace pensando en audiencias empobrecidas.

Pero no hay duda de que tiene preferencias muy marcadas por gobiernos y gobernantes autoritarios. Compara a la “revolución venezolana” con la Revolución China de Mao, se complace en romper el tácito acuerdo internacional de aislar a Saddam Hussein, en visitar a Kadafi, en establecer una relación privilegiada con Fidel Castro.

Si Chávez fuera persona de discurso consistente, debiera caer en cuenta que su defensa de la Constitución de 1999 debiera igualmente llevarle a exigir a Castro la democratización de Cuba. De allí que su retórica sea numerosamente contradictoria.

Las preferencias de Chávez por Estados, gobernantes y figuras habitualmente rechazadas por la mayoría de las naciones, se pusieron de manifiesto a escasas semanas de su asunción al poder en Venezuela. Un cruce de correspondencia amistosa con Illich Ramírez Sánchez, terrorista más conocido por su cognomento habitual de “Carlos el Chacal”, puso en evidencia que no encontraba demasiados motivos para rechazar las ejecutorias de este último.

Chávez tiene una percepción épica de la política y de su propia figura. Todo lo que emprende, entiende él, reviste dimensiones “históricas”. Y siendo hombre militar, tiene la tendencia a equiparar lo importante en política con gestas de guerra. Así lo revela todo su discurso. Lo importante es el combate, las gestas heroicas antes que las civilizatorias. Y él se percibe como hombre providencial, encargado por el espíritu de Bolívar para completar su obra.

De este modo prefiere las revoluciones, las guerras, las rebeliones, los cataclismos políticos. El período de Chávez ha implicado la inversión de la interpretación estándar según la cual Fidel Castro fue un enemigo de Venezuela que financió guerrillas venezolanas que buscaban destruir el esquema político originado en el Pacto de Punto Fijo. Las figuras antaño censurables, como nuestros guerrilleros de los 60, han pasado a ser objeto de veneración estimulada en repetidos actos de homenaje y reivindicación.

Y la gesta que requeriría un mayor esfuerzo de reivindicación es, justamente, la del 4 de febrero de 1992 que él protagonizó. Cuando rechaza, por razones de índole constitucional, el golpe de Estado del que Pedro Carmona Estanga fue mascarón de proa, pareciera no percatarse de que idéntica argumentación puede ser opuesta a su intentona de 1992. Pero en su lógica revolucionaria, que le provee una lógica acomodaticia, el acto insurreccional del 4 de febrero es por completo reivindicable.

Yehezkel Dror, experto mundial en la generación científica de políticas (policy sciences) y reiterado visitante de Venezuela en las décadas de los 70 y los 80, escribió una importante obra en torno al problema de gobernantes y actores políticos anómalos, Crazy States, en la que analizaba los rasgos y conductas de personajes como Idi Amin Dada o Muammar Kadafi y de movimientos como el del Ejército Revolucionario Irlandés y otros de corte terrorista. Éstos son los rasgos que, al parecer de Dror (1975), definían un crazy state, un Estado desquiciado:

1. Metas que son muy agresivas en contra de terceros;

2. Compromiso profundo e intenso con tales metas con disposición a pagar un alto precio por su logro y propensión a aceptar altos riesgos;

3. Sensación de superioridad ante una moralidad convencional y las reglas aceptadas del comportamiento internacional, con disposición a ser convencionalmente inmoral e ilegal en nombre de “valores superiores”;

4. Capacidad para comportarse lógicamente dentro de los paradigmas precedentes;

5. Acciones externas que causan impacto sobre la realidad, las que incluyen el empleo de símbolos y amenazas.

El esquema de Dror parece haber sido hecho a partir de una descripción del gobierno de Chávez. El Estado venezolano, bajo la conducción de Hugo Chávez, corresponde perfectamente a su caracterización de crazy state. Sobre todo porque los gobiernos por los que siente especial preferencia son muy parecidos al suyo.

LA HERENCIA DE CHÁVEZ

En su trilogía de ciencia ficción, Foundation, una milenaria saga galáctica de civilización y decadencia, Isaac Asimov describe una etapa en la lucha por el poder dentro del Imperio de Trantor en la que un mutante inesperado asume el control de una importante zona de la galaxia. El personaje es un militar, un guerrero autoritario e implacable que se rige por un código de conducta que pareciera escrito por Hugo Chávez. Al final, su aventura concluye con su derrota, luego de un lapso más bien breve durante el que disfruta del poder total. Se le conoce con el apodo de “El Mulo”, que alude tanto a su condición de híbrido mutante como a su esterilidad. El Mulo no puede dejar descendencia.

Hugo Chávez no tendrá sucesor que se le parezca. Su nivel de delirio es único e irrepetible. Pero sí dejará una impronta en la sociedad y la política venezolanas. El proceso político nacional ya no será el mismo. Tuvo que venir Chávez—pareciera—para que dos instituciones en principio inmiscibles, como lo son Fedecámaras y la CTV, lograran acordarse, de la mano de la Universidad Católica Andrés Bello, en que la pobreza es el principal problema de Venezuela. El 5 de marzo de este año Pedro Carmona Estanga y Carlos Ortega firmaban, en representación de sus respectivas organizaciones y con el padre Luis Ugalde, Rector de la UCAB, como testigo que de algún modo representaba a la Iglesia católica venezolana, un documento que pretendió ser la base de un “acuerdo nacional” y que comenzaba con el descubrimiento de que la pobreza existía. En palabras de Jesús Urbieta, Director del Instituto Nacional de Estudios Sindicales, la principal meta del acuerdo era: “La superación de la pobreza cuya gravedad afecta no sólo a sus víctimas sino también al resto del país, debe ser vista con un propósito decidido: El principal objetivo y el sello moral del compromiso de toda la república”. (www.acuerdonacional.com)

Claro que el acto en sí no parecía condecirse con el problema mismo que se decía querer enfrentar, al celebrarse en el más emblemático sitio de la afluencia y el boato caraqueño: la quinta La Esmeralda, escenario insistente de las más fastuosas entre las celebraciones de la alta sociedad. Por otra parte, se dejó colar la interpretación de que las bases propuestas para el acuerdo venían a serlo de un tal “pacto de gobernabilidad”, que operaría una vez que se produjese la salida de Hugo Chávez del poder. Así lo vitoreaban los asistentes al acto del lanzamiento del pacto el que, en intención hecha explícita, estaría completamente dibujado para el mes de octubre de este año. Eso, al menos, era la meta antes de los acontecimientos del 11 de abril y los días sucesivos, cuando uno de los protagonistas principales, Pedro Carmona, desempeñaría un triste papel, mientras el Cardenal Velasco tendría dudosísima participación y la CTV lograra zafarse en el último minuto, no sin astucia, de la muy comprometida posición a la que parecía destinada.

Mucho se ha dicho que Chávez ha sido el gran aglutinante de la oposición, y algunos comentaristas extienden este benéfico efecto hasta los confines de la “sociedad civil”. Pero lo cierto es que el efecto neto de Chávez ha sido divisivo. No en balde el segundo objetivo del acuerdo Fedecámaras-CTV rezaba: “Queremos una sociedad unida e inclusiva”. Esto es, el diagnóstico revelaba con alarma la existencia de una profunda división de la sociedad venezolana: de un lado, la mayoritaria masa empobrecida; del otro, el “escuálido” segmento favorecido con recursos y afluencia. No hay nada nuevo en este diagnóstico. Cuando Lech Walesa llegó a Caracas para asistir a la toma de posesión de Carlos Andrés Pérez en 1989, observó, como primera cosa que vino a su mente tras el recorrido de la autopista desde el aeropuerto, que en su opinión Venezuela era en realidad no uno sino dos países. Le había bastado ver los cerros tapizados de ranchos a la entrada de nuestra capital. El nuevo elemento, en realidad, es la prédica de lucha de clases que Chávez ha introducido. Es ésta la división que el acuerdo Fedecámaras-CTV denuncia como peligrosa.

Por cierto que Walesa ostenta rasgos que Chávez exhibe. En reciente entrevista para el diario La Nación de Buenos Aires declaraba: “Sirvo más para la revolución que para la democracia”, y la periodista destacaba cómo es que el líder polaco “está lejos de hacer gala de la elegancia o del lenguaje políticamente correcto que a sus pares les surge casi naturalmente. Podrá vestirse de traje azul marino y llevar en la muñeca un reloj de oro, pero sus gestos y modales son los mismos que cuando se calzaba el overall de los astilleros y de su solapa aún pende la muy polaca imagen de la Virgen Negra… El polaco es un pueblo sofisticado que se muere por entrar en el primer mundo de la Unión Europea. El estilo paisano de Walesa no es algo que quieren ver en la presidencia”.

Es la existencia de dos Venezuelas, evidente a los ojos del visitante ocasional como Walesa, presente en innumerables discursos electorales, problema irresuelto del país, lo que pasa con Chávez a primer plano, sin que tampoco él tenga solución eficaz.

Chávez, entonces, no ha traído ninguna gran innovación a la política venezolana. Sus paradigmas políticos distan mucho de la modernidad, y son una mezcla cacofónica de autores que pertenecen a un pasado histórico en gran medida irrelevante. Ya no hace tanta referencia a Simón Rodríguez, por ejemplo, pero antes era éste patrono predilecto de su personal santuario: Bolívar, Zamora, Maisanta (porque era guerrero y era su antepasado), Rodríguez. Tanta referencia al pasado le habría merecido una reconvención del maestro del Libertador. En la frase más citada de Simón Rodríguez se advierte: “O inventamos o erramos”. Y evidentemente no es inventar la fijación con el pasado.

Lo que no obsta para reconocer que ciertas presencias antaño desconocidas se han hecho realidad con el gobierno de Chávez. La indígena, por ejemplo, aunque en este caso es más probable que tenga más que ver con su concepción geopolítica, teñida por su propio nacimiento llanero, con su obsesión por el Apure y el Orinoco, cacareado “eje estratégico” que no se ha materializado en nada concreto.

Pero buena parte de la “revolución” de Chávez es puramente terminológica. Cree que es un gran logro decir Tribunal Supremo de Justicia en lugar de Corte Suprema, o Asamblea Nacional en vez de Congreso de la República, o República Bolivariana en sustitución de República a secas. Sus soluciones son superficiales, episódicas, demagógicas: el Banco del Pueblo, el Correo del Presidente (periódico rápidamente fenecido, luego de considerable dilapidación de recursos), el Plan Bolívar 2000. Elegido en gran medida, como otrora Luis Herrera Campíns, al proyectarse como paladín de una cruzada contra la corrupción, no ha logrado otra cosa que hacerla más grande y más impune.

En el fondo, Hugo Chávez no es otra cosa que la exacerbación del mismo modelo agotado de la política “realista”, esa Realpolitik predominante en Venezuela, idea según la cual la política consiste en obtener el poder, acrecentarlo e impedir, por cualquier medio, que el adversario se haga con el poder. Él lo ha dicho, al comparar innumerables veces el ejercicio político con el de la guerra. En esto tampoco es un innovador, pues ya Caldera se ubicaba alguna vez en las “arenas de la lucha política”, y Pérez se definía como “luchador político” y los miembros del Movimiento Electoral del Pueblo se saludan, no como compañeros o camaradas, sino como “combatientes”.

Al emerger como una última consecuencia de esta conceptualización, Chávez soslaya, de nuevo, la solución de los problemas públicos. Ni la pobreza, ni la inseguridad, ni el desempleo, ni la dependencia excesiva del petróleo, han moderado significativamente sus efectos negativos sobre Venezuela durante la jefatura de Chávez.

Pero Chávez representa la exigencia, ahora locuaz y amenazante, de los pobres venezolanos, y ha tenido éxito en articular un discurso falaz pero persuasivo. Es por tal razón que la oposición a Chávez, expresada tan sólo como negación de Chávez, se ha revelado como particularmente ineficaz. La oposición a Chávez que tendría éxito sería una superposición, un trascenderlo, un ir más allá de él, con modernidad y sensatez, con ciencia del gobierno, hacia la invención política que el país requiere. No es comportándose como perros que ladran tras el automóvil como será posible superar a Chávez –un Savonarola, un Robespierre, un McCarthy o un Hitler como los que surgen de cuando en cuando en el seno de las mejores repúblicas—que, demagogo como ellos, es el resultado irracional e intenso de un largo proceso de deterioro. A Chávez lo inventó la “Cuarta República”.

No fue Rafael Caldera quien lo inventó, por más que se atribuye a su sobreseimiento de la causa que se seguía a Chávez y sus compañeros de febrero por el delito de rebelión, su “inevitable” triunfo en 1998. Al año siguiente de la liberación de Chávez Frías se inscribe una plancha del MBR en las elecciones estudiantiles de la Universidad Central de Venezuela, tradicional bastión izquierdista. La susodicha plancha llegó de última. Y la candidatura de Chávez Frías, un año antes de las elecciones de 1998 y cuatro años después del sobreseimiento, no llegaba siquiera a un 10%. La “culpa” de que Chávez Frías sea ahora el Presidente de la República debe achacarse a los actores políticos no gubernamentales que no fueron capaces de oponerle un candidato substancioso y que escenificaron vergonzosas maniobras electoreras a lo largo del año electoral. Salas Römer perdió porque no era el hombre que podía con Chávez, y ninguna elaboración o explicación podrá ocultar ese hecho.

Caldera sí fue responsable, en cambio, de no haber gestado él mismo la celebración de una Asamblea Constituyente, que de algún modo prometió en su programa de gobierno de 1993 (Carta de Intención con el Pueblo de Venezuela). Varias proposiciones se le hicieron llegar, por varios conductos, en torno al tema. Todas fueron desechadas por él.

Bastante antes de 1998 era evidente que la arquitectura del Estado venezolano, su “sistema operativo” –para usar un concepto análogo del ámbito de la computación– debía ser profundamente renovado. Caldera, que había sido uno de los padres de la Constitución de 1961, hubiera podido convocar una Constituyente menos demagógica que la que finalmente tuvo lugar en 1999. Para mal de los venezolanos, y a pesar de que sobre otra materia llegó a amenazar con convocar a referéndum, jamás produjo la convocatoria necesaria.

En cambio, entre quienes correctamente percibían la peligrosidad de Chávez a la altura de la campaña electoral de 1998, hubo quienes creyeron que combatiendo su bandera constituyente restarían a sus posibilidades de triunfo. Fue así como una costosa campaña publicitaria, presentada en televisión por la ficticia asociación que llevó por nombre “La Gente es el Cambio”, saturó los canales de televisión privados con innumerables cuñas transmitidas en horario estelar, las que aseguraban que una Constituyente equivalía a un desastre. Cuando el habitante del 23 de Enero llegó a observar la quincuagésima séptima cuña ha debido sospechar: “Ésta no es la gente; ésta es la gente con mucho real. ¿Por qué la gente con mucho real se opone a la Constituyente?” La campaña en cuestión fue un clásico tiro por la culata que contribuyó a potenciar el arraigo popular de la candidatura de Chávez. Es así como la herencia de Chávez es la herencia patológica de la democracia venezolana en su fase de agravamiento definitivo.

LA OPOSICIÓN

Como apuntábamos arriba, la oposición a Chávez se ha caracterizado, la mayor parte del tiempo, por ser notablemente ineficaz.

Al comienzo del mandato de Chávez, y al menos hasta diciembre de 2001—hasta el paro empresarial del 10 de diciembre—el temor caracterizó el estado anímico general de quienes le adversaban. No es sino poco después del acto megaterrorista del 11 de septiembre de 2001 cuando se evidencia una caída importante en la popularidad del Presidente de Venezuela según es medida en las encuestas de opinión. No se entendió mucho, por ejemplo, y pareció mayormente inconsecuente, el largo viaje que emprendió por 11 países poco después del ataque a las torres del World Trade Center neoyorquino.

A su llegada de este largo y costoso periplo arreció marcadamente su ya largo asedio a los medios de comunicación venezolanos. Molesto porque se había reportado su imprudente alusión a la presunta venta del voto absolutorio de Carlos Andrés Pérez por parte de José Vicente Rangel durante el examen del caso del Sierra Nevada en 1979—“¿Cuánto habrá costado ese voto?”, preguntaba Chávez en Londres en intervención que fue teledifundida—la emprendió de modo preferente contra el diario El Nacional y su editor, Miguel Henrique Otero, a pesar de que el hecho había sido registrado por otros medios de comunicación. Poco después excitaba, desde su programa dominical de radio, a ejercer presión contra el periódico. Días más tarde la inefable Lina Ron lideraba un piquete de amedrentamiento hasta las puertas del diario, en obvio acto intimidatorio carente de toda espontaneidad.

La aprobación apresurada, a punto de vencerse el plazo de habilitación concedido por una servil Asamblea Nacional, de 49 leyes de polémico e inconsulto contenido, determinó que Fedecámaras, organismo de suyo contemporizador y poco dado a posturas agresivas, decidiera marcar con un paro empresarial, al que se sumó el apoyo de la Confederación de Trabajadores de Venezuela, su total inconformidad con el procedimiento. El paro del 10 de diciembre de 2001, exitoso a todas luces, constituyó un hito psicológico de primera magnitud. Comenzaba a perdérsele el miedo a Hugo Chávez.

Pero antes de este evento notable, indudable pivote con el que la oposición a Chávez cambió sus expectativas de casi resignación a una eternidad con Chávez—“Estaré hasta el 2021”—por los primeros atisbos de triunfo, los opositores al alocado e irresponsable régimen no atinaban a encontrar estrategias eficaces.

De hecho, hubo errores verdaderamente desquiciados, como cuando el Cardenal Velasco insinuó en un sermón en la Catedral de Caracas que las inundaciones de diciembre de 1999 eran un castigo de Dios a la soberbia presidencial, o como cuando Henrique Salas Römer y su partido procuraron exaltar, como “astuta” contraposición al 4 de febrero de 1992, y con misa catedralicia y ofrenda floral a la estatua ecuestre de Bolívar, las luctuosas fechas del 27 y 28 de febrero de 1989. Según artículo de prensa firmado por Salas, el “Caracazo” había sido, en contraste con el levantamiento sectario de Chávez y Arias Cárdenas, ¡un evento democrático que sólo era comparable a la caída del Muro de Berlín y los acontecimientos de la plaza de Tiananmén!

Para las elecciones de 2000, aparentemente necesarias como relegitimación dentro de un nuevo marco constitucional, la oposición fue incapaz de oponer a Chávez nadie mejor que Francisco Arias Cárdenas, otro golpista de 1992, con la esperanza de que en política, como en carpintería, nada sería más eficaz que una cuña del mismo palo, a pesar de que de ese modo se absolvía la culpa indudable de la criminal insurrección del 4 de febrero.

Después de estas elecciones, en las que Chávez ganó con la mayor facilidad ante el gris y poco carismático Arias Cárdenas, la oposición volvió a caer en el estupor. Sólo quedaba esperar que Chávez cavara su propia fosa. Entretanto, las esperanzas se cifraban en quien fuese que emergiera como opositor, así fuese alguien que hubiera tenido responsabilidad destacada en la llegada de Chávez a Miraflores. Así ocurrió con Alfredo Peña, atrabiliario Alcalde Metropolitano electo con votos de Chávez, a fines de 2001 y principios de 2002, y antes y también después con la figura de Luis Miquilena, artífice de las victorias electorales de Chávez, quien había preguntado alguna vez: “¿La sociedad civil? ¿Con qué se come eso?”

Fue justamente esa incomible “sociedad civil” la que produciría las condiciones que llevaron al derrocamiento momentáneo de Chávez el 11 de abril de 2002.

La sociedad civil o, más propiamente, las más activas entre las organizaciones no gubernamentales que no formaban parte del diseño chavista, habían marcado algunos logros tempranos en el largo proceso de oposición al gobierno de la “Quinta República”. Elías Santana y Liliana Hernández, las cabezas visibles de “Queremos Elegir” y “Cofavic” (Comité de Familiares de las Víctimas del 27 y 28 de febrero) tuvieron éxito en producir la suspensión de las elecciones pautadas para el 28 de julio de 2000, en acción legal intentada ante el Tribunal Supremo de Justicia. Poco después Santana fue aludido directamente por Chávez en un “Aló Presidente”, luego de lo cual aquél intentó infructuosamente ejercer un derecho a réplica que a nuestro juicio no le correspondía.

Al calor de estos hechos, y ante la obvia ineficacia de la convencional acción partidista, estos líderes y otros más comenzaron a arreciar su oposición y a establecer algunas instancias de coordinación.

Para estos fines contaron con el apoyo de los principales medios de comunicación, constantemente vapuleados por Chávez. Igualmente se les sumaba la Iglesia Católica, cuya jerarquía había sido también objeto de ataque público por parte del Presidente. No menos importantes, Fedecámaras y la CTV se ubicaban asimismo en franca oposición al gobierno. Esta última había protagonizado, antes del paro empresarial de diciembre, la primera derrota evidente del chavismo, cuando la plancha oficialista que encabezaba Aristóbulo Istúriz había recibido una verdadera paliza en las elecciones de la central de sindicatos.

Cada uno de estos sectores, el empresarial, el comunicacional, el sindical, el eclesiástico, el cívico, tenía algo que reclamar de modo directo, vilipendiados como habían sido por la verborrea agresiva e incesante de Hugo Chávez.

No podía faltar en el concierto opositor un sitio privilegiado para el estamento militar. El malestar en el seno de las fuerzas armadas (Fuerza Armada, en el prurito nominalista del chavismo) había ido in crescendo desde que el gobierno les había colocado en funciones ajenas a su función propia con la principal responsabilidad del Plan Bolívar 2000.

Pero también hacía mella profunda la dudosa relación del gobierno de Chávez con los movimientos guerrilleros colombianos, la presencia de asesores cubanos de seguridad, la figura de José Vicente Rangel como Ministro de Defensa, la distorsión de la meritocracia castrense en aras de un control “revolucionario” de los puestos clave de comando y el soborno y la corrupción de la oficialidad. Los militares venezolanos comenzaron a escuchar, insistentemente, peticiones cada vez más apremiantes de que interviniesen para asegurar la caída de Chávez.

Los militares resistieron el embate por largo tiempo. En general, argumentaban que el problema era esencialmente civil, que el voto civil había colocado a Chávez en la Presidencia de la República y que era la sociedad civil la que debía producir un inequívoco rechazo, el que a fines de 2001, a pesar de que las encuestas revelaban por primera vez una mayoría del país en oposición a Chávez, no era aún absolutamente convincente, Llegado el caso de una manifestación muy explícita, los militares podrían considerar la intervención. Con no poca razón, la oficialidad asediada consideraba que no era su función enderezar un entuerto que era propiedad de los civiles.

PRINCIPIOS DE AÑO

No fue sino hasta el mes de enero de 2002 cuando pudo cuajar la convicción de que Chávez era derrotable, de que su salida era posible aún antes de que venciera su período presidencial. La gran marcha del 23 de enero así lo demostró.

Chávez hizo todo lo posible por minimizar la significación de la marcha, hasta el 11 de abril la mayor manifestación pública escenificada en Venezuela. Desde prohibir el sobrevuelo de helicópteros como intento de impedir que los medios de comunicación pudieran mostrar su verdadera magnitud, hasta su mentira directa y patética al comparar el tamaño de la concentración opositora con el de la de sus partidarios. El país no cayó en el engaño, sin embargo, y todo el mundo supo que Chávez, por primera vez, había “perdido la calle”. Previamente había buscado negar la importancia de la efemérides, preguntando qué era lo que había que celebrar en esa fecha.

