Razón tenía Hugo Chávez cuando recomendó que se eligiera a Nicolás Maduro como su sucesor. Creo que él lo hizo temiendo los ataques que a su muerte se desatarían contra su Revolución Bolivariana, y pensó que quien entonces era su Vicepresidente daría su vida por preservarla.
Desde el momento mismo de su primera elección como Presidente de la República, el 14 de abril de 2013, Maduro ha sido blanco de una incesante serie de acusaciones y agresiones: que esa elección había sido fraudulenta, lo que jamás fue probado; que él no era Chávez y podía ser depuesto de un soplido; que tenía doble nacionalidad—lo que Colombia ha desmentido—; que no podía permitirse que prosperara un incipiente período de cooperación de su gobierno con algunas alcaldías en manos opositoras (ante problemas de inseguridad ciudadana); que no se creyera en su disposición a dialogar, aunque dijera a líderes opositores en Miraflores que veía en sus rostros la buena voluntad; que era un compromiso «no transable» de la Asamblea Nacional lograr la cesación de su gobierno en pocos meses; que la misma Asamblea solicitara la intervención de la Organización de Estados Americanos mediante la aplicación a Venezuela de la Carta Democrática Interamericana; que había abandonado su cargo; que usurpó el poder del Pueblo al convocar elecciones de la Asamblea Nacional Constituyente; que podía asesinársele a control remoto con drones bombarderos; que su segunda elección fue no sólo fraudulenta, sino también inconstitucional, etcétera. Es realmente excepcional la resiliencia del Presidente Constitucional de Venezuela, Nicolás Maduro Moros.
Igualmente cierto es que la administración del presidente Maduro ha conducido a un aumento notoriamente agudo de la infelicidad de Venezuela, siendo lo más destacado el proceso hiperinflacionario y la desintegración de la moneda nacional, el desmoronamiento de las industrias petrolera y siderúrgica, un elevado número de muertos a manos de agentes del orden público, numerosos detenidos sin que esta condición se origine en sentencias judiciales o como parte de procesos judiciales y otras violaciones de derechos humanos… La explicación de esos resultados que se postula sobre una «guerra económica» en contra de su gobierno, que la hay,* no es suficiente.
Y es tan cierto eso como la existencia de una farsa protagonizada por Juan Guaidó, en apariencia creída «por más de cincuenta países», mantra esto último que se esgrime continuamente como si fuera demostración de su «legitimidad». (Ver en este blog, por ejemplo, Más usurpador será usted, 23 de enero de 2019, o Los padrinos de Guaidó, 4 de febrero de 2019).
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La presidencia de Maduro es un verdadero problema para los venezolanos. Por citar una medición representativa, Datanálisis registraba en agosto del año pasado 85,1% de encuestados que evaluaban negativamente al Presidente de la República. (Según Datincorp, 88% al cierre de 2019). Pero ese problema no debe ser resuelto con métodos contrarios a nuestra Constitución, dado que existen modos eficaces que no la contradirían. Como ha sido expuesto repetidamente en este blog, ninguna negociación entre actores políticos venezolanos enfrentados podría causar válidamente nuevas elecciones presidenciales, a pesar de lo que propone entrometidamente el Departamento de Estado de los EE. UU. Sólo un referendo consultivo, por el que el Pueblo exprese su voluntad de celebrar tales elecciones, sería eficaz y compatible con nuestra constitucionalidad.
Pero el propio presidente Maduro puede disolver él solo** la angustiosa y muy inconveniente tensión.
1. el presidente Maduro nombra a un nuevo Vicepresidente Ejecutivo que no provenga de las filas oficialistas y tampoco de las de la oposición.
2. el presidente Maduro se separa voluntaria y temporalmente de su cargo por noventa días, encargándose de la Presidencia de la República el Vicepresidente recién nombrado.
3. el presidente Maduro recibe autorización de la Asamblea Nacional para permanecer separado de su cargo por noventa días adicionales.
4. al cabo de este nuevo plazo, el presidente Maduro renuncia a su cargo, causando la falta absoluta contemplada en el Art. 233 que debe ser subsanada por una nueva elección presidencial, a la que podría presentar su candidatura según su voluntad.
(Otro camino, 4 de abril de 2020).
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Fue en el programa #266 de Dr. Político en Radio Caracas Radio, del 16 de septiembre de 2017, la primera vez que esbozara en forma embrionaria un tratamiento parecido. Éstos son dos fragmentos de audio del segundo y tercer segmento de esa emisión:
Señor Presidente: Ud. no ha cumplido aún 58 años de edad y pudiera tener mucha vida política por delante. Le invito a sentir la emoción vocacional de ser expresidente, que no tendría que ser para siempre. El 11 de marzo de 2004 se registraba acá una observación de Rafael Poleo a su amado predecesor: «Poleo ha recomendado a Chávez mirarse en el espejo de Betancourt, por más que lo deteste, pues el fundador de Acción Democrática fue capaz de aprender de sus errores. Electo directamente por el pueblo a fines de 1958, se reveló como político que había dejado atrás su antiguo radicalismo y condujo la república desde más sensatos y modernos criterios». Piense en eso, superando el desagrado que Poleo pudiera causarle; por de pronto, en el esquema que propuse el 4 de los corrientes se ponía: «una nueva elección presidencial, a la que podría presentar su candidatura según su voluntad». LEA
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* Alguien cercano a Vente Venezuela, de María Corina Machado, creyó ser ingenioso al escribirme en 2016: «La buena noticia es que la crisis continúa. Roguemos porque venga aunque sea un Pinochet».
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** «¿De cuánto tiempo dispone el Presidente de la República? En los últimos meses su estabilidad como gobernante de Venezuela ha entrado claramente en crisis. (…) Pudiera ser también que llegara a tener pronto solamente una alternativa. O tratar de permanecer en el Palacio de Miraflores, o producir la condición jurídica de falta absoluta del Presidente de la República. El Presidente puede renunciar. (…) El Presidente debiera considerar la renuncia. Con ella podría evitar, como gran estadista, el dolor histórico de un golpe de Estado, que gravaría pesadamente, al interrumpir el curso constitucional, la hostigada autoestima nacional. El Presidente tiene en sus manos la posibilidad de dar al país, y a sí mismo, una salida de estadista, una salida legal». (Salida de estadista, 21 de junio de 1991, seis meses y catorce días antes del alzamiento del 4 de febrero de 1992).
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