«Una imagen vale más que mil palabras» es un adagio en varios idiomas que afirma que una sola imagen fija (o cualquier tipo de representación visual) puede transmitir ideas complejas (y a veces, múltiples) o un significado o la esencia de algo de manera más efectiva que una mera descripción verbal.
Bits, bytes, kilobytes, megabytes, gigabytes son unidades de información cuyo significado empezamos a entender los comunes mortales hace cuarenta y cuatro años: «Se acostumbra fechar la revolución del computador personal con la aparición del primer computador Apple, en 1976″. (Carta a Arturo Sosa hijo, el padre del Papa Negro, del 7 de septiembre de 1984).
Ocho bits, que componen 1 byte, son la cantidad de información requerida para representar unívocamente una letra o carácter de la escritura, pero un artículo de un poco más de 3.000 caracteres, que en principio requeriría en el orden de 24 kilobytes, genera un archivo almacenable de alrededor de 50 kilobytes (cincuenta millares de bytes), pues un procesador de palabras emplea una buena cantidad de bytes para asignarla a instrucciones de formato. La memoria total del primer computador personal de I. B. M. (fines de 1982), empresa que entró con retraso al mercado personal, era de sólo 256 Kbytes o ¡un cuarto de megabyte! Hace tiempo, sin embargo, que quien no hable en gigabytes (millones de bytes) no está en nada. Ahora se mide en esta gigantesca unidad la memoria y la capacidad de almacenamiento de los computadores personales más modestos y los teléfonos celulares de uso corriente.
Mil palabras, por supuesto, es bastante más que mil letras, y si el proverbio universal que atribuye esa elocuencia a una sola imagen es veraz, entonces la unidad mínima de un discurso visual—una caricatura de Rayma, por ejemplo—es la de una megapalabra. Finalmente, la potencia máxima de una imagen—que no sea transmitida y multiplicada en la red de redes—es la de un mural urbano, puesto a la vista de los habitantes o visitantes de una ciudad. Ése es el caso de esta representación mural—que pudiera ser un montaje pero imagen al fin—en el embaulado del río caraqueño, el venerable Guaire de los indios teques y caracas:
Los !Kung, también escrito !Xun son un pueblo San, que viven en el desierto de Kalahari entre Botsuana, Namibia y Angola. (…) Históricamente, los !Kung vivían en campamentos semipermanentes de entre 10 y 30 personas, dispuestos generalmente cerca de una extensión de agua. Una vez que el agua y los recursos se agotaban en el entorno del poblado, el grupo o banda se trasladaba a nuevas zonas ricas en recursos por explotar. Vivían en una economía basada en la caza-recolección, siendo los hombres los responsables de proveer de carne, producir herramientas y mantener una provisión de flechas y lanzas envenenadas. Las mujeres proporcionaban la mayor parte de la comida, pasando entre dos y tres días a la semana forrajeando raíces, frutos secos y bayas en el desierto de Kalahari. Como sociedad de cazadores-recolectores, eran muy dependientes entre ellos para sobrevivir. El acaparamiento y la tacañería estaban mal vistas. El énfasis de los !Kung estaba puesto en la riqueza colectiva de la tribu, y no en la riqueza individual.
Lo que sigue es una traducción de porciones del capítulo 18 de una obra de Carl Sagan, El mundo y sus demonios. La ciencia como una luz en la oscuridad (1995),de la que dijera The Sciences (la extinta revista de la Academia de Ciencias de Nueva York): «Es un testimonio del poder de la ciencia y una advertencia contra los peligros de una credulidad sin límites». En efecto, el propósito de Sagan no es otro que el paciente, ameno e informado desmontaje de aseveraciones falsas que un gentío traga vorazmente, crédulamente, sin el menor análisis crítico. (Conozco una dama caraqueña que vendió todos sus enseres y su apartamento para mudarse a una granja «protegida» de cataclismos en Argentina, y así escapar al fin del mundo «predicho» por los mayas para el solsticio de invierno de 2012. Claro, si los mayas lo dijeron tenía que ser verdad, pues fueron gente «muy avanzada», pero eso no impidió que ella tuviera que regresar con las tablas en la cabeza y muy empobrecida).
En el fondo de todo está una particular disposición, una postura que caracteriza a la actividad científica: el examen paciente y crítico de la evidencia experimental. En el capítulo que nos ocupa—El viento hace polvo—se lee:
El impedimento al pensamiento científico no es, creo, la dificultad de su objeto. Las hazañas intelectuales complejas han sido alimento habitual de, incluso, culturas oprimidas; los chamanes, los magos y los teólogos son altamente competentes en sus intrincadas y arcanas artes. El impedimento es político y jerárquico. En aquellas culturas que carecen de retos poco usuales, externos o internos, donde no se necesita un cambio fundamental, no es necesario estimular ideas nuevas. (…) Pero bajo circunstancias ambientales, biológicas o políticas variadas y cambiantes, la mera reproducción de las viejas costumbres simplemente ya no funciona. (Pág. 311).
Siguiendo la lógica de Sagan, los venezolanos necesitamos ideas políticas nuevas; es decir, necesitamos una política basada en la ciencia, no ideológica, no de mera lucha por el poder. Dejémosle la palabra, para que nos enseñe que esa disposición analítica es una postura que gente muy «primitiva» es perfectamente capaz de asumir en lo cotidiano. LEA
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The Wind Makes Dust
La pequeña partida de caza sigue el rastro de huellas de pezuñas y otros indicios. Se detiene por un instante al lado de un grupo de árboles. En cuclillas, examina la evidencia con mayor cuidado. El rastro que ha venido siguiendo ha sido cruzado por otro. Rápidamente, se pone de acuerdo acerca de los animales responsables, cuántos son, de qué edades y sexos, si algunos están heridos, cuán rápidamente viajan, hace cuánto tiempo pasaron, si otros cazadores los persiguen, si la partida puede alcanzar las presas y, de ser así, cuánto tiempo sería requerido. Se toma la decisión, chasquean sus manos sobre el camino que seguirán, producen un sonido como el viento con sus dientes y arrancan. A pesar de sus arcos y flechas envenenadas, continúan a velocidades de maratón durante horas. Casi siempre, han leído correctamente el mensaje del suelo. Los ñus, los antílopes o los okapis estaban donde creían, en la cantidad y condiciones que habían estimado. La cacería es exitosa. La carne se lleva de regreso al campamento provisional. Todo el mundo festeja.
Esta viñeta de cacería más o menos típica es provista por el pueblo !Kung San del Desierto del Kalahari, en las repúblicas de Botsuana y Namibia, que ahora está trágicamente a punto de extinción. Durante décadas, ellos y su modo de vida han sido estudiados por los antropólogos. Puede que los !Kung San sean típicos del modo de existencia de cazadores y recolectores en el que los humanos hemos pasado la mayor parte del tiempo—hasta hace diez mil años, cuando se domesticara las plantas y los animales y la condición humana comenzara a cambiar, quizás para siempre. Ellos eran seguidores de rastros de tan legendaria competencia que fueron alistados en el ejército de la Sudáfrica del apartheid, para cazar presas humanas en sus guerras contra los «estados fronterizos». Este encuentro con los militares de la Sudáfrica blanca aceleró de diversas maneras la destrucción de la forma de vida de los !Kung San que, en todo caso, había venido deteriorándose poco a poco, a través de los siglos, con cada contacto con la civilización europea.
¿Cómo lo hacían? ¿Cómo podían saber tantas cosas con una sola mirada? No explica nada decir que eran agudos observadores. ¿Qué hacían en realidad? Según el antropólogo Richard Lee, escrutaban la forma de las depresiones. Las huellas de un animal que se mueve rápidamente muestran una simetría más alargada. Un animal cojo favorece la pata afectada, pone menos peso sobre ella, y deja una impresión más débil. Un animal más pesado deja una hendidura más profunda y ancha. Las funciones de correlación residen en las cabezas de los cazadores.
En el curso de un día, las huellas sufren algo de erosión. Las paredes de la depresión tienden a desplomarse. La arena que es soplada por el viento se acumula en el fondo de la hendidura. Tal vez trozos de hojas, pequeñas ramas o hierba son soplados dentro de ella. Mientras uno más espera, más erosión se encuentra.
El método es esencialmente idéntico al que los astrónomos planetarios emplean para analizar los cráteres que dejan los impactos de meteoritos; apartando otros factores, mientras más llano es un cráter más antiguo es. Los cráteres con paredes más hundidas, con una proporción modesta entre profundidad y diámetro, con partículas finas acumuladas en su interior, tienden a ser más antiguos, puesto que tuvieron que existir lo suficiente como para que tales procesos erosivos se pusieran en juego.
Las causas de la degradación pueden variar de un mundo a otro, de desierto a desierto, de época a época. Pero uno puede determinar bastantes cosas de lo preciso o borroso de un cráter. Si hay trazas de insectos u otros animales superpuestas sobre las huellas de pezuñas, esto también niega que sean frescas. La humedad bajo el suelo y la velocidad con que éste se seca luego ser pisado por una pezuña, determinan cuán propensas a desplomarse son las paredes del cráter. Todos estos asuntos son cuidadosamente estudiados por los !Kung.
Un rebaño galopante detesta el Sol caliente. Los animales usan toda la sombra que puedan encontrar. Cambiarán de dirección para aprovechar la sombra de una aglomeración de árboles. Pero la localización de la sombra depende de la hora del día, puesto que el Sol se desplaza por el cielo. Por la mañana, cuando el Sol nace al este, las sombras están al oeste de los árboles. Después, por la tarde, cuando el Sol se pone al oeste, las sombras se proyectan al este. Del viraje en las huellas, es posible decir hace cuánto tiempo pasaron los animales. Tal cálculo varía en diferentes estaciones del año, así que los cazadores deben llevar en sus cabezas una especie de calendario astronómico que prediga el movimiento solar aparente.
Para mí, todas esas formidables habilidades de seguimiento forense son ciencia en acción.
No sólo son los cazadores-recolectores expertos en las huellas de otros animales; asimismo conocen muy bien las huellas humanas. Cada miembro de la banda es reconocible por sus huellas; son tan familiares como sus rostros. Laurent van der Post refiere:
[M]uchas millas lejos de su hogar y separados del resto, Nxou y yo, tras la pista de un astado herido, encontramos de repente otro juego de huellas y rastros que se unían a las nuestras. Él soltó un profundo bufido de satisfacción y dijo que eran las huellas de Bauxhau, dejadas hacía pocos minutos. Declaró que Bauxhau estaba corriendo rápidamente y que pronto le veríamos a él y al animal. Superamos la duna que teníamos enfrente y allí estaba Bauxhau, ya desollando a su presa.
(…)
No hay el menor indicio de que los protocolos de caza de los !Kung se basen en métodos mágicos—el examen de las estrellas la noche anterior o las entrañas de un animal, o el lanzamiento de dados, o la interpretación de sueños, o la conjura de demonios o nada de la miríada de espurias pretensiones de conocimiento que los humanos han considerado intermitentemente. Aquí hay una pregunta específica y bien definida: ¿adónde fue la presa y cuáles son sus características? Se necesita una respuesta precisa que la magia y la adivinación simplemente no pueden ofrecer, o al menos no con la suficiente frecuencia como para eludir la inanición.
