Alfaro mártir

La Verdad

Ahora que Octavio Lepage y Luis Piñerúa Ordaz han cuestionado por escrito la campaña presidencial de Acción Democrática, vale la pena advertir algunas cosas.

Hace ya más de un año que se pensaba que ese partido podía sustentar, como ningún otro partido podía hacerlo, una estrategia de no ganar las elecciones presidenciales. Pensando en profundidad, Acción Democrática podía apostar a un futuro más mediato, en el que su indiscutible predominio regional permitiría la emergencia de nuevas figuras, que por primera vez en muchos años, podían manifestarse con alguna profusión como figuras presidenciables.

Claro, en esos momentos quien parecía irremediablemente encaminada a Miraflores era Irene Sáez y no Hugo Chávez Frías, pero la lectura general permanecía incólume en cualquiera de los dos casos. No parecía que ningún candidato adeco pudiera convertirse en presidente. Ninguno entre los posibles llegó a superar un 2% en las encuestas.

En tales condiciones, que Alfaro Ucero hubiese permitido el combate interno de estas precandidaturas habría sometido al partido a tensiones que su espíritu de hombre de la organización consideraba harto peligrosas. Por señalar un solo punto, las poco definidas posturas de Ledezma respecto del perecismo hubieran reeditado temas que ya habían sido superados con éxito.

Alfaro, estoy persuadido, prefirió sacrificarse él como candidato perdedor antes que permitir una lucha desgastadora que en todo caso no conduciría, con ninguno de los posibles candidatos, al triunfo electoral en diciembre de este año.

De mediados de 1997 data una entrevista a Luis Herrera Campíns en la que el Presidente de COPEI consintió en someterse a un ejercicio análogo a la libre asociación de ideas de la que se sirven los psicólogos. Se le daba una lista de nombres y se le pedía que ofreciera, sin pensarlo mucho, una rápida caracterización de cada uno. Así, cuando le dijeron “Caldera” dijo “reflexivo”, cuando le dijeron “Donald Ramírez” dijo “muy trabajador”. Cuando le nombraron a Alfaro Ucero contestó de inmediato: “un hombre serio”.

Luis Alfaro Ucero no puede ser caracterizado como idealista, o romántico, o como persona que no tiene los pies sobre la tierra. Por lo contrario, su aproximación a las cosas sigue un estilo muy concreto y operativo. Por esto presumo que él mismo sabe perfectamente bien que no ganará las elecciones de diciembre. La conclusión es obvia: Alfaro Ucero se embarcó en la candidatura presidencial para preservar al partido.

Y esto no es una meta despreciable. No lo es cuando todas nuestras instituciones están sometidas al descrédito o la desconfianza, cuando COPEI se desmorona, cuando el carácter aluvional del movimiento chavista y del “Proyecto Venezuela” de Salas Römer no son sustituto de los partidos que tradicionalmente han canalizado la actividad política ciudadana, para no hablar de lo que queda del MAS o la Causa R.

El país necesita y necesitará de las organizaciones políticas para continuar en su proceso democrático. Aquellas que sobrevivan el estrujamiento electoral de 1998 tendrán, so pena de desaparición, que hacer metamorfosis. Pero si algún partido de los tradicionales tiene alguna posibilidad de perdurar es Acción Democrática.

Porque una posible evolución o reacomodo de tendencias políticas en Venezuela puede estar de nuevo encaminada a un bipartidismo en el que Acción Democrática, lo que quede de Convergencia y eso que llaman el “MAS sensato”, sirvan de núcleo a un partido “demócrata” enfrentado a una tendencia más conservadora y aristocrática que hubiera podido nuclearse con el COPEI derechista de Alvarez Paz y Berríos. Eso que Teodoro Petkoff llamó “el entronque histórico” bien pudiera estar por ocurrir en Venezuela.

Y entonces el sacrificio de Alfaro tendría sentido. Los adecos deben recordar que su triunfo electoral de 1995 se debió en no poco, y más allá de la ya apuntada execración de Pérez, al apoyo serio que su partido brindó a la gestión de Rafael Caldera en este su segundo período. Si no hubiera habido una cierta afinidad ideológica, si no hubiera habido un “centro-izquierdismo” común, esta circunstancia no hubiera sido posible.