Casi un mes después, cuando quiso conmemorar, primero el 4 y luego el 27 de febrero—robándole la idea a Salas Römer—las cámaras de televisión mostraban a un Chávez acompañado de una rala asistencia que no llegaba a quinientas personas. Chávez, el otrora invencible guerrero de la boca suelta y actitud desafiante, comenzaba a dar lástima.

Los perros de presa de la oposición comenzaban a oler sangre.

También se había visto forzado a anunciar, el 12 de febrero, medidas de corte cambiario –una devaluación presentada como flotación del bolívar– y la realidad de un enorme déficit fiscal, ante el pertinaz descenso de los precios del petróleo. Como antes Pérez, como antes Caldera, la terca realidad económica le obligaba a una manipulación macroeconómica que golpeaba todavía más a una empobrecida población que sólo vivía de su “patriótico” circo bolivariano. El país daba ya por caído el régimen de Chávez. Sólo faltaba saber cuál sería la forma del desenlace definitivo. Como apuntamos, el anuncio de un “pacto de gobernabilidad” entre Fedecámaras, la CTV y, de alguna manera, la Iglesia Católica, era muestra de que todo temor había desaparecido.

Chávez procuró recuperar la eficacia de su táctica de amedrentamiento. Lina Ron tuvo éxito, con agresiones físicas que causaron heridos entre estudiantes y periodistas, en desordenar una marcha de protesta que pretendía salir desde los predios de la Universidad Central de Venezuela. La Fiscalía General de la República no tuvo más remedio que ordenar la detención de la violenta ciudadana, a quien Chávez ofrecía admirado reconocimiento de “luchadora social”. Cuando la OEA envió a su Relatoría de la Comisión de Derechos Humanos a investigar las agresiones a medios y periodistas, un peculiar personaje atacó a un camarógrafo de televisión, para aparecer poco después, atravesando por detrás de la figura de Diosdado Cabello, en un acto transmitido desde el propio Palacio de Miraflores. Y los defensores de Lina Ron amenazaban con juicios “populares” a connotados opositores, advirtiendo que si éstos no deponían su actitud pasarían de la categoría de “objetivos políticos” a la de “objetivos militares”. Cada uno de estos abusos sólo sirvió para una mayor solidez de la ola creciente de oposición.

Voces sensatas, que presentían la cesación del mandato de Chávez, y ante evidencias de que no pocos opinadores procuraban la salida de éste a como diera lugar—Cecilia Sosa, por ejemplo, declaraba que la deposición de Chávez no sería posible por medios “institucionales”, mientras Jorge Olavaria parecía equiparar derecho de rebelión y golpe de Estado—señalaban dos condiciones deseables para la transición: primera, que el término del gobierno se obtuviera por medios democráticos; segunda, que el fin de Chávez no significara la restauración de los viejos actores políticos, desplazados del poder por el experimento chavista.

ABRIL ROJO

El hilo conductor del cívico asalto final fue montado sobre el intento—revertido después—de someter a Petróleos de Venezuela a los designios de una Junta Directiva que violentó los tradicionales principios meritocráticos prevalecientes en nuestra industria petrolera. El irrespeto a tales principios, obviamente motivados por la voracidad financiera de un gobierno deficitario, produjo el insólito fenómeno de un cierre de filas de los empleados de PDVSA, incluido el personal obrero, y la solidaridad de la mayoría de la sociedad civil con una lucha inteligentemente planteada y manejada por dirigentes naturales de la llamada “nómina mayor”. El domingo 7 de abril, de la manera más insolente y llena de prepotencia, Hugo Chávez despedía públicamente, ante una corte radiofónica, a los más notorios entre esos líderes. La Confederación de Trabajadores de Venezuela convocó a paro general.

El 11 de abril se reunió la más gigantesca concentración humana que se haya visto en Venezuela en torno a las oficinas de PDVSA en Chuao. Un descomunal río de gente desbordaba la arteria vial de la autopista Francisco Fajardo. Personas de todas las edades y extracciones sociales se daban cita para protestar el atropello de la industria petrolera y exigir, a voz en cuello, como ya se había gritado el 23 de enero, la salida de Hugo Chávez de Miraflores. Confiado en su innegable y colosal fuerza, y estimulado por la consigna de los oradores de Chuao, que veían excedidas sus más optimistas expectativas, el inconmensurable río comenzó a desbordarse en dirección a ese palacio de gobierno. Por aclamación de unanimidad asombrosa, la mayoría aplastante del pueblo caraqueño, para asombro y terror de Chávez y sus secuaces, pedía que los militares se pronunciaran y sacaran al autócrata de la silla presidencial.

El grandioso movimiento encontró eco en todo el país. Maracaibo, Barquisimeto, Valencia, Puerto La Cruz, Margarita, las ciudades todas alojaban la unánime manifestación de repudio. Y el gobierno se aprestó a dar la batalla de Caracas. Freddy Bernal, el Karl Roehm del Hitler venezolano, comandó las huestes armadas, cuya presencia fue exigida por el Ministro de la Defensa, José Vicente Rangel. Si lo hubiera querido, la portentosa masa hubiera asolado las oficinas del ministro en la base aérea de La Carlota, aledaña al escenario de Chuao.

Luego los muertos. Muchos portaban chalecos que les hacían aparecer como fotógrafos de prensa. Asesinados a mansalva, con ventaja, con alevosía. La sociedad civil puso los mártires necesarios a una conspiración que, sordamente, se había solapado tras la pureza cívica de un movimiento inocente.

Semanas antes del sangriento día, un corpulento abogado trasmitía las seguridades que enviaba una “junta de emergencia nacional” a una reunión de caraqueños que habían descubierto su vocación por lo político en la lucha contra Chávez. Enardecido, con una bandera norteamericana prendida en la solapa, admitía que conspiraba junto con otros, que una junta de nueve miembros—cinco de los cuales serían civiles y el resto militares—ineluctablemente asumiría el poder en cuestión de días. Un editor rechazaba un artículo ofrecido a su revista en el que se exploraba caminos constitucionalmente compatibles, porque lo que iba a pasar era que “los factores reales de poder en Venezuela” depondrían a Chávez y luego darían “un maquillaje constitucional” a un golpe de Estado. Pedro Carmona Estanga emergería como el líder de un golpe cuyo blanco, antes que Hugo Chávez, depuesto por la presión de un pueblo, era este mismo pueblo, manipulado y utilizado por la sofisticación artera de operadores políticos que habían decidido la operación con bastante antelación.

Viajaron a los Estados Unidos para consultas, coordinaron calendarios, calibraron la temperatura creciente de la protesta popular, y estuvieron listos para el golpe de mano. Nada de esto sabían los que marcharon el 11 de abril. Nada sabrían hasta que la verdadera cara de los golpistas emergiera al día siguiente, 12 de abril de 2002.

LA JUSTIFICACIÓN AUSENTE

Cuando Daniel Romero, flamante y efímero Procurador General de Carmona Estanga, leyó la parte motiva del decreto de constitución del fugaz gobierno de este último, aludía incesantemente a la Constitución “de 1999”. Uno no se refiere a la Constitución de ese modo, a menos que ésta ya no rija el curso del Estado. Uno dice la Constitución vigente o, simplemente, la Constitución a secas.

La noche misma del 12 de diciembre Teodoro Petkoff dejaba traslucir su crítica al deforme decreto en entrevista televisada, y aventuraba la opinión de que detrás del mismo estaría la mano redactora de Allan Brewer Carías. Francamente, costaba trabajo intenso de imaginación pensar que Brewer Carías, innegable conocedor de la disciplina constitucional, pudiera estar metido en el asunto. Al lunes siguiente Brewer ofreció la explicación de que Carmona habría preferido una opinión jurídica distinta a la suya (la de Daniel Romero) y por tanto sólo pudo ofrecer “correcciones de estilo”. Es decir, al menos cohonestó la monstruosidad.

El 26 de julio de 2001 el abogado Oswaldo Paéz Pumar había sostenido, en conferencia dictada ante la asamblea de Fedecámaras que eligió a Pedro Carmona como su presidente, la peregrina idea de que la Constitución vigente en Venezuela era la promulgada en el año de 1961.

La estructura de su sofista argumento era la siguiente: el Artículo 250 de la Constitución del 61 establecía que ésta no perdería su vigencia si dejaba de ser observada por acto de fuerza o era “derogada por medio alguno distinto de los que ella misma dispone”. Comoquiera que la Constituyente de 1999 no era medio previsto por la Constitución del 61, ésta, a tenor de su Artículo 250, no habría perdido su vigencia. Paéz Pumar aseguraba, por otra parte, que “Randy” Brewer había acogido la validez de esta tesis.

El argumento es completamente falaz. La Constituyente de 1999 fue convocada por un poder supraconstitucional, el propio Poder Constituyente Originario, el pueblo de Venezuela pronunciado favorablemente en referéndum. A muchos abogados conservadores no les agrada la decisión de la Corte Suprema de Justicia del 19 de enero de 1999 que dio pie al referéndum que aprobó la convocatoria de la Asamblea Constituyente, y ciertamente tal sentencia no deja de mostrar una redacción a veces defectuosa. Pero su argumentación de fondo es ontológicamente correcta: el Poder Constituyente es un poder supraconstitucional.

Pero es que hay más. Situados en el plano meramente lógico que elige Paéz Pumar para desarrollar su argumento, hay que decir que la Constitución de 1961 ¡no dispone de absolutamente ningún medio para derogarla! Esto es, y en suma, el Artículo 250 de la Constitución de 1961 se refiere a algo que no existe.

En una rueda de prensa celebrada en Miraflores, con pocas horas de antelación a la trágica autojuramentación de Carmona Estanga, éste anunciaba la conformación de un “amplio Consejo Consultivo” de 35 miembros, y advertía, además, que la mayoría de los miembros de tal consejo estaba sentada alrededor de la mesa que presidía. Uno de los personajes sentados a la mesa era el abogado Oswaldo Páez Pumar.

Había logrado vender su sofisma. Ese mismo día había distribuido un correo electrónico—“Una idea para ayudar a la transición”—en el que insistía sobre el punto.

Habiendo aceptado la tesis de Paéz Pumar, Carmona Estanga había logrado la tranquilidad de espíritu con la que despachó de un plumazo, entre otras instituciones, a la Asamblea Nacional y al Tribunal Supremo de Justicia. Claro, lo que debía existir, en toda lógica, era el Congreso bicameral y la Corte Suprema de Justicia definida en la Constitución “vigente” de 1961. Carmona estaba, simplemente, suprimiendo órganos viciados de nulidad de origen.

No hubo, no obstante, la presencia de ánimo como para explicar la teoría. Bastó que Daniel Romero, persona ligadísima a la dañina figura de Carlos Andrés Pérez, leyera el esperpento jurídico con voz de arenga. (Romero, por cierto, apareció como “representante del ex presidente Carlos Andrés Pérez” en una página alojada en Internet que recogía la declaración final, del 5 de mayo de 1999, de una reunión del Centro Carter, reproducida en los documentos anexos a este análisis. Dicha página pudo obtenerse hasta el día 15 de abril de este año. A partir de esa fecha la página había desaparecido: “Page not found. This page may have been removed…etc.” Alguien está borrando sus huellas).

LA TRAICIÓN

Pedro Carmona Estanga traicionó sin escrúpulo la confianza de la sociedad venezolana, que había visto en él a uno de sus líderes. Al presidir un acto arbitrario como el de su autoproclamación y el del monstruoso decreto “constituyente” del 12 de abril, echó por tierra el enorme esfuerzo, regado con sangre, de la sociedad civil que había logrado el milagro político de deponer al autócrata de Sabaneta.

Al asociarse con siniestros personajes, al dar posición prominente al asistente y representante del peor de los políticos de la “Cuarta República”, Carlos Andrés Pérez, traicionó la voluntad de los venezolanos, que no queríamos la restauración de un pasado político vergonzante.

Al nombrar al contralmirante Molina Tamayo, oficial en situación de retiro, como Jefe de su Casa Militar, desconoció toda legalidad castrense.

Al permitir que Isaac Pérez Recao, persona ligada a él por intereses económicos, llevara voz cantante durante las reuniones preparatorias de su golpe de Estado y en las horas de la madrugada del 12 de abril en Fuerte Tiuna, vició la pureza del movimiento cívico que derrocó a Chávez.

Al aceptar ser sucesor de Chávez, con la ceguera de pretender sustituir negro por blanco, al furibundo denunciador de oligarquías por uno de los más destilados representantes de éstas, hizo inviable la transición que necesitábamos y que nos había costado tres años de desasosiego y un año de despertar.

Al hacer todo esto, Pedro Carmona Estanga dejó mal herido al hermoso movimiento venezolano de 2002, que había adquirido fuerza invencible y que ahora, por su culpa y la de los demás conspiradores que manipularon su inocencia, está teñido de sospecha.

La sociedad civil venezolana no tiene nada que agradecer a Pedro Carmona Estanga. Por lo contrario, tiene mucho que reclamarle y cobrarle. El no es nuestro líder. Menos ahora, que abandona la escena en procura de su seguridad individual, mientras el resto de los venezolanos debe continuar sufriendo los despropósitos de Hugo Chávez.

Chávez ha significado el más crudo y acelerado de los aprendizajes políticos para los venezolanos. Pedro Carmona, esperemos, representa para nosotros la pérdida definitiva de la inocencia más desprevenida.

LAS SALIDAS

El gobierno de Hugo Chávez es más inviable que nunca. Sus mentiras son evidentes. Su ineptitud es obvia. Su torcida intención completamente visible.

A pesar de esto, no deja de tener razón cuando observa que la oposición que ha generado no ha logrado resolver dos problemas cruciales.

En primer término, tal cómo decía Carlos Andrés Pérez en 1991, ante la general crítica a su “paquete” de la época, Chávez enrostra a la oposición la ausencia de un esquema alternativo de gobierno. Mal que bien, obsoleto, ineficaz, destructivo, Chávez ha logrado articular un catecismo simplista que todavía inspira sólida fe en muchos venezolanos. ¿Dónde está el esquema que lo supere?

En segundo lugar, no hay contrafigura que le haga suficiente contrapeso. Cada cierto tiempo la superficial y urgida angustia por suplantarlo, pone su esperanza en algún protagonista momentáneo: Alfredo Peña, el coronel Soto, el general Lameda, por mencionar unos pocos nombres.

El problema es que proyecto y figura no son, no pueden ser en este momento, cosas separadas. El proyecto debe estar encarnado, como lo ha sido con Chávez, en una persona concreta.

Las élites de poder en Venezuela, eso que aquel aludido editor llama “los factores reales de poder” se han venido equivocando consistentemente al escoger al líder objeto de sus preferencias y receptor de sus recursos.

Son ellas las primeras llamadas a destilar, sin indebida y desesperada prisa, el aprendizaje que la tragedia de abril, a un costo enorme, nos ha proporcionado. Como Diógenes, que buscaba hombres a la luz de su linterna, debe escrutar entre las muchas figuras posibles, hasta dar con el líder indicado, para luego ofrecerle el apoyo que hará viable la aventura de curar a la sociedad venezolana.

Hay sitios donde no deberán buscar. No van a encontrar la figura competente, por ejemplo, en los viejos partidos, que todavía no han podido ofrecer demostración convincente de que han rectificado a fondo sus conductas, las verdaderas causas del chavismo. A lo mejor encontrarán al indicado en un joven como Arturo, que supo extraer la misteriosa espada de la piedra en la que se hallaba incrustada. Las élites de poder, los “factores reales de poder” debieran declararse abiertos a la sorpresa.

Por ahora hay un incipiente consenso sobre el expediente de una enmienda constitucional ad hoc que resuelva la urgencia de la salida de Chávez. Por ahora hay la posibilidad creciente de un enjuiciamiento de Hugo Chávez Frías. Pero por ahora coexiste en paralelo, también, la fracasada y equivocadísima avenida de una nueva insurrección militar.

Es de suprema importancia que tales élites, o algunos de sus miembros más diligentes y desesperados, puedan eludir la tentación de tan estúpida atractriz. La solución al autoritarismo no es otra que la democracia. LEA

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Un tratamiento al problema de la calidad de la educación superior no vocacional en Venezuela

El quadrivium: los estudios generales del Medioevo

 

INTRODUCCIÓN

 

Si nos preguntamos qué es lo que causa y condiciona el buen gobierno en todos sus sentidos, desde el más humilde hasta el más exaltado, encontraremos que la causa principal entre todas, aquella que trasciende a todas las demás, no es otra cosa que las cualidades de los seres humanos que componen la sociedad sobre la que el gobierno es ejercido… Siendo, por tanto, el primer elemento del buen gobierno la virtud y la inteligencia de los seres humanos que componen la comunidad, el punto de excelencia más importante que cualquier forma de gobierno puede poseer es promover la virtud y la inteligencia del pueblo mismo… Es lo que los hombres piensan lo que determina cómo actúan.

John Stuart Mill

Ensayo sobre el gobierno representativo

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Sólo podemos hacer las cosas que podemos pensar. Si se procediera a efectuar un inventario de las acciones que, digamos en Venezuela, afectan de modo más directo y notorio el curso de los acontecimientos públicos, de aquéllas que establecen el teatro social que nos limita o posibilita, encontraríamos que en la inmensa mayoría de esas acciones es posible descubrir semejanzas esenciales. A fin de cuentas, la acción social es respuesta que emerge de los estados de conciencia de los actores sociales y éstos, dentro de una cierta cultura, comparten muchas descripciones e interpretaciones de las cosas, naturales y sociales. Por consiguiente, si encontramos razón de estar insatisfechos con el resultado general, no privado, de la interacción social en Venezuela, sería poco inteligente no revisar el estado de nuestros esquemas mentales, con la intención de descubrir en ellos la “gramática profunda” que explica por qué actuamos como lo hacemos y para, más allá, procurar la adquisición de aquel pensamiento que nos permitiría conducirnos como nos gustaría hacerlo.

A pesar de su simplismo y de su mal disimulado aire de superioridad, Lawrence Harrison no deja de tener algún grado de razón: en cierto sentido, el desarrollo es un estado mental. Si esto es así, y si la educación es el proceso institucionalizado para la adquisición y formación de estados mentales, el examen y replanteo de la educación es tarea necesaria en el seno de una sociedad insatisfecha con ella misma. Éste es el caso de Venezuela.

A diez años del cierre del siglo, la educación venezolana continúa siendo un problema de inmensa magnitud. En treinta años de democracia el enfoque predominante del problema ha venido siendo de carácter cuantitativo, mientras lo cualitativo ha desmejorado en más de una dimensión. Este resultado proviene de la conjunción de varios factores, pero es seguramente la propia postura conceptual del sector público ante el problema un factor que predominantemente determina el constante deterioro educativo, registrado en un sinnúmero de diagnósticos, de los que tan solo el más conocido y reciente resulta ser el informe de la comisión presidida por Úslar Pietri durante el gobierno del presidente Lusinchi.

En primer lugar, el concepto del predominio de lo cuantitativo, o la creencia de que una mejora cualitativa se desprendería de un crecimiento en la oferta de servicios, ha sido por largo tiempo un postulado subyacente a la política educativa del Estado venezolano. En 1964 Cordiplán sometió al Comité Ejecutivo de la Agencia Interamericana de Desarrollo (Alianza para el Progreso), los planes de desarrollo del gobierno nacional. En el tomo correspondiente a recursos humanos y educación, la primera de sus afirmaciones rezaba de este modo: “En materia de educación, una mejora cuantitativa es siempre una mejora cualitativa.”

Tal postura correspondía, naturalmente, a una lectura general del problema político de los comienzos del ejercicio democrático: se trataba de satisfacer o aliviar “necesidades socioeconómicas largamente represadas”. Junto con notables esfuerzos en materia de alfabetización básica, se dio un impulso cuantitativo importante a todas las fases del proceso educativo, incluyendo la educación superior, a la que se trató de renovar con la operación simultánea de dos instituciones de signo contradictorio: la autonomía universitaria y la dependencia financiera de un Estado central que garantizaba la educación superior gratuita a todos.

Líder de un diagnóstico

En el camino, no obstante, la calidad de la enseñanza, en términos generales, decayó marcadamente. Con seguridad puede presentarse la evidencia de un puñado de centros educativos en los que se enseña dentro de criterios de excelencia, pero la situación general del sistema educativo es la de una calidad que deja mucho que desear. El citado “Informe Úslar” es sólo uno de los documentos que registran esta grave deficiencia. El memorismo, la industria de certificados, la poca idoneidad del personal docente, la proliferación de textos mediocres o vergonzantemente errados son algunas de las manifestaciones del deterioro.

La sindicalización de la enseñanza pública es uno de los factores que mayormente inciden sobre esta situación. Esto es así porque la masificación de la enseñanza significó el ingreso a las filas docentes de importantes contingentes de maestros poco preparados y aún definitivamente incapaces. Amparados por el sistema clientelar imperante en la política venezolana, este quiste descalificador es altamente resistente a las medidas de cambio que serían necesarias. Al menos en la década de los años sesenta ya había sido detectada la paradoja de una institución supuestamente necesaria para el cambio—en esos años de incipiente democratización—que se manifestaba como institución refractaria al cambio.

Es importante, a la hora de intentar transformaciones suficientes en materia de la calidad en la enseñanza venezolana, considerar dos dimensiones diferentes del problema. Por una parte, debe enfocarse lo relativo a la instrumentalidad intelectual: el conjunto de métodos y técnicas de operación intelectual que distinguen a un “buen aprendedor” de un “mal aprendedor”. Por la otra, debe discutirse lo atinente a los contenidos del aprendizaje, pues es perfectamente posible aprender muy bien conocimiento obsoleto o de baja pertinencia.

Nuestras universidades se quejan del bajo rendimiento y la poca calidad de la mayoría de los alumnos que les ingresan desde las escuelas secundarias. A aquéllas llegan sin siquiera un dominio elemental de las facultades y técnicas intelectuales que les permitirían ser, por encima de todo, buenos aprendedores. Por esto es cada vez más acusada la tendencia de las universidades a incluir ciclos de “estudios generales”, a ofrecer cursos “propedéuticos”. (Por ejemplo, el “semestre propedéutico” de la Universidad Metropolitana, que hace trabajar a los flamantes bachilleres en matemáticas—“precálculo” o repaso integral de las matemáticas del bachillerato—, en “informática”, que no es otra cosa que el adiestramiento en una marca particular de computadores personales, y en lenguaje, donde, bajo la forma de taller, se intenta que los bachilleres aprendan, al fin, a escribir decentemente). Las universidades se dan cuenta de que el alumno que reciben no está aún listo. Pero no están verdaderamente adaptadas a esa tarea fundamental y las soluciones que han instrumentado son todas ad hoc, provisionales, incompletas.

En 1975 y 1976, bajo el patrocinio de la Fundación Neumann, se llevó a cabo un experimento en materia de diagnóstico y tratamiento de este tipo de problemas. El detonante había sido un hallazgo desagradablemente sorprendente. Un sencillo test, elaborado de modo que pudiese ser contestado con los recursos simples de la lectura y elementales modos de razonamiento, fue administrado  a alumnos de los dos últimos años de educación secundaria en un prestigioso colegio de Caracas. Los resultados del test fueron preocupantes: los alumnos del que se suponía uno de los mejores colegios de la capital, en su inmensa mayoría, se mostraban incapaces de operaciones intelectuales básicas. La extrapolación del diagnóstico hizo suponer que en colegios y liceos de menor prestigio la situación sería peor. En cambio, el desarrollo del experimento—Proyecto Lambda—evidenció que las deficiencias en la capacidad de aprendizaje son tratables con buenas probabilidades de éxito. Varios de los desarrollos del proyecto son rescatables, pues su aplicabilidad continúa siendo oportuna en una estrategia de tratamiento del problema mencionado antes.