Y no es que descalifiquemos a los actores políticos tradicionales porque supongamos que en ellos se encuentre una mayor cantidad de malicia que lo que sería dado esperar en agrupaciones humanas normales. Los descalificamos porque nos hemos convencido de su incapacidad de comprender los procesos políticos de un modo que no sea a través de conceptos y significados altamente inexactos. Los desautorizamos, entonces, porque nos hemos convencido de su incapacidad para diseñar cursos de acción que resuelvan problemas realmente cruciales. El espacio intelectual de los actores políticos tradicionales ya no puede incluir ni siquiera referencia a lo que son los verdaderos problemas de fondo, mucho menos resolverlos.
Si tuviéramos, Dios no lo permita, un pariente con tan grave dolencia que ameritara la atención de toda una junta médica; si este cuerpo de facultativos intentase primero una cierta terapéutica y con ella provoca a nuestro familiar un paro cardiaco; si a continuación prescribe un segundo tratamiento que le causa una crisis renal aguda; si, finalmente, aplica aún una tercera prescripción que desencadena en nuestro deudo un accidente cerebro-vascular, con toda seguridad no le querremos más como médicos. Y ésta es la estructura del problema con la Coordinadora Democrática. La constelación que se formó alrededor de ella, no sin méritos que hemos reconocido, nos llevó primero a la tragedia de abril de 2002, luego a la sangría suicida del paro, finalmente a la enervante derrota del revocatorio. (Para no agregar al inventario una nutrida colección de derrotas menores). No hay vuelta de hoja. No podemos atender más nunca a esa dirigencia.
Bofetada terapéutica – Carta Semanal #100 de doctorpolítico, 19 de agosto de 2004
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La dirigencia opositora se llena la boca de Pueblo para masticarlo y hacer lo que le dé la gana, así sea enteramente inconstitucional e inmoral. (Aparte de ineficaz). Que gobiernos extranjeros que no conocen nuestro ordenamiento constitucional hayan creído todo lo que les dice esa lamentable dirigencia no convierte sus desaguisados en aciertos. La “comunidad internacional” no tiene vela en este entierro, de exclusiva preocupación nacional.
Eso sí es una ruta: la del Pueblo de Venezuela, que debe hablar desde la belleza de su supraconstitucionalidad, desde la seguridad de su fuerza, que no requiere violencia o insulto, que no necesita condenar sino mandar serenamente, lo que es ciertamente preferible a protestar o execrar.
Lo que sigue es una traducción no autorizada de un trabajo en The Interpreter (un servicio de The New York Times) con fecha de hoy: The Global Protest Wave, Explained. Sus autores son Max Fisher y Amanda Taub, y ofrecen una importante interpretación del fenómeno de protestas generalizadas en el planeta. (Hace exactamente tres semanas, se trajo a este blog un conjunto de citas—La médula del problema—de las que bastará refrescar el comienzo de una, tomada de Una especie política nueva—11 de marzo de 2015—: «Es evidente la proliferación de crisis políticas en el mundo en estos tiempos, y tal cosa sugiere que más que sólo eso estamos ante una crisis planetaria de la Política en tanto profesión»).
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Ni es la imaginación de Ud. ni los últimos meses han sido atípicos: las protestas masivas están aumentando en todo el mundo. Se han vuelto más comunes año tras año desde el final de la Segunda Guerra Mundial y ahora alcanzan un nivel de frecuencia sin precedentes. Y si pudiera parecer difícil encontrar un hilo conductor—manifestaciones anticorrupción en el Líbano, manifestaciones separatistas en España, marchas en favor de la democracia en Hong Kong, protestas contra la desigualdad en Chile y los resultados electorales en Bolivia, por nombrar solo los más recientes—, eso no es una coincidencia. Porque todo esto está siendo impulsado por algo más que las causas inmediatas de cada alzamiento individual. El mundo está cambiando de tal forma que hace que las personas sean más propensas a buscar cambios políticos radicales saliendo a la calle.
Antes de explicar esos cambios y cómo han creado una era de descontento global, hay otra tendencia que Ud. debiera conocer. Las protestas también se están volviendo mucho más propensas al fracaso. Hace solo 20 años, el 70 por ciento de las protestas que exigían un cambio político sistémico lo obtuvieron, una cifra que había estado creciendo constantemente desde la década de 1950. A mediados de la década de 2000, esa tendencia se revirtió de repente. En todo el mundo, la tasa de éxito de los manifestantes se ha desplomado a solo el 30 por ciento, según un estudio de Erica Chenoweth, una científica política de la Universidad de Harvard que calificó el descenso como «asombroso». «Realmente, algo ha cambiado», nos dijo Chenoweth, quien estudia los disturbios civiles. Para comprender ese cambio, consideremos cuatro transformaciones principales tras nuestra nueva normalidad de protesta global masiva y lo que revela acerca del mundo.
(1) La democracia se está estancando
Lo que antes era un crecimiento constante de la democracia en todo el mundo se ha estancado, y tal vez esté comenzando a revertirse. Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, el número de países que avanzan hacia el autoritarismo supera el número de los que avanzan hacia la democracia, según un estudio reciente de Anna Lürhmann y Staffan Lindberg de la Universidad de Gotemburgo en Suecia.
Las causas de este cambio son complejas y aún están en disputa. Las actitudes nacionalistas están aumentando, y los votantes eligen cada vez más a posibles hombres fuertes. Las presiones internacionales en pro de la democratizción se han relajado. La corrupción global ha ayudado a afianzar los sistemas políticos rotos.
Cualquiera que sea la causa, hay algo que no ha cambiado. Las presiones de abajo hacia arriba que generalmente se manifiestan como demandas públicas o al menos un deseo de democracia, como el crecimiento de las clases medias, todavía están acumulándose, como lo han hecho a lo largo de la era moderna. Pero ahora que la gente no está obteniendo democracia, es como si se hubiera cerrado una válvula de escape. Esa presión acumulada se está liberando en forma de explosiones de indignación masiva. Y debido a que las vías de cambio dentro del sistema, como votar en las elecciones o presionar a los funcionarios electos, son consideradas cada vez menos confiables, la gente busca el cambio desde fuera del sistema, con protestas masivas.
Mientras que antes los dictadores solían surgir de la noche a la mañana, en golpes de Estado o auto-coronaciones, ahora emergen gradualmente, acumulando poder poco a poco en un proceso que puede desencadenar ciclos de protesta de muchos años. Pero la mayoría de los gobiernos está estancada en algún punto intermedio entre los sistemas democráticos y los autoritarios—países como el Líbano o Irak—, que tienen elecciones pero también partidos que no responden. Esos países intermedios, donde los ciudadanos tienen suficiente libertad para esperar y exigir un cambio pero no para obtenerlo, pueden ser los más susceptibles a una repetida revuelta popular. Tales países pudieran quedar «atrapados en una trampa de equilibrio de bajo nivel» entre los disturbios y la reforma, escribió Seva Gunitsky, politóloga de la Universidad de Toronto, en un artículo reciente. Estas «democracias superficiales», escribió, pueden ser «lo suficientemente receptivas como para subvertir o adelantar protestas sin verse obligadas a emprender reformas liberales fundamentales o aflojar su monopolio sobre el control político», lo que asegura un ciclo tras otro de indignación y decepción pública.
(2) Las redes sociales hacen que las protestas sean más propensas a iniciarse, más probable que aumenten de tamaño y más probable que fracasen
Inicialmente recibidas como una fuerza de liberación, ahora las redes sociales «realmente aprovechan la represión en la era digital mucho más que la movilización», dijo Chenoweth. Una teoría desarrollada por Zeynep Tufekci, un académico de la Universidad de Carolina del Norte, postula que las redes sociales facilitan a los activistas la organización de protestas y alcanzar rápidamente números que antes eran impensables, pero que esto es realmente un pasivo. Chenoweth dijo que la facilidad con que las redes sociales permiten a los activistas atraer a los ciudadanos a las calles, «puede dar a las personas una sensación de falsa confianza; 200.000 personas hoy no es lo mismo que 200.000 personas hace 30 años, porque están menos comprometidas».
Ella aludió, en comparación, al Comité No Violento de Coordinación de Estudiantes, o SNCC, un grupo estudiantil de derechos civiles que jugó un papel importante en el movimiento de derechos civiles. En esa era anterior a los medios sociales, los activistas tuvieron que pasar años movilizándose a través del alcance comunitario y la construcción de organizaciones. Los activistas se reunían casi a diario para ensayar, elaborar estrategias y resolver desacuerdos. Pero esas tareas hicieron que el movimiento fuera más duradero, asegurando que se constituyera en redes populares del mundo real. Y eso significó que el movimiento tenía la organización interna, tanto para perseverar cuando las cosas se ponían difíciles como para traducir victorias callejeras en resultados políticos cuidadosamente planificados.
Las redes sociales permiten que los movimientos salten muchos de esos pasos, poniendo más personas en las calles más rápidamente, pero sin la estructura subyacente para ayudar a obtener resultados. Esto prepara a las sociedades para ciclos recurrentes de protestas masivas, seguidas de un fracaso para lograr el cambio, seguido de más protestas impulsadas por las redes sociales.
Al mismo tiempo, los gobiernos han aprendido a cooptar las redes sociales, utilizándolas para difundir propaganda, movilizar a sus simpatizantes o simplemente difundir la confusión. Rara vez es eso suficiente para que los gobiernos anulen toda disidencia, pero no es necesario que lo sea. Para prevalecer, solo necesitan crear suficiente duda, división o desconexión cínica para que los manifestantes no logren una masa crítica de apoyo. Las campañas progubernamentales de redes sociales ni siquiera necesitan ser tan sofisticadas; para compensar, los gobiernos tienen bolsillos muy profundos.
(3) Una polarización social recrecida
Hay un hecho acerca de los movimientos de protesta que a menudo se pasa por alto. Frecuentemente pensamos que las protestas masivas representan a «la gente». Así es como los participantes las describen, y eso le da a sus protestas un cierto grado de legitimidad democrática. Pero la verdad, en casi todos los casos, es que están impulsadas principalmente por una clase social particular o un grupo de clases sociales.
Eso no hace que las protestas sean menos legítimas. Sí, sin duda tendrán asistentes de todos los estratos sociales, y los manifestantes podrían tener razón al posicionar sus demandas al servicio de toda la sociedad, pero cualquier movimiento, especialmente al principio, está generalmente animado por una clase social que colectivamente exige cambios que servirán a esa clase o, tal vez con la misma frecuencia, que exige revertir los cambios que la han perjudicado. (Cuando se unen suficientes clases sociales, particularmente los estratos más pobres que son históricamente menos propensos a protestar, se produce una revolución).
En Hong Kong, por ejemplo, el movimiento en verdad intenta principalmente proteger la democracia y el estado de derecho ante la invasora influencia autoritaria de Beijing. Pero ese movimiento es impulsado principalmente por estudiantes y profesionales de clase media, que han visto afectada su ubicación en la sociedad por los cambios en la estructura de la economía de Hong Kong—por ejemplo, el drástico aumento en los precios de alquiler a personas demasiado ricas para calificar como receptoras de subsidios—y por la rápida inmigración de China continental. He aquí por qué eso es importante para comprender la avalancha de disturbios mundiales: la polarización social está aumentando en todo el mundo. La gente está más polarizada a lo largo de líneas raciales, de clase y partidistas. Como resultado, es más probable que se aferre a su sentido de identidad grupal y vean a su grupo como asediado, obligándola a levantarse colectivamente.
Al igual que con el estancamiento de la democracia, probablemente hay muchas razones para ese aumento de la polarización social: la considerable alteración de la economía, el aumento de la inmigración en todo el mundo, las reacciones contra los ideales liberales de la multiculturalidad y la igualdad posteriores a la Segunda Guerra Mundial… Pero a medida que las personas solidifican su sentido de identidad grupal, se enfocan mucho más en las diferencias percibidas entre «nosotros» y «ellos». El resultado es a menudo una sensación de conflicto entre «la gente» y «el sistema»—lo que es una receta de violentas reacciones populistas en países en los que la gente aún confía lo suficiente en las instituciones para lograr cambios a través de las elecciones, con alzamientos antisistema en otros lugares.
(4) Aprendizaje autoritario
Los hombres fuertes del mundo, los posibles hombres fuertes y los francamente dictadores parecen haber notado el aumento de los disturbios civiles, y especialmente el éxito de los manifestantes en forzar el cambio. Las protestas no violentas se convirtieron, para los autoritarios del mundo, en una amenaza tan peligrosa como cualquier ejército extranjero, si no más.
A mediados de la década de 2000, comenzaron a luchar con lo que la Sra. Chenoweth llamó, en un documento de 2017, «esfuerzos conjuntos para desarrollar, sistematizar e informar sobre técnicas y mejores prácticas para contener tales amenazas». Las prácticas y herramientas de análisis de redes, por ejemplo, ayudan a los gobiernos a identificar el puñado de activistas y organizadores que actúan como nodos en un movimiento social. El encarcelamiento o amenaza de esas personas puede ser incluso más eficaz que una represión a gran escala, con menos riesgo de provocar una reacción violenta más amplia. Y, dijo la Sra. Chenoweth, los gobiernos aprendieron a observarse mutuamente para obtener lecciones acerca de herramientas y tácticas, e incluso a compartirlas abiertamente.
Este intercambio directo e indirecto de lecciones tiene un nombre: aprendizaje autoritario. Estas estrategias de gato y ratón, para frustrar y redirigir el disenso popular sin aplastarlo, son una de las principales razones por las que el grado de éxito de las protestas se ha desplomado. Pero tales estrategias tampoco derrotan directamente a la disidencia, por lo que pudieran estar ayudando a garantizar futuros ciclos de protestas, manteniendo alta la tasa global.
Los movimientos de protesta no logran de manera confiable un cambio político rápido y transformador en la forma en que solían hacerlo. Pero la Sra. Chenoweth encontró que ya no son aplastados violentamente con tanta frecuencia. Sus agravios subyacentes permanecen, al igual que su capacidad y su disposición para inundar las calles con indignación, en ciclos recurrentes de disturbios perturbadores pero no transformadores. No es el resultado ideal para ningún gobierno, pero en última instancia es una victoria. Entonces, si bien esto pudiera parecer la era del poder de la gente, tal vez sea más preciso describirlo como una era de frustración enojada.
Max Fisher & Amanda Taub
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En la primera sección del análisis de Fisher y Taub se encuentra esta afirmación: «Las presiones de abajo hacia arriba que generalmente se manifiestan como demandas públicas o al menos un deseo de democracia, como el crecimiento de las clases medias, todavía están acumulándose, como lo han hecho a lo largo de la era moderna». A propósito de eso, Daniel Zovatto, politólogo, jurista y Director regional de IDEA, ofrece pedagógicas observaciones acerca del caso chileno en esta recentísima entrevista.
El servicio de correos de Prodavinci ha regalado a sus suscriptores untexto inestimable, cuyo autor fue Ángel Rosenblat.* Así lo presenta:
Este ensayo, del gran lingüista venezolano—nacido en Polonia, pero formado en Argentina—fundador del Instituto de Filología Andrés Bello de la Universidad Central de Venezuela, resulta un brillante recorrido por el imaginario que los conquistadores del siglo XVI, principalmente, impusieron a la desconocida realidad que enfrentaban. Un tema fascinante y que aún marca ciertas maneras de entender el mundo americano.
De niño, lo veía maravillado en sus ocasionales apariciones en El Torneo del Saber, el programa diseñado por ARS Publicidad, primeramente para la radio, que fuera luego transplantado a la temprana televisión venezolana. Más tarde, compré en Mérida (en 1962) Buenas y malas palabras, su amenísima e informativa exposición acerca de la corrección en la variedad venezolana del castellano. Allí declaraba en el prólogo:
Debo justificar también el título. Buenas y malas palabras fue el que me sugirió Mariano Picón Salas, con cierta picardía, para mi colaboración en el «Papel Literario» de El Nacional. Desde mi punto de vista filológico no hay «malas palabras». Toda palabra, cualquiera que sea la esfera de la vida material o espiritual a que pertenezca, tiene dignidad e interés histórico y absoluta austeridad e inocencia. Pero de todos modos, un volumen destinado al gran público, aun a los alumnos y alumnas de colegios, y de colegios hispanoamericanos, no podía permitirse ese lujo o esa ostentación. No hay, pues, en esta obra malas palabras en ese sentido, y se verá defraudado el que las busque.
En esas páginas aprendí algo de tolerancia con el cambio lingüístico, al entender de la mano de Rosenblat que la lengua es un organismo viviente sujeto a la metamorfosis, y que no debe despreciarse de antemano ni siquiera las variantes menos cultas.
El extenso texto transcrito a continuación ayuda a explicarnos a nosotros mismos, sólo comprensibles a partir de la presencia ibérica en tierra que más tarde se llamaría americana.
La “hipótesis de Sapir-Whorf” en el campo lingüístico sugiere que los lenguajes imponen, por decirlo así, una metafísica sobre sus parlantes. Es decir, por el mero hecho de hablar español—más propiamente, castellano—pensamos en alguna forma diferente de cómo piensa el inglés o el bantú. Por ejemplo, en castellano diferenciamos con facilidad entre las nociones de “ser” y de “estar”. Los pobres angloparlantes están impedidos de ese pensamiento, pues con “to be” están condenados a decir ambas cosas de una vez, de modo indisoluble. Uno no piensa “en chino”, sino que “piensa chino”. Esto es: incluso para decir barrabasadas Evo Morales y Hugo Chávez emplean el español, piensan en español, piensan español. Si fuesen lógicamente consistentes, Morales debiera amenazar en quechua y Chávez despotricar en pemón. Debieran negar sus nombres, pues Morales no es apellido inca ni Chávez es caribe. Debieran resistir los micrófonos y las cámaras, puesto que son de marca Sennheiser o Ikegami, en lugar de modelos Paramaconi XC o Atahualpa Special Edition. Si al encuentro de la civilización occidental con una miríada de tribus por su mayor parte dispersas y enemistadas entre sí, éstas “aportaron” un continente físico que de todos modos les quedaba grande, los españoles en Hispanoamérica contribuyeron precisamente con eso, con civilización. No hay manera de que Chávez siquiera formule una sola idea si no es a partir de los hechos de Losada o Garci González de Silva. (Cuentas por cobrar, 20 de octubre de 2003).
Una mínima pero asombrosa ración de la descomunal cultura de Rosenblat—este polaco que sabía más de nosotros que nosotros mismos—puede ser afortunadamente digerida con calma y delectación. No es necesario tragarla entera de una sola vez. LEA
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* Nacido en Polonia, a los seis años llegó a Argentina con su familia, donde creció y realizó todos sus estudios. Se formó con Amado Alonso en el Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires, y tuvo entre otros maestros a Pedro Henríquez Ureña; Alonso le mandó preparar el primer tomo de lo que sería la Biblioteca de Dialectología Hispanoamericana y le inculcó los métodos de trabajo de la Estilística idealista; estudió luego en la Universidad de Berlín (1931-1933); en Madrid trabajó en el Centro de Estudios Históricos con Ramón Menéndez Pidal entre 1933 y 1936; en 1946 se afincó en Venezuela contratado por Mariano Picón-Salas para el Instituto Pedagógico Nacional como profesor de castellano y latín y fundó en 1947 la Cátedra de Filología de la Universidad Central. Se nacionalizó venezolano en 1950 y dirigió el Instituto de Filología Andrés Bello de la Universidad Central de Venezuela; investigando sobre todo sobre el Español de América en su modalidad venezolana, elaborando un gran fichero lexicográfico de venezolanismos. Colaboró en el «Papel Literario» del diario El Nacional y fue redactor de la revista Tierra Firme. (Wikipedia en Español).
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La primera visión de América
Ángel Rosenblat
La verdad es muchas veces triste, desoladora o mezquina, y el hombre se salva gracias a su capacidad de error, de ilusión o de locura.
El conquistador de América se encontró con una naturaleza nueva y con costumbres e instituciones nuevas. ¿Qué imagen proyectó esa realidad americana en su retina europea? ¿Cómo fue dando nombre a las cosas, a los lugares, a las instituciones?
Colón llevaba, para ponerse en contacto con el Nuevo Mundo, dos intérpretes: Rodrigo de Jerez y Luis de Torres. Parece que el primero había andado por tierras de Guinea; el segundo era un judío converso que sabía—según él—hebreo, caldeo y algo de árabe. Colón y los indios de las Antillas tuvieron que entenderse por señas: “las manos les servían de lengua”, dice el Padre Las Casas. La realidad no respondía siempre a las indicaciones y palabras de los indios, y entonces Colón se desesperaba y suponía intenciones aviesas y designios ocultos.
Al encontrarse con lo nuevo, Colón empezó por darle nombres viejos. Antes de llamar canoas a las embarcaciones indígenas, “navetas de un madero a donde no llevan vela”, las llamó almadías, nombre de abolengo árabe con que se designaban unas embarcaciones de África. Y antes de conocer la palabra cacique, designó a los numerosos señores indígenas de las pequeñas y grandes islas con el alto título de reyes. Es decir, hizo entrar la realidad nueva en los marcos tradicionales de la propia lengua, puso el vino nuevo en los odres viejos.
Del mismo modo, al describir la isla que llamó Fernandina, nos dice que los indios “todo el año siembran panizo”. Panizo se llamaba en España una gramínea de origen oriental que no existía en América. Las Casas nos lo explica luego: el Almirante llama panizo al grano de maíz. El nombre que usó Colón penetró en España y es aún hoy en la Mancha y en Aragón la denominación del maíz.
Bromeliácea bautizada por Colón
Cada nuevo producto tiene una historia compleja. En su segundo viaje, Colón conoció, en la isla de Guadalupe, una fruta que por cierta analogía externa con el fruto del pino llamó piña. El nombre se generalizó y pasó a España (de ahí también el inglés pine apple). En América había, para designar la fruta, más de un centenar de nombres distintos, según la variedad y según la lengua. Uno de ellos era naná y luego ananás. Es el que a través del portugués penetró en francés, alemán, holandés, danés, sueco e italiano, y llegó hasta la India. Del Brasil pasó a la Argentina, pero lo curioso es que en el Paraguay, la región guaranítica por excelencia, la fruta se llame precisamente piña. Es el triunfo de la forma europeizada sobre la indígena.
El conquistador fue bautizando con nombres viejos y familiares los objetos nuevos que iba encontrando. De ahí que también tengamos en América leones, tigres, zorros, osos, lobos, ciervos o venados, truchas, cuervos, águilas, nísperos, roble, nogal, cedro. De donde surgió la pintoresca idea de la degradación de la naturaleza en América: leones timoratos, sin melena, tigres cobardes, perros mudos, vacas corcovadas.
La misma europeización se produjo en la denominación de los lugares, de los ríos, de las tierras de América. Colón, que a cada paso recuerda la tierra de Castilla, las huertas de Valencia, las verduras de Andalucía, la vega de Granada, la campiña de Córdoba, la bahía de Cádiz o el río de Sevilla, da a una de las islas, la actual Haití o Santo Domingo, por la semejanza de sus vegas con las de la Península, el nombre de Isla Española. Aunque creía encontrarse en el viejo mundo oriental, bautizó todos los lugares—era una toma de posesión—con nombres europeos, mezcla a veces de sentimiento poético y afán de codicia: Puerto del Sol, Río de la Luna, Valle del Paraíso, Boca del Dragón, Río de Oro, Monte de Plata, Mar de las Perlas. Y porque una peña le recordó otra de Granada, le dio el mismo nombre: Peña de los Enamorados. Del mismo modo, México, país tan distinto de todo lo que el europeo podía imaginarse, recibió el nombre de Nueva España. El conquistador evocó en todas partes la tierra natal: Nueva Castilla, Nueva Andalucía, Nueva Granada, y ciudades como Córdoba, Mérida, Trujillo. ¿No llamó a un pueblecillo de indios Venezuela, es decir, Pequeña Venecia, sólo porque vio unas chozas levantadas sobre estacas en medio de las aguas? ¿Y no quiso un adelantado, Juan Ortiz de Zárate, rebautizar la región del Río de la Plata con el nombre de Nueva Vizcaya? En Siripo, la tragedia de Lavardén, el héroe indígena enrostra a los españoles este cambio de nombres:
Los nombres, en señal de señorío,
habéis a nuestras cosas ya mudado.
Colón hizo cuatro viajes a las nuevas tierras y murió con la idea de que había recorrido los mares de Asia y llegado a Catay y Cipango, las tierras de los bálsamos y las especias, de la seda, del oro, de las perlas y las piedras preciosas. La idea se fijó duramente al nombre (Indias, luego Indias Occidentales) y más aún al de sus habitantes (los indios). La Española era para él, desde el principio, la legendaria Ophir de las Sagradas Escrituras, y creía que de unos enormes fosos que encontraba en la isla habían extraído las fabulosas riquezas del rey Salomón, transportadas desde allí a través del Golfo Pérsico. El extremo oriental de Cuba lo llamó Alpha y Omega, porque juzgaba que era el principio del Oriente y el fin del Occidente. Creía que Cuba—como le decían los indios y había comprobado al navegar trescientas treinta y cinco leguas de costa—no tenía fin, y el 12 de junio de 1494 hizo jurar a los capitanes, pilotos y tripulantes de su armada, ante notario, que aquélla era tierra firme, “al comienzo de las Indias” (al que se desdijese le aplicarían, según su condición, una pena de diez mil maravedíes o cien azotes, o le cortarían la lengua). Todavía en 1503 escribía a la reina Isabel que sólo un canal lo separaba del Quersoneso Áureo (la Península de Malaca) y que Panamá no distaba de él más que Pisa de Génova. Su hermano Bartolomé dibujó ese año, sobre el perfil de la costa venezolana, el Ganges, el Océano Índico y la India Interna y Externa.
El mundo de Colón no era el que veían sus ojos, sino el de la Geografía de Ptolomeo, el de la Imago Mundi del Cardenal Pedro de Ailly, el de la famosa “carta de marear” que el florentino Paolo Toscanelli le había enviado en 1474, en la que figuraba la legendaria Antilia que los cartógrafos, desde 1367, colocaban al oeste de Irlanda, al oeste de las Azores, en el extremo occidental del Océano inexplorado, como escala del viaje a Cipango, y que algunos identificaban con la Atlántida de Platón y otros con la misteriosa Ante-Ilha (o Isla Anterior), la isla portuguesa de la Siete Ciudades. Estaba a doscientas leguas al poniente de las Azores, y de ella había doscientas veinticinco leguas—decía Toscanelli—hasta la noble Cipango, “fertilísima de oro y de perlas y piedras preciosas”. Los portugueses la identificaron con la Española, y también Pedro Mártir y Américo Vespucio (Antiglia). Convertida en las Antillas (plural como las Baleares, las Azores, las Canarias), se incorporó a la cartografía nueva, ya desde el mapamundi portugués de 1502, atribuido a Cantino: “Las antillas del Rey de Castella”.
El simpático manatí
En el mar de esas Antillas asomaron en una ocasión tres manatíes o vacas marinas, y Colón creyó ver sirenas, “con forma de hombre en la cara”, “que salieron bien alto en la mar, pero no eran tan hermosas como las pintan” (peixe mulher llaman todavía a la hembra los pescadores brasileños y africanos). En plantas silvestres de Cuba y Haití creyó reconocer el áloe, el ruibarbo, la almáciga. Oyó un pájaro cantor y lo identificó con el viejo ruiseñor de los paisajes idílicos: “cantaba el ruiseñor y otros pájaros de mil maneras en el mes de noviembre por allí donde yo andaba” (el nombre pasó a designar un pájaro antillano de canto y plumaje bastante distinto al europeo). Y por las señas de los indios entendió que había hombres sin cabellos, hombres con un ojo solo en la frente, hombres con cola y hombres con hocico de perro que comían a otros hombres. Y hasta llegó a verlos: “otra gente hallé que comían hombres: la deformidad de su gesto lo dice…”
Se ha creído que Colón era un iluminado o un visionario. Pero lo mismo pasó a Pinzón y a los simples marinos de la armada descubridora. El contramaestre de la Pinta creyó descubrir árboles de canela y hasta manojos de canela, prueba de que había llegado a las islas de la especería. Los marinos vieron “dos mujeres mozas tan blancas como podían ser en España”, y distintos relatos hablan luego de indios blancos y de indios negros, y hasta de un Rey Blanco, de largas barbas, al que se atribuía un gran imperio. La blancura del rey estaba en cierta relación con la de la plata que abundaba en sus tierras.
Más fecundidad tuvo la quimera del oro, tan del viejo mundo. Para Colón era oro todo lo que relucía (la frase es de Las Casas). Por señas entendía que había oro infinito, minas de oro, ríos de oro, islas enteramente de oro, con más oro que tierra, y que había caciques que tenían hasta las banderas de oro labrado a golpe de martillo, y un rey que había mandado hacer una estatua de oro puro tan grande como el mismo Almirante. El oro—en la lengua de los indios se llamaba tuob, caona, nozay—se recogía “con candelas de noche en la playa”, y los granos eran como granos de trigo o bien mayores que habas. En busca del oro, Colón lo interpretaba todo, no sólo las señas de los indios: el calor que padecía era para él una prueba de que en estas Indias debía haber mucho oro. Pero la isla “donde nace el oro” (primero se llama Bohío, luego Baveque) estaba cada vez más al Este. El Almirante, poco afortunado, murió sin encontrarla.
La leyenda de El Dorado
Luego, para el conquistador de Tierra Firme, las islas de oro se transformaron en montañas de oro, lagunas de oro y reinos de oro, y los caciques en caciques dorados, con palacios revestidos de oro y empedrados de esmeraldas. Y hasta con palacios de oro sumergidos en las aguas de una laguna misteriosa. El Dorado tuvo un lugar preciso en los mapas de América, y hubo gobernadores del Dorado y adelantados del Dorado. Ante el paso de la exploración y de la conquista, se fue desplazando siempre, hacia el Este, hacia el Norte, hacia el Sur. Expediciones audaces se lanzaron en todas direcciones en su busca, hasta extinguirse devoradas por la selva. El Dorado era un fantasma fugitivo. Cuanto más inalcanzable, más alucinador.
Su hechizo cautivó también a Nicolás de Federmann y a Felipe de Hutten, el cual llegó a verlo, casi a asirlo, desde una cumbre próxima. Y aún más que a españoles y alemanes, a uno de los ingleses más eminentes de su siglo, en las letras y en las armas: Sir Walter Raleigh. De su fracasado viaje de 1595 quedó un sensacional relato, que se publicó el año siguiente en Londres: The Discovery of the large, rich and beautiful Empire of Guiana, with a relation of the great andgolden City of Manoa (which the Spaniards call El Dorado) and the Provinces of Emeria, Arromaia,Amapaia and other Countries, with their Rivers adjoining.
La conquista del vasto, rico y hermoso Imperio de Guayana, regido por un descendiente de los Incas, iba a eclipsar las hazañas de Cortés y de Pizarro: allí había campos de gloria para jefes y capitanes, y de riqueza para los soldados (trocarían sus peniques por “planchas de oro de medio pie de ancho”). La sede imperial, la ciudad de Manoa, llamada por los españoles El Dorado, era, por su magnificencia y sus tesoros, más hermosa que cuantas hasta entonces había conquistado España. No había bajo el sol país más rico que esta Guayana, y sus ciudades eran más hermosas y más pobladas que las del Rey de España o las del Gran Turco. ¿Dejaba libre su fantasía Sir Walter Raleigh para disimular las penurias y fracasos de su viaje? De todos modos, envuelto en sus propios relatos, emprendió en 1617 la soñada expedición, en la que perdió a su hijo y, al regresar, la propia cabeza.
Junto a las quimeras de la plata, del oro y de las piedras preciosas, otras quimeras. Al llegar Colón a las bocas del Orinoco creyó haber encontrado el Paraíso terrenal, que debía estar cerca de allí, en tierras de Paria, en lo que llamó Isla de Gracia. El ímpetu de las aguas dulces, que casi desbarataron sus carabelas, en el Golfo de la Ballena, con su Boca de la Sierpe y su Boca del Dragón, no le hicieron inferir la existencia de vastas selvas y montañas de una inmersa Tierra Firme, sino la proximidad de la fuente de agua del Paraíso terrenal:
… yo jamás leí ni oí que tanta cantidad de agua dulce fuese así adentro e vecina de la salada, y en ello ayuda asimismo la suavísima temperancia; y si de allí del Paraíso no sale, parece aún mayor maravilla, porque no creo que se sepa en el mundo de río tan grande y tan hondo.
Colón se basaba además en razones geográficas (la forma de la tierra, que no era esférica, sino como una pera), pero más que nada en la opinión de santos y sabios teólogos: “muy asentado tengo en el ánima que allí donde dije es el paraíso terrenal y descanso sobre razones y autoridades sobrescriptas”.
La tierra del Edén, la que al cantar, el gran Gautier llamo la perla de los mares. (Lamento borincano)
Los teólogos afirmaban efectivamente que Dios no había destruido el Paraíso terrenal, y lo situaban en el misterioso Oriente, en una tierra o isla feliz, sin enfermedades, sin vejez, sin muerte, sin temor. Viajeros afortunados, como el misterioso San Brandán, habían podido, tras larga y peligrosa navegación por el mar tenebroso, llegar hasta ella, atravesar sus altas murallas de oro, mármol y piedras preciosas, y penetrar en una tierra de flores y frutos maravillosos, de ríos de leche y miel, en la que no se sentía frío ni calor, hambre ni sed, pobreza ni adversidad, y en la que se satisfacían plenamente todos los deseos. En algunos relatos—véase Georges Boas, Essays on Primitivism and related Ideas in the Middle Ages, Baltimore, 1948—esa isla se asociaba con el fascinante imperio del Preste Juan. Centenares de manuscritos, en latín y en las diversas lenguas de Europa, difundían las distintas versiones, y los mapas representaban la fantástica isla de San Brandán, en el ignoto Atlántico, al occidente de las islas Canarias, llamadas las Islas Afortunadas. ¿No podía estar reservada a Colón la ventura de llegar a descubrirla? Cuando navegaba por las costas de América del Sur, creía encontrarse en los mares de Etiopía.
También Américo Vespucio, en su Mundus Novus, al describir su viaje de 1501, decía: “Sí el Paraíso terrenal existe en alguna parte, no debe de distar mucho de aquí”. Los relatos de los descubridores despertaron en Europa el viejo anhelo de recobrar el Paraíso perdido. Al mismo Pedro Mártir (Década I, libro III, cap. IV) le evocaron la imagen paradisíaca de la Edad de Oro: gentes desnudas, en estado de inocencia, “sin el mortífero dinero, sin leyes, sin jueces calumniosos, sin libros, contentándose con la naturaleza”. Era la relación del sueño del humanismo: un mundo sin tuyo ni mío. Colón, antes de emprender su cuarto y último viaje, prometió a la reina Isabel descubrir el anhelado Paraíso. Todavía para ese viaje pedía intérpretes de lengua arábiga.
El Padre Las Casas, en su Historia (cap. CXL), justificaba la creencia, no sólo por razones teológicas: “la templanza y suavidad de los aires y la frescura, verdura y lindeza de las arboledas, la disposición graciosa y alegre de las tierras, que cada pedazo y parte de ellas parece un paraíso; la muchedumbre y grandeza impetuosa de tanta agua dulce, cosa tan nueva; la mansedumbre y bondad, simplicidad, liberalidad, humana y afable conversación, blancura y compostura de la gente…” Los mapas medievales representaban el Paraíso terrestre, presente siempre por los navegantes del Océano. Todavía en 1656 el gran erudito Don Antonio de León Pinelo, que había estado casi veinte años en Indias, terminó dos gruesos y documentados volúmenes para demostrar que el Paraíso terrenal estaba en el corazón de la América del Sur y que los cuatro ríos que según las Escrituras lo bañaban, eran el Río de la Plata (incluía el Paraná y el Paraguay), el Orinoco, el Magdalena y el Amazonas. La obra estaba ilustrada con un Mapa del Edén: “Continens Paradisi”.
Ponce de León creyó hallarla en Florida
Con la creencia en el Paraíso terrenal se asociaba otro anhelo de tipo mesiánico (o fáustico): encontrar la fuente de la eterna juventud. Toda la Edad Media había soñado con ella. En las nuevas imágenes del Paraíso perdido, el árbol de la vida se convirtió en la Fuente de la vida, y luego en un río o manantial de juventud. Esta Fuente no se encuentra en los textos sagrados ni en la literatura clásica, ya nada tiene que ver con ella la fuente Kánathos en la que, según un mito de Argos que recoge Pausanias, se bañaba todos los años la diosa Hera, esposa de Zeus, para recobrar la virginidad juvenil. La Fuente de la vida venía de la India, donde se encuentra ya en la vieja tradición brahmánica. Las fuentes y manantiales ¿no son eterno símbolo de la vida? El fantástico John de Mandeville la había conocido precisamente en su viaje a la India: “Yo, Juan de Mandeville, vi esa fuente y bebí tres veces de esa agua con mis compañeros, y desde que bebí me siento bien”. En el reino cristiano del Preste Juan, la Fuente, no lejos del Paraíso, mantenía inalterable y sana la vida del hombre después de los treinta y dos años. En otras versiones el que bebía de sus aguas se curaba las dolencias, o vivía eternamente. La Fuente se asoció a la gran campaña de Alejandro, que tuvo tan rica resonancia: cincuenta y seis veteranos de la expedición recobraron en sus aguas, que venían de un río del Paraíso, el vigor de los treinta años. De los relatos pasó a la pintura, a los cuentos populares de toda Europa (por ejemplo, el de los tres hijos del Rey que salen en busca del agua curativa para salvar al Padre moribundo) y a la cartografía. Leonardo Olschki—en The Hispanic American Historical Review de 1941—ha estudiado el desarrollo de esa tradición como símbolo del eterno anhelo humano de placer, de juventud y de felicidad, como una realización visionaria del poder del hombre contra la muerte y el destino.
En 1511 llegaron a la Española indios cautivos apresados abusivamente en las islas de los Lucayos. En sus islas—decían—había perlas y otras riquezas. Juan Ponce de León estaba atento al relato de los indios. ¿No hablaban de una isla llamada Biminí, en la que había una fuente de aguas curativas que devolvían la juventud perdida? Armó dos carabelas y partió en demanda de la isla, que debía estar muy cerca de allí, en los mares de la India (Ponce era un viejo compañero de Colón). Anduvo meses de isla en isla, perdido, hasta que una tormenta lo condujo a una costa que en homenaje al día (Pascua Florida de 1513) llamó la Florida. Recorrió sus costas, y vio que era enorme. Entonces se dirigió a España, donde sus relatos encontraron acogida muy favorable. Dice Pedro Mártir, en su Década II, dirigida, en 1514, al Papa León X:
… a la distancia de trescientas veinticinco leguas de la Española cuentan que hay una isla, los que la exploraron en lo interior, que se llama Boyuca, alias Ananeo, la cual tiene una fuente tan notable, que, bebiendo de sus aguas, rejuvenecen los viejos. Y no piense Vuestra Beatitud que esto lo dicen de broma o con ligereza: tan formalmente se han atrevido a extender esto por toda la corte, que todo el pueblo y no pocos de los que la virtud o la fortuna distingue del pueblo, lo tienen por verdad…
Pedro Mártir no concedía tanto poder a la naturaleza, y creía que Dios había reservado para sí esas prerrogativas. Pero Ponce de León obtuvo, por Cédula Real, el nombramiento de adelantado y gobernador, y regresó con tres carabelas para emprender la conquista y colonización de Biminí y la tentadora Florida. Sus hombres murieron casi todos en lucha con los indios, y él mismo, herido de una flecha, aunque no del todo desencantado, fue a buscar curación a la isla de Cuba, donde murió de la herida. Tenía unos sesenta años de edad. A la Corte llegó la noticia—que recogió Pedro Mártir—de que uno de los defensores de la Fuente era un yucayo barbado, hijo de un anciano que había recobrado el vigor juvenil al bañarse y beber en la Fuente milagrosa. Dice Las Casas que los indios de la Florida adoraban el Sol y las fuentes.
Colón veía sirenas, porque las sirenas estaban representadas en todos los mapas medievales. Creía firmemente que estaba recorriendo el mundo descrito por Marco Polo, y a veces también el mundo bíblico. Las incursiones de los caníbales contra los arahuacos de Cuba eran para él la guerra del Gran Can de China (Caniba ¿no era la tierra del Gran Can?) contra el Japón, que Marco Polo había relatado como un acontecimiento del año 1269. También en el Cipango de Marco Polo (¿no era el Cibao de la Española?) había oro sin recoger y palacios recubiertos de oro, “como acá se cubren las iglesias de plomo”. Los palacios dorados del Gran Can habían deslumbrado la fantasía de todos los viajeros de los siglos XIV y XV. Marco Polo hablaba también del oro de los ríos, lagos y montañas, y de granos de oro más grandes que lentejas. También él había visto una isla (la de Angamán) en la cual todos tenían cabeza de perro y los dientes y la nariz a semejanza de un gran mastín, y decía: “Son mala gente y comen a todos los hombres que pueden apresar…”.
Cinocéfalos de Marco Polo
Tampoco era una innovación de Marco Polo. Ya en el siglo I de nuestra era, la Historia natural de Plinio, que recogió toda la tradición antigua y fue la enciclopedia europea hasta el Renacimiento, menciona una raza de hombres con cabeza de perro, que ladran en lugar de hablar (la noticia es de Ctesias, médico de Artajerjes, según el cual había ciento veinte mil hombres de esta raza). Plinio habla también de pueblos antropófagos y de hombres extraños, hombres con un ojo en la frente, hombres con pies de caballo, hombres sin nariz, de cara plana; hombres sin boca, con un orificio por el que respiran, beben y comen; hombres con una sola pierna, que saltan con agilidad extraordinaria; hombres con pies invertidos, que corren a gran velocidad por los bosques; hombres que ven mejor de noche que de día, hombres de pelo blanco en la juventud y negro en la vejez, hombres de orejas enormes que les sirven para cubrirse como si fuesen vestiduras, hombres que se desvanecen como sombras, hombres sin cabeza, con ojos en las espaldas (“sine cervice, oculos humeris habentes”), y hombres sin cabeza, con boca y ojos en el pecho. Plinio atribuía estas y otras variedades de la especie humana al ingenio de la naturaleza.
Esas variedades “humanas” pasaron a la cartografía medieval. Poblaban, junto con monstruos híbridos y descomunales, la “tierra incógnita”. Vivían además en la fantasía popular de toda Europa. Los mongoles o tártaros que invadieron a Hungría en el siglo XIII tenían—según una tradición que se conserva allí hasta hoy—cabeza de perro, y comían carne humana. En La vida del Isopet, publicada en castellano en 1489 (es traducción de un texto latino, y éste a su vez del griego), la mujer de Xanthus dice a su marido que le ha comprado como esclavo al feo y deforme Esopo: “Me habéis traído este cabeza de perro…”. De esos “hombres monstrudos” le hablaban a Colón los indios de las Antillas, por señas, claro está. Y no sólo a Colón. Sir Walter Raleigh recogía, en el rico Imperio de la Guayana, noticias sobre una nación, los Ewaipanomas, que tenían los ojos en los hombros y la boca en mitad del pecho: “no deja de ser fabuloso –dice–,y sin embargo no lo pongo en tela de juicio…”. Los hombres de la época decían: “Nada es imposible para Dios”.
Nada es imposible para Dios, y todo puede creerlo el hombre. A mediados del siglo XVII decía Don Antonio de León Pinelo que en el sur de Chile, hacia el Estrecho de Magallanes, había, según le habían informado personas fidedignas, hombres con cola: “hombres caudatos que para asentarse havían menester asientos güecos”. Hablaba también de los famosos cinocéfalos, hombres monstruosos, con cabeza de can, pero confesaba que nunca los había visto. En 1724 el Padre Lafitau, de la Compañía de Jesús, que había pasado cinco años entre los indios del Canadá, dedicó al Duque de Orléans, príncipe heredero de la corona de Francia, cuatro volúmenes sobre las costumbres de nuestros indios (Moeurs des peuples sauvages américains comparées aux moeurs des premiers temps). El buen Padre creía en los Ewaipanomas de Walter Raleigh y hablaba de los “Acéfalos de la América Meridional”. Una lámina del libro representaba a uno de esos “acéfalos”, con dos ojos en el pecho y una boca a la altura del vientre. Creía además que había cinocéfalos y gigantes y enanos y amazonas. No creerlo—decía; I, 61—“sería ofender a gran cantidad de personas cuyo testimonio parece irreprochable”. Todavía hoy—nos los contaba Don Pedro Henríquez Ureña—los campesinos de Santo Domingo creen que hay en los bosques de la isla mujeres salvajes, llamadas ciguapa, con los pies invertidos, como en la descripción de Plinio. Y la prensa internacional se hace eco periódicamente de noticias de aldeanos y guías del Himalaya sobre los “abominables hombres de las nieves”, los yetis o gigantes, que viven en los picos nevados de la montaña.
Colón proyectaba todas esas imágenes sobre la realidad americana. Procedían de sus lecturas, o de los globos, mapamundis y cartas geográficas y náuticas del siglo XV, que incorporaron a sus representaciones los relatos de presuntos viajes medievales y el conocimiento de la Antigüedad clásica. La creencia se superponía a la realidad. “La tradición literaria—dice Leonardo Olschki, en su Storia letteraria delle scoperte geografiche, un hermoso libro dedicado a estas cuestiones—se impone la propia experiencia”. También los libros tienen la virtud divina de crear mundos. Conquistadores y viajeros se encontraron en toda América con gigantes y con pigmeos, y vieron por las tierras y por las aguas monstruosos dragones y ciudades encantadas. Era la época de la literatura caballeresca. Los hombres del descubrimiento y de la conquista son precursores del famoso caballero Don Quijote.
Amadís, precursor de Don Quijote
El mundo de los libros de caballerías, con su laberinto de islas misteriosas y sus seres extraños y sus hazañas sobrehumanas, no era para el descubridor español un mundo de ficción. Esos libros—lo ha demostrado ampliamente Irving A. Leonard, en Los libros del conquistador—encendieron la imaginación de los conquistadores, estimularon sus hazañas, los consolaron en sus desilusiones. Contaba Bernal Díaz del Castillo (cap. LXXXVI) el asombro de los soldados de Cortés cuando marchaban por la calzada que conducía a la ciudad de México y veían las ciudades pobladas en el agua y las grandes poblaciones del camino: “decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís”. ¿No creyeron los conquistadores de la Nueva España que habían encontrado la isla de California que aparece en Las sergas de Esplandián, el quinto libro del Amadís de Gaula? El autor, Garci-Rodríguez de Montalvo, la describía así (cap. CLVII):
Sabed que a la diestra mano de las Indias hubo una isla llamada California, muy llegada a la parte de Paraíso Terrenal, la cual fue poblada de mujeres negras, sin que algún varón entre ellas hubiese, que casi como las amazonas era su estilo de vivir. Estas eran de valientes cuerpos y esforzados y ardientes corazones y de grandes fuerzas: la ínsula en sí, la más fuerte de riscos y bravas peñas que en el mundo se hallaba; las sus armas eran todas de oro, y también las guarniciones de las bestias fieras en que, después de las haber amansado, cabalgaban; que en toda la isla no había otro metal alguno…
Reinaba en ella la reina Calafia, muy grande de cuerpo y muy hermosa, “en floreciente edad”, que acudió a favor de los turcos con su ejército de mujeres “armadas de armas de oro sembradas todas de piedras muy preciosas que en la su ínsula California como las piedras del campo se hallaban” (cap. CLVIII). Era una especie de Pentesilea que había librado singular batalla con Amadís de Gaula. California era, en la literatura caballeresca, una isla de amazonas negras.
En la proyección de lo literario y mítico del Viejo Mundo sobre el continente americano nada más asombroso que la creencia en las amazonas. Colón, en su primer viaje, habla continuamente de una isla llamada Matinio (Madanina dice Pedro Mártir; quizá Martinica), habitada por mujeres solas, que usaban arcos y flechas y, como armadura, láminas de cobre. Los vientos desfavorables le impidieron llegar a ella, aunque mucho lo quería, para llevar a los Reyes Católicos cinco o seis de esas mujeres. La cartografía de la época registró esa “Isla de las Mujeres”. También Marco Polo, al describir las islas de la India, había hablado de una habitada por hombres y otra sólo por mujeres. Descubridores y conquistadores de Indias soñaron con islas y regiones de mujeres solas, y creyeron encontrarlas en diversas partes: mujeres guerreras, armadas de arco, con un pecho solo, del lado izquierdo. Juan de Grijalva las buscó en 1518 por Yucatán (todavía Fernández de Oviedo, libro XXI, cap. VIII, describía en la costa, “la punta que llaman de las Mujeres” y “la isla que llaman de las Amazonas”, y creía que los nombres se debían a que los primeros descubridores habían visto mujeres flecheras que peleaban con arcos, como los hombres). Diego Velázquez, en sus Instrucciones del 23 de octubre de 1518, encomendó a Hernán Cortés que viera “dónde y en qué parte están las amazonas que dicen estos indios que con vos lleváis que están cerca de allí” (también le encargó que buscara las “gentes de orejas grandes y anchas, y otras que tienen caras como perros”). Cristóbal de Olid y Gonzalo de Sandoval, enviados por Cortés, recogieron noticias sobre ellas en Zacatula y Colima, y el mismo Cortés escribió a Carlos V, el 15 de octubre de 1524, que uno de sus capitanes “me trujo relación de los señores de la provincia de Ciguatán que se afirman mucho haber una isla toda poblada de mujeres sin varón ninguno… y que esta isla está diez jornadas desta provincia, y que muchos dellos han ido allí y la han visto. Dícenme asimismo que es muy rica de perlas y oro”. Creo—dice después López de Gómara—“que nació aquel error del nombre Ciuatlán, que quiere decir tierra o lugar de mujeres”. Esa isla de mujeres solas, rica de oro y perlas, estaba además poblada por los temibles grifos, “que despoblaron el valle de Auacatlán, comiéndose los hombres”. López de Gómara recogía la creencia, aunque no creía que los hubiera. Pero todavía Antonio de León Pinelo, en 1656, hablaba de los grifos de la Nueva España, y creía que en los mares había tritones (los habían visto—dice—en las costas de Araya) y sirenas (“Si hay tritones, no faltarán sirenas”, II, 118). Los españoles que arribaron en 1533 a las costas de la Baja California creyeron haber llegado a la isla de la reina Calafia, con sus amazonas negras, su riqueza de oro y piedras preciosas, y los temibles grifos, mezcla de águila y león, criados por aquellas mujeres desde pequeños y que las defendían contra los hombres extraños, a los que alzaban en su vuelo, los devoraban en el aire o los despeñaban desde la altura. Así nació el nombre de California, documentado en 1542, pero que se remonta sin duda a la hora inicial del descubrimiento.
También por América del Sur buscó el conquistador el reino inquietante y sugestivo de las amazonas. En 1536 los españoles que recorrían el valle de Bogotá al mando del licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada recibieron noticias de ellas: “Estando el real en el valle de Bogotá—escriben a Su Majestad los capitanes Joan de San Martín y Antonio de Librija, oficiales reales—tuvimos nueva de una nación de mujeres que viven por sí, sin vivir indios entre ellas, por lo cual las llamamos amazonas”. Gonzalo Jiménez de Quesada envió a su hermano Hernán Pérez de Quesada—cuenta Fernández de Oviedo, libro XXI, cap. XI—para que viese si era verdad lo que los indios decían. Por desgracia, las sierras le impidieron llegar a ellas. Las noticias siguieron siendo insistentes, y parecía inminente su descubrimiento. Pero la aventura no estaba reservada a los conquistadores de la Nueva Granada.
En 1541 salió de Quito, al mando de Gonzalo Pizarro, una de las expediciones más brillantes de la época: doscientos veinte españoles, unos cuatro mil indios. Iban hacia el Oriente de la sierra, tras otra quimera: la tierra de la canela. Después de diez meses de lucha con la selva, la expedición, diezmada y hambrienta, hizo alto y construyó un bergantín. El capitán Orellana se embarcó con cincuenta y siete compañeros para ir en busca de alimentos. Orellana no volvió. Siempre río abajo, las aguas lo condujeron a cauces cada vez más anchos, y, finalmente, al cabo de ocho meses de navegación, al Océano. Había recorrido, por primera vez, el gran río de las Amazonas.
Pentesilea – Arturo Michelena (1891)
¿Cómo se fijó el nombre? Desde los primeros días de navegación, indios amigos e indios prisioneros le hablaban de las amazonas. Orellana—dice el Padre Carvajal, que anotaba día a día las peripecias de la empresa—habló con ellos y los sometió a un interrogatorio completo. Los indios hacían relatos extensos y minuciosos. El Estado de las amazonas estaba tierra adentro; lo habitaban indias guerreras y poderosas, y una señora mandaba toda la tierra. Habían sometido muchas provincias de indios y les hacían pagar tributos. Un indio nombraba setenta pueblos de amazonas, a alguno de los cuales había ido para llevar el tributo. Eran pueblos de piedra, con puertas, unidos por caminos cercados y con guardas para cobrar derechos. Tenían grandísima riqueza de oro y plata, y en la capital, donde estaba la señora principal, había grandes adoratorios con ídolos de oro y plata en figura de mujer. Había “mucha cantería de oro y de plata para el servicio del sol”, y las señoras principales tenían sus utensilios de oro y plata y “las mujeres plebeyas” vasijas de madera o barro. Daban detalles además sobre sus relaciones y guerras con los indios vecinos: mataban o desterraban a los hijos y criaban a las hijas “con muy gran solemnidad”. Indios amigos aconsejaban a los expedicionarios que se cuidaran de las amazonas, que los matarían, e indios enemigos les amenazaban con tomarlos prisioneros y entregarlos a ellas: “allí nos habían de tomar a todos y llevar a las amazonas”.
Los relatos de los indios, que Orellana interpretaba (era muy aficionado a las lenguas indígenas, y hasta hacía vocabularios), los conocían previamente los expedicionarios: “Todo lo que este indio dijo, y más—cuenta el Padre Carvajal—nos habían dicho a nosotros, a seis leguas de Quito, porque de estas mujeres había allí muy gran noticia”. Pero hubo algo mucho más importante. Un día—el 24 de junio de 1542—los expedicionarios descendieron a tierra en busca de alimentos (en gran parte de la travesía no comían “sino cueros, cintas y suelas de zapatos cocidos con algunas hierbas”), y tuvieron que combatir con los indios tributarios de las amazonas. Los indios combatían valerosamente—cuenta siempre el Padre Carvajal—porque pidieron socorro a las amazonas, “y vinieron hasta diez o doce, que éstas vimos nosotros, que andaban peleando delante de todos los indios como capitanas, y peleaban ellas tan animosamente, que los indios no osaban volver las espaldas, y el que las volvía delante de nosotros le mataban a palos, y ésta es la causa por que los indios se defendían tanto”.
El Padre Carvajal describe a esas amazonas: “Estas mujeres son muy altas y blancas, y tienen muy largo el cabello y entrenzado y revuelto a la cabeza, y son muy membrudas, y andan desnudas, en cueros, tapadas sus vergüenzas, con sus arcos y flechas en las manos, haciendo tanta guerra como diez indios”. Después de un duro combate, “con la ayuda de Nuestro Señor”—dice—, nuestros compañeros mataron siete u ocho, “que éstas vimos, de estas amazonas, a causa de lo cual los indios desmayaron y fueron vencidos y desbaratados”. Hay que tener presente que el Padre Carvajal había sido herido al bajar a tierra de un flechazo en la ijada, “que me llegó a lo hueco”—dice—, y que los indios recibieron refuerzos y hubo que embarcarse, “no sin zozobra”.
Estos relatos llegaron en seguida a la corte, donde unos aceptaron y otros negaron la existencia de las amazonas. Todavía en 1721 el Padre Lafitau creía que había amazonas en el Cáucaso (un misionero había dado noticias de ellas) y recogía la opinión del Padre Huet, uno de los sabios más eminentes de Francia, de que las antiguas amazonas habían pasado a las Indias. El río de la gran aventura de Orellana se llamaba, en la lengua de los guaraníes, Paraná-guazú, y en la española Mar Dulce (Santa María de la Mar Dulce lo había llamado Pinzón cuando descubrió la desembocadura en 1500), dos nombres consubstanciados también con el Río de la Plata. Los indios lo llamaban además Paraná-tinga á-tinga “río blanco”, o simplemente Pará “Mar”, de donde también Gran-Pará, y los portugueses Río Mar. Los misioneros, alegando primacías en la catequización, discutieron si debía llamarse San Francisco de Quito, San Ignacio de Quito o Santo Domingo de Quito. Los navegantes lo conocían con el nombre de Río Grande, Río de Orellana y, con más frecuencia, ya desde 1515, Río Marañón. Sobre todos ellos triunfó el nombre de Río Amazonas. La leyenda, más fuerte que la misma realidad.
Gigantes patagones
El mundo fantástico de los libros de caballerías se entremezclaba con la renaciente mitología clásica. Pedro Mártir le escribía a su amigo Pomponio Leto, el 5 de diciembre de 1494, haciéndose eco de las primeras noticias de Colón: “Y no dudo que hay lestrigones y polifemos, alimentados con cara humana”. Polifemos, como el monstruoso Cíclope de La odisea, hijo de Poseidón; Lestrigones, como los feroces gigantes que destrozaron la flota de Ulises (sólo se salvó su negra nave, de proa azul) e hicieron bárbaro festín con los tripulantes. Américo Vespucio vio gigantes en sus viajes, y Juan de la Cosa, que le acompañaba en uno de ellos, dibujó, en su famoso planisferio de 1500, la Isla de los Gigantes, la actual Curazao. Más espectaculares fueron los que encontró Magallanes en el Puerto de San Julián, antes de abordar el Estrecho. Antonio Pigaffetta, que anotaba los hechos fundamentales de la expedición, describe la aparición de uno de ellos. Hacía dos meses que los expedicionarios no veían alma humana:
Un día, súbitamente, vimos en la costa del puerto a un hombre con estatura de gigante, desnudo, que bailaba, cantaba y se echaba polvo sobre la cabeza… Era tan grande, que le llegábamos a la cintura, y bien dispuesto… Estaba vestido con pieles de animales… En los pies llevaba abarcas de la misma piel.
Uno de esos indios, “más alto y mejor formado que los demás”, estuvo varios días con los cristianos, y además Magallanes capturó dos, “los más jóvenes y mejor formados”, con el propósito de llevarlos a Europa. Eran capaces—dice Pigaffetta—de comer de una vez un cesto de bizcocho—el pan marinero—y beberse de un trago un balde de agua. Magallanes los llamó patagones, porque le recordaron—es la hipótesis de María Rosa Lida, en la Hispanic Review, de 1952—al monstruo Patagón, uno de los personajes del Primaleón, la popular novela de caballerías de la época. El monstruo Patagón, de rostro perruno, apresado por Primaleón, se amansaba ante las damas.
Seis años después de Magallanes, en 1526, llegó al Estrecho la armada de Frey García Jofre de Loaysa. Un clérigo de la expedición, el Padre Juan de Aréyzaga, vizcaíno, le contó luego a Fernández de Oviedo, en Madrid, en 1536, sus encuentros con los patagones. Eran—le decía—hombres de trece palmos de alto, y ni él, que era de buena estatura, ni ningún otro de los cristianos que allí se hallaron, “llegaba con las cabezas a sus miembros vergonzosos, en el altor”. Esos patagones cargaban a los españoles en peso y los miraban “como espantados de ver su pequeñez y blancura”. Con una mano alzaban en el aire cargas de dos quintales o más, comían de un bocado tres o cuatro libras de carne de ballena, arrojaban a gran distancia piedras de dos libras o más y eran tan veloces que no había caballo que los alcanzase. Fernández de Oviedo creía todas las afirmaciones del clérigo, y sus estrafalarias aventuras.
Francis Drake llegó al Estrecho en 1578. Su capellán decía después que había ingleses tan altos como el más alto de los patagones, y que siete pies y medio era su altura mayor. Darwin, que los encontró en su famoso viaje de la fragata Beagle, en enero de 1834, decía (Diario, cap. XI):
Su talla parece mayor de lo que en realidad es a causa de sus grandes mantos de guanaco, su larga cabellera suelta y su porte general; la altura media de estos hombres es de seis pies, con algunos hombres más altos y solamente unos pocos más bajos, y las mujeres tienen también elevada estatura. Sin duda es la raza más alta que he visto en todos los países visitados.
Los trece palmos de Fernández de Oviedo equivalían a 2.73 m. Los seis pies de Darwin, a 1.83 m., es decir, la altura normal de un hombre alto. El descubridor magnificaba sus imágenes, que crecían sin duda de relato en relato. Noticias sobre gigantes, y también sobre huesos gigantescos de pueblos desaparecidos, hubo en todas partes, y las recogieron escrupulosamente Fernández de Oviedo, López de Gómara y Cieza de León. Los viajeros del siglo XVI también descubrieron, claro está, enanos.
La ciudad inencontrada
El mismo entrecruzamiento de realidad y leyenda presenta otro episodio. Por el norte argentino, y luego por toda la Patagonia, se buscó, desde el siglo XVI, una misteriosa Ciudad de los Césares. Todavía a fines del XVIII se organizaban en Chile expediciones para llegar a ella. Viajeros hubo que la describieron con lujo de detalles, e historiadores que trataron de explicar su origen. La Ciudad Encantada o de los Césares estaba, en el siglo XVIII, en un rincón misterioso e impenetrable de la Cordillera. Algunos afirmaban que eran tres ciudades distintas, sometidas a un rey, con las puertas siempre cerradas, con palacios y templos suntuosos, revestidos de plata maciza. Se decía que los Césares no tenían más metal que la plata, y que de ella hacían las rejas de los arados, los cuchillos y todos los utensilios. Un misionero que había querido llegar hasta ellos recibió la muerte a manos de los indios. Tenían un centinela en un cerro para impedir el paso a los extraños, pero algunos habían osado acercarse hasta oír el tañido de las campanas o el eco de disparos de artillería. Mil testimonios daban pruebas irrefutables de su existencia. Personas fidedignas la sostenían bajo juramento. Los Césares vestían “casacas de paño azul, chupa amarilla, calzones de buche o bombachos, con zapatos grandes, y un sombrero chico de tres picos. Eran blancos y rubios, con ojos azules y barba cerrada”. Algunos hablaban de Césares indios, otros de Césares españoles. No faltó quien les atribuyera origen inglés. Para salir de dudas se dio tormento a un indio, que al parecer se había juramentado para mantener el secreto. Terminó confesando que eran españoles.
La leyenda, que duró tres siglos, se construyó sobre un hecho real. Sebastián Caboto, en 1529, envió a un capitán y catorce soldados para explorar la tierra, siempre tras el espejismo de la plata. A los tres meses volvió el capitán con seis soldados contando maravillas, que debía magnificar la transmisión oral. El capitán se llamaba Francisco César. De su nombre surgió una leyenda que estimuló el conocimiento de toda la región patagónica, a la que él no había llegado jamás.
El hecho real, histórico, se engarza en lo legendario, que es anterior a él. La Ciudad de los Césares era una ciudad encantada. Lo cual nos lleva a las Siete Ciudades encantadas, que en la tradición medieval, como hemos visto, se identificaban con la Antilia, la fantástica isla del Océano. Según una vieja tradición, que recoge en 1492, en su famoso Globo, el geógrafo alemán Martín Behaim, después de la ocupación de España por los árabes, a principios del siglo VIII, seis obispos cristianos, dirigidos por el Arzobispo de Oporto, huyeron de la Península y se refugiaron en la Antilla, donde fundaron siete ciudades—el número tenía valor cabalístico—, pobladas por los refugiados, bajo un régimen de paz evangélica. Un barco español—agregaba—había llegado a ella en 1414. “Antillia, che voi chiamate le Sette Città”, escribía Toscanelli en 1474 al Rey de Portugal. En 1475 el portugués Fernâo Telles obtuvo la concesión de poblar las Siete Ciudades y el señorío sobre ellas. La Antilia—ya lo hemos visto—se trasmutó en las Antillas. Pero las Siete Ciudades trasmigraron al continente.
Testimonio de un conquistador
En 1536 llegaba a la Nueva España, después de haber recorrido, en ocho años, más de dos mil leguas, a través de ríos, sierras, llanuras, desiertos y poblaciones hostiles, el último resto de la desdichada expedición de Pánfilo de Narváez a la Florida: Alvar Núñez Cabeza de Vaca con tres compañeros, entre ellos Estebanico, un negro esclavo. Sus relatos encendieron la creencia en las Siete Ciudades de Cíbola, de las que se tenía alguna noticia, desde 1530, por la expresiva revelación de un indio. El flamante virrey Don Antonio de Mendoza envió a ellas, en 1539, a Fray Marcos de Niza, un monje de San Francisco que había llegado de Italia y había participado en la conquista del Perú. Fray Marcos llevó de guía a Estebanico y a un grupo de indios. Atravesó Sinaloa, Sonora, Arizona, y llegó por fin a una población donde le dieron noticias de las Siete Ciudades y de tres reinos muy poderosos. No pudo llegar a ellas y le mataron a Estebanico, pero desde una altura alcanzó a ver la ciudad de Cíbola—una de las Siete Ciudades—, con casas de piedra de muchos pisos, y turquesas en puertas y ventanas. Le pareció hermosa y tan grande como la ciudad de México. Hasta pudo ver camellos y elefantes, y vacas y ovejas de la tierra y de España, y animales con un cuerno que comían echados de lado.
La conquista de las Siete Ciudades puso en violenta pugna al Virrey con Hernán Cortés (“riñeron malamente”, dice López de Gómara), y con Nuño de Guzmán. El Virrey la encomendó al Capitán Francisco Vázquez de Coronado, que salió en 1540 con trescientos hombres, una de las expediciones mejor equipadas de la época. Vázquez de Coronado—dice Bernal Díaz—enloqueció en la empresa. En dos años de andanzas, sólo encontró campos llanos “llenos de vacas y toros disformes de los nuestros de Castilla” (los bisontes, llamados precisamente cíbolos en la lengua de los indios) y pequeñas poblaciones casi inaccesibles, levantadas sobre riscos.
Las Siete Ciudades se fueron desplazando hacia el Norte, hacia Nuevo México, Colorado, Arizona, o hacia la costa del Pacífico. También en 1540 salió en busca de ellas, por el Mar del Sur, con más de mil hombres, en trece naves, Don Pedro de Alvarado, que murió infortunadamente en la Nueva Galicia. El Padre Las Casas, en su Apologética historia, habla profusamente de las tierras y reinos de Cíbola, sus muchas provincias e infinitas naciones, la buena y graciosa disposición y hermosura de sus habitantes (“es tierra excelentísima y de gentes llena, muy discretas y políticas”), sus grandes ciudades, sus ritos y creencias, y da una descripción bastante moderada (cap. LIII):
Cuarenta o cincuenta leguas de los postreros pueblos deste valle [de Sonora], todavía yendo al Norte, está la provincia de Cívola y ciudad, que alrededor tiene otras siete ciudades; la primera será de mil casas y las otras de muchas más. Eran hechas de piedra y madera, y tenían dos y tres y cuatro altos y doblados, y encima de todo cubiertas con sus azoteas; calles y plazas muy concertadas, todas muy fuertes, y donde se defendían como fortaleza cuando tuvieron con ellos cierta pelea los cristianos. Finalmente, todos los que vieron la ciudad y otras siete que estaban cercanas… les parecía ver ciudades de España…
Una de esas ciudades era Quivira, la gran Quivira, con calles tan largas que no se recorrían en dos o tres jornadas, y oro abundantísimo por todas partes. Pronto se convirtió también en un reino, igualmente con sus Siete Ciudades. Durante los siglos XVI y XVII se desbordó la imaginación alrededor de las ciudades encantadas de Cíbola y Quivira, y circularon relatos fabulosos, mezcla de fantasía ingenua e inventiva picaresca, que indujeron a expediciones reales o fingidas. Todavía en nuestros días las agencias internacionales comunican que un minero mexicano ha descubierto, al noreste de Sinaloa, las Siete Ciudades de Cívola y Quivira. Por lo menos un templo, unas pirámides y una serie de restos arqueológicos y objetos de oro y plata.
Las Siete Ciudades, como la Ciudad de los Césares, o el Dorado, o las Amazonas, o la Fuente de la Juventud, fueron acicate o señuelo de los pasos del hombre, que le llevaron, por encima del dolor, del hambre, del agotamiento, de la angustia, del terror, a abrir rutas nuevas, por montañas, desiertos y selvas, hasta los últimos rincones del mundo nuevo. Cuando Juan de Oñate constituye, en 1598, en las regiones de Cíbola y Quivira, la Provincia de Nuevo México, no encuentra, donde antes habían visto ciudades fabulosas y deslumbrantes, más que aldeas misérrimas. La Gran Quivira es hoy el nombre de unas ruinas, al sur de la ciudad de Santa Fe, en los Estados Unidos. Es indudable que el error ha sido fecundo. ¿No es el descubrimiento mismo de América el fruto de un error? La verdad es muchas veces triste, desoladora o mezquina, y el hombre se salva gracias a su capacidad de error, de ilusión o de locura.
Con las quimeras, ilusiones y mitos se mezclaron a veces visiones terroríficas, de grifos y monstruos espantables. Como en todo sueño, se entrecruzaron en el sueño del descubridor los afanes de grandeza y placer con los temores más pavorosos. Y como en todo sueño, el descubridor tampoco creó de la nada. En sus visiones hay siempre el lejano espejismo de una realidad efectiva: el oro del Perú, de Bogotá, de Guayana, de México; la plata del cerro Potosí; la riqueza y esplendor de Tenochtitlán y el Cuzco; las perlas del mar de las Antillas; los diamantes y esmeraldas de la Tierra Firme; las Vírgenes del Sol del Cuzco; los sugestivos y mágicos nombres de lugares y de cosas.
Pasó una noche triste pero no quemó sus naves
La leyenda portuguesa de las Siete Ciudades ha dado todavía algo más. La vieja tradición es que los siete obispos, después de haber llegado a la Antilla, habían quemado sus naves, para impedir el regreso. ¿No viene de ahí la expresión castellana con que se designa la decisión heroica, el cortarse toda posibilidad de retirada? La verdad es que Cortés no quemó sus naves, sino que las encalló en la costa: ordenó a Juan de Escalante, alguacil mayor y amigo suyo—cuenta Bernal Díaz, caps. LVIII y LIX—que hiciese sacar de los navíos las anclas, cables, velas y todo lo aprovechable “y que diese con todos ellos al través”; “so color que los dichos navíos no estaban para navegar”—escribe el mismo Cortés a Carlos — “los eché a la costa, por donde todos perdieran la esperanza de salir de la tierra, y yo hice mi camino más seguro”. Pero la tradición legendaria, que también tiene antecedentes grecolatinos (los recuerda Antonio de Solís en su Historia de la conquista de la Nueva España; lo hizo, por ejemplo, Agatocles al desembarcar con su ejército en las costas de África) y que Frazer, en su Rama dorada, encuentra además en una leyenda estoniana, era quemar las naves. Recurso mucho más decisivo e impresionante que echarlas de través, la fría verdad histórica.
La verdad se entreteje a cada paso con la leyenda, con la tradición, con la creencia. Y más que nada con la creencia religiosa. De la multiplicidad de hechos, escogemos el siguiente, de escala menor. Uno de los primeros exploradores del Río de la Plata fue Diego García, que se encontró con Sebastián Caboto, sobre el Paraná, en 1528. Al volver a España decía en un Memorial presentado al Consejo de Indias: “Sabe Su Alteza que en esta corte truje plata y señal de oro e cobre, una pieza de metal con dos obispos y Padre Santo, aseñaladas las figuras en la dicha pieza”. Diego García veía, en una pieza indígena, probablemente incaica, hecha por los indios antes de la llegada de los españoles, las imágenes familiares de su propio mundo religioso. Nada de extraño tiene que misioneros fervorosos hayan creído descubrir en América los restos de una de las tribus perdidas de Israel o indicios de una antigua predicación evangélica.
Así, los nombres de las cosas y de los lugares y la visión misma del conquistador de América representan una proyección de la mentalidad europea. Los descubridores y pobladores hicieron entrar la realidad americana en los moldes de las palabras, los nombres y las creencias de Europa. Es decir, la acomodaron a su propia arquitectura mental. Sobre el mundo americano proyectaron no sólo la realidad tangible de su mundo europeo, sino también su tradición literaria, mitológica y religiosa. ¿No hay ahí una insalvable limitación del hombre? Se capta lo desconocido en función de lo conocido, y las sensaciones nuevas se graban en la mente vieja. El hombre acaba siempre con familiarizarse con lo nuevo, pero al mismo tiempo quiere encontrar en lo nuevo, en la inmensidad de lo nuevo, su mundo tradicional, tan distante y tan querido. Más que ver para creer, parece que casi siempre se ve lo que se cree. “Descubrir—dice Bergson—no es encontrar cosas nuevas, sino reconocer lo que la imaginación y la fe dan como existente. Conocer es reconocer”.
También lo decía, a su modo, Don Miguel de Unamuno: “La realidad no es más que un esfuerzo del recuerdo por hacerse esperanza, o un esfuerzo de la esperanza por convertirse en recuerdo”. Y en otro pasaje agregaba: “El sueño es el que es vida, realidad, creación. La fe misma no es, según San Pablo, sino la substancia de las cosas que se esperan, y lo que se espera es sueño. Y la fe es la fuente de la realidad, porque es la vida. Creer es crear”.
La primera visión de América es la visión de un sueño. El conquistador es siempre, en mayor o menor medida, un alucinado que combina las experiencias y afanes cotidianos con los recuerdos y fantasías del pasado. Así fue también la primera visión que el europeo tuvo del mundo oriental, y es sin duda la de toda conquista y de toda colonización. El hombre que como descubridor, como conquistador, como emigrante o como viajero llega a América, al mismo tiempo que se siente sumido en la realidad nueva, que se americaniza, va revistiendo su nuevo mundo, tan extenso, con las imágenes y las voces de su mundo familiar. América es en cierto sentido un mundo nuevo, enteramente nuevo e irreductible. En otro sentido es también una nueva Europa.
Guaidó de Venezuela fotografiado con miembros de una pandilla colombiana
El líder de la oposición minimiza las imágenes, pero los analistas dicen que podrían resultar muy perjudiciales.
Juan Guaidó se toma una selfie en el concierto de Cúcuta, Colombia, en febrero: Fotografía: Luis Robayo/AFP/Getty Images
Juan Guaidó, el político venezolano que lucha por derrocar a Nicolás Maduro, enfrenta preguntas incómodas sobre su relación con el crimen organizado después de la publicación de fotografías comprometedoras que lo muestran con dos paramilitares colombianos.
En una entrevista el viernes, Guaidó restó importancia a las imágenes, en las que posó junto a dos miembros de la banda criminal colombiana que Los Rastrojos identificaron como El Hermano y El Menor.
Las fotos parecen haber sido tomadas el 22 de febrero, cuando Guaidó usó un cruce fronterizo ilegal para colarse a través de la frontera occidental de Venezuela hacia Colombia para asistir a un concierto al estilo Live Aid en la ciudad de Cúcuta.
«Tomé cientos de fotos ese día», dijo Guaidó a la emisora colombiana Blu Radio. “Era difícil saber quién estaba pidiendo una foto. Malinterpretar estas fotos significa jugar el juego del régimen de Maduro».
El viernes, la oficina del fiscal estatal de Venezuela dijo que abriría una investigación sobre las fotos.
Los analistas dijeron que las imágenes tenían el potencial de causar un daño severo a la credibilidad de Guaidó y su búsqueda de nueve meses para obligar a Maduro a abandonar el poder.
Los Rastrojos son un grupo de narcotraficantes con orígenes paramilitares que operan a ambos lados de la frontera entre Colombia y Venezuela. Además del comercio de cocaína, se dedican a la minería ilegal, el secuestro por rescate y extorsión.
Phil Gunson, un experto con sede en Caracas para Crisis Group, dijo: “Creo que es extremadamente perjudicial. Independientemente de si esto fue tan inocente como afirman, lo cual es bastante difícil de creer, o si había algo más, se ve tan mal».
Gunson dijo que las fotos entregaron «una gran victoria de propaganda» al gobierno de Maduro, que está evitando las acusaciones de vínculos con guerrilleros de izquierda y narcotraficantes.
Maduro intentó explotar el escándalo el jueves, alegando que las imágenes eran evidencia definitiva de los lazos de Guaidó con «paracos, asesinos y narcotraficantes».
En un discurso televisado, Maduro declaró: “La conexión entre el narcotráfico colombiano y la derecha venezolana está justo ahí en la foto. Nadie puede negarlo».
Otro chavista de alto rango, Freddy Bernal, afirmó que las fotos eran prueba de «la alianza criminal entre la derecha fascista [de Venezuela]» y los grupos paramilitares y terroristas. Los principales canales de propaganda de Maduro también dieron al escándalo la mejor facturación.
Carlos Vecchio, embajador de Guaidó en los Estados Unidos, rechazó esas afirmaciones. “No hay conexión entre el gobierno interino de Juan Guaidó [y] ningún grupo paramilitar o guerrillero. Cero, cero ”, le dijo al periódico colombiano El Espectador.
Gunson dijo que, sea cual sea la verdad, las fotos mostraron una «ingenuidad increíble» y fueron una vergüenza para la coalición internacional que respalda a Guaidó, que incluye a Estados Unidos, Colombia, Brasil y el Reino Unido.
«Casi no podría haber llegado en peor momento para Guaidó», dijo Gunson, señalando los planes del gobierno colombiano de denunciar los lazos de Maduro con la guerrilla izquierdista en la asamblea general de la ONU a fines de este mes.
Gunson dijo que la afirmación de Guaidó de no haberse dado cuenta de con quién estaba posando «francamente no es creíble… [Uno de ellos] parece un paramilitar sacado del elenco principal».
Las fotos fueron publicadas el jueves por Wilfredo Cañizales, director de un grupo de derechos humanos en Cúcuta, donde se realizó el concierto altamente politizado de febrero.
En declaraciones a The Guardian, Cañizales afirmó que Los Rastrojos habían impuesto un toque de queda a lo largo de la frontera antes de que Guaidó cruzara a Colombia «para asegurarse de que ningún lugareño tomara fotos de él cruzando ilegalmente a través de caminos ocultos».
Cañizales declinó decir cómo había obtenido las fotos o por qué había decidido publicarlas, pero dijo: “Los Rastrojos son paramilitares. Ellos son los que en esta región deciden quién vive y quién muere”.
Gunson dijo que las fotos también plantearon preguntas incómodas para los patrocinadores de Guaidó en el gobierno colombiano y sus posibles vínculos con grupos paramilitares. «Hay muchas preguntas que no han sido respondidas», dijo.
*En una encuesta de investigación de Ipsos MORI en septiembre de 2018, diseñada para interrogar la confianza del público en títulos específicos en línea, The Guardian obtuvo el puntaje más alto en noticias de contenido digital, con el 84% de los lectores que están de acuerdo en que «confían en lo que [ven] en él». Un informe de diciembre de 2018 de una encuesta realizada por la Publishers Audience MeasurementCompany (PAMCo) declaró