Creo que convendrá a la dirigencia acciondemocratista preservar estas cosas en la conciencia a la hora de evaluar con profundidad lo que vaya a resultar su desempeño electoral de este año. Le convendrá no perder de vista estas verdades, como le convendrá ver más lejos que lo que la miope visión de Lepage y Piñerúa ha plasmado en su poco constructivo documento.

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Tiempo perdido

La Verdad

El referéndum que hubiera podido consultar la opinión de los Electores venezolanos acerca de la conveniencia de una Asamblea Constituyente, no ha sido, evidentemente, convocado por el Presidente de la República. Como la Ley del Sufragio exigía un mínimo de sesenta días de anticipación, ya no podrá celebrarse el 6 de diciembre de 1998, pues el plazo expiró el pasado 5 de octubre.

Es así como hoy, 10 de octubre de 1998, ya se sabe que el segundo período constitucional de Rafael Caldera concluirá sin que ninguno de los objetivos políticos de su “Carta de Intención con el Pueblo de Venezuela” (noviembre de 1993) haya sido alcanzado.

En efecto, el mencionado documento estipulaba como intención de Rafael Caldera el logro de dos objetivos en “la dimensión política”, a saber, una reforma del Estado a través de una reforma constitucional y “un esfuerzo máximo contra la corrupción”.

La reforma constitucional debía complementar nuestra democracia representativa con una democracia participativa, para lo que debía instituirse, al nivel de la Constitución, la figura de los referenda: consultivos, aprobatorios, abrogatorios y revocatorios. Así, la Constitución reformada permitiría la destitución “del Presidente de la República y demás altos funcionarios mediante el voto popular”, y concedería “al Jefe del Estado la facultad de disolver las Cámaras Legislativas cuando no estén cumpliendo las funciones para las cuales fueron electas”.

La reforma de la Constitución abriría la Cámara de Diputados y las Asambleas Legislativas a los venezolanos por naturalización. Debía dar atención preferente a la administración de la justicia, la que recuperaría la confianza de la sociedad civil mediante las decisiones de una Alta Comisión de Justicia “o una institución equivalente”. Debía colocar a la Policía Técnica Judicial bajo la dirección de la Fiscalía General de la República, debía crear el cargo del Primer Ministro sujeto a censura del Congreso y el del Defensor de Derechos Humanos. Debía revisar y ampliar los capítulos sobre derechos y aclarar “normas respectivas a la afirmación de la soberanía nacional”.

La reforma que estaba en la intención de Rafael Caldera abría la puerta a la inclusión de un mecanismo para convocar a una Constituyente en caso de que “el pueblo lo considerare necesario”, y también establecería “un marco nítido para el funcionamiento de los partidos políticos” asegurando “el más pleno reconocimiento a la voluntad del ciudadano” en el ejercicio del sufragio.

Nada de esto se ha cumplido.

Respecto del segundo objetivo, carezco de información suficiente. He escuchado, eso sí, insistentes versiones, provenientes de muy distintas personas e intereses, acerca de la persistencia de las prácticas a las que Rafael Caldera denunciaba. Así decía: “Se declara una lucha sin tregua contra el nefasto vicio del cobro de comisiones por el otorgamiento de contratos o de licencias o autorizaciones que requieran los particulares. Seré implacable contra los infractores”.

Pero que el presidente Caldera haya dejado transcurrir su período sin que ninguna transformación constitucional se haya producido no ha hecho otra cosa que posponer esa atractriz ineludible. Con el retraso, a lo sumo, lo que se ha logrado es aumentar la probabilidad de que el cambio sea radical y pueda serlo en exceso. Este es el destino inexorable del conservatismo: obtener, con su empecinada resistencia, una situación contraria a la que busca, muchas veces con una intensidad recrecida.

Como tampoco la campaña electoral ha variado el patrón establecido en previas elecciones: el tema programático está, en el mejor de los casos, en un segundo plano. Ahora es cuando el candidato Chávez Frías comienza a mostrar su “programa”, una vez que ha sido atemperado en su intento tardío por parecerse a San Francisco de Asís. El otro candidato con chance, Henrique Salas Römer, ha dicho que presentará el suyo en noviembre, y que sería una “irresponsabilidad” revelar anticipadamente sus intenciones de gobierno.