En la otra dimensión, la de los contenidos de la enseñanza, es importante destacar que nuestro sistema educativo, en general, enseña con una orientación atrasada. Nuestro sistema educativo ofrece una sola oportunidad a los educandos para formarse una concepción general del mundo. Esa oportunidad se da a la altura de la educación secundaria, cuando todavía el joven puede examinar al mismo tiempo cuestiones de los más diversos campos: de la historia tanto como de la física, del lenguaje como de la biología, de la matemática y de la psicología, del arte y de la geografía. Si no existe, dentro del bachillerato venezolano, la previsión programática de intentar la integración de algunas de sus partes o disciplinas, al menos permite que “se vea” un panorama diverso. Luego, nuestro sistema encajona al alumno por el estrecho ducto de especialización que le exige nuestra universidad. Ya no puede pensar fuera de la disciplina o profesión que se le ha obligado a escoger, cuando, en la adolescencia, todavía no ha consolidado su entendimiento ni su visión de las cosas y mal puede tener convicción sólida acerca de lo que quiere hacer en el mundo.

El sistema educativo tiene entonces una estrategia para protegerse de la obsolescencia de los conocimientos especializados. Luego de la carrera universitaria habitual, ofrece niveles cada vez más especializados y profundos: master o magister, doctorados, postdoctorados. Pero también se hace obsoleta la concepción general del mundo, de eso que los alemanes llaman Weltanschauung. Y para esto no existe remedio institucionalizado.

Según informaciones recientes, la Dirección General Sectorial de Planificación del Ministerio de Educación está pensando en desarrollar un esquema para el ciclo diversificado del bachillerato venezolano que podría agravar la situación descrita. De acuerdo con lo que se conoce, el esquema propone desdoblar el bachillerato en ciencias en un bachillerato en matemáticas (con énfasis en computación) y un bachillerato en ciencias naturales, y el bachillerato en humanidades en uno de economía y ciencias sociales y otro en artes y humanidades “propiamente dichas”. Como puede entenderse, tal proposición, de llevarse a cabo, forzaría una especialización prematura todavía más acusada que la que hoy padece el estudiante en Venezuela.

Los norteamericanos tienen una estrategia de educación superior diferente a la de nuestras universidades, copiadas del estilo francés. Luego de lo que sería equivalente a nuestra escuela secundaria, su high school, el alumno norteamericano que ingresa a la universidad todavía debe pasar cuatro años de una educación de corte general. En sus colleges, pertenecientes a una universidad que también ofrece “estudios de graduados” (master en adelante), o en colleges independientes, los alumnos continúan en la exploración general del universo. Si bien ya se les facilita la expresión de intereses particulares, a través de un campo que enfatizan como un major, la salida es la de un grado de Bachellor in Science o de Bachellor in Arts, que refleja una gruesa división análoga a la de nuestros bachilleres en ciencias y en humanidades. Pero con una enorme diferencia. El tiempo dedicado al aprendizaje general es marcadamente superior en el bachellor estadounidense que en el bachiller venezolano. La edad en la que el bachellor debe escoger finalmente un campo de profesionalización es más madura que la que exhibe nuestro típico bachiller de 17 años. Luego, en dos años tan sólo que toma el master de profesionalización, se obtiene un profesional capaz y más consciente de su papel general en la sociedad.

Una pieza clave

La solución general al problema descrito debe pasar por la institucionalización en Venezuela de un sistema similar al del college norteamericano. No se trataría, sin embargo, de una mera copia. Los propios estadounidenses han detectado vicios en su actual proceso educativo, por un lado, y se puede mejorar su sistema; por el otro, sería mandatorio tomar en cuenta peculiaridades y necesidades propias del país. De todos modos la conclusión parece inescapable: necesitamos algo como el college. Pero aun sin un colegio superior de esta clase, es posible el desarrollo de programas de enriquecimiento intelectual de menor consumo temporal y que a la vez puedan constituir una terapéutica adecuada a los problemas planteados. De hecho, bien diseñado, el programa vendría a ser innovador, no sólo en Venezuela, sino en términos de cómo se entiende hoy el problema de la educación superior en el mundo. La interpretación estándar de nuestras posibilidades nos hace creer que, en el mejor de los casos, una creación nuestra nos colocaría en un nivel más cercano pero inferior a lo logrado en otras latitudes “más desarrolladas”, y por eso no intentamos lo posible cuando se nos antoja demasiado avanzado. Es como el pugilista que desacelera inconscientemente su puño antes de completar el golpe.

En lo que sigue procederemos, en una primera parte, a describir algunos núcleos que deberían formar parte de un programa de enseñanza, que atiende a los dos niveles del problema cualitativo de la educación media-superior en Venezuela: el nivel de los contenidos del aprendizaje y el nivel de los instrumentos del aprendizaje. Luego, consideraremos varios formatos o empaques dentro de los que es posible impartir dicho programa. Finalmente, incluiremos algunos comentarios sobre posibles estrategias de implantación.

………………

 

 

LO QUE HAY QUE ENSEÑAR

 

Hace unos pocos años se suscitó una interesante polémica en los Estados Unidos. La discusión involucró a universitarios y funcionarios gubernamentales, principalmente a las autoridades de la Universidad de Stanford y el Secretario de Educación del gobierno federal norteamericano. No se debatía sobre la guerra de Vietnam o sobre presupuestos de educación. El centro de la contienda lo constituía la decisión de la Universidad de Stanford de modificar su curso básico sobre civilización occidental.

Adler, profeta de libros fundamentales

Tradicionalmente, la educación superior norteamericana ha considerado básica la instrucción sobre la civilización occidental y ha fijado su estrategia en el conocimiento de los más destacados pensadores de esta civilización. Mortimer J. Adler ha sido, sin duda, el más eficaz argumentador de la importancia de los textos “canónicos” de dicha civilización. How to read a book,  que incluye una lista de los “cien libros principales” de Occidente, es el asiento de las principales tesis de Adler. En la misma onda, la Universidad de Harvard  editó, por allá por 1908, los “Clásicos Harvard”, una colección conocida como “el estante de metro y medio” y que constituía una selección de literatura que aspiraba a ser irrefutablemente superior.

Una expresión más conocida de la misma postura es la de los Great Books de la Universidad de Chicago, publicadora de la Enciclopedia Británica. Es una colección a la que esa universidad llama “la Gran Conversación” y también “la substancia de una educación liberal”. (Adler es editor asociado de la colección). Varias declaraciones de los editores de los Great Books son ilustrativas de toda una filosofía educativa, traducida en política y estrategias educativas, que subyace al concepto de educación superior norteamericana. (Aunque posturas similares son observables en la educación venezolana, por una parte, y aunque muchos autores se quejen de que en los propios Estados Unidos la lectura de los “clásicos” se haya reducido demasiado).

En primer lugar, los dos primeros párrafos del tomo introductorio de la colección: “Hasta hace poco el Occidente ha considerado evidente que el camino de la educación transcurre por los grandes libros. Nadie podía considerarse educado a menos que estuviese familiarizado con las obras maestras de su tradición. Nunca hubo mucha duda en la mente de nadie acerca de cuáles eran esas obras maestras. Ellas eran los libros que habían perdurado y que la voz común de la humanidad llamaba las mejores creaciones escritas de la mente occidental.

En el curso de la historia, de época en época, nuevos libros han sido escritos que han ganado su lugar en la lista. Libros que una vez se creyó merecedores de estar en ella han sido superados, y este proceso de cambio continuará tanto tiempo como los hombres puedan pensar y escribir. Es la tarea de cada generación la de reevaluar la tradición en la que vive, descartar la que no pueda usar y traer al contexto del pasado distante e intermedio las contribuciones más recientes a la Gran Conversación. Este conjunto de libros es el resultado de un intento por reva­lorar y reincorporar la tradición de Occidente para nuestra generación.”

La colección se detiene en Sigmund Freud. El autor inmediatamente anterior es William James. El antepenúltimo, Dostoievsky. A pesar de lo cual se aclara: “Los Editores no pensamos que la Gran Conversación llegó a su término antes de que el siglo veinte comenzara. Por lo contrario, saben que la Gran Conversación ha continuado durante la primera mitad de este siglo, y esperan que continúe durante el resto de este siglo y los siglos por venir. Confían en que han sido escritos grandes libros desde 1900 y que el siglo veinte contribuirá muchas nuevas voces a la Gran Conversación… La razón, entonces, de la omisión de autores y obras posteriores a 1900 es simplemente que los Editores no sintieron que ellos o ninguna otra persona pudiera juzgar con precisión los méritos de textos contemporáneos. Durante las deliberaciones editoriales acerca del contenido de la colección, mayor dificultad fue confrontada en el caso de autores y títulos del siglo diecinueve que con aquellos de cualquier siglo precedente. La causa de estas dificultades—la proximidad de estos autores y obras de nuestros propios días y nuestra consecuente falta de perspectiva en relación con ellos—haría todavía más difícil hacer una selección de autores del siglo veinte.”

A nuestro juicio, esta dificultad es salvable y, con ello, rescatable para el pensamiento del estudiante de hoy el tesoro al que las estrategias de la Universidad de Chicago y de Mortimer Adler han renunciado: la riqueza y pertinencia de las grandes obras de pensamiento del siglo XX. En efecto, la intención de la colección Great Books es una intención canónica: esto es, el intento de canonizar el pensamiento del pasado bajo la hipótesis de su pertinencia al mundo actual. De hecho, en el pensamiento de los editores de la colección no deja de traslucirse un dejo spengleriano sobre la “decadencia de Occidente” y, tal vez, una disimulada añoranza de “siglos de oro”, cuando las cosas habrían sido mejores. “Estamos tan preocupados como cualquiera otro con el abismo en el que la civilización Occidental parece haberse zambullido de cabeza. Creemos que las voces que pueden restaurar la cordura a Occidente son las de aquellas que han tomado parte en la Gran Conversación.”

Sin dejar de considerar importante un estado de información adecuado, razonable, acerca de las nociones que autores del pasado tenían acerca del universo y de la sociedad, de la mente y de los objetos, consideramos que la estrategia de los Great Books de la Universidad de Chicago, la estrategia de los clásicos o libros canónicos, está equivocada e impone un énfasis incorrecto a la educación superior y aun a la educación media.

En primer término, la canonización no puede aspirar a la permanencia. No se trata de que los grandes libros del pasado, agrupados con algún criterio selector, incorporen verdades definitivas o soluciones finales a ciertos problemas. La misma colección a la que nos hemos venido refiriendo es un ejemplo de las contradicciones entre los distintos autores respecto de los diversos temas que discuten. En la mejor de las situaciones, pues, esas “voces de la Gran Conversación” que los editores de los Great Books quieren oir de nuevo, porque piensan que “pueden ayudarnos a aprender a vivir mejor ahora”, ilustrarán puntos de vista divergentes sobre cuestiones que, si bien en algunos casos pueden ser identificadas como viejos problemas, hoy en día están dotadas de contenidos diferentes y son interpretadas a través de imágenes e ideas que necesariamente tienen que manifestarse de modo muy distinto a las maneras intelectuales del pasado. No es lo mismo, por ejemplo, intentar el pensamiento sobre el tema del universo, desde la perspectiva de un pastor israelita de hace 3.500 años, que desde la percepción y construcción mental de un ingeniero de computación de 1990. O considérese, igualmente, la dificultad de hallar una solución al problema de la integración europea en la lectura de la historia griega.

Por otra parte, la acumulación del conocimiento humano es justamente la base más fundamental de sus posibilidades futuras, por lo que no es de despreciar la tradición intelectual de Occidente ni tampoco la de otras culturas.

El aparente dilema puede salvarse, a nuestro modo de ver, mediante dos cambios de perspectiva. Primero, teniendo a los “grandes libros” como herramientas de utilidad heurística. Esto es, como instrumentos estimuladores de la creación y la invención. Así, se trata de dar la bienvenida a los viejos estados mentales de la humanidad, expresado en sus obras anteriores, sean éstas escritas, plásticas, ejecutables, científicas o artísticas, en tanto acicate de una nueva producción, y no como depositarias de soluciones prêt-à-porter a los problemas contemporáneos, las que nos permitirían la holgazanería intelectual de una erudición sin sabiduría.

Cosmología y divulgación

Luego, debe dedicarse un espacio educativo marcadamente menor a la consideración de los clásicos que al pensamiento más reciente, al que se acuerda en nuestro sistema educativo un examen definitivamente escaso. La serie televisiva Cosmos, diseñada y conducida por el astrofísico norteamericano Carl Sagan, dio origen a un libro que llevó el mismo nombre, en el que se incluye una poderosa analogía. Se trata de su ya famoso calendario cósmico, en el que reduce a la escala de un año toda la evolución cósmica, desde el postulado Big Bang de los orígenes, hasta nuestros días. Al transportar, como en una suerte de geometría descriptiva, la temporalidad de la evolución del universo descubierta hasta ahora sobre el tiempo de un año, de inmediato se evidencia cómo en los primeros meses la densidad de eventos significativos es muy baja. Después, al final del año cósmico comienzan a aglomerarse los acontecimientos, al punto de que la aparición de la especie humana se produce el “31 de diciembre” y los desarrollos históricos más recientes en los últimos segundos y milésimas de segundo anteriores a la medianoche de ese día.

Análogamente, si se proyectara sobre la división de un año un “calendario de la civilización”, desde la aparición de la especie humana hasta el último día de 1990, se mostraría, con diferente pendiente, un fenómeno similar de mayor intensidad creativa a medida que transcurren las épocas y los siglos. Si alguna dificultad confrontaron los editores de la Universidad de Chicago, fue la de la profusión de obras importantes del siglo XX que habrían debido considerar. Es, por tanto, un desperdicio que se excluya de la formación intelectual del estudiante actual la rica producción de ideas del siglo en el que vive a favor de un estudio de los clásicos.

La excusa de la imposibilidad de juzgar la importancia por la excesiva proximidad no es válida. La consecuencia que se ha querido evitar es la de una selección efímera, el que una obra considerada importante en un momento sea desvalorizada luego y excluida de la lista canónica. Pero los propios editores de Chicago han declarado que tales listas son cambiantes: “En el curso de la historia, de época en época, nuevos libros han sido escritos que han ganado su lugar en la lista. Libros que una vez se creyó merecedores de estar en ella han sido superados, y este proceso de cambio continuará tanto tiempo como los hombres puedan pensar y escribir.” Así ocurrió también con los Classic Books de Harvard de 1908, cuyas selectas obras “incluyen varias novelas norteamericanas que en la actualidad parecen arcaicas y no eternas.” (James Atlas, La Batalla de los Libros).

Además, no es necesariamente cierto que juzgar adecuadamente a las obras de la actualidad, sea intrínsecamente más difícil que la valoración de textos más alejados en el tiempo. Hay algo de erróneo en ese postulado muy usado en el quehacer histórico, el de que sólo es posible el juicio correcto después del paso del tiempo; hay algo de ilusión óptica en esa creencia. El paso del tiempo no sólo era requerido para la amortiguación de “las pasiones”, que por otra parte son perfectamente pasibles a causa de eventos del pasado. (Considérese, si no, la fuerza emocional con la que se debaten temas como el origen del mundo, o la animadversión casi personal que Karl Popper exhibe hacia Platón en The Open Society and its enemies). El tiempo se consume también en el mismo proceso de búsqueda de información remota. Pero, por un lado, hoy en día nos hallamos en presencia de una abundancia documental e informativa, situación inversa a la escasez de fuentes documentales sobre los hechos a medida que son más remotos. Por el otro, la información se borra; la entropía informativa, reconocida en la ecuación fundamental de la teoría de la información, existe realmente. La información se pierde, se desorganiza, se extravía, con el correr de los días. Sólo a una mente cósmica, a un cerebro divino, le será posible preservar todo el universo de datos que se yuxtapone al universo “natural” y cada vez se integra más con él.

Lo anterior significa que es muy necesario hacer historia instantánea, aunque la pasión sea más fuerte con lo inmediato. Entre otras cosas, porque lo desapasionado es, como lo apasionado, una distorsión.

Si es conveniente, y potencialmente muy útil, el estudio de los clásicos, es necesaria una dosificación diferente que permita el acceso a otros estados mentales, tanto de la contemporaneidad, como hemos venido argumentando, como de otras culturas y modos de pensamiento distintos a los de Occidente. La planetización que experimenta la humanidad, el concepto en formación de un mundo “global”, son fenómenos que exigen conocer modelos intelectuales y procesos culturales hasta ahora ignorados por nosotros.

Capilla Memorial en Stanford

Justamente en torno a esta conciencia se produjo el debate al que aludimos al inicio de este análisis del tema de los “grandes libros”. A comienzos de 1988 la Universidad de Stanford procedió a la modificación del programa de cursos sobre cultura occidental que son obligatorios a los estudiantes de primer año de su college. En el proceso eliminó la lista canónica (quedándose con sólo seis textos) y añadió un nuevo conjunto de textos que se concentraría en al menos una cultura no europea y prestaría “atención considerable a las cuestiones de raza, sexo y clase.” (En el sentido, por ejemplo, de incluir una mayor cantidad de obras escritas por mujeres). El Secretario de Educación del gobierno norteamericano, William J. Bennett, se trasladó a Stanford para expresar su desacuerdo con la decisión de la universidad, un incidente notable dentro de un buen número de otros más que constituyeron lo que dio en llamarse la “batalla de los libros”.

Es debatible si la nueva lista compacta de textos clásicos—Stanford eligió la Biblia y las obras principales de cinco autores: Platón, San Agustín, Maquiavelo, Rousseau y Marx—es una muestra que cubre los temas y puntos de vista principales, pero lo cierto es que esa reciente decisión de una de las más prestigiosas universidades estadounidenses, refleja la inconformidad con los resultados de una educación puramente canónica.

El siglo XX, a punto de concluir, ha representado para la humanidad una fase de insólito aumento de la complejidad. Usualmente nos referimos a ella en sus manifestaciones tecnológicas o económicas. Con frecuencia aproximadamente igual tratamos de interpretar los cambios políticos del siglo y los destacamos como expresión del profundo grado de transformación de esta época. Menos frecuente es el examen de los cambios al nivel gnoseológico e ideológico, que desde un punto de vista no marxista del cambio social, en gran medida son responsables de este último, el cambio observable en sistemas más tangibles. Las revoluciones en el pensamiento, en la comprensión del universo, de la sociedad, de las relaciones del hombre y de su entorno, ocurridas en el siglo XX, han sido profundas.

Más aún, es característico del siglo XX la sensación de crucialidad de la época. Nunca antes alguna época histórica se pensó a sí misma como anfitriona de posibles resultados tan cataclísmicos como los que ocupan la atención de la humanidad contemporánea, obsesionada con la existencia misma de su hábitat, amenazado como aún lo está por el impacto directo de actividades destructivas, militares o civiles. La sensación es la de que aumenta la frecuencia o intensidad de decisiones cruciales.

A nuestra escala nacional, estamos al borde de radicales modificaciones de nuestra institucionalidad, de nuestra definición de país, de las relaciones del Estado y del individuo, y hasta del ámbito y asiento del Estado mismo, si se piensa en una cierta inevitabilidad de la integración de Venezuela en algún conjunto político-económico de orden superior. Estamos ante el reto de la Tercera Ola, de la reducción y replanteo del ámbito del Estado, de la normalización de nuestra patológica distribución de la riqueza, de la eventual invigencia de nuestro sustento petrolero, sea por agotamiento de nuestras fuentes o por obsolescencia de la tecnología de los hidrocarburos ante opciones energéticas diferentes. Estamos ante una agenda abrumadora y ante ella un recetario clásico es decididamente insuficiente. Es importante saber que las soluciones o adecuaciones que habrá que poner en práctica para un exitoso tránsito de esa turbulencia societal estarán condicionadas de manera sustancial por los conceptos, percepciones e interpretaciones que se tenga acerca del mundo, acerca de la sociedad, acerca de la persona. No poco de la observable ineficacia política de nuestros días debe atribuirse a la persistencia, en la mente de los actores políticos que deciden la vida de nuestra nación, de esquemas mentales antiguos y sin pertinencia; esquemas que fueron fabricados como producto de una deducción de principios o de la observación de sistemas sociales mucho más simples.

El método de enseñar a través de grandes textos no es, en ningún caso, desdeñable. Se trata de un modo de enseñanza menos rígido que el de tratar de cubrir un programa temático completamente concatenado o con aspiraciones de cobertura completa de una determinada disciplina. En el fondo, el modo de enseñanza sobre grandes textos no es poco semejante al famoso método de casos de la Escuela de Negocios de Harvard. Sólo que aquí se trata de unos “supercasos” del pensamiento humano. Lo que hemos advertido es lo desperdiciador y hasta peligroso que viene a ser una educación superior que prescinda del pensamiento reciente por cualquier género de excusa. Pero si se quiere una educación eficaz y compacta—tampoco es el caso de obtener especialistas o expertos en el pensamiento moderno—y, por tanto, de duración relativamente corta sobre enfoques modernos de los temas principales de la humanidad—esos enfoques que constituyen su Weltanschauung, su “episteme”—muy probablemente el método de casos, el método de los grandes textos, resulte ser la estrategia preferible.

En primer lugar, porque pareciera ser que hoy en día habitamos una fase de la historia de la conciencia humana que, precisamente, se halla en fase de sustitución de paradigmas y teorías. Por esa razón mal podría presentarse una “suma gnoseológica” a fines del siglo XX. La física fundamental parece haberse acercado al límite de la integración de las fuerzas, de los campos, de las interacciones. Pero todavía no ha podido formular esa fuerza única, ese campo unificado, esa interacción de las que todas las demás interacciones fuesen casos especiales o manifestaciones. Mucho menos puede esperarse que esté listo, si es que eso va a ser posible alguna vez, un sistema orgánico del pensamiento de la humanidad al borde del tercer milenio cristiano. Lo que puede exhibirse, sin duda, es un conjunto intelectual variado, riquísimo y profundo, del que será difícil excluir instancias cuando haya que hacerlo por cuestiones de espacio y de tiempo disponibles a la educación formal o explícita. Lo que escasea es el espacio y el tiempo para pensar, no la importancia de lo pensado en este siglo.

Jorge Guillermo Federico Hegel

Luego, es más económico enseñar por el método de casos de pensamiento, el método de los grandes textos. Los acontecimientos, muchísimos y variados, globales y locales, su crucialidad, nos imponen la urgencia de la respuesta. No nos es lícito asumir la postura del griego, que contemplaba al mundo, sino la del romano que lo transformó, según la comparación de Hegel, que en algunas clasificaciones ocurre como pensador “de derechas”. No nos será suficiente comprender la realidad, si no logramos transformarla, como destacó Marx, alumno de Hegel, y a quien algunas clasificaciones ubican a la izquierda. En el fondo ambos se habían topado con lo mismo, con una dualidad tan resistente como la historia. El hombre de pensamiento no puede eximirse de cooperar en la acción, pero tampoco el hombre de acción puede abstenerse de pensar. Sobre todo en una época como la actual, en la que el propio recambio paradigmático y epistémico induce a la incertidumbre conceptual, es criminal que aquél que vea lo que se puede hacer no procure que se haga, como es altamente peligroso que el que puede hacer rechace contemplar y entender lo que hace. Como auxilio a esta dualidad conocimiento-poder que debe encontrar solución a los problemas de la actualidad, los grandes textos de fines del siglo XX son indespreciables. (Una de las dimensiones del pensamiento importante, en algunas de sus expresiones, es su grado de penetración temporal. Muchas de las nociones importantes de cualquier siglo tienen carácter de predicción acertada, así sea por alguna manifestación de auto­cumplimiento. Tan solo esto justificaría la utilidad de su estudio). Pero también puede seguramente encontrarse en las huellas documentales de los pensadores importantes, muchas soluciones pospuestas, que fueron “muy avanzadas para su tiempo”, que todavía son útiles y las que corren el riesgo de que se venza su eficacia. Habrían sido, entonces, desperdiciadas, porque habrían sido soluciones sin aplicación mientras estaban dispuestas a la mano.

De allí la importancia de acceder a nociones que corresponden mejor a la realidad, tanto física como social, lo que justifica el inventario y el estudio del pensamiento de nuestro tiempo. De allí que sea importante que un sistema educativo se readecúe, se reconstituya, en cuanto a contenidos y métodos, tomando en cuenta la necesidad de nuevos paradigmas e interpretaciones.

Por lo antedicho pudiera entenderse que los cambios en contenidos de conciencia son sólo convenientes o factibles mientras se producen en alumnos de algún bachillerato o de algún insti­tuto de educación superior, en edades juveniles. Pero la utilidad de este reajuste cognoscitivo es de mayor extensión etaria. El ex presidente de la Universidad de Harvard, James B. Conant, propuso en una ocasión una instrucción especialmente profunda sobre temas centrales de lo que él denominó la “táctica” y la “estrategia” de la ciencia. En ese entonces decía: “Sugiero cursos al nivel de college, puesto que no creo que puedan ser entendidos más temprano en la educación de un estudiante; pero no hay razón por la que no puedan convertirse en parte importante de los programas de la educación de adultos. De hecho, tales cursos pueden muy bien ser particularmente adecuados para grupos de hombres y mujeres de mayor edad…”

Por tanto, la ubicación preferente de una instrucción de este tipo estará, cuando muy temprano, en un nivel posterior al bachillerato y más bien concebido como un desarrollo o extensión de éste. En la dirección de lo que ha sido anotado por Conant, sin embargo, puede afirmarse que aún líderes sociales que ya recibieron hace un buen tiempo su cuota de educación superior, pueden beneficiarse grandemente de esta actividad de recambio en los paradigmas que se han hecho ya altamente disfuncionales.

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Concediendo que la técnica de los grandes textos sería el modo preferente de enseñar en un curso compacto, y sin pretender la imposibilidad de un sistema completo y orgánico, es necesario y posible, sin embargo, exponer un esquema de los contenidos de la enseñanza recomendable.

Una primera gran división arroja dos núcleos principales: un núcleo epistémico (lo que conocemos) y un núcleo instrumental (lo que puede permitirnos ser más eficaces y eficientes aprendedores). El núcleo epistémico es divisible, a su vez, en un grupo o ciclo de temas del nivel epistemológico (cómo conocemos) y un nivel fenomenológico (el contenido de las interpretaciones o teorías mismas). Un desdoblamiento ulterior permite discutir el tema epistemológico, primeramente, desde un punto de vista lógico (qué se considera un conocimiento válido), y luego desde un punto de vista antropológico (qué se conoce en la práctica).

Debe entenderse, por supuesto, que la clasificación precedente, empleada en la exposición de lo que sigue, es, como toda clasificación, arbitraria.

 

UN NUCLEO EPISTEMICO

Ciclo epistemológico

Comenzar una discusión del pensamiento del siglo XX por el nivel epistemológico, antes que por las teorías concretas acerca de los fenómenos, es recomendable a la formación de una capacidad crítica. En efecto, resulta útil haber discernido los límites de la validez y la posibilidad del conocimiento para el momento de enfrentarse a una proposición interpretativa, a una teoría de los fenómenos.

 

La aproximación desde la lógica

Desde el punto de vista lógico, el siglo XX ha producido discursos profundos y fundamentales. Al menos debe considerarse el estudio de los siguientes autores y obras. Ludwig Wittgenstein y su Tractatus Logico-Philosophicus, Kurt Gödel y sus teoremas sobre la “incompletitud”, y Karl Popper con su Lógica de la investigación científica. 

Ludwig Wittgenstein

Bertrand Russell no tuvo más remedio, aún conteniendo el primer libro de Wittgenstein una refutación a ciertas entre sus tesis, que admitir la estatura intelectual de éste y la aparente irrefutabilidad de sus planteamientos. En su introducción al Tractatus podemos leer la conclusión de Russell: “Como alguien que posee una larga experiencia de las dificultades de la lógica y de lo engañoso de teorías que parecen irrefutables, me declaro incapaz de estar seguro de la corrección de una teoría sobre el único basamento de que no pueda conseguir algún punto en el que esté equivocada. Pero haber construido una teoría de la lógica que no sea obviamente incorrecta en ningún punto es haber logrado una obra de extraordinaria dificultad e importancia. Este mérito, en mi opinión, corresponde al libro del Sr. Wittgenstein, y lo convierte en algo que ningún filósofo serio puede darse el lujo de descuidar».

El propio autor, como es natural, es algo más tajante. El último párrafo del prefacio escrito por el propio Wittgenstein es el siguiente: “Por otra parte, la verdad de los pensamientos que son comunicados aquí me parece inasediable y definitiva. Creo, por tanto, haber hallado, en todos los puntos esenciales, la solución final de los problemas. Y, si no estoy equivocado en esta creencia, entonces la segunda cosa en la que el valor de esta obra consiste es que muestra cúan poco es lo que se obtiene cuando estos problemas son resueltos.”

¿Qué es lo que Wittgenstein creyó haber resuelto? También indica en el prefacio que su objetivo era el de “demarcar un límite al pensamiento, o más bien, no al pensamiento sino a la expresión de pensamientos: puesto que para ser capaces de establecer un límite al pensamiento tendríamos que encontrar pensables ambos lados de la demarcación (es decir, tendríamos que ser capaces de pensar lo que no puede ser pensado)”… “Por tanto sólo será dentro del lenguaje que el límite podrá ser establecido, y lo que yazga del otro lado del límite será simplemente un sin sentido”.

El tratado de los límites

Puede decirse que el Tractatus de Wittgenstein constituye la primera vez que se formula explícitamente un tema central del conocimiento del siglo XX, que aparecerá luego en otros autores importantes y cuya conciencia tiene importantísimas consecuencias, no sólo intelectuales, sino también para los problemas planteados a la acción humana, tanto para aprender a distinguir soluciones posibles de imposibles, como para adoptar un estilo o tono correcto de aproximación a los problemas. Este es el problema de los límites lógicos del pensamiento. En Popper emerge como el problema de las demarcaciones, que tiene importancia en la distinción de lo que es ciencia: en Heisenberg encontraremos que la física moderna se topa, en su basamento mismo, con un conocimiento que nos está vedado fundamentalmente y ya no, simplemente, porque no dispongamos de información suficiente que en principio sea obtenible.

Como dijimos antes, no se trata de leer a Wittgenstein para encontrar en él, como pretendió, verdades definitivas e irrefutables, sino para utilizar su discurso como iluminador de cuestiones y acicate para la creación de nuevo pensamiento. El mismo declara, al término del Tractatus“Mis proposiciones sirven como elucidaciones de la siguiente manera: cualquiera que me entiende termina por reconocerlas como sin sentido, después que las ha usado—como escalones—para escalar más allá de ellas. (Debe, por así decirlo, desembarazarse de la escalera después que la ha subido). … Debe trascender estas proposiciones, y entonces verá el mundo correctamente.” (Tractatus Logico-Philosophicus, Proposición 6.54).

Como Russell destacó, el Tractatus no es refutable, lo que no quiere decir que no es posible elaborar un discurso diferente y que sea también irrefutable. Hasta los trabajos de Gauss, Lobatchewski, Bolyai, Riemann, la geometría euclidiana pasaba por ser la única geometría posible, ilusión óptica producida por el hecho de que, del mismo modo que el libro de Wittgenstein, la geometría de Euclides es irrefutable en el sentido de ser un sistema de razonamiento impecable. Los autores mencionados mostraron que era posible construir geometrías sobre postulados diferentes a los de Euclides y que eran también consistentes. Más aún, en 1916 la geometría de Riemann formó la base matemática para la interpretación einsteiniana de la interacción gravitatoria, con lo que se evidenció que aquélla era mucho más que una curiosidad o una patología matemática. Es posible la coexistencia de sistemas deductivos mutuamente incompatibles, pero el sistema del Tractatus continúa siendo, en cierto sentido, irrebatible. O, como propone el mismo Wittgenstein, para rebatirlo es preciso, antes, haberlo asumido como verdadero.

En todo caso, la pretensión de deambular por el mundo a fines del siglo XX sin haberse expuesto a los temas pensados por Wittgenstein conduce a una comprensión limitada de las cosas. Más allá de lo que dijo Russell, es nuestra opinión la de que, ya no el filósofo, sino el hombre inteligente de hoy, no puede darse el lujo de prescindir de la riqueza y la profundidad conceptuales contenidas en el Tractatus Logico-Philosophicus. Porque no versando, en apariencia sólo, su discurso sobre “los problemas de la vida”, es posible que éstos encuentren soluciones mejores después que hayamos osado trepar por la escalera de Wittgenstein. En caso contrario, no nos quedaría otra cosa responsable que hacer que la que el propio Wittgenstein nos recomienda en la última de sus proposiciones: “Acerca de lo que no podemos hablar debemos permanecer en silencio”.

(Digresión, facilitada por los primeros párrafos de William Clifford en “La ética de la creencia”:

Un dueño de barcos se encontraba a punto de enviar al mar un buque de emigración. Sabía que éste era viejo y no demasiado bien construido desde un comienzo; que había visto muchos mares y muchos climas, y que a menudo había necesitado reparación. Se le habían sugerido dudas de que posiblemente el barco en cuestión no mereciera navegar. Estas dudas hacían presa de su mente y le hacían infeliz; pensó que tal vez debiera hacer que le reacondicionaran y readaptaran a fondo, aunque eso pudiera significarle un gasto considerable. Antes de que el buque zarpara, no obstante, fue capaz de vencer tales reflexiones melancólicas. Se dijo a sí mismo que el barco había navegado con seguridad en muchos viajes y había superado tantas tormentas que era ocioso suponer que no regresaría a salvo también de este viaje. Pondría su confianza en la Providencia, que difícilmente podría dejar de proteger a las infelices familias que abandonaban su patria para buscar mejores tiempos en alguna otra parte. Despediría de su mente todas las poco generosas suposiciones acerca de la honestidad de constructores y contratistas. De tal modo llegó a adquirir una sincera y cómoda convicción de que su barco era decididamente seguro y digno del mar; le vio zarpar con corazón liviano y con deseos benevolentes por el éxito de los exiliados en lo que sería su nuevo y extraño hogar; y cobró el dinero del seguro cuando el barco se hundió en medio del océano y no contó cuentos.

¿Qué diremos de él? Seguramente esto: que verdaderamente era muy culpable de la muerte de aquellos hombres. Puede admitirse que creyera sinceramente en la idoneidad de su barco; pero la sinceridad de su convicción no puede de ningún modo auxiliarle, porque no tenía derecho de creer en una evidencia tal como la que tenía delante de sí. El había adquirido su creencia no ganándosela responsablemente mediante paciente investigación, sino sofocando sus dudas. Y aun cuando al final podría haberse sentido tan seguro que no hubiera podido pensar de otra manera, sin embargo, en tanto consciente y voluntariamente se dejó llevar a ese estado mental, tiene que considerarse responsable por ello… Alteremos un poco el caso y supongamos que el barco sí era idóneo después de todo, que hizo ese viaje con seguridad y muchos otros después de ése. ¿Disminuye esto la culpa del propietario? Ni un ápice. Una vez que una acción está hecha es correcta o incorrecta para siempre, y ningún fracaso accidental de sus buenas o malas consecuencias puede posiblemente alterar eso. Ese hombre no habría sido inocente, simplemente no habría sido descubierto. La cuestión del bien o el mal tiene que ver con el origen de su creencia, no con su substancia; no con lo que era sino con cómo la obtuvo; no si a fin de cuentas resultó ser verdadera o falsa, sino si tenía el derecho de creer sobre la evidencia que tenía  frente a sí.”

Muy cerca de la postura de Clifford está la expresada por John Erskine en La obligación moral de ser inteligente, puesto que ambos son de la opinión de que el conocimiento no es una cosa que pueda elegirse tener o no tener, según nuestro capricho. Desde el momento cuando terceras personas son afectadas por nuestras acciones, debemos a los otros el asegurarnos, hasta donde sea posible, de que no resultarán dañados por nuestra ignorancia. Es nuestro deber ser inteligentes).

 

Kurt Gödel

En 1931, el mundo de las ciencias matemáticas fue conmovido por la explosión de una bomba termonuclear del intelecto. El episodio, de consecuencias profundas y extraordinarias, fue protagonizado por un matemático y lógico checo, Kurt Gödel, quien demostró lo que probablemente sean los dos teoremas más fundamentales del conocimiento abstracto.

A fines del siglo pasado el matemático alemán David Hilbert propuso lo que llegaría a conocerse como Programa de Hilbert: el intento por montar todo el edificio de la matemática sobre una base deductiva, al estilo de la geometría de Euclides. Para esos momentos, muy pocas partes de la matemática estaban construidas de esa manera. A partir del reto de Hilbert, los mejores entre los matemáticos se dieron a la tarea de cumplir el programa. En el camino, más de una vez se toparon con hallazgos contradictorios.

En 1931, Gödel expuso de modo definitivo la razón de las antinomias y contradicciones. Mediante un ingenioso método de “aritmetización” de proposiciones lógicas, Gödel estableció dos teoremas que, en conjunto, demostraron que el programa de Hilbert era, de suyo, imposible.

Lo que Gödel determinó fue que no era posible la construcción de un sistema matemático deductivo de complejidad o riqueza equivalente a la de la aritmética, que fuese completo—esto es, que contuviese como teoremas todas las afirmaciones verdaderas en el territorio lógico que cubre—y que a la vez fuese consistente; es decir, que estuviese libre de contradicciones internas.

El intento de construir un sistema matemático completo conduciría a un conjunto de proposiciones entre las cuales se hallaría al menos una pareja de proposiciones que afirmarían justamente lo contrario la una de la otra, y ambas serían deducibles del mismo cuerpo de axiomas por procedimientos perfectamente lógicos.

Los teoremas de Gödel tienen poderosas consecuencias, como puede imaginarse, en el mundo del pensamiento matemático. De hecho constituye, al establecer límites a lo que puede obtenerse por el “seguro” método deductivo, un hallazgo análogo a las tesis de Wittgenstein, en el sentido de haber descubierto límites al pensamiento que se derivan de la propia substancia o estructura del proceso intelectivo. Se trata de un límite fundamental.

El enterrador de Hilbert

Pero también fuera de la matemática hallan expresión y aplicabilidad. Jean Piaget, por ejemplo, encuentra cómo los teoremas de Gödel implican límites a la predecibilidad de un sistema social. (Un editor de la revista Vogue afirmó una vez: “Si procuramos encontrar lo que la gente quiere, cuando lo logramos ya es demasiado tarde”). En términos generales, el límite gödeliano constituye una sobria advertencia, puesto que, si ni siquiera la “reina de las ciencias”, el conocimiento más frío y seguro está libre de inconsistencia, no puede admitirse de otras ciencias—digamos de las políticas, por poner un caso—la pretensión que fue negada a la matemática. La meditación sobre los resultados de Gödel es tal vez uno de los ejercicios mentales más desquiciantes que existan, pero al mismo tiempo más pedagógicos. La comparación de los límites de Gödel con otras imposibilidades fundamentales, como el principio de incertidumbre de Heisenberg, es un camino para una comprensión más moderna de lo que puede ser en principio alcanzado por el conocimiento humano.

La lectura directa de los teoremas de Gödel, de importante dificultad técnica, puede ser sustituida sin pérdida esencial por textos de mayor intención divulgativa, como la descripción que de sus hallazgos y métodos se encuentra en “Las matemáticas y el mundo moderno” de Scientific American.

 

Karl Popper

Un activísimo y prolífico filósofo, Popper se ha paseado, con igual maestría, por campos tan diversos como la teoría del conocimiento y el tema de la sociedad democrática. En ambos campos su lectura resulta remuneradora. Para el propósito que nos ocupa nos interesa de inmediato su teoría del conocimiento científico, tal como se encuentra expuesta en La lógica de la investigación científica.

Son al menos tres las proposiciones popperianas que revisten real importancia epistemológica. En primer término, su solución al problema de la inducción. Popper se opone al punto de vista de que “las ciencias empíricas pueden ser caracterizadas por el hecho de que emplean ‘métodos inductivos’, como son llamados. De acuerdo con este punto de vista, la lógica de la investigación científica sería idéntica a la lógica inductiva, esto es, al análisis lógico de estos métodos inductivos.”

La solución de Popper consiste en declarar innecesario un proceso inductivo en la adquisición de conocimiento científico: “Sostendría aún que un principio de inducción es superfluo, y que debe conducir a inconsistencias lógicas.”

¿Qué sustituye al método inductivo, hasta Popper considerado consubstancial con el método de las ciencias experimentales? Para Popper el proceso real es el de la postulación y contraste de teorías, proceso en el que el “método inductivo” no tendría nada que ver. Popper cita a Einstein hablando de la búsqueda de las leyes universales: “No existe un sendero lógico que conduzca a esas leyes. Sólo pueden ser alcanzadas mediante la intuición, basándose en algo así como un amor intelectual (‘Einfühlung’) de los objetos de la experiencia.”

Sir Karl, el demarcador

Su tratamiento del problema inductivo lleva a Popper a establecer un “criterio de demarcación” que permite distinguir un discurso científico (empírico) de uno que no lo es. “Mi proposición se basa en una asimetría entre la verificabilidad y la refutabilidad; una asimetría que resulta de la forma lógica de las proposiciones universales. Porque éstas no son nunca derivables de proposiciones particulares, pero pueden ser contradichas por proposiciones particulares. En consecuencia, es posible por medio de inferencias puramente deductivas (con el auxilio del modus tollens de la lógica clásica) argumentar desde la verdad de proposiciones particulares hacia la falsedad de proposiciones universales. Un argumento de esa clase hacia la falsedad de proposiciones universales es la única clase de inferencia estrictamente deductiva que procede, por así decirlo, en la ‘dirección inductiva’; esto es, de proposiciones particulares a universales,”

Es así como el criterio de demarcación de Popper se expresa del modo siguiente: “…ciertamente admitiré un sistema como científico o empírico solamente si es capaz de ser contrastado por la experiencia. Estas consideraciones sugieren que no es la verificabilidad sino la refutabilidad de un sistema lo que debe ser tomado como un criterio de demarcación. En otras palabras: no requeriré que un sistema científico sea capaz de ser distinguido, de una vez por todas, en un sentido positivo; pero requeriré que su forma lógica sea tal que pueda ser distinguido, por medio de pruebas empíricas, en un sentido negativo: debe ser posible a un sistema científico empírico el ser refutado por la experiencia.

El tercero y muy importante aporte de Popper a la caracterización del discurso científico ocurre en el tema de la objetividad científica. “…mantengo que las teorías científicas nunca son completamente justificables o verificables, pero que son no obstante contrastables. Diré por tanto que la objetividad de las proposiciones científicas reside en el hecho de que pueden ser intersubjetivamente contrastables.

Es decir, para Popper, hombre posterior a la “crisis de la objetividad” que irrumpe con ocasión del punto de vista relativista y el tema de la incertidumbre cuántica—entre 1905 a 1927, mientras La lógica de la investigación científica data de 1934—la objetividad del científico individual es en principio imposible. Lo que resulta factible es una suerte de “objetividad social” que produce la comunidad científica tomada en su conjunto, la que examina críticamente las teorías que se postulen en actos intelectuales de individuos.

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Tan sólo sobre estos tres discursos, estos tres “grandes textos”—las obras principales de Wittgenstein, Gödel y Popper—es posible fundamentar un curso de nivel superior (posterior a la educación de nivel medio), de gran importancia para la adquisición de una correcta postura intelectual a fines del siglo XX desde el punto de vista lógico. Creemos que es posible afirmar que nuestro bachillerato hace que el estudiante internalice una visión newtoniana o mecanicista del mundo, según la cual el mundo es como lo describe la física de Newton y en el que todo es en principio explicable, siempre y cuando se cuente con los datos suficientes para el cálculo. De hecho, entonces, el estudiante venezolano arriba con una concepción clásica a un mundo que es postclásico desde ya las primeras décadas de este siglo. Una familiarización con los textos de Wittgenstein, Gödel y Popper puede ser el modo más directo de procurar el necesario salto conceptual. Estos tres autores servirían de pivotes en una discusión a la que otras piezas del conocimiento moderno—por ejemplo, información sobre geometrías no euclidianas—pueden ser adosadas, a fin de permitir la internalización de sus puntos de vista, menos simplistas que las más ingenuas interpretaciones de la ciencia clásica.

Resulta ilustrativo acotar que Popper se ubica decididamente en tienda opuesta a la de Wittgenstein y los llamados “positivistas lógicos”. En el prefacio a la primera edición inglesa de La lógica de la investigación científica Popper declara la guerra del siguiente modo: “Los analistas del lenguaje creen que no hay problemas genuinamente filosóficos, o que los problemas de la filosofía, si los hay, son problemas de uso lingüístico o del significado de las palabras. Yo creo, sin embargo, que hay al menos un problema filosófico en el que todos los hombres pensantes están interesados: el problema de entender el mundo, incluyéndonos a nosotros y a nuestro conocimiento como parte del mundo. Toda ciencia es cosmología, creo yo, y para mí el interés de la filosofía, no menos que el de la ciencia, reside exclusivamente en las contribuciones que haya hecho al conocimiento del mundo. Para mí, al menos, tanto la filosofía como la ciencia perderían su atractivo si tuvieran que abandonar esa búsqueda. Podemos admitir que la comprensión de las funciones de nuestro lenguaje es una parte importante de ella, pero no que nuestros problemas puedan ser apartados como meros ‘acertijos’ lingüísticos… Los analistas del lenguaje se ven a sí mismos como los practicantes de un método peculiar a la filosofía. Creo que están equivocados, puesto que creo en esta tesis: los filósofos tienen tanta libertad como cualquiera para usar cualquier método en busca de la verdad. No existe un método peculiar de la filosofía.

Esta contraposición de posturas es de suyo muy interesante y su consideración conduce a una ulterior profundización en el estudio de los problemas epistemológicos a un nivel lógico. Igualmente lo es considerar la oposición entre este nivel lógico de Popper y el nivel “antropológico” de Thomas Kuhn, (ver más adelante) que establece un debate con Popper en cuanto éste sale del campo lógico, o del deber ser de la ciencia, a la descripción antropológica o sociológica de cómo la ciencia es hecha en realidad.

 

La aproximación sociológica

A la hora de observar el problema del conocimiento desde un punto de vista sociológico—cómo se busca sistemáticamente el conocimiento en la realidad, cómo se da este proceso históricamente—es conveniente estudiar al menos cinco autores importantes del siglo XX. Entre ellos hay, como en el caso de los que atacaron el problema desde la lógica, similitudes importantes, así como diferencias de ámbito, énfasis y enfoque.

 

La hipótesis de Sapir-Whorf

Benjamin Lee Whorf, desde sus trabajos como lingüista y bajo la influencia de Edward Sapir, postuló lo que también es conocido como hipótesis whorfiana. Esta consiste en la proposición de que la estructura de un lenguaje tiende a condicionar la forma en la que piensa el parlante de ese lenguaje particular. Por tanto, las estructuras de lenguajes diferentes llevan a los parlantes de los mismos a ver el mundo de diferente forma. Por decirlo de otro modo, los lenguajes imponen una metafísica.

Es fácil entender que un postulado tan simple tenga consecuencias importantes. Si la conducta de una sociedad está fuertemente condicionada por su cultura, por el modo como entiende al mundo, y si la cultura es a su vez determinada de algún modo por su lengua, resulta que el mero hecho de hablar un cierto idioma es un factor en el desempeño de una sociedad.

El efecto Whorf

El efecto Whorf es observable incluso en diferencias de comportamiento entre generaciones dentro de una misma cultura y entre subculturas de ésta. Los cambios en el lenguaje son indicios de un cambio en la percepción y el planteamiento de la propia existencia. Contrástese, por ejemplo, la diferencia implicada en la oposición de las siguientes dos expresiones: “Lo importante es ser algo en la vida”; “No estás en nada, tienes que estar en algo”. La primera es una admonición clásica, la segunda una expresión que dominó el lenguaje de la generación joven en la década de los sesenta. Para la “metafísica” de la generación de los sesenta, lo importante no es una esencia, ser, sino un estado, estar. De allí sus recomendaciones vitales: “Empátate en algo, que no estás en nada”. Revelan un concepto de las cosas por el que las soluciones vitales dependen, ya no tanto de un desarrollo personal interno, como de la inserción de la persona en algo exterior. No es sorprendente, entonces, la brusca expansión de la cultura de la droga durante esa peculiar década del siglo actual.

“Ser” y “estar”, dicho sea de paso, son nociones inseparables en la lengua inglesa; el verbo to be inevitablemente expresa ambas nociones en un solo golpe de pensamiento. El castellano puede pensarlas como dos cosas distintas. Es una clave que revela cuán profunda es la diferencia metafísica entre el anglo y el hispanoparlante. El análisis de estos temas con ayuda de la hipótesis whorfiana permite importantes insights respecto de las diferencias culturales.

(Un interesante ensayo de transformación “metafísica” que intenta operar explícitamente a través del efecto Whorf es el llevado a cabo por James Cook, constructor de un lenguaje artificial al que llamó Loglan. En este “lenguaje lógico” Cook incorpora una estructura gramatical y una semántica que generan una forma muy distinta de hablar respecto del mundo, con una exacerbación, por decirlo así, de las funciones lógicas del lenguaje. Sería un lenguaje en el que las operaciones lógicas se facilitarían grandemente).

 

Noam Chomsky

Sin duda el lingüista más destacado del siglo, Chomsky penetra en una capa ulterior, si se compara su trabajo con el de Sapir y Whorf. En efecto, Chomsky postula la noción de “gramática profunda”, para explicar ciertos rasgos de la conducta lingüística de los humanos.

El gigante activista

Según sus proposiciones, no es posible explicar adecuadamente el proceso de adquisición de un lenguaje mediante un modelo de tabula rasa, por el que absolutamente todo el lenguaje es aprendido. Chomsky parte, en cambio, de una hipótesis similar a la de los filósofos racionalistas del siglo XVII, por la cual existen facultades innatas universales a partir de las cuales es posible, entre otras cosas, el desarrollo del lenguaje. La mente del recién nacido no es un computador sin programación, sino que contiene de entrada un “sistema operativo” a partir del cual el infante genera hipótesis acerca de cómo se dicen las cosas en su proceso de aprender a hablar una lengua.

Este punto de vista condujo a Chomsky a un agudo debate contra las proposiciones de los psicólogos conductistas, principalmente las tesis de B.F. Skinner. (De hecho, tal vez el modo más práctico de entender a Chomsky sea la lectura de su opúsculo Proceso a Skinner, en el que ataca las teorías del autor de Más allá de la libertad y la dignidad).

El núcleo central de las tesis de Chomsky, contenido en su libro Estructuras sintácticas, dio pie al establecimiento de una escuela lingüística que estudia la “generación” de lenguaje—gramáticas generativas—a través de modelos estructurales de los lenguajes y reglas de transformación de los mismos.

(Existe un grupo de “juegos” didácticos de la serie WFF’n Proof entre los que destaca Queries and Theories, que puede ser entendido como un modelo de operación de un científico que postula teorías y las contrasta con la realidad a través de experimentos, o como un modelo de generación de lenguaje a través de ensayos y errores de acuerdo con la hipótesis de Chomsky. Hemos tenido experiencia directa de la utilidad del empleo de este tipo de herramientas didácticas con alumnos sometidos al aprendizaje de estos temas).

 

Marshall McLuhan

La comprensión de los medios marca, indudablemente, un punto importante en la moderna antropología del conocimiento. En este su libro más divulgado, McLuhan explica su tesis central resumida en el aforismo “el medio es el mensaje”.

El gurú de los medios

Lo que McLuhan postula es que el mero hecho de emplear un determinado medio modifica a quien lo emplea. Por ejemplo, el desarrollo de la imprenta a partir del Renacimiento, habría “deformado” la mente occidental hasta el punto de forzarle un modo secuencial de pensamiento, dado que el medio escrito, el lenguaje, no puede decir las cosas en simultaneidad, sino que debe procesar información en secuencia, una idea detrás de otra. De este modo, además, se privilegia el canal visual de contacto con el mundo, en desmedro de los restantes sentidos que un hombre primitivo, en su aldea primitiva, habría empleado más balanceadamente. En cambio el medio televisivo, que por una parte es capaz de mostrar audiovisualmente el desarrollo simultáneo de varios eventos en una sola escena, y que por otra parte involucra al televidente en la construcción de la información —McLuhan postula que el televidente “completa” la imagen de televisión que se transmite como una matriz de puntos no continuos—, favorece un equilibrio perceptual diferente. El hombre de la “aldea global” que las modernas telecomunicaciones están construyendo está inmerso ahora en una suerte de juego de fútbol en el que todo ocurre al mismo tiempo, a diferencia de la lectura, en la que, como en un juego de béisbol, ocurre algo primero y otra cosa después.

Para McLuhan los medios (extensiones del hombre) constituyen un ambiente que modifica a su inventor y del que éste no está habitualmente consciente. El mero hecho de tomar conciencia de un ambiente crea otro nuevo, y de este nuevo ambiente no poseemos conciencia. Es como si mirásemos hacia arriba a través de una serie de cúpulas transparentes. Sólo podríamos darnos cuenta de la más próxima si subimos sobre ella, pero entonces tampoco podríamos percibir las que la envuelven por arriba.

En McLuhan se encuentra un eco empírico de la noción de metalenguajes, idea de la filosofía de las matemáticas que hace ya su emergencia en Wittgenstein y la discusión que Russell hace de las tesis del Tractatus. Es sólo una de las instancias en las que es posible detectar estructuras similares entre los modelos abstractos de la lógica, la matemática y la filosofía por un lado, y el mundo de los fenómenos observables.

 

Thomas Kuhn

Si Popper estudia el tema de la actividad científica desde un punto de vista lógico y normativo—cómo debe proceder un proceso intelectual para que pueda ser designado como científico—Kuhn asedia el problema desde la perspectiva de un historiador y un sociólogo: cómo se efectúa en la práctica la actividad de los científicos.

Las revoluciones profundas

Thomas Kuhn se introduce en el tema por un estudio de la revolución copernicana—de hecho, ése es el nombre de su tesis de grado—para desplegar luego una noción general de las revoluciones en el pensamiento de la ciencia. En su obra central, La estructura de las revoluciones científicas, Kuhn introduce el concepto de paradigma para referirse al conjunto de nociones básicas y fundamentales—casi los axiomas—de una determinada disciplina. Popper enfatizaba como característico de la actividad científica una incesante crítica de las teorías; Kuhn sostiene que la “ciencia normal” hace todo lo contrario: intenta proteger al paradigma dentro del que se opera cuando quiera que un evento empírico parece contradecir la teoría. De este modo la ciencia, normalmente, sería conservadora, y la actividad típica del científico sería la de resolver acertijos—puzzle solving—que hagan congruente la teoría con los datos aportados por la observación. Así, por ejemplo, si el astrónomo descubre perturbaciones en la órbita de Neptuno que la diferencian de la órbita predicha mediante un cálculo basado en la teoría de Newton, su actitud típica no será la de rechazar a Newton, lanzando por la ventana su modelo de gravitación universal. Por lo contrario, buscaría encontrar algún factor, hasta entonces desconocido o no tomado en cuenta y cuya existencia preserve el paradigma newtoniano. Así que piensa en la presencia no detectada de alguna otra masa astronómica causante de las perturbaciones, postula la masa y posición que debería exhibir para producirlas y vuelve su telescopio hacia la zona del firmamento en la que debiera encontrarse. Y—¡eureka!—allí encuentra la masa que buscaba y le pone por nombre Plutón. Newton se ha salvado.

Ahora bien, de cuando en cuando ciertos acertijos permanecen irresueltos. Cuando quiera que la acumulación de acertijos sin resolver es demasiado grande, o cuando éstos parecen ser fundamentales, el paradigma entra en crisis. El trabajo de los científicos va produciendo los postulados teóricos que darán paso a la formulación de un nuevo paradigma que absorba los acertijos irresueltos y se produce una revolución teórica, una revolución paradigmática. Esa revolución requiere de un salto perceptual, un gestalt switch, al modo como uno puede ver distintas “realidades” en algunos dibujos de Escher o los familiares ejemplos de “ilusión óptica” de la psicología de la gestalt.

El modelo de Kuhn es transportable fuera de la operación de la ciencia. Su ciclo de períodos “normales” de relativa estabilidad conceptual, interrumpidos por infrecuentes episodios revolucionarios, es una secuencia observable en otros campos del conocimiento humano, como veremos ahora al considerar la versión más generalizada que del mismo cuento, y desde un punto de vista algo más filosófico, expone el francés Foucault.

(El debate Popper-Kuhn se encuentra en forma de libro en las actas de un congreso sobre Criticism and the Growth of Knowledge, que registra las brillantes exposiciones de varios autores, entre los que se encuentran los protagonistas mencionados).

 

Michel Foucault

Las palabras y las cosas es un libro denso, difícil, elegante, muy francés. De una erudición avasallante, Michel Foucault lo escribe para retomar el tema de los límites del pensamiento y llevarlo hasta las consecuencias que tiene sobre la noción misma de hombre. Su perspectiva es una combinación de historia comparativa con estructuralismo. Esto es, en ella hay análisis “sincrónico” del “espacio” de lo pensado en una época determinada y comparación “diacrónica” de lo mismo entre épocas sucesivas.

A través del análisis de las fracturas que se producen en los contenidos de ciertos campos del conocimiento cuando se pasa de una época a otra, Foucault propone la noción de “episteme”, para referirse al núcleo de nociones básicas y centrales de una determinada época.

Un arqueólogo político

Foucault analiza en detalle el campo de la biología, el de la economía y el de la lingüística. Así llega a encontrar cómo hay una radical diferencia conceptual, una verdadera fisura de separación, entre la biología moderna y la clásica, la que ni siquiera se pensaba a sí misma como biología sino como “historia natural”. Igual discontinuidad se observa entre la economía y la ciencia que la precedió, la “teoría de las riquezas”, y entre la lingüística y la “gramática” que fue su antecesora. En cambio, logra demostrar la comunidad de imágenes e ideas que se da entre la historia natural, la gramática y la teoría de las riquezas, del mismo modo como encuentra nociones comunes a la economía, la lingüística y la biología posteriores.

En este sentido, Foucault es un Kuhn ampliado o generalizado. Las palabras y las cosas incluye referencias metodológicas, pero Foucault se sintió impelido a exponer su método de análisis en un libro posterior: La arqueología del saber”. Algunos llaman antihumanista a la producción intelectual de Foucault. En los capítulos finales de Les mots et les choses, Foucault sostiene que la noción de “hombre” es una invención cultural, histórica, posible a partir de una red conceptual que la sostiene y la hace posible. Ésta es la episteme del humanismo que emerge en el Renacimiento. Previamente a ella, los hombres no se pensaban a sí mismos del mismo modo. Con la ruptura moderna de la episteme renacentista, esa noción de hombre se desdibuja y desaparece. Es en este sentido que Foucault puede decir, dramáticamente, que “el hombre ha muerto”. Es el mismo tipo de rebuscamiento intelectual que impele a Gabriel Vahanian, teólogo norteamericano contemporáneo, a afirmar, de modo muy distinto que Renán, God is dead, en el libro que lleva ese nombre.

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El concepto de “episteme” sirve para el resumen de los objetivos del tipo de programa educativo que estamos describiendo: en el fondo se trata de una familiarización con los componentes de la episteme a fines del siglo XX, episteme todavía en formación. El diagnóstico de una crisis paradigmática vigente ha sido ofrecido para casi todas las disciplinas intelectuales. Así se describe la situación de la física contemporánea, como igualmente se ha dicho de la situación de una ciencia económica cuyos modelos teóricos no podían conciliar la existencia simultánea de depresión e inflación. Las matemáticas más recientes tienen todavía que asimilar el impacto de nuevos enfoques “finitísticos” impulsados por la incorporación del computador a su proceso analítico. Los políticos hablan del agotamiento de los modelos de desarrollo. La medicina se topa con novísimos problemas éticos derivados de las capacidades antes inaccesibles de la ingeniería genética. En suma, todo el campo del conocimiento humano se encuentra en efervescencia. Estamos, aparentemente, ante una revolución conceptual más profunda que un ciclo de Kuhn en una disciplina aislada. Estamos ante una revolución de la episteme. Resultaría ser una pobre estrategia la de permitir que nuestros jóvenes, que nuestra gente en general, intentara vivir en un mundo sujeto a tan profundo cambio asistida tan sólo por los esquemas mentales anteriores al siglo XX.

 

Ciclo fenomenológico

Los autores precedentes, sus temas y sus obras, corresponden a lo epistemológico dentro de lo epistémico. El contenido de su discurso no es el fenómeno, sino otros discursos. Es obvio que el siglo XX ha producido también copiosamente en materia de teorías sobre los fenómenos mismos. Es precisamente la riqueza de los hallazgos y teorías fenoménicas de este siglo uno de los más importantes acicates a la intensa actividad epistemológica descrita previamente. Toca ahora opinar sobre una selección de teorías fenoménicas de cuya noticia informada no debe prescindirse en una formación que aspire a llamarse superior. Son los contenidos intelectuales más cercanos al fenómeno mismo, puesto que son descripciones y modelos del fenómeno, intento de explicación acercan de cómo se manifiesta. Son la carne de la episteme.

Es más difícil acá que incluso un hombre culto pueda leer las fuentes directas. Los textos de la física o de la biología modernas exigen, para su cabal comprensión, conocimiento especializado. No es éste ni el objetivo ni el requisito del programa que esbozamos. Por fortuna, a este respecto puede contarse con una nutrida literatura de divulgación, de la que puede obtenerse textos informativos que son suficientemente claros y accesibles, sin que por eso renuncien al rigor científico de sus explicaciones. A nuestro juicio, lo que sigue es enumeración de temas que deben constituir la parte fenomenológica dentro del núcleo epistémico de un programa digno de educación superior no vocacional.

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El universo

Si todas las ciencias que no sean la física hubieran detenido su acumulación de conocimiento a fines del siglo pasado, tan solo el trabajo teórico de la física a partir de 1900 justificaría conceder al siglo que está por concluir un lugar de importancia en la historia del desarrollo del conocimiento humano. No se es un adulto inteligente si no se es capaz de explicar a un niño cómo entendieron el universo o alguno de sus aspectos Max Planck, Albert Einstein, Werner Heisenberg y Murray Gell-Mann.

Max Planck inauguró la física moderna exactamente en 1900. De ese año es su famoso “papel” que resuelve acertijos de termodinámica, la ciencia de la energía, incomprensibles para el paradigma físico clásico.

A pesar de que ya la química hubiera asentado firmemente, a través de la teoría atómica de la materia, que la materia es discontinua, granular, la energía, en sus distintas manifestaciones, continuaba siendo pensada como algo continuo, como algo que esencialmente podría ser infinito, infinitamente divisible en cantidades de cualquiera y arbitrario tamaño. Max Planck acabó con esa interpretación para la energía calórica.

Portero de la ciencia del siglo XX

Específicamente, Planck formuló en 1900 una interpretación matemática correcta de la radiación térmica de un absorbedor perfecto (“cuerpo negro”) y mostró que la formulación requería un proceso discontinuo de emisión o absorción que involucraba a cantidades discretas de energía. En el corazón de su modelo se hallaba una de las constantes físicas universales y fundamentales, que hoy en día el mundo conoce como constante de Planck. La constante de Planck es característica de las formulaciones matemáticas de la mecánica “cuántica”, teoría que describe el comportamiento de las partículas y las ondas de la física a las escalas atómica y subatómica.

Planck describió la radiación térmica que buscaba explicar teóricamente como una emisión, transmisión o absorción de energía en pequeños paquetes o quanta, cuyo tamaño quedaba determinado por la frecuencia de la radiación y el valor de la constante de Planck. Las dimensiones de la constante de Planck son las de la energía por unidad de tiempo, que son las unidades de una magnitud que la física llama “acción”. La constante de Planck, por esta razón, es a menudo definida como el quantum elemental de acción física.

Planck mismo no imaginó las ramificaciones de su descubrimiento. (La epistemología de la física clásica diría que había descubierto cómo era la radiación térmica en realidad. La epistemología contemporánea, que había descubierto un modo de describir la radiación térmica que eliminaba deficiencias de previas interpretaciones). El próximo paso tocaría a Alberto Einstein.

Einstein, no puede caber duda, regaló a la humanidad los productos de una intuición superdotada. Entre 1905 y 1916 construyó una física que podía sustituir con ventajas variadas y profundas la descripción newtoniana del universo y su conducta. Pero la misma enormidad de su contribución hizo que el Comité de Física de los premios Nobel no se atreviese a certificar la validez de sus teorías más generales. Einstein recibió el premio Nobel de Física por su explicación del efecto fotoeléctrico, mediante la extensión de los hallazgos de Planck a todas las manifestaciones de la energía, más allá de la únicamente calórica.

En su solución del efecto fotoeléctrico, Einstein postuló la existencia de quanta de luz, hoy en día denominados universalmente fotones, que del mismo modo que los térmicos, quedaban determinados por la frecuencia de la radiación luminosa multiplicada por la constante de Planck.

Era otro paso en dirección de uno de los trueques paradigmáticos que definen la física contemporánea. Para la física clásica la materia y la energía eran entidades diferentes, que a pesar de que pudieran influirse mutuamente, debían representarse como dos esencias diferentes de la realidad. En términos de la física contemporánea, y más claramente a partir de otro de los cinco “papeles” que Einstein publicó en 1905 (Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento, su postulación de la Teoría Especial de la Relatividad), la identificación entre materia y energía es total. Se trata de la misma entidad, y materia y energía no son otra cosa que nombres diferentes que asignamos a lo que de ella se manifiesta a través de modos diferentes de percibirla.

Arthur Eddington encuentra comprensible que la conciencia humana haya tardado tanto tiempo en arribar a ese punto de vista. A fin de cuentas, tendemos a llamar materia a aquella manifestación de la realidad que impresiona evidentemente nuestro sentido del tacto, específicamente a los receptores sensoriales que responden a la presión. En cambio, la manifestación menos “tangible” de lo que usualmente llamamos energía, la luz, es captable por nosotros a través de un aparato sensorial diferente, la visión, y así la luz no vendría a ser para nosotros, psicológicamente, otra cosa que lo visible. Pero se trata de la misma cosa, sólo que los receptores de presión de la piel pueden captar un fragmento del espectro de esa entidad única materia-energía y las células de la retina pueden captar un fragmento diferente. La base de la distinción había venido siendo, sin darnos cuenta, exclusivamente psicológica, no ontológica, y las teorías que concebían la existencia de una entidad material separada de una entidad energética no hacían otra cosa que responder a esa distinción psicológica. La sensibilidad del ojo es mucho más microscópica que la de los receptores de presión. Por eso puede responder a la interacción con los diminutos fotones, mientras que la percepción de la presión se produce a partir de agregados materiales considerablemente mayores. (Esto no es, abunda Eddington, otra cosa que una conveniente división evolutiva del trabajo fisiológico. Un organismo es bombardeado continuamente por trillones de partículas de la escala del fotón. Si los detectores de presión fuesen tan sensitivos como los conos y bastoncitos de la retina ocular, la psiquis individual quedaría destruida por abrumación).

La relatividad especial, la más vulgarizada de las contribuciones de Einstein, incluye los cambios paradigmáticos de las nociones absolutas de Newton de espacio y tiempo, por mediciones relativas de posición, distancia y transcurso de los eventos físicos contra marcos de referencia arbitrariamente determinados. Es una de las derivaciones de esta teoría la ecuación antonomásica de la física que expresa la identidad entre masa y energía: E = mc2. Como sabemos, es la ecuación que predice, entre otras cosas, la energía que se desata en las conversiones que ocurren en el seno de un artefacto atómico o termonuclear que es detonado, e igualmente, las magnitudes invol­cradas en los mecanismos postulados por la astrofísica para explicar la emisión energética de las estrellas.

Menos divulgada y conocida, quizás porque exige un mayor esfuerzo a la imaginación, es la Teoría General de la Relatividad. Sus resultados son proporcionalmente más poderosos. Esta es la teoría que hace prescindible la “acción a distancia” de una fuerza de gravedad, al explicar la gravitación universal como efectos de deformación que la presencia de masa impone a la propia geometría del espacio.

Una cabeza frondosa

Las teorías de Einstein resuelven, por el expediente de un cambio de postulados—un cambio paradigmático—los acertijos irresueltos que había venido acumulando la mecánica newtoniana, de los que el más famoso es el que se puso de manifiesto con el resultado “nulo” del notable experimento de Michelson y Morley. Parte de lo hermoso del aporte intelectual de Einstein, sin embargo, reside en el hecho de que sus teorías incluyen, por así decirlo, al modelo de Newton como un caso límite o especial.

Newton produce la primera sustitución global de una física por otra. Cuando su grandiosa explicación del universo ocurre en el siglo XVII, es toda la física de Aristóteles la que queda suplantada. Como se trataba de la primera vez, el juicio de la época interpretó que la física de Aristóteles era falsa y la de Newton verdadera. Pero, como decía un cierto abogado corporativo, una vez no es un precedente. Se necesita de dos instancias para que un precedente sea establecido. La segunda vez la física de Einstein sustituye plenamente la física de Newton. Pero ahora emerge, con este segundo caso, una lección de humildad intelectual. No es que ahora sí se ha logrado asir la esencia del universo y atraparla en las ecuaciones de la relatividad. La reiterada sustitución de una física por otra revela algo menos pretencioso: el hombre es capaz de fabricar modelos interpretativos de la realidad que superen los de generaciones anteriores. Pero en ese mismo hecho está la conciencia de que se trata de un nuevo modelo y nada más. Y el destino probable del mejor modelo interpretativo posible en una época, parece ser el de ser a su vez sustituido por otro modelo ulterior.

Einstein amplió, como vimos hace poco, los horizontes de la interpretación cuántica, al generalizar los resultados de Max Planck. Sin embargo, tal vez su interés por la física de lo más grande le llevó a alejarse del desarrollo posterior de la mecánica cuántica, que describe fenómenos que se manifiestan con mayor obviedad en el reino de lo más pequeño. De hecho, Einstein, a este respecto, terminó por apartarse de la corriente principal de la física moderna, hasta el extremo de protagonizar un aislamiento, doloroso para él y para sus colegas más jóvenes, que declararon álgidamente haber perdido a su líder.

Einstein nunca se resignó a aceptar lo que se llegó a conocer como la “interpretación de Copenhague”. En esta ciudad, Niels Bohr, físico danés que por primera vez produjo la descripción matemática de un átomo concreto, el átomo de hidrógeno, con base en ecuaciones cuánticas, dirigía un instituto de física teórica adonde fueron a parar las mentes más brillantes de una nueva generación científica. Los más destacados, Wolfgang Pauli y Werner Heisenberg.

Sus trabajos sobre estados de energía estacionarios (discretos) de los osciladores anarmónicos llevaron a Heisenberg a sentar las bases de un programa de desarrollo de la mecánica cuántica, ciencia que puede ser definida como la que explica los estados energéticos discretos y otras formas de energía “cuantizada”. En 1925 propuso una reinterpretación de los conceptos básicos de la mecánica. Las variables físicas deberían ser representadas por matrices numéricas, y tratarían sólo con cantidades observables o mensurables.

Dos años más tarde Heisenberg publicó su principio de indeterminación (o principio de incertidumbre), que establecía los límites teóricos impuestos por la mecánica cuántica a ciertas parejas de variables que constantemente se afectan de manera recíproca, tales como la posición y el momento de una partícula. Heisenberg mantuvo que en su nueva designación como “observables conjugados”, la indeterminación estipulaba que ningún sistema mecánico cuántico podría poseer simultáneamente una posición y un momento precisos. Esta indeterminación—fuente de la incertidumbre del observador—afecta a todo fenómeno, independientemente de su escala, pero se pone de manifiesto de modo notorio en el dominio de la microfísica. La constante de Planck había reaparecido en la medida de la incertidumbre, reconfirmada en su fundamentalidad. Dicha constante es una magnitud física muy pequeña para la escala habitual de los objetos microscópicos, de allí que sus efectos sólo sean de importancia práctica en el mundo subatómico.

Heisenberg con Bohr

Heisenberg elaboró con Niels Bohr toda una “filosofía de la complementaridad” que tomaba en cuenta las nuevas variables físicas. La nueva concepción del proceso de la medición en física enfatiza el papel activo del científico que, en el acto de medir, interactúa con el objeto observado y hace que éste se revele no en sí mismo sino como una función de la medición. Es a esta postura filosófica, acompañada de una interpretación del universo como un mundo de basamento fundamentalmente incierto y azaroso, a la que Einstein se opuso hasta sus últimos días: “No puedo creer que Dios juegue a  los dados con el mundo. Dios es refinado, pero no malicioso”.

No resistimos la tentación de incluir una conjetura nuestra que cree distinguir un paralelismo entre el límite fundamental de Gödel y el límite encontrado por Heisenberg. El físico no sólo actúa con instrumentos materiales de medición; en su trabajo teórico hace uso de un lenguaje que, como vimos, está signado por la imposición de una metafísica particular—según postulaba Benjamin Whorf—y de un arsenal matemático sujeto al dilema gödeliano de riqueza y contradicción. Tal vez el límite, nuevamente, no esté en la ontología de la física, sino en la estructura profunda de la inteligencia humana, facultad que pareciera incapaz de formular teorías que no estén sujetas a una incertidumbre básica o a un sino de contradicción.

Lo cierto es que la “interpretación de Copenhague” ha prevalecido como paradigma de los fenómenos cuánticos. Con el aparato matemático desarrollado por Heisenberg (o con uno equivalente pero alternativo de Edwin Schrödinger  y Paul Dirac), una muy buena cantidad de estructuras y procesos subatómicos han sido explicados satisfactoriamente y la mecánica cuántica ha podido orientar, además, el diseño de pruebas empíricas cada vez más poderosas y refinadas. En el curso de estas investigaciones, la sucinta explicación de la estructura atómica de la primera mitad del siglo, se vio en la necesidad de ser enriquecida, ante la proliferación de centenares de partículas subatómicas diferentes que arrojaban los experimentos.

En efecto, aun la tecnología de la bomba atómica, en 1945, no requería del átomo una anatomía más compleja que la de una constitución a partir de protones, electrones y neutrones. No obstante, a medida que aceleradores de partículas más poderosos que el clásico ciclotrón de Lawrence fueron puestos en operación, el mundo de la física se vio invadido por una extraordinaria variedad de partículas antes desconocidas, que pronto superaron el número de doscientas.

Hoy en día, gracias principalmente al trabajo del norteamericano Murray Gell-Mann, la simplicidad ha retornado a la taxonomía subatómica. Gell-Mann postuló en 1964, independientemente de Zweig, la existencia de subcomponentes de estas partículas a los que denominó quarks (tomando la expresión prestada de un pasaje de James Joyce en Finnegan’s Wake) y que redujeron considerablemente el problema del zoológico subatómico.

Murray, el organizador del cosmos

La teoría de los quarks recurre a nociones intelectualmente incómodas, tales como el concepto de carga fraccionaria y tienen el inconveniente, hasta ahora, de no haber sido observados jamás aisladamente. (De hecho, hay intentos teóricos de postular que jamás lo serán). Sin embargo, matemáticamente resuelven el problema de organización de las doscientas y tantas partículas que pululan en las placas de los físicos mediante un esquema relativamente simple. Otra vez, los recientes aumentos en la potencia de los gigantescos aceleradores de partículas contemporáneos, han permitido nuevas avenidas de exploración. Por este camino ha sido posible simular procesos cada vez más cercanos a las magnitudes energéticas cosmológicas. De este modo, la experimentación con aceleradores ha comenzado a converger con los esfuerzos interpretativos de los cosmólogos. Muy recientemente se cree haber obtenido evidencia de que el cosmos está efectivamente hecho a partir de tres, o a lo sumo cuatro, familias de partículas, todas nítidamente organizables en un elegante esquema de quarks que nadie ha visto nunca.

Lo que no deja de apartarse de una interpretación de Copenhague que exigía que la física sólo tratase de “observables”. Periódicamente, sin embargo, la física pareciera tener necesidad de echar mano de entidades que son postuladas ad hoc y que no son en principio observables. No deja uno de recordar la observación de Martin Gardner del Caballero Blanco de Lewis Carroll, quien confiaba: “But I was thinking of a plan of dying one’s whiskers green, and always use so large a fan that they could not be seen.”

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Si Planck, Einstein, Heisenberg y Gell-Mann son los fenomenólogos de la materia-energía y sus interacciones, René Thom y Benoit Mandelbrot lo son de las formas observables en el universo.

La preocupación de Thom por la forma encontró expresión matemática con las herramientas de una rama relativamente nueva y extraordinariamente sugestiva de la matemática: la topología. Una manera de entender de qué se ocupa la topología consiste en describirla como el estudio de las propiedades geométricas de los objetos que permanecerían invariantes luego de aplicar sobre ellos deformaciones continuas. Thom aplica los poderosos conceptos y procedimientos topológicos al problema de la generación de las formas en Estabilidad estructural y morfogénesis, y logra desarrollar varios esquemas de cambio morfológico, cada uno con su correspondiente transformación topológica.

El discurso de René Thom tiene un nivel de abstracción en general bastante elevado, pero encuentra aplicaciones no sólo en procesos de morfología biológica—tales como los que se manifiestan en el desarrollo embriológico animal o el despliegue de las formas de un árbol—sino también en temas de lingüística y aun de política y economía.

En cierto sentido, Thom reacciona desde su peculiar trinchera contra una ciencia cartesiana que “explicaba todo y no calculaba nada” y una ciencia newtoniana que “calculaba todo pero no explicaba nada”.

Benoit, el organizador del caos

Mucho más profundo que el aporte de Thom es el desarrollo de la ciencia de los “fractales”, palabra acuñada por Benoit Mandelbrot para designar—otra noción difícil de asir—dimensiones fraccionarias de los objetos. Los fractales son estructuras matemáticas cuyo desarrollo comienza a principios de siglo, con el trabajo del matemático polaco Waclaw Sierpinski y del francés Gaston Julia, pero su designación por ese nombre se produce en 1975 y realmente se toma conciencia general de ellos en 1983, con la publicación de la obra de Mandelbrot, La geometría fractal de la naturaleza.

Los fractales ofrecen un método extraordinariamente compacto para la descripción de ciertos objetos y formaciones. Muchas estructuras exhiben una regularidad geométrica subyacente que se conoce como invariancia a la escala o autosimilaridad. Este es el caso, por ejemplo, de la línea de las costas, en las que uno se topa con la misma “fractalidad” a medida que las mira desde diferentes distancias. Si se somete al examen a estos objetos en diferentes escalas, se encuentra repetidamente a los mismos elementos fundamentales. El patrón repetitivo define la dimensión fraccional, o fractal, de esas estructuras. Mandelbrot acuñó la expresión “fractal” a partir del latín fractus, partido o fraccionado.

La geometría fractal describe las formas naturales de un modo mucho más sucinto que la geometría de Euclides. De aquí su poder descriptivo y una de sus principales aplicaciones prácticas. La descripción de un cierto objeto complejo por medio del lenguaje fractal puede reducir significativamente la cantidad de datos necesarios para transmitir o almacenar una imagen. La hoja de un helecho, por ejemplo, puede ser completamente descrita por un algoritmo fractal que se basa en 24 números. Un procedimiento euclidiano que pretendiera hacer lo mismo punto a punto requeriría el manejo de varios centenares de miles de valores numéricos. Es por esto que las técnicas fractales son hoy objeto de intenso estudio por los especialistas en transmisión de imágenes por televisión. El tiempo, la complejidad y el costo de transmitir imágenes de satélites podrían ser reducidos drásticamente con el empleo de códigos basados en fractales.

Es difícil imaginar a los fractales sin recurrir a imágenes. Esto, que para un matemático clásico constituiría una concesión de mal gusto y atentatoria contra el estilo de las matemáticas puras, es hoy en día herramienta cotidiana de los matemáticos de la fractalidad, quienes hacen uso intensivo de computadores de alto poder para estudiar las estructuras generadas por sus ecuaciones. Que son estructuras complejísimas, de una riqueza insólita, generadas a partir de ecuaciones sencillísimas.

Este hecho es lo que hace que la geometría fractal sea el lenguaje matemático del “caos”, otra teoría contemporánea y novísima que promete una comprensión mucho más profunda de los procesos del universo. La teoría del caos estudia aquellos fenómenos que siguen reglas deterministas estrictas y sin embargo son impredecibles en principio. La turbulencia atmosférica, el latido del corazón humano, el movimiento de los precios en un mercado, el “ruido rosado” que los ingenieros de sonido emplean para calibrar sus equipos, son algunos de los fenómenos que tienen comportamiento caótico y que comienzan a ser entendidos ahora con ayuda de la ciencia fractal. Esos fenómenos exhiben patrones de variación similares si se les considera en diferentes escalas temporales, del mismo modo que los objetos con invariancia a la escala exhiben patrones estructurales similares a diferentes escalas espaciales. Hay, pues, una profunda relación entre la geometría fractal y los comportamientos caóticos: la geometría fractal es la geometría del caos.

El dominio del lenguaje fractal hace entrever la posibilidad de mejores y más profundas intuiciones acerca de los procesos básicos del universo, de la evolución de las especies, de la conducta humana. Se trata de una revolución excitante, que posiblemente sea el componente más profundo y poderoso de una nueva episteme, de una nueva concepción del mundo.

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La discusión alrededor de los temas y modelos precedentes no agota, ni con mucho, un intento serio de inmersión comprensiva en el grueso problema del universo. No han sido incluidas en la relación anterior un sinnúmero de teorías que compiten activamente por el lugar de honor entre las interpretaciones físicas de los fenómenos físicos. Teorías, por ejemplo, como la “teoría de cuerdas” de la física subatómica, o las teorías alternativas para la explicación de la gravitación universal que difieren en más de un punto de la interpretación estándar de la relatividad general.

Pero, por otro lado, a las interpretaciones de los teóricos es conveniente yuxtaponer los datos empíricos más recientes. Por ejemplo, las más nuevas observaciones astronómicas parecen haber detectado una megaestructura cósmica de escala muy superior a la de los “cúmulos de galaxias”, que hasta hace poco eran las estructuras subcósmicas consideradas más grandes. Por esta vía ha sido postulada la existencia de un “Gran Atractor”, una gigantesca estructura que atrae gravitacionalmente a nuestra galaxia y a las galaxias más cercanas a la nuestra, conjunto que se conoce bajo el nombre de “grupo local”. Los nuevos y colosales aceleradores de partículas de los Estados Unidos, la Unión Soviética y la Comunidad Económica Europea (CERN), algunos de los cuales se encuentran en construcción y entrarán en operación próximamente, alcanzan ya niveles de energía que probablemente diluciden algunos puntos dudosos de la física de partículas, la trama material del cosmos. La investigación en física de materiales ha conducido a la postulación y reconocimiento de verdaderos “nuevos estados de la materia”, tales como los llamados “micro-agregados” (microclusters), que exhiben comportamiento peculiar.

Por decirlo de algún modo, el numeroso conjunto de datos empíricos que registran el estado y la conducta del universo, crece a velocidad vertiginosa. La imagen que se tenía del cosmos y de sus componentes hace tan solo cinco años, corresponde a un retrato antiguo. Es importante ofrecer a los alumnos de un programa de educación superior actualizado, las fotos más recientes de ese extraño semblante que es el universo. Es por esto que un programa de ese tipo debe prever instancias de instrucción a través de las cuales pueda actualizarse a las principales carpetas del archivo empírico universal.

 

La vida

Si algún reino del conocimiento humano ha experimentado crecimiento en el siglo XX  ése es el de la biología. En términos cuantitativos, se estima hoy en día que el conocimiento biológico se duplica en poco más de dos años. En algunos de sus campos, como el genético, la tasa de crecimiento es aún más acusada, y en períodos inferiores a un año se añade tanto conocimiento como el que se poseía al comienzo de los lapsos en consideración. El desarrollo de instrumental de investigación de alto poder, junto con técnicas novedosas, ha permitido a los biólogos llegar al corazón mismo de los procesos vitales para modificarlos, lo que ha justificado plenamente el uso de la palabra ingeniería en este contexto.

La biología tiene un interés intrínseco para la especie humana, que es, después de todo, una entidad biológica. Los conocimientos en biología son aplicables de inmediato a través de la práctica médica, con consecuencias beneficiosas directas que hacen comparativamente más atractiva la inversión en esta rama de la investigación científica que, pongamos, en cosmología. Es más, los desarrollos tecnológicos en materia de ingeniería genética han llegado a adquirir un valor comercial per se, al encontrar aplicación en actividades industriales y campos tales como la mejora constante de la producción agrícola.

La clave de este opulento crecimiento de la biología del siglo XX debe encontrarse en la penetración de su actividad hacia el nivel molecular de los procesos biológicos. En efecto, es en el siglo XX cuando las nuevas técnicas de exploración permiten que el biólogo ya no sólo sea capaz de describir los fenómenos biológicos al nivel celular, sino que pueda ahora operar directamente sobre las unidades elementales de los procesos de la vida: las moléculas.

El punto crucial de esta revolución de la biología debe ubicarse, sin duda, hace treinta y siete años tan sólo, en 1953, año que marca el descubrimiento de James Watson y Francis Crick de la estructura de la molécula del ADN. (Acido desoxirribonucleico). Hoy en día las siglas ADN son patrimonio del hombre común.

Crick y Watson en Cambridge

El modelo estructural de Crick y Watson pudo ser formulado porque disponían de la técnica de “difracción de rayos X”, con la que podía fotografiarse la posición de los átomos dentro de una determinada molécula. Pero requirió asimismo la intuición de que los componentes esenciales del ADN, cuatro bases orgánicas, deben estar unidos en parejas definidas, adenina con timina y guanina con citosina. Esta es la intuición que da paso a la formulación del modelo en espiral doble, que mostraba cómo la molécula de ADN podía autoduplicarse. Si se separaba las cadenas que forman la estructura, cada una podía servir de molde para la formación de la otra a partir de moléculas del medio circundante.

Pasos ulteriores, en los que tanto Watson como Crick tuvieron parte activa, condujeron al desciframiennto del “código genético”. Fue posible demostrar cómo a un grupo particular de tres bases contiguas (“codón”) corres­ondía un determinado aminoácido natural. Los aminoácidos son moléculas relativamente sencillas que en grandes cantidades, pero dentro de una secuencia específica, constituyen las proteínas, los elementos estructurales y metabólicos esenciales de la vida. Ya no solo se había logrado la identificación de la estructura del material genético, sino también el desciframiento de su alfabeto y la descripción del mecanismo de transferencia de la información. (Watson descubrió la función de otro ácido nucleico—ARN—como “mensajero” que transfería el código del ADN hasta las mitocondrias, las estructuras celulares donde tiene lugar la formación de las proteínas).

A partir de este conocimiento el desarrollo de la biología molecular fue explosivo. Nuevas técnicas condujeron pronto a la posibilidad de la manipulación del material genético, operable ahora con procedimientos parecidos a los empleados por un técnico de sonido que corta, inserta y pega segmentos de una cinta magnetofónica. Había nacido la ingeniería genética.

La capacidad para alterar el material molecular de la herencia, mediante la modificación de la secuencia de bases en un ácido nucleico y las técnicas de reproducción celular en situación de laboratorio, introdujo de súbito un grande y complejo conjunto de problemas éticos y prácticos. En efecto, literalmente se estaba procediendo a crear nuevas formas de vida, cuya inserción ecológica distaba mucho de ser comprendida en todas sus consecuencias. De allí que la propia profesión biológica procediera a estipular una serie de controles estrictísimos y de especificaciones de seguridad a los laboratorios que pudieran manipular material genético.

Las consecuencias epistémicas de estos desarrollos son más de carácter práctico que relativas a la comprensión de nosotros mismos en tanto entidades biológicas. A fin de cuentas, al nivel conceptual grueso, las nociones de evolución orgánica estaban firmemente asentadas desde el siglo XIX. Lo que la biología molecular ha traído consigo es el detalle del mecanismo de la estabilidad y el cambio biológicos, junto con el problema de las transformaciones sintéticas en las que ahora el hombre tiene capacidad de intervenir. En otras palabras, ha logrado abrir la “caja negra” de la vida para desentrañar su mecanismo, pero no ha revolucionado conceptualmente el esquema general de la concepción biológica. Lo que ha permitido es el acceso a estructuras de importancia biológica que previamente estaban vedadas, y ante las que la interacción tecnológica estaba limitada a una farmacología gruesa.

Otra cosa es el conjunto de problemas éticos y prácticos planteados por esta nueva capacidad. Éste es, a nuestro juicio, el conjunto de temas al que mayor consideración debiera darse dentro de un programa de educación superior no vocacional. Penetrar con mayor detalle en el conocimiento de los conceptos y las técnicas de ingeniería genética—más allá de sus rasgos principales—sería adentrarse por el conocimiento requerible en una profesionalización dentro de la biología, lo que no constituye, obviamente, el objetivo de tal programa. En cambio, los problemas sociales derivados de capacidades tales como el control del sexo en nuevos seres humanos o, incluso, la duplicación genética idéntica—a través de la técnica de clonación—son cuestiones sobre las que es preciso tener una conciencia informada, puesto que no hay duda de que formarán parte de nuestra vida cotidiana.

Instrucciones de nuestro ensamblaje

El proyecto biológico de mayor magnitud de nuestros días, equivalente en magnitud de recursos aplicados e intensidad de cooperación internacional a los megaproyectos de la física de partículas o la exploración del espacio, es el proyecto de la determinación completa del genoma humano. Se trata nada menos que de determinar la secuencia íntegra, en todos sus detalles y componentes, del material genético contenido en los cuarenta y seis cromosomas de la célula humana. Se trata de disponer de los planos de construcción, del manual de instrucciones para el ensamblaje de un ser humano completo. Los problemas filosóficos y éticos, para no mencionar los políticos y prácticos, que derivan de la posibilidad de “sintetizar” un ejemplar de la especie humana en un laboratorio son, indudablemente, de una impensable enormidad. Son problemas sobre los que un sujeto educado a fines de este siglo debe poner atención y, en consecuencia, problemas que deben encontrar su espacio para el estudio y la deliberación en un programa de educación superior no vocacional.

Igualmente importante resulta ser lo que las nuevas tecnologías biológicas permiten en materia de extensión de la longevidad. Las consecuencias demográficas, y por tanto políticas y económicas, de una extensión notoria de la la longevidad de la especie humana son, nuevamente, de una dimensión gigantesca. Recientes progresos prometen redundar a corto plazo en una prolongación de la esperanza de vida promedio, sobre la base de poblaciones de países afluentes, de más de una década adicional. La mayoría de estos países confronta ya importantes problemas financieros derivados de su estructura demográfica junto con la adopción de sistemas de seguridad social dirigidos a la protección de jubilados.

En el límite, la conjunción de informática e ingeniería genética dan a pensar que será técnicamente posible vaciar el contenido psíquico de una persona en un cuerpo listo para estrenar. Es decir, se haría innecesaria la mítica estrategia de Walt Disney, de hacer congelar su cuerpo luego de su defunción a la espera del desarrollo de técnicas que le permitiesen revivir. La nueva estrategia consistiría en dejarse describir molecularmente para luego ser reconstruido en otro vehículo, sea éste un nuevo organismo humano sintetizado en laboratorios, o, tal vez, hasta en un robot computarizado cuyos bancos de memoria pudieran recibir toda la información pertinente a una antigua conciencia.

La segunda dimensión biológica característica del siglo XX es la de la conciencia ecológica. En nuestro criterio, acá sí ha tenido lugar un cambio en el paradigma básico, que antes postulaba a la especie humana como “propietaria” de un planeta y de todo lo que contenía, al que era perfectamente posible usufructar sin mayores problemas.

La interconexión de los sistemas biológicos y su ambiente general, geológico, climático, energético, se ha puesto de manifiesto muy evidentemente, como consecuencia del despliegue de los modos de producción industriales. Junto a las preocupaciones prácticas por los efectos de la contaminación industrial y las alteraciones de otra índole de ecosistemas de gran magnitud—talas, quemas, extinción de especies botánicas y zoológicas—dos nuevas direcciones del estudio biológico han producido una reconceptualización importante por la que el conjunto ecológico ha desplazado al organismo individual como sujeto último y esencial del conocimiento, como unidad fundamental de la biología.

La Tierra es un organismo

La exacerbación del punto de vista de la ecología se produce con los trabajos y visiones de James Lovelock. Lovelock postula que el planeta Tierra es una unidad biológica, una entidad, una célula. (Los animales como nosotros seríamos algunos de sus organelos). Este punto de vista deber llevar, en algún tiempo, a la reformulación de al menos parte de la ecología.

Por un lado, la observación en el hábitat natural de la conducta de grupos zoológicos ha determinado la emergencia de la etología, ciencia en la que Konrad Lorenz marcó los más determinantes conceptos y protocolos. Por el otro, la conjunción de genética y ecología lleva a Edward Wilson a acuñar el término de sociobiología para dar paso a un enfoque revolucionario. Para la sociobiología los términos se han invertido, y desde su punto de vista no es que los genes son el mecanismo de reproducción de los individuos, sino que éstos vendrían a ser sólo los vehículos de la expresión de los genes, el medio de preservación de la información biológica básica contenida en los genes. No es una noción fácil de mantener dentro de nuestra psicología, pero si hay un verdadero cambio paradigmático en la biología del siglo XX, esta noción de la sociobiología es justamente esa transformación.

La etología y la sociobiología contienen nociones obvia y fácilmente transferibles al campo sociológico y político. (No en vano, por ejemplo, una de las más útiles obras de divulgación de los hallazgos y puntos de vista de la etología lleva por nombre El contrato social, de Robert Ardrey, quien dedica este libro nada menos que a Juan Jacobo Rousseau). De hecho, la sociología y la ciencia política han recurrido, en más de una ocasión, a la postulación de esquemas interpretativos extraídos directamente de modelos biológicos. La crítica de estos puntos de vista ha conducido a una saludable sospecha acerca de tal “organicismo” social, como un error conceptual que en el extremo ha derivado en un rechazo sistemático de las analogías biológicas.

Pero la biología, más allá de las obvias y sospechosas metáforas anatómicas, contiene ejemplos de estrategias aplicables al campo del quehacer humano. Considerése, por ejemplo, el ciclo evolutivo de la respiración o el intercambio energético a lo largo del desarrollo de la vida en la tierra. De acuerdo con los datos de la biología evolutiva, las primeras formas de vida en el planeta obtenían la energía necesaria para una estricta supervivencia de un mecanismo de respiración anaeróbica. La atmósfera primigenia no contenía oxígeno. En condiciones anaeróbicas la ruptura incompleta de una molécula de glucosa, que conduce a la formación de ácido láctico, molécula tóxica, y agua, produce escasamente la cantidad de energía necesaria para reponer la energía consumida en el proceso. En tales condiciones, y apartando los problemas de la necesaria eliminación de los desechos tóxicos, no es posible considerar siquiera la acumulación de reservas energéticas.

No es sino con la “invención” posterior, millones de años después de la aparición de los primeros organismos, de la fotosíntesis, que se hace posible la formación de reservas energéticas bajo la forma de azúcares complejos (almidones). La fotosíntesis construye moléculas de glucosa a partir del gas carbónico presente en el medio ambiente de las primeras eras geológicas y de agua, generándose oxígeno libre como subproducto del proceso. Por un lado, entonces, la construcción de moléculas de glucosa dio pie a la formación de macromoléculas que la contienen como monómero. Por el otro, la liberación de oxígeno transforma radicalmente la atmósfera terrestre, que por primera vez hará posible un nuevo modo, mucho más eficiente, de respirar. La respiración aeróbica, que ahora produce el desdoblamiento completo de la molécula de glucosa en moléculas de gas carbónico y agua, obtiene en la transición una cantidad de energía varios órdenes de magnitud superior a la que se desprende de la primitiva fermentación anaeróbica.

Creemos ver allí, si no una estrategia o modelo de desarrollo económico, al menos una ilustración de las relaciones observables entre los componentes de sistemas acumulativos. Es así como además del interés intrínseco del conocimiento biológico, éste es capaz de sugerirnos enfoques y aproximaciones valiosas en otros campos del conocimiento humano, incluyendo el que es pertinente a los procesos de la sociedad.

Wilson, el sociobiólogo

Para una inmersión suficiente en los temas más notables de la biología del presente siglo, resulta recomendable la lectura de Sociobiología, de Edward Wilson, el ya mencionado Contrato Social de Robert Ardrey y La doble hélice de James Watson. Este último libro, además de informar sobre los resultados específicos de la determinación de la estructura del ADN, es un recuento del proceso característicamente humano de una competencia feroz por el logro de ese conocimiento. Su lectura contribuye, definitivamente, a la disipación de una cierta visión romántica e inexacta acerca del quehacer científico, al poner al desnudo las pasiones involucradas en una búsqueda nada pacífica del prestigio profesional.

Como en el caso de la física del universo, resultará aconsejable informar a los sujetos de un programa de educación superior no vocacional, acerca de los desarrollos más recientes en materia de las diversas disciplinas biológicas. Por ejemplo, en 1990 hubo de señalarse el primer caso concreto de terapia genético-molecular en la historia de la medicina. En el primer intento por curar una enfermedad de asiento genético, W. French Anderson aplicó las técnicas de la ingeniería genética contra la condición conocida como inmunodeficiencia combinada severa (SCID por sus siglas en inglés), o enfermedad del “muchacho de la burbuja”. La sangre de pacientes de SCID fue extraída para proceder a un cultivo de sus glóbulos blancos. Éstos fueron expuestos luego a la acción de un retrovirus modificado por ingenieros biológicos y que contiene el gen del que los pacientes carecen. El virus infectó a los glóbulos blancos y les transfirió el gen. Las pruebas confirmaron que las células habían comenzado a producir la enzima faltante y que el virus—diseñado para que sea autolimitante—ya no estaba presente en forma infecciosa, por lo que se procedió a reinsertar aquéllas en la sangre de los pacientes.

Esta terapia puede salvar la vida de millares de niños impedidos de recibir el principal tratamiento alternativo, consistente en transplantes de médula ósea. Pero más allá de este efecto específico, la técnica ha abierto el campo hacia su generalización en múltiples otros casos de terapia genética, que seguramente veremos proliferar antes de que el siglo concluya.

 

La persona

“Sea o no que el estudio de la humanidad tenga como objeto propio el hombre mismo, lo cierto es que ése es el único estudio en el que el conocedor y lo conocido son la misma cosa, en el que el objeto de la ciencia es la naturaleza del científico”. (The Great Ideas, A Syntopicon. Britannica Great Books, Tomo 2, Man).

Viniendo de la biología, una primera aproximación al estudio antropológico procede por los caminos de esa ciencia. La psicología más básica es la que describe los procesos fisiológicos de la percepción y la intelección. A este respecto, las investigaciones de este siglo han hecho poco más que una labor anatómica descriptiva de la enmarañada anatomía del cerebro humano. Capítulos particulares abren sendas a la medicina, como en el caso de los recientes avances de la fisiología del dolor. Pero para la comprensión estrictamente entendida de las bases biológicas de los procesos mentales, la ayuda se está buscando ahora por los predios de la informática.

En efecto, la estrategia más englobante consiste ahora en formular modelos informáticos del cerebro que sean, por un lado, compatibles con lo que se conoce de la anatomía concreta de ese órgano y la bioquímica de los procesos nerviosos y, por el otro, con la descripción de esos mismos procesos desde el punto de vista del contenido de la información procesada. Algunos modelos especiales han aportado valiosas intuiciones acerca de los criterios de codificación de la información, como en el caso del modelo de la percepción neurológica del color aportado por Edwin Land. Otras formulaciones, procedentes del análisis de diversas patologías, han tenido éxito en la identificación de “cajas negras” de circuitos neurológicos específicos, de los que se ignora su mecanismo íntimo pero ya se conoce bastante acerca de su “valor agregado” en cada etapa de una secuencia elaboradora de información. Este es un campo al que se agregan cada vez más investigadores, aun prestados de otros campos, como en el caso de Francis Crick, nuestro conocido de la biología molecular y genética.

El desarrollo, por el lado de la teoría de la información, de modelos generales de procesamiento así como los avances en materia de inteligencia artificial, repetimos, parecen constituir la avenida más promisoria para la dilucidación del “misterio de la mente”. Pero en este campo se está relativamente en pañales.

Herr Professor Freud

A otro nivel, el de la psicología propiamente dicha, creemos poder afirmar que el siglo XX no ha producido un cambio paradigmático equivalente al de la introducción del psicoanálisis por Sigmund Freud y su generalización global por mano de Carl Gustav Jung. A partir de sus fundamentales aportes, lo observable es una proliferación de enfoques parciales con intención usualmente terapéutica y de valor dudoso. Es posible que algunos enfoques, tales como los esquemas del llamado análisis transaccional, puedan resultar de alguna utilidad en el manejo de las relaciones interpersonales. Puede suponerse que es necesario avanzar mucho más en materia de la bioquímica de los procesos psicológicos, como lo postula la corriente de la “psiquiatría ortomolecular”. Pero después de un inventario completo del desarrollo de la psicología en este siglo, poca cosa de valor queda una vez que ha logrado identificarse a los discursos que logran efímeras modas de relativa fama terapéutica y que continúan manejando categorías conceptuales vis­tosas, pero tan inasibles como la noción de “autoestima”.

Resulta paradójico, pues, que del sujeto de conocimiento que más tenemos a la mano, poseamos el conocimiento menos sólido y más debatible. Es por esto que recomendaríamos una estrategia deliberadamente fragmentaria y asistémica para el asedio del tema de la persona en un programa de educación superior no vocacional.

En primer término, creemos conveniente exponer a los alumnos de un programa tal a situaciones experimentales o ejercicios en materia de, por ejemplo, procesos de comunicación humana. Un simple ejercicio de transmisión secuencial de información entre los integrantes de un aula puede arrojar una invalorable apreciación práctica de problemas de la teoría de la información.

En segundo lugar, el discurso freudiano tiene bastante de obsoleto, al haber sido construido, inevitablemente, a partir de casos psicológicos de personas que vivían en la Europa de su época. De ese momento a nuestros días el estilo de vida promedio ha experimentado profundos cambios, así como los valores y las ideologías. Las patologías igualmente han variado. La lectura del libro de Rollo May, El amor y la voluntad, puede revelarse como útil a la hora de juzgar, tanto lo residualmente valioso de las tesis de Freud, como la agenda de nuevos problemas a los que se enfrenta la psicología contemporánea a causa de las aceleradas transformaciones de la sociedad moderna.

Por último, nos interesa el estudio de la persona inmersa en su ambiente social y, por tanto, la interacción de la psiquis individual con las estructuras y procesos del nivel societal. A este respecto la obra de David McClelland resultará ilustrativa, ya que no definitiva. Por una parte, sus estudios comparativos sobre el tema de la motivación al logro en diversas culturas conducen a una explicación plausible de algunos aspectos del desarrollo económico de la época industrial. Más tarde, McClelland profundizó en Power: the inner experience, sobre el asunto de las relaciones de poder. En este importante estudio, McClelland rescata un valor operativo en algunas nociones de Freud sobre la maduración por fases de la personalidad.

Lamentamos no poder ofrecer una lista más extensa de textos o de temas, pero insistimos en la noción de que la psicología, como otras ciencias colegas entre las disciplinas del hombre o de la sociedad, es una ciencia que después de Freud y Jung poco puede exhibir como conocimiento sólidamente establecido. Lo que sí resulta posible, y seguramente útil, es exponer a la atención del alumno un inventario de nociones o hechos puntuales de la psicología y, en algunos casos, de aplicaciones prácticas de ese conocimiento. Por ejemplo, temas como la percepción subliminal, las personalidades autoritarias y su patología, recientes avances en materia de la psicología de lo cognoscitivo (más acá de la obra de Jean Piaget), el proceso de cambio actitudinal (modelos de Festinger y de disonancia cognoscitiva), etcétera, pueden ser de utilidad dentro de un conjunto algo abigarrado de aproximaciones al problema de la persona.

 

La sociedad

A pesar de que las llamadas ciencias sociales, como la psicología, carecen en general de paradigmas de universalidad equivalente a los considerables dentro de las ciencias físicas, una vez que se abandona la dimensión individual para salir al campo de lo societal, el discurso posible se hace más consistente. Creemos conveniente, en términos de un programa como el que nos ocupa, la consideración de lo societal desde dos puntos de vista. Uno, al que llamaremos sociológico, tiene una intención más descriptiva. El otro, al que denominamos político, viene signado por una intención activa de operación consciente sobre la sociedad.

Desde el punto de vista sociológico, se hace posible un estudio “estático” de la sociedad y sus formas características, y un estudio “dinámico” centrado sobre el problema del cambio social. En general, preferimos este último enfoque. Sin despreciar las valiosas intuiciones de un enfoque estructuralista, la sola consideración de que somos actores participantes en una época de aceleradísimo cambio social, nos impele a recomendar el estudio de unos cuantos temas sociológicos desde una perspectiva dinámica o evolutiva.

McClelland: poder, afiliación o logro

Es por esto que nuestra primera recomendación es la de dedicar un tiempo significativo al estudio de la explicación weberiana del desarrollo capitalista, a partir de la internalización de una ética protestante. (La ética protestante y el origen del capitalismo). De inmediato, el esquema weberiano es estudiable en los trabajos del ya nombrado David McClelland. En La sociedad del logro, McClelland “operacionaliza” las nociones de Weber y logra mediciones empíricas corroborativas mediante el empleo de técnicas proyectivas de la psicología y del llamado “análisis de contenidos”. El trabajo de McClelland es particularmente pertinente al caso venezolano, además, porque sus técnicas fueron empleadas en el análisis de textos de la educación primaria en Venezuela y en tests suministrados a conjuntos muestrales de escolares en nuestro país, con resultados altamente significativos.

El segundo texto cuyo estudio recomendamos es La Tercera Ola, del ensayista norteamericano Alvin Toffler. Su virtud principal reside en el hecho de proporcionar un esquema de conjunto operacionalmente coherente sobre la evolución de la civilización en fases nítida y justificadamente distinguibles desde el punto de vista conceptual. La “tercera ola” es la fase en la que nos hallaríamos inmersos, signada como una era de la información y del predominio de las llamadas altas tecnologías. Los cambios societales permitidos por estas tecnologías son profundos y extensos: la planetización de la economía, que es tema del día en círculos gerenciales, puede ser vista en este contexto como resultado de la intercomunicación que se ha desarrollado en las últimas décadas del siglo. No hay duda de que semejante transformación implicará, como se ha observado ya recientemente, cambios políticos igualmente importantes.

Un complemento a esta visión de Toffler puede obtenerse en los libros de John Naisbitt—Megatendencias I y II—que constituyen una forma más manual de presentar, en el fondo, el mismo tema. No son desdeñables tampoco, aunque más antiguos, los ejercicios de predicción del finado Hermann Kahn—El año 2000, Los próximos 200 años—puesto que contienen discusiones de mayor profundidad sociológica que las presentadas en los textos de Toffler y Naisbitt, de tono más divulgativo.

Finalmente, a un nivel algo más restringido al ámbito de las corporaciones y otras organizaciones, los textos de Peter Drucker—especialmente La nueva organización—son un aporte útil para la comprensión de los impactos que procesos tales como la informatización, causan sobre el modo de estructurar las relaciones del trabajo del hombre.

A título de inventario de hechos que requieren interpretación, consideramos útil dar al alumno de este programa información suficiente sobre algunos de los avances tecnológicos más recientes: inteligencia artificial, transmisión de señales por vía óptica, nuevos materiales cerámicos y nuevas aleaciones, materiales con memoria dimensional, superconductividad, televisión de alta definición, biónica y bioingeniería, manufactura en ambientes de gravitación nula, etcétera. Cada uno de ellos enriquece más aún la gama de transformaciones sociales que serán necesarias para alojarlos y aprovecharlos cabalmente.

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Desde el punto de vista político, esto es, desde la perspectiva de la actividad del hombre en la solución de problemas de carácter público, es importante llamar la atención al hecho crucial de una crisis en los paradigmas políticos operantes.

El texto de John R. Vásquez, The power of power politics (sin traducción castellana), destaca la crisis de ineficacia explicativa y predictiva del paradigma que concibe a la actividad política como proceso de adquisición, intercambio y aumento del poder detentado por un sujeto de cualquier escala. (Individuo, corporación, estado). Aun cuando su investigación se centra sobre la inadecuación de esa visión en el campo académico de las ciencias políticas, este fenómeno tiene su correspondencia en el campo de la política práctica. (A fin de cuentas, lo que la baja capacidad predictiva de ese paradigma significa es que en la práctica política el estilo de la Realpolitik parece, al menos, haber entrado en una fase de rendimientos decrecientes).

Yehezkel Dror ha aportado un enfoque diferente. Dejando de lado el enfoque tradicional de la ciencia política, su interés se desplaza al de las ciencias de las políticas (policy sciences en lugar de political sciences). Por este camino ha podido proporcionar un bien estructurado esquema de los modos concretos de arribar, con una mayor racionalidad, a “mejores soluciones” para problemas de carácter público. Es recomendable, al menos, el estudio de su libro Design for policy sciences.

La crisis del paradigma de la Realpolitik, junto con el despliegue de nuevos métodos para el análisis y configuración de las decisiones públicas debe desembocar en una nueva con ceptualización de la actividad política. A nuestro juicio, el crecimiento de la informatización de la sociedad en su con junto, exigirá un cambio importante en el modo de legitimación de los actores políticos. Un caso ilustrativo es el de la crisis del Partido Demócrata de los Esta dos Unidos de Norteamérica. William Schneider, en Para entender el neoliberalismo, describe el cambio de este modo: “…la división era entre dos maneras distintas de enfocar la política, y no entre dos diferentes ideologías.”… “La generación del 74 rechazó el concepto de una ideología fija”… ”En The New American Politician el politólogo Burdett Loomis emplea el término empresarial para describir la generación del 74.”… ”De una manera general, los nuevos políticos pasaron a ser empresarios de política que vincularon sus carreras a ideas, temas, problemas y soluciones en perspectiva.” … ”Adoptaron el punto de vista de que las cuestiones políticas son problemas que tienen respuestas precisas, a la inversa de los conflictos de intereses que deben reconciliarse”.

En Venezuela el modelo de la reconciliación, de la negociación, del pacto social o de la concertación, resulta ser todavía el modelo político predominante. En análisis relativamente modernos, como en el caso del difundido trabajo del IESA—El Caso Venezuela: una ilusión de armonía—la recomendación implícita es la de continuar en el empleo de un modo político de concertación, al destacar como el problema más importante de la actual crisis el manejo del conflicto.

Tal vez porque la etapa democrática venezolana es de cuño tan reciente, haya una resistencia, por ejemplo, al planteamiento de una “reconstitución política”. La Constitución de 1961 es un hecho cronológicamente reciente. Como tal se la percibe como si fuese un dechado de modernidad, cuando en verdad viene a ser la última expresión de un paradigma político agotado.

Dror, el político inteligente

Es por esto que resulta aconsejable incluir en un programa de estudios superiores no vocacionales una discusión sobre las nuevas direcciones y concepciones del quehacer político. Entre éstas, valdrá la pena, a nuestro juicio, examinar el nacimiento de una concepción “médica” de la actividad política, cuyo antecedente más próximo es la afirmación de Dror: “Policy sciences are in part a clinical profession and craft”.

La política no es una ciencia: es una profesión. Es un arte, un oficio. Como tal, puede aprenderse. Del mismo modo que la medicina es una profesión y no una ciencia, aunque de hecho se apoya en las llamadas “ciencias médicas”, que no son otra cosa que las ciencias naturales enfocadas al tema de la salud y la enfermedad de la especie humana. Es así como la política debe ser entendida como profesión, aunque existan ciencias “políticas”, como la sociología, exactamente en el mismo sentido en que el derecho es una ciencia y la abogacía es lo que resulta ser la profesión, el ejercicio práctico.

La informatización acelerada de la sociedad, con su consiguiente aumento de conciencia política de las poblaciones, está forzando cambios importantes en los estilos de operación política. El Glasnost, más que una intención, es una necesidad. El previo modelo de la Realpolitik requería, para su operación cabal, de la posibilidad de mantener, discretamente ocultas, la mayoría de las decisiones políticas. Como hemos visto recientemente, hasta las operaciones que son intencionalmente diseñadas para ser administradas en secreto, son objeto de descubrimiento, casi instantáneo, por los medios de comunicación social.

Son condiciones muy diferentes aquellas que definen el contexto actual del actor político. El tiempo que separa la acción política de la evaluación política que de ella hacen los gobernados se ha acortado considerablemente, por señalar sólo uno de los cambios más determinantes. Es así como esta actividad humana atraviesa por un intenso período de reacomodo conceptual.

Si el paradigma médico puede servir para una reformulación de la actividad política, el concepto de qué es lo que puede ser descrito como una “sociedad normal” resulta ser noción central de todo el tema. Se trata de limpiar de carga ideológica y de pasión el acto evaluativo sobre el estado general de una sociedad determinada.

Por ejemplo, una definición de sociedad normal se verá expuesta a cambios de significado con el correr del tiempo, así como la definición de “hombre sano” ha variado en el curso de la historia. No puede ser la misma concepción de salud la prevaleciente en una sociedad en la que la esperanza de vida alcanzaba apenas a los treinta años, que la que es exigible en una que extiende la longevidad con las nuevas tecnologías médicas.

Del mismo modo, una cosa era la “sociedad normal” alcanzable a fines del siglo XVIII y otra muy distinta la asequible a las tecnologías políticas de hoy en día. Por ejemplo, es innegable el hecho de que la mayoría de las naciones del planeta exhiben una distribución del ingreso que dista bastante de lo que una “curva de distribución normal” describiría. Igualmente, la intensidad democrática promedio, aún en naciones desarrolladas, está bastante por debajo del grado de participación que las tecnologías de comunicación actuales permitirían.

Convendrá discutir, en el seno de este programa, sobre el tema de los límites psicológicos, tecnológicos y económicos de la democracia.

Psicológicos, porque no es dable pensar en una reedición literal de la asamblea griega clásica, en la que la agenda total de las decisiones públicas atenienses era manejada por la “totalidad” de los ciudadanos. Hay límites a la idoneidad del procedimiento democrático y hay decisiones, la mayoría de ellas técnicas, que son indudablemente mejor manejadas por los especialistas.

Tecnológicos, porque es la tecnología la que dibuja el borde de lo que es posible en principio. El avance de las redes de comunicación permite prever una mayor frecuencia de procedimientos de referéndum para una mayor gama de decisiones públicas. Y al entreverse la posibilidad la presión pública por acceder a ese grado de participación no se hará esperar.

Económicos, porque obviamente las instituciones políticas tienen un costo de inserción y un costo de operación. No es posible hacer todo.

Pero en cualquier caso, el cambio de paradigma político está en proceso. Retornamos a Schneider: “Los que solucionan problemas viven en una cultura política altamente intelectualizada que respeta la pericia y la competencia. Esto no significa que practiquen una política libre de valores. Varios miembros de la generación del 74 a los que entrevisté se sentían ofendidos cuando se les calificaba de tecnócratas, y prácticamente cada uno de ellos hacía demasiado hincapié en su compromiso con los valores liberales. Sin embargo, no los distinguen sus valores sino su manera de enfocar la política. Los que solucionan problemas practican una política de ideas. Los demócratas más tradicionales se consideran defensores; la suya es una política de intereses.”

Creemos que sería inconveniente enseñar, a los alumnos de un programa que aspira a ser distinguido por su contemporaneidad, una política que sólo se concibe como conciliación de intereses, cuando justamente esa política está dando paso a una política de ideas y soluciones.

 

El metauniverso

Un paseo por los temas precedentes, independientemente de la profundidad con que se emprenda, habrá dejado de lado las acuciantes preguntas finales que habitualmente son el predio de la filosofía y la teología. Consideraríamos fundamentalmente incompleto un programa de educación superior que las eludiese intencionalmente.

Sería sorprendente que la turbulencia detectada, a fines del siglo XX, en prácticamente toda parcela del conocimiento de la humanidad, estuviera ausente de cuestiones tales como el sentido del mundo y el significado último de la existencia humana. Es cada vez más frecuente encontrar, por otra parte, en los diagnósticos que intentan establecer las causas de la erosión institucional y la patología de la conducta societal, una referencia a una crisis de los valores. Sería igualmente sorprendente que la solución a ésta mentada crisis de los valores, a diferencia de la orientación futurista que hemos emprendido en relación con los tópicos previos, fuese a encontrarse en una vuelta a imágenes que fueron funcionales en un pasado.

Pero no se trataría en un programa como el que esbozamos de vender una filosofía, una teología o una religión particulares. Se trataría, en cambio, de afrontar decididamente la temática, de explorarla en conjunto, de discutirla. Por fortuna, también en este territorio es posible echar mano de textos útiles para una deliberación informada sobre el tema.

Teilhard, paleontólogo de Dios

En primer lugar, es nuestra decidida recomendación la lectura de El Fenómeno Humano, del jesuita francés Pierre Teilhard de Chardin. Como él mismo se cuida de dejar claramente asentado en su introducción a esa obra, su punto de partida no es místico o teológico. Su perspectiva es fenomenológica, basada sobre su experiencia directa como paleontólogo. Y a pesar de que ese importante texto se encuentre desactualizado en más de un dato desde el punto de vista de la empírica paleontológica, su esquema de conjunto continúa siendo un sugestivo y estimulante discurso sobre el sentido del universo.

En una vena diferente están las ideas de Edward Fredkin, profesor de ciencias de la computación en el Instituto Tecnológico de Massachussetts. Fredkin no ha escrito libros, pero sus ideas sobre el universo, expuestas en varios cursos que dicta en el instituto mencionado, han sido recogidas en otras obras, entre otras, en Three Scientists and Their Gods: Looking for Meaning in an Age of Information, escrita por Robert Wright.

Fredkin postula que el universo es semejante a una computadora colosal en la que corre un programa diseñado para responder a una pregunta de Dios. Reporta Wright: “Pero entre más charlamos, Fredkin se acerca más a las implicaciones religiosas que está tratando de evitar. «Me parece que lo que estoy diciendo es que no tengo ninguna creencia religiosa. No sé qué hay o qué podría ser. Pero sí puedo afirmar que, en mi opinión, es probable que este universo en particular sea una consecuencia de algo que yo llamaría inteligencia.» ¿Significa esto que hay algo por ahí que quisiera obtener la respuesta a una pregunta? «Sí» ¿Algo que inició el universo para ver que pasaría? «En cierta forma, sí.»”

La visión de Fredkin es una nueva versión de las ya frecuentes identificaciones o correspondencias entre lo físico y lo informático. Todavía es al menos una curiosidad insólita, si no un misterio más profundo, que la forma matemática de la ecuación de la entropía térmica sea exactamente la misma de la ecuación fundamental de la teoría de la información, formulada por Claude Shannon en los años cuarenta de este siglo. La computadora cósmica de Fredkin tendría que operar, entre otras cosas, dentro de algoritmos fractales que generarían con el tiempo el “caos” del universo observable.

Dios sería, entonces y entre otras cosas, una memoria infinita, un “RAM” inagotable que preservaría, en estado de información completa, el origen y el acontecer del cosmos.

Parece ser una experiencia reiterada de la ciencia el toparse, en el límite de sus especulaciones más abstractas, con el problema de Dios. Puede que sea un importantísimo subproducto de la actividad científica moderna el de proporcionar imágenes para la meditación sobre un Dios al que ya resulta difícil imaginar bajo la forma de un ojo en una nube o una zarza ardiendo. Un Dios informático para una Era de la Información.

Otras intuiciones pertinentes nos vienen, como de contrabando, junto con el tema de “los otros”: la presencia de otros seres inteligentes en el universo. Los astrofísicos consideran muy seriamente la posibilidad de vida inteligente extraterrestre. En realidad, dado el gigantesco número de estrellas y galaxias, contadas por centenares de millones, la hipótesis de que estamos solos en el cosmos resulta, decididamente, una conjetura presuntuosa.

Hasta ahora no hay resultado positivo de los incipientes intentos por establecer comunicación con seres extraterrestres, a pesar de la seriedad científica de tales intentos. (Por ejemplo, el proyecto OZMA, que incluyó la transmisión hacia el espacio exterior de información desde el gran radiotelescopio de Arecibo, en Puerto Rico, en códigos que se supone fácilmente descifrables por una inteligencia “normal”).

¿Qué consecuencias podría esto tener para, digamos el paradigma cristiano, hasta cierto punto asentado sobre una noción de unicidad del género humano en el universo? Aun antes de cualquier contacto del “tercer tipo”, la mera posibilidad del encuentro ejerce presión sobre los postulados actuales de al menos algunas—las más “personalizadas”—entre las religiones terrestres.

Un robot con ciudadanía

En otra dirección, ¿qué alteraciones impensadas podrían producirse en el sentimiento trascendental y religioso del hombre si efectivamente se llegara a construir “inteligencias artificiales” operacionalmente indistinguibles de la de un ser humano? ¿Qué nuevas nociones éticas, qué nuevas figuras de derecho requeriría un hecho tal? ¿Tal vez una bula pontificia que declare—como en Short circuit II, la película reciente—la “humanidad” de estos seres sintéticos? ¿Sería admisible su esclavización? ¿Es la especie humana la última fase de la evolución biológica, o será una nueva especie una combinación de metales y cerámicas que hayamos programado con inteligencia y con capacidad de autorreproducción?

O, una reflexión ulterior y mucho más radical, sugerida por la hasta hace nada impensable capacidad de alteración artificial del material genético. Nuestra idea firmemente acendrada es la de que habitamos un ambiente cósmico que obedece a unas leyes inmutables. ¿No habrá allá, en un remoto futuro de la humanidad, así como hoy alteramos a voluntad “las leyes de la vida”, la posibilidad de que modifiquemos incluso las leyes de la física, de que variemos la magnitud de una constante universal, y con ello alteremos el propio tejido del universo o demos origen, más aún, a un universo completamente nuevo?

Son cuestiones todas éstas que estimamos saludablemente planteables a inteligencias en procura de una educación superior.

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UN NUCLEO INSTRUMENTAL

Un objetivo fundamental de este programa de educación superior, tal vez más profundamente pedagógico que el de ofrecer las nociones más recientes sobre el hombre y su universo, sea el de proporcionar las herramientas útiles al desempeño intelectual. En efecto, transferir contenidos incurre inevitablemente en la subjetividad de la selección de lo que se transmite. En cambio, dotar a un hombre de herramientas para el aprendizaje, para la operación intelectual, es de hecho una donación más liberadora.

El objetivo es formulable de la manera siguiente: se trata de convertir un mal aprendedor en un buen aprendedor, siguiendo la terminología de Neil Postman y Charles Weingartner. Estos autores señalan, entre los rasgos de un buen aprendedor, su apertura mental, la nula incomodidad que sienten al formular preguntas, su disposición al reconocimiento de la propia equivocación, su placer de encontrarse en situación de aprendizaje. Obviamente, un buen aprendedor posee, además, el dominio de ciertos métodos y técnicas que hacen eficiente el proceso de absorción y elaboración de conocimiento.

El proyecto Lambda patrocinado por la Fundación Neumann, mencionado al inicio de esta tesis, demostró convincentemente que la posesión de estas técnicas es la clave para el desempeño intelectual adecuado de un estudiante de educación superior. Igualmente, que tales técnicas y métodos son pefectamente inventariables y reconocibles, y que, finalmente, son enseñables con relativa facilidad.

En esta sección propondremos un programa que incluye lo que, a nuestro juicio, deben ser las herramientas básicas a adquirir dentro de un núcleo de actividades instrumentales.

En primer lugar, son de alta utilidad práctica las técnicas que permiten aumentar la capacidad de absorción y retención de información bruta. Estas son, principalmente, las técnicas de lectura veloz, las de memorización, las de esquematización y las de lectura interpretativa. Son obvias las ventajas de una lectura rápida en un mundo rápido, en el que la cantidad de información disponible prolifera exponencialmente. La memorización es eficiente porque también resulta más rápido el acceso a la información depositada en el cerebro humano que en el medio de grabación y reproducción más veloz del más veloz de los computadores. La esquematización es ejercicio importante y conveniente porque permite asir la estructura de un discurso, facilita las operaciones lógicas y críticas posteriores sobre el mismo y comprime la cantidad de información que es necesario memorizar. Finalmente, la lectura interpretativa no consiste en otra cosa que la comprensión correcta de lo que se ha leído, lo que, parecerá difícil de creer, es algo para lo que el bachiller venezolano promedio está impreparado para lograr. Cada una de estas cuatro habilidades es enseñable con facilidad y al menos sobre las dos primeras existe suficiente literatura descriptiva.

En un nivel ulterior se encuentran las operaciones de transformación y elaboración intelectual. En la base de estas operaciones se conseguirá a la operación de descripción y a la operación de definición. Es sorprendente, pero también acá el bachiller venezolano es marcadamente deficiente. Se ha demostrado que basta ejercitarse en problemas de descripción y definición para alcanzar un nivel de suficiencia a este respecto.

Los ejercicios de clasificación son similares a los de esquematización o están incluidos en éstos, y conviene practicarlos para ser capaz de verter en forma condensada un discurso propio y para facilitar un análisis de la consistencia de lo que se dice.

En esto último cumple el papel esencial la capacidad de razonamiento ordenado. Los modos de razonamiento cotidiano incurren con mucha frecuencia en aberraciones del raciocinio fácilmente evitables, si se llega a adquirir familiaridad con los principales esquemas de razonamiento. En este punto, el raciocinio normal puede ser razonablemente descrito por una lógica del tipo aristotélico y escolástico. No obstante, no es de despreciar una cierta familiarización con los principios básicos de la lógica simbólica, principalmente con los primeros niveles del cálculo proposicional, aunque es recomendable el conocimiento de al menos la nomenclatura básica de la lógica modal, la lógica temporal y la lógica de la preferencia.

Fórmulas bien formadas y prueba

Ya nombrados, los juegos de la serie WFF’n Proof, como el que lleva este mismo nombre o Queries and Theories, son herramientas didácticas fácilmente asequibles a la instrucción y prácticos modos de familiarización con la lógica formal y el método general de la ciencia. (En un extremo del refinamiento, y dependiendo del tiempo dedicable a este programa de educación superior, sería interesante el aprendizaje de Loglan, lenguaje ya mencionado como desarrollo de James Cook, y cuyos manuales y diccionarios son obtenibles comercialmente). Dentro de la serie WFF’n Proof, un juego particularmente interesante es el llamado Propaganda, cuya finalidad es la de enseñar a detectar instancias de razonamiento defectuoso.

En otra familia de técnicas están aquellas que pretenden desarrollar habilidades creativas o inventivas. Edward De Bono, autor del concepto de “pensamiento lateral” (lateral thinking), es el autor más conocido a este respecto y ha publicado más de un libro dedicado a la descripción de sus técnicas para el pensamiento no convencional. Para la creación en grupo y el fortalecimiento de la disposición al trabajo en equipo, convendrá incluir ejercicios de brainstorming, en los que se estimula la proliferación de ideas dirigidas a resolver un problema.

Luego, consideramos importante y conveniente exigir a los alumnos de este programa la confección de “escenarios” o la detección de “atractrices” sociales, como modo de hacerles pensar en el futuro de un modo no lineal y más realista.

En otro reino distinto, es de alta importancia estratégica que los alumnos puedan aprender a valerse de computadores para su trabajo intelectual. Los computadores, a los que más propiamente debiera llamarse “asistentes cerebrales electrónicos”, potencian grandemente la rapidez y capacidad del trabajo mental.

A este respecto es nuestra experiencia que el mejor modo de enseñar el uso de computadoras es el de enseñar sobre problemas concretos formulables o resolubles mediante aplicaciones en software, antes que comenzar por generalidades más abstractas de la estructura y forma de operación de un computador. Sugeriríamos la instrucción directa con los siguientes ejercicios: modelación de un presupuesto de ingreso y gasto en una hoja electrónica de datos, construcción de una base de datos, escritura de un texto con auxilio de un procesador de palabras, creación y manipulación de figuras en un programa de procesamiento de imágenes, diseño y montaje de diferentes documentos, textuales y gráficos, en páginas generadas en una aplicación editorial.

En nuestra opinión, la enumeración precedente constituye una dotación instrumental suficiente para el aprovechamiento pleno de un programa de educación superior no vocacional.

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LOS EMPAQUES Y SUS ESTRATEGIAS

Un programa como el anteriormente descrito, tanto en su aspecto epistémico como en su aspecto instrumental, es desarrollable, y en algunos casos complementable por otras actividades, en diversos tipos de cursos, diferentes duraciones e intensidades.

 

Un colegio superior de estudios generales

Lo preferible sería, por razones de profundidad y asimilabilidad, disponer de varios años para un programa tal. Se trata de la noción del college, de un colegio superior de estudios generales, pensado como una ruta genérica y distinta a la de nuestra licenciatura tradicional hacia posteriores ciclos de profesionalización.

Creemos que resultaría muy suficiente un colegio superior de tres años de duración. Este tiempo, inferior al college norteamericano de cuatro años, se justifica en términos de tres razones. Primera, la duración de tres años toma en cuenta la diferencia entre el bachillerato venezolano, nivel requerido para ingresar a este programa, y el high school norteamericano. Segundo, guarda relación con la duración de los programas en los institutos universitarios tecnológicos del sistema de educación superior en Venezuela, y por tanto facilitará el manejo jurídico de su definición e inserción en éste, al producir una figura análoga al nivel acordado a esos institutos. Tercera, puede beneficiarse de una mayor eficiencia o productividad del modo didáctico, lo que permite una compresión del tiempo necesario a la enseñanza. (El proyecto Lambda probó con éxito una estrategia de “cima de pirámide” en cursos sobre disciplinas particulares. Por ejemplo, en un curso sobre termodinámica, en lugar de seguir el esquema secuencial típico de consideración in extenso de tema por tema, se procedió a definir todo el conjunto de los conceptos y magnitudes básicas de esa ciencia en una o, a lo sumo, dos clases, para proceder luego con un esquema secuencial. El experimento reveló que la estrategia mencionada permitió cubrir el programa completo, con un excelente nivel de comprensión, en un tiempo menor que el acostumbrado).

En el programa de un colegio superior de este tipo sería posible complementar la educación epistémica e instrumental con actividades de educación estética o expresiva y actividades deportivas. El arte y el deporte son, además de muchas otras cosas, canales de aprendizaje y expresión distintos a los de la actividad intelectual propiamente dicha, pero no por eso dejan de ser actividades valiosas, a las que un programa más completo de educación superior debe tomar en consideración.

Sería importante que nuestro colegio fuese reconocido como conducente de modo directo a un nivel de postgrado. Esto es, si a un egresado de un colegio así le fuese exigida adicionalmente una licenciatura para tener acceso a cualquier postgrado, tal cosa atentaría contra el atractivo del programa y dificultaría su “mercadeo”. Es indudable que para más de un postgrado dentro de algunos campos profesionales, el programa de estudios superiores no vocacionales resultaría un canal de acceso inadecuado. Pero para muchos casos podría ser una preparación más que suficiente, y para otros debería bastar un año de estudios especiales que, otra vez, con técnicas de compresión temporal, equiparara al egresado del colegio general a cualquier licenciado para propósitos de prosecución de estudios de postgrado.

Esto último implicaría un conjunto considerable de cambios en la estructura de la educación superior en Venezuela, en cualquier caso necesarios. Pero dada la baja factibilidad de tales cambios a corto plazo, en razón de lo tradicionalmente refractario y conservador de nuestro sistema educativo, en razón de la “permisología” o “permisería” que habría que vencer, otra estrategia, aplicable de inmediato, sería preferible.

Un posible puerto de llegada

Nuestra recomendación consiste en obtener la admisión de los egresados del colegio superior de estudios generales en dos institutos de postgrado de reconocida calidad en el país. Se trata del Instituto de Estudios Superiores de Administración, IESA, y el Centro de Estudios de Postgrado del Instituto Venezolano de Investigaciones, IVIC.

Ambos son centros relativamente anómalos y hasta cierto punto fuera del sistema convencional de educación superior en Venezuela. El IVIC, por ejemplo, a pesar del alto nivel de sus cursos, debió recurrir a las designaciones en latín de magister y philosophus scientiarum porque no le fue concedido conferir títulos de doctor. Pero ambos son, seguramente, los centros más prestigiosos de educación de postgrado en el país.

No vemos mayor dificultad en la posibilidad de interesar a ambas instituciones en discutir la admisibilidad en sus cursos de los egresados de un colegio de estudios generales como el planteado en este trabajo. Por ejemplo, el IVIC admite a sus cursos a egresados de licenciaturas no solamente científicas, sino a licenciados en educación con mención en alguna ciencia, los que naturalmente poseen una preparación menos extensa que la de los licenciados científicos.

Sería grandemente ventajoso, por lo demás, que fuesen una institución educativa del sector privado y una del sector público, las que certificasen la calidad del programa propuesto. Ambas instituciones, más aún, pueden participar con sus especificaciones en el diseño curricular en detalle del colegio superior de estudios generales.

Otra institución interesada en enfoques de esta naturaleza es la Fundación Gran Mariscal de Ayacucho, en su actual concepción estratégica. Entendemos que FUNDAYACUCHO procura, por decirlo de algún modo, refinar su puntería a la hora de adjudicar sus becas de estudio. De allí su activo patrocinio al llamado Proyecto Galileo, otro intento en la dirección de una mejora cualitativa de la educación superior venezolana. Sugerimos que una proposición perfectamente presentable a esta fundación, compatible con su actual orientación, sería la de que esa institución garantizara becas de postgrado al cuartil superior de los egresados del colegio superior de estudios generales. Una garantía de esa naturaleza sería un incentivo extraordinario a la inscripción en el programa.

Una estrategia complementaria, todavía de mayor impacto en la estructura de la educación superior en Venezuela, sería la de establecer postgrados “propios” de profesionalización que recibieran directamente los egresados del colegio no vocacional. Una elección interesante podría ser la de un postgrado en política, entendida según las definiciones del capítulo epistémico, y dirigida a producir capacidades en la actividad de formulación, diseño, análisis y administración de políticas. Un postgrado de este tipo puede también aumentar su utilidad social al hacer que sus alumnos, en una orientación de educación en el trabajo (on the job training), participen en proyectos de investigación y desarrollo de políticas, sea que autónomamente sean seleccionados por la institución, sea que respondan a demandas específicas de clientes concretos.

Pero un postgrado todavía más estratégico sería un postgrado en educación, enfocado a formar los profesores que pudiesen impartir, justamente, un programa de educación superior no vocacional. Es más, en otra aplicación del principio de educación en el trabajo, este postgrado podría alojar en su seno al propio colegio de estudios superiores generales. Esto es, así como la Escuela de Administración de Hoteles de la Universidad de Cornell regenta un hotel real, así los estudiantes de este postgrado, inicialmente licenciados (algunos en educación), podrían constituir el profesorado básico del colegio de estudios generales.

De este modo se implementaría en tándem un dispositivo que abarataría los costos de matrícula del colegio general superior, puesto que sus profesores “pagarían” por enseñar, en lugar de cobrar por enseñar. Es por esto que nuestra recomendación, en caso de que se desee llevar a la práctica el proyecto de colegio, es la de que se detone el proceso por el establecimiento del postgrado en primer lugar, a fin de que éste dé origen y cobijo al colegio superior general.

De todas maneras recomendaríamos que la estructura docente de un colegio superior de estudios generales se dividiera en un conjunto de “instructores”, encargados de suministrar la información epistémica básica y la instrucción instrumental, y un conjunto menos numeroso de “maestros”, con la misión más profunda de “hacer pensar” a los alumnos sobre la información recibida por conducto de los instructores. En un esquema de tándem, los alumnos del postgrado en educación fungirían como instructores del colegio superior general, mientras que los profesores del postgrado vendrían a llenar el papel de los maestros del mismo colegio.

Además del núcleo epistémico detallado en capítulo anterior, un colegio superior de estudios generales puede instruir, con mayor profundidad que en el bachillerato, en ciertas disciplinas particulares, por ejemplo, en matemáticas o historia.

Es perfectamente factible que el colegio de estudios superiores generales viniese a ser el modelo y el pivote que se necesita para una reforma a fondo de la educación universitaria en Venezuela. Las universidades venezolanas tienen un costo enorme por duplicación, puesto que en muchas facultades se imparte, en cada una por separado, la enseñanza de ciertas disciplinas elementales o introductorias. Más de una escuela universitaria enseña análisis matemático, o “introducción al método científico”, o “historia de las ideas políticas”. Este modo de organización ha dado lugar, entre otras cosas, a la maraña de las “equivalencias”. La universidad venezolana puede plantearse a sí misma un reacomodo interno que adopte la configuración de un colegio de estudios que sirva a una constelación de escuelas profesionales. Así desaparecería su necesidad de la solución a medias tintas de los “propedéuticos” y “ciclos básicos”, que no son otra cosa que un intento mal disimulado de compensar un bachillerato cada vez más deficiente.

 

Programas compactos

Ahora bien, una escala más asequible a un arranque relativamente breve de un programa de educación superior no vocacional, y fácilmente “mercadeable” como instancia preparatoria de estudios superiores de profesionalización vendría dada por un “programa de enriquecimiento intelectual” de un año de duración. En el lapso de un año es lograble un nivel de inmersión muy significativo en materia del núcleo epistémico descrito anteriormente y una suficiencia en técnicas de aprendizaje.

Los alumnos de un programa tal ingresarían a una suerte de finishing school que les prepararía mucho mejor para la prosecución de estudios universitarios. La escala de un año también permitiría la complementación artística y deportiva, y no constituiría un “retraso” apreciable en el plan de estudios de un estudiante venezolano. Un incentivo similar al sugerido antes para el colegio superior general, vendría dado por una garantía de becas de pregrado, en Venezuela o el exterior, para aquellos alumnos del programa de enriquecimiento intelectual que ocupen el cuartil superior con sus calificaciones. Nuevamente, este auxilio es planteable a FUNDAYACUCHO como algo perfectamente integrable a sus programas, en identificación con sus políticas actuales de inversión en excelencia.

Finalmente, versiones ultracompactas del programa de contenidos descrito más arriba, son ofrecibles en cursos tan cortos como de una semana de duración, variando, por supuesto, tanto el alcance como la técnica pedagógica. Aquí es posible diseñar versiones “abiertas”, para ser administradas, por ejemplo, en sesiones espaciadas a personal de corporaciones públicas o privadas, o versiones “cerradas” de una semana continua de inmersión, las que pueden convenir más a ejecutivos y líderes con dificultades de tiempo. Creemos que no está de más iniciar un ensayo por alguna de estas versiones compactas. El éxito o fracaso del mismo podría determinar la obtención de importantes apoyos a las ideas, más ambiciosas, del colegio superior de estudios generales y del programa de enriquecimiento intelectual de un año de duración.

La estructura más conveniente para la promoción de ideas como las descritas posiblemente sea la de una fundación, por su flexibilidad para la captación de ingresos, bien sea bajo la forma de contribuciones en donación o bajo la forma de ingresos por comercialización legítima de servicios. Creemos estimulable el interés de personas privadas, naturales o jurídicas, así como el de entes públicos responsables por la educación de los venezolanos, en un proyecto de la naturaleza esbozada en estas páginas. Se trataría de proponerse, para la Venezuela a la vuelta del siglo, la instrumentación del mejor nivel posible en la educación superior de sus habitantes, aunque sólo sea a nivel, inicialmente, de los estudios no vocacionales.

Un esfuerzo de tal índole tendría, sin duda, una importante secuela de subproductos de importancia propia, amén de los beneficios explícitamente buscados. Por ejemplo, surge naturalmente de un programa del tipo descrito la edición de colecciones de textos, comentados o no, de los pensadores más notables de este siglo, enmendándole la plana a la Universidad de Chicago y generando, por así decirlo, la colección de los New Great Books. LEA

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