Así tenemos que Chávez Frías nos entretiene con sus juegos de pelota y sus piñatas con Winnie the Pooh y Salas Römer con las aventuras y desventuras de su caballo Frijolito. Su “legitimación” tiene que ver con encuestas  y las manipulaciones simbólicas, ambas, por cierto, alusivas al pobre Libertador de nuestras tierras. Lo programático es, de nuevo, un asunto secundario. ¿No viene siendo esto, estimados lectores, un clarísimo caso de irrespeto y desconsideración hacia nosotros?

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Payasadas

La Verdad

Creo que es la primera vez que lo hace el diario El Nacional: considerar que es materia de primera página la celebración del primer cumpleaños de una niñita. La “noticia de primera página”, junto con su correspondiente fotografía, remite a un despliegue a página completa de su sección de sociales, en la que más fotos cubren el área de impresión junto con el texto que se estila en estos casos. Sale la niñita fotografiada en brazos de sus “orgullosos padres”, salen fotografiados los más notables entre los asistentes al sarao infantil, y no dejan de ser capturadas por el lente las infaltables payasitas. En fin, una fiesta normal para la gente del Náutico y la Lago o del Country Club de Valencia o de Caracas.

El problema es que el papá de la niñita, ataviado con lujosa camisa y ocasional sonrisa es nada menos que Hugo Chávez Frías, el candidato presidencial más “popular” y que la fiestecita se efectuó en la sede del Círculo Militar de Caracas.

Naturalmente, los niñitos de Chávez Frías crecen y cumplen años. Naturalmente la celebración de esas ocasiones es una entrañable costumbre a la que tienen derecho todos los niños y todos los “orgullosos padres”. El punto curioso es el estilo “clase alta” de la fiesta aludida y el inusitado despliegue que del acontecimiento hizo El Nacional.

Demasiado rápidamente, pienso yo, el patriótico candidato—y no pocos de su séquito—ha admitido “la necesidad” de las camionetas “Blazer”, los trajes de Clement y las piñatas con payasitas. Según él declaró hace unas cuantas semanas, ya se siente en control del poder, y en consecuencia empieza a mostrarnos ya cuál va a ser su estilo de vida en cuanto perciba el primer sueldo presidencial.

Yo no quería creer lo que un amigo me decía insistentemente: que Chávez Frías necesitaba personalmente, en su fuero interno, una reivindicación de clase, un ascenso en la escala social, y que por tanto, más que despachar desde Miraflores lo que verdaderamente ansiaba era residir en La Casona. Pero parece que mi amigo tiene razón y que Chávez Frías, a quien yo pensaba con todo lo que le adverso, más serio y más consistente con su original prédica proletaria, resulta no distinguirse de esos nuevos directores de ministerio que salen a celebrar con güisqui su reciente nombramiento.

¿Qué motivo puede impulsar a El Nacional a publicar con tan gran notoriedad instantáneas del cumpleaños de la pequeña hija de Chávez Frías? No faltará quien diga que ese periódico está ya cuadrado con Chávez Frías. Que el insólito despliegue obedece a que ya lo dan como seguro ganador y la hijita de Chávez Frías ha adquirido dimensiones análogas a las de Chelsea Clinton, cuyo ingreso a la universidad o una enfermedad de su perro ameritan una extensa crónica.

Pero para mí que lo que ha hecho Chávez Frías es caer en una trampa. La astuta trampa de un medio que retrata, inmisericorde y objetivo, el signo más claro de que Chávez Frías, el pretendido líder popular, no es sino más de lo mismo.

Desde estas páginas vaticinamos a Chávez Frías que él no sería Presidente de la República de Venezuela. La base de nuestro pronóstico era suponer que su inevitable exposición a los medios terminaría por mostrarle tal como es en realidad: un demagogo contradictorio y mentiroso.

Hace muy pocos meses que prometió recoger un millón y medio de firmas para convocar a un referéndum sobre la constituyente, como lo permite un nuevo título de la legislación electoral. Ya no habla de eso. ¿Por qué?

Una primera explicación pudiera ser que su pretendida fuerza no es tal, que simplemente no pudo recoger el millón y medio de firmas que prometió. El fracasado “héroe escondido del Museo Militar” fracasó de nuevo y no pudo interesar a los Electores en su proyecto de constituyente.

La segunda explicación posible es de peor calaña: que, de nuevo, se siente ganador y en próxima posesión de la jefatura del Estado, y como la legislación permite que el Presidente de la República convoque al referéndum, ya él, el protoungido Chávez Frías ¡no necesita a los Electores!

Creo que debe tratarse de la combinación de ambas razones. Ni el chavismo es una cosa tan organizada ni Chávez Frías cree en los Electores, a quienes jamás consultó o tomó en cuenta para intentar la ruta quirúrgica cuando el camino médico, democrático, estaba completamente despejado.

Por ahora tenemos a Chávez Frías organizando payasadas, fiesticas con payasitas para que sean reseñadas en las páginas sociales de los periódicos capitalinos. No le viene mal el disfraz a Chávez Frías. Puedo imaginármelo perfectamente con el atuendo de Popy.

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Referendo

El Diario

Según importantes expertos sería preciso reformar la Constitución de 1961 para que pueda convocarse un órgano constituyente, pues hay que preservar el «hilo» de una constitución que sólo prevé reformas y enmiendas según procedimientos expresamente pautados y que además establece en su artículo 250: “Esta Constitución no perderá vigencia si dejare de observarse por acto de fuerza o fuere derogada por cualquier otro medio distinto del que ella misma dispone”.

Pero este artículo se refiere a algo inexistente. El texto de 1961 no dispone de medio ninguno para derogarla. Sólo menciona enmiendas o reforma general. No prescribe medio alguno para sustituirla por conceptos constitucionales cualitativamente diferentes. Y esto sería, a mi juicio, la única razón valedera para convocar una Constituyente: que se requiera un nuevo pacto político fundamental que no pueda ser obtenido como reforma o enmienda del pacto constitucional existente. Si los cambios constitucionales previstos por quienes propugnan la Constituyente pueden ser obtenidos por modificación de las prescripciones vigentes o mera  inserción de prescripciones adicionales, entonces no requerimos una. Bastaría entonces una reforma según lo pautado en el Artículo 246.

¿Puede argumentarse que nuestra actual armazón constitucional necesita, ya no ser modificada, sino sustituida por otra que contemple aspectos que no pueden obtenerse por reforma y que de alguna manera implican un concepto cualitativamente distinto? Sí puede hacerse, y de hecho se ha argumentado así en varias instancias. Baste como muestra referirse a lo que el Dr. Brewer-Carías ha señalado respecto de una posible integración de Venezuela en una confederación política, a la que habría que transferir poderes que actualmente son prerrogativa propia de nuestro Estado. Un cambio de esta naturaleza es claramente algo que no puede ser llamado una reforma, y menos aún una enmienda, que es aquello para lo que el “poder constituyente ordinario” o “derivado” –el Congreso de la República– tiene facultades expresas. Esta es la verdadera razón para la convocatoria de una Constituyente. Los argumentos que visualizan un órgano de este tipo como medio de recambiar el elenco de actores políticos nacionales son un desacierto: para esto es que se ha creado el procedimiento electoral.

La ruta paciente

Ahora bien, dado que es necesaria la Constituyente y que la conveniencia de convocarla puede ser sometida a referendo ¿es necesario reformar la Constitución de 1961 para convocarla aun en caso de que el referendo rinda una decisión positiva?

Quienes así piensan han dicho que la inclusión de un nuevo artículo en el texto de 1961 en el que se prevea la celebración de una Constituyente pudiera incluso ser considerada una enmienda, pero que hacerlo por esta vía causaría un considerable retraso. Las enmiendas aprobadas por el Congreso son sancionadas, a diferencia de las reformas, por las Asambleas Legislativas de los Estados, y a este respecto la Constitución establece que las Cámaras procederán a declarar sancionado lo que haya sido aprobado por las dos terceras partes de las Asambleas, en sesión conjunta del Congreso “en sus sesiones ordinarias del año siguiente”. Es decir, si el Congreso que formulara la enmienda fuese el que se reunirá a partir de enero de 1999, entonces no podría tal enmienda ser sancionada hasta el año 2000, y sólo entonces se podría proceder a elegir los miembros de la Constituyente.

En cambio, los proyectos de reforma estipulados en el Artículo 246, sancionados por la mayoría de los Electores –en el único tipo de referendo previsto en la Constitución de 1961– no requieren un lapso intermedio entre la aprobación por las Cámaras y la celebración del referendo. De hecho, pues, este proceso puede ser más corto que el de una enmienda. El único problema es que añade un segundo referendo y por tanto otro tipo de retraso y un costo mucho mayor. O sea, si la secuencia comenzara por el referendo consultivo de diciembre de 1998 para establecer el deseo de los Electores acerca de la Constituyente, convirtiéndolo, como se ha dicho, en un mandato para que el Congreso del próximo año proceda a la reforma pertinente, esta reforma no entraría en vigencia sino después de un segundo referendo, el que probablemente no podría celebrarse hasta mediados de 1999, para aprovechar el montaje de las elecciones municipales de ese año. Y luego habría que organizar—otro retraso y otro costo—las elecciones de la Constituyente misma.

Hay dos maneras de salvar un retraso tan inconveniente. La primera, manteniendo el punto de la previa reforma constitucional, es que el Congreso de este mismo período celebre antes de diciembre sesiones conjuntas extraordinarias para aprobar un proyecto de reforma en este sentido. Luego de la aprobación—por mayoría simple—en ambas Cámaras, la sesión conjunta puede perfectamente determinar que el referendo sancionatorio se produzca junto con las elecciones presidenciales, en el mismo acto en el que se consultaría ulteriormente si los Electores queremos elegir la Constituyente pautada en la reforma.

Para el referendo que aprobaría la inclusión de la figura de la Constituyente en el articulado de 1961 no hay que sujetarse, pues, a los plazos fijados para los demás referendos. No puede privar una ley sobre la Constitución, y ésta deja a la potestad del Congreso la fijación de la oportunidad. Así, una división del trabajo necesario se insinúa con claridad: el Congreso, simplemente, debe abrir la puerta constitucional a la convocatoria de constituyentes; el Presidente de la República, junto con sus Ministros, procede a consultar a los Electores si queremos convocar una de una vez, la primera “Constituyente constitucional”.

Dicho de otro modo, no se le pide a nuestro renuente Congreso que se pronuncie por la convocatoria; ni siquiera que convoque a un referendo para consultar el punto. Tan sólo se le pide, a unas Cámaras que dejaron transcurrir todo el período legislativo sin iniciativa constituyente, que consagre lo que a todas luces es necesario establecer. Esto al menos nos debe el actual Congreso a los Electores. En este caso podría ahorrarse muy importantes sumas de dinero—en una situación fiscal tan apretada como la nuestra—pues las elecciones de la Constituyente podrían hacerse coincidir con las elecciones municipales de 1999 y su trabajo podría comenzar el mismo año que viene.

Y si el Congreso consintiese, como es su obligación política, en producir la reforma de una vez, haría bien en no postular una Constituyente de composición partidizada. Que los legisladores que eliminaron la uninominalidad para la elección del Senado no la prohíban para la Constituyente. Si, por lo contrario, diseñaran un formato constituyente enfrentado a las aspiraciones más populares, estarían preparando una contradicción prácticamente insalvable en el doble referendo que propongo: la aprobación a la convocatoria de la Constituyente junto con el rechazo a la forma prescrita en la reforma.

La ruta malcriada

Queda una vía más radical, finalmente, para la convocatoria de la Constituyente: derivarla directamente de un referendo que pudiera efectuarse ahora, en diciembre de 1998. Esto es, se prescindiría de la reforma previa en el texto constitucional vigente. ¿Es esto anticonstitucional? Creo que puede argumentarse que el punto es, más bien, supraconstitucional.

En efecto, el Poder Constituyente tiene justamente ese carácter supraconstitucional. Este poder no es otra cosa que el conjunto de los Electores, de los Ciudadanos, del Pueblo. Si en cualquier caso, una reforma constitucional no puede ser promulgada sin el voto favorable del Poder Constituyente, un referendo directo sobre algún punto constitucional es un acto equivalente, en su esencia y en sus efectos, al de un procedimiento convencional de reforma. Si el Poder Constituyente considerase como deseable la convocatoria de una Constituyente, sería inconcebible que el Congreso de la República presentase a ese mismo poder un proyecto de reforma contrario a ese deseo, o que le dijese a los Electores que su deseo supremo no puede ser llevado a la práctica porque no esté contemplado en las actuales disposiciones constitucionales.

Es así como pienso que compete ahora al Presidente de la República argumentar ante el Congreso la necesidad de la reforma, advirtiendo que convocará a referendo para decidir sobre la convocatoria de la Constituyente.

Más aún. Creo que Rafael Caldera merece ser quien haga esa convocatoria. Más allá de las críticas de la más variada naturaleza que puedan hacérsele, el presidente Caldera puede ser considerado con justicia el primer constitucionalista del país. No sólo formó parte de la Constituyente de 1946; también fue quien mayor peso cargó cuando se redactaba el texto de 1961; también fue quien presidió la Comisión Bicameral para la Reforma de la Constitución de 1991; también fue quien expuso en su aludida “Carta de Intención”: “El referendum propuesto en el Proyecto de Reforma General de la Constitución de 1992, en todas sus formas, a saber: consultivo, aprobatorio, abrogatorio y revocatorio, debe incorporarse al texto constitucional”; y también fue quien escribió en el mismo documento: “La previsión de la convocatoria de una Constituyente, sin romper el hilo constitucional, si el pueblo lo considerare necesario, puede incluirse en la Reforma de la Constitución, encuadrando esa figura excepcional en el Estado de Derecho”. Si alguien merece la distinción de convocar al Primer Referendo Nacional ése es el Presidente de la República, Rafael Caldera.

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Silla recalentada

La Verdad

Un nuevo título distingue a la Ley Orgánica del Sufragio y la Participación Política: el Título Sexto de esta ley está dedicado por entero a la celebración de referendos.

Los referendos deben practicarse “con el objetivo de consultar a los electores sobre decisiones de especial transcendencia nacional”.

Hay algunas materias que, independientemente de su trascendencia, según la ley no pueden ser consultadas. Estas son las materias de carácter presupuestario, fiscal o tributario; la concesión de amnistía o indultos; la suspensión o restricción de garantías constitucionales y la supresión o disminución de los derechos humanos; los conflictos de poderes que deban ser decididos por los órganos jurisdiccionales; la revocatoria de mandatos populares, salvo lo dispuesto en otras leyes; los asuntos propios del funcionamiento de entidades federales y sus municipios.

La expresa prohibición de suspender garantías por referendo remite al recuerdo de la amenaza de Rafael Caldera de recurrir a este expediente cuando, a comienzos de este período, su segundo decreto de suspensión de garantías fue rechazado por el Congreso. La amenaza surtió su efecto. Un subsiguiente envío de, en esencia, el mismo decreto, contó con los votos de Acción Democrática para la aprobación parlamentaria.

Y la exclusión de la revocatoria de mandatos populares como materia de referendos va contra su concepto de reforma constitucional en 1991 y del principio expuesto en su Carta de Intención con el Pueblo de Venezuela, donde se propugna, entre otros, los referendos revocatorios.

Desde el punto de vista del Derecho Público lo correcto es crear los referendos—más allá del único previsto en la Constitución vigente para reformarla—en una normativa constitucional, como lo prefiere Caldera, a como lo hizo el Congreso, que los permite en uno de los títulos de la ley electoral, la que, naturalmente, tiene rango subconstitucional. Un referendo nacional es una convocatoria al propio fundamento de la democracia –los Electores– para tomar “decisiones de especial trascendencia nacional”. El nivel correcto para prescribir los actos del poder público primario es el de la Constitución. Una vez hecho desde el rango de una ley, aunque orgánica, no podía esta ley además vulnerar, con referendos revocatorios, períodos de mandato establecidos constitucionalmente. De allí la salvedad: “salvo lo dispuesto en otras leyes”. Pero ninguna ley distinta podrá hacer lo que ésa no pudo: disponer algo distinto de lo que manda la Constitución. La salvedad, pues, no ha puesto a salvo nada, y al menos en ese punto los referendos aguardan por su correcta inserción constitucional.

Pero fuera de las materias prohibidas toda otra decisión de especial trascendencia nacional puede ser consultada a los Electores. (La ley referida los pone en minúsculas). De hecho, en una misma consulta puede decidirse sobre más de una materia, pues la ley indica que “podrá convocarse la celebración de más de un referendo simultáneamente en una misma fecha”.

Una vez convocado un referendo el Consejo Nacional Electoral debe asegurar su celebración en un término no mayor de noventa días y no menor de sesenta. Esto es, a esta fecha todavía quedaría tiempo de celebrarlo junto con las elecciones presidenciales de diciembre. Para que esto sea posible habría que convocarlo antes del día 6 de octubre próximo.

¿Quiénes pueden convocar un referendo nacional? En el orden del texto de la ley, en primer lugar, el Presidente en Consejo de Ministros; luego una sesión conjunta del Congreso de la República por votación favorable de sus dos terceras partes; finalmente un número no menor del diez por ciento de los Electores, o un poco más de un millón de ellos.

Por orden de representatividad decreciente, consideremos primero la ruta de la iniciativa popular: obtener más de un millón de firmas de Electores registrados en apoyo a la convocatoria del referendo. Que esto se intentaría fue prometido únicamente por Hugo Chávez Frías en declaraciones de su campaña. Parece ser que su organización no pudo o no quiso, a pesar de la promesa y de su pretendida fuerza, obtener el número de firmas necesarias. Sólo le quedan ocho días.

Luego está el Congreso de la República, el que ya ha concluido su período y que no hizo caso de la proposición que el Dr. Allan Brewer le hiciera llegar. Siempre se puede, por supuesto, convocar a sesiones extraordinarias para ese único fin. El Congreso de la República podría. Le quedan ocho días para hacerlo.

Por último puede hacerlo el Presidente en Consejo de Ministros. Tiene ocho días para convocarlo. La pregunta es ¿para qué hacerlo? La respuesta legal es obvia: para que los Electores tomen “decisiones de especial trascendencia nacional”. La pregunta política sólo podemos contestarla los Electores: ¿queremos nosotros tomar esas decisiones?

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Insuficiencia constitucional

El Diario

Por debajo de nuestra grave crisis de funcionalidad política es posible detectar un mal seguramente más definitivo. A fin de cuentas, el soma político venezolano, el “país nacional”, está dando muestras consistentes de reacción, aun cuando todavía la mayoría de esas reacciones continúe estando enmarcada dentro del viejo paradigma. El proceso patológico más preocupante en Venezuela, pero no por eso más fácilmente percibido es el de su insuficiencia política constitucional.

Se ha definido a Venezuela como un Estado, pero es sostenible la tesis de que Venezuela no ha sido plenamente soberana en ningún momento de su historia. En un famoso debate televisado entre Rafael Caldera y Arturo Úslar Pietri durante la campaña electoral de 1963, el primero de los nombrados quiso defenderse de las acusaciones de “izquierdismo” que Úslar infería a COPEI al recordarle que durante el gobierno de Medina Angarita, del que Úslar fue parte importantísima, el partido de gobierno de la época estableció alianzas electorales con el Partido Comunista de Venezuela, y que, además, durante ese período se estableció relaciones diplomáticas con la Unión Soviética. En un descuido, Úslar Pietri se excusó diciendo que tales relaciones con los rusos se habían establecido “por presión abierta y expresa del gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica”.

Es cierto que con acontecimientos tales como las nacionalizaciones de las industrias del gas natural, el petróleo y el hierro, pareció progresarse hacia una mayor independencia económica. Pero, recientemente, al haberse agravado dos procesos muy importantes de la interfase con el medio externo, la “soberanía” de Venezuela ha quedado más vulnerada. En efecto, el proceso de crecimiento acelerado del endeudamiento externo de la Nación, junto con la pérdida brusca de valor de la divisa venezolana de los últimos años, han reducido la soberanía nacional.

Pero estos dos procesos no han hecho más que poner de manifiesto de modo más agudo lo que es un problema constitucional de Venezuela. Su insuficiencia política constitucional es la insuficiencia de su razón de Estado. En términos escuetos esto significa que Venezuela por sí sola, en tanto Estado políticamente independiente, no tiene viabilidad política o económica a largo plazo. Esto es así por cuanto ahora más que nunca, cuando los procesos fundamentales de la civilización humana transcurren por las sendas de la acelerada informatización y la tecnología “alta”, los interlocutores políticos de verdadero peso en la escena internacional son entidades de escala considerablemente mayor a la de Venezuela.

No es bastante

Lo cierto es que Venezuela no posee población suficiente (cuantitativa y cualitativamente hablando) como para, por ejemplo, constituir un mercado interno que dé base suficiente para un desarrollo industrial suficientemente diversificado. Por lo que respecta a sus exportaciones, éstas continúan correspondiendo en su abrumadora mayoría a actividades primarias de extracción, por definición agotables. En estas condiciones, y con el patrón dominante de reacción en el sector empresarial (se reacciona a la inflación inflando los precios, con lo que no sólo reduce la demanda para las empresas, sino también el nivel de vida de la población por reducción del consumo), el desempeño económico de Venezuela no es base para una autonomía.

Por estas razones, la actual concepción de Venezuela como Estado independiente, gravita de modo adverso sobre la economía del país. Esta vulnerabilidad se manifiesta, por ejemplo, en las relaciones de Venezuela con la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). La dificultad de plantearse una acción como exportador de petróleo independiente, lleva a Venezuela a considerar esencial para su bienestar y seguridad la asociación en el cartel  de la OPEP, a pesar de complicaciones diversas y de la heterogeneidad cultural prevaleciente en la organización y el predominio de los países de cultura árabe en razón de su mayor capacidad petrolera inmediata. (Es decir, aún dentro de la OPEP misma, la influencia de Venezuela es reducida). Si Venezuela fuese realmente un Estado con potencialidad de soberanía, no necesitaría la asociación en la OPEP, y su participación en la misma sería materia completamente electiva.

Por lo que respecta a los aspectos militares y de seguridad, la capacidad de Venezuela es despreciable frente a la de las potencias mundiales y aún es deficiente ante la de “minipotencias” regionales. (Cuba, por ejemplo). Esta situación se ha agravado recientemente con el encarecimiento de los equipos militares importados y la simple contracción en el monto de divisas disponibles al Gobierno Nacional.

La insuficiencia política constitucional venezolana es percibida de muchos modos, aunque muy rara vez se la percibe como una insuficiencia en la razón de Estado. Por ejemplo, Ramón Escovar Salom ha insistido en más de una ocasión en que cobremos conciencia de que somos “país pequeño”; más de una voz se ha alzado para decir que debiéramos buscar un tratamiento conjunto de la deuda latinoamericana e incluirnos en ello; los postulantes de una integración económica, sea andina o latinoamericana no hacen otra cosa que reconocer la insuficiencia; etcétera. Pero pocos dan el salto perceptual necesario para reconocer la verdad completa: nuestro diseño como país independiente tiene escasa o nula viabilidad.

Las consecuencias económicas de tal situación son muy claras. Es relativamente fácil montar alguna industria dentro de un perímetro nacional protegido por barreras aduanales. Lo que no es fácil es lograr un grado significativo de diversificación sobre esa base de consumo local, pues el mercado interno es muy pequeño y, para colmo, reducido aún más por el desempleo y la inflación, ambos fenómenos reductores de la demanda global. En tales circunstancias, los costos de producción, en ausencia de economías de escala, hacen muy caros los productos de fabricación nacional.

La insuficiencia política constitucional venezolana contribuye decisivamente, por último, al agravamiento de la insuficiencia política funcional manifestada, por poner un solo caso, en el gravísimo deterioro y en la marcada insuficiencia de nuestros servicios públicos. El hecho de tener que gastar altas proporciones del Presupuesto Nacional e ingentes cantidades de tiempo y dedicación a asuntos de Estado (cancillería, defensa ante terceros estados, etcétera), involucra un drenaje de recursos a funciones de gobierno propiamente dicho, lo que redunda en menor posibilidad de atención a los problemas internos. En momentos cuando la situación problemática interna, tanto política como económica, es de carácter agudo, la función de Estado es francamente onerosa.

Falta una cosa

En síntesis, no es sino fuera de la actual concepción de Venezuela como Estado políticamente autosuficiente que podrá resolverse nuestro defecto económico constitucional: Después de todas las vueltas que se quiera darle, el mercado venezolano, creciendo a tasas que admita la gobernabilidad de la sociedad, nunca podrá alcanzar el tamaño requerido para que la producción permita a su vez un nivel de precios que incorpore al consumo a la mayoría de la población.  No es sino fuera de la actual concepción de Venezuela como Estado políticamente autosuficiente como podremos agregar algo más a la significación histórica de nuestra sociedad: más allá de lo que Bolívar hizo, pues después de su realización poco queda que pudiera anotarse en una enciclopedia de las realizaciones universales.

Y la nueva concepción no es otra cosa que la vieja concepción de la integración política de Venezuela en un conjunto de naciones afines. Nosotros hemos creído que debíamos transitar la ruta europea, la de la previa integración económica, para arribar a ella. Por eso resulta interesante registrar la admonición reciente de Milton Friedman, Premio Nobel de Economía y líder de la llamada escuela monetarista de Chicago: “Si los europeos quieren de veras avanzar en el camino de la integración, deberían comprender que la unidad política debe preceder a la monetaria”.

LEA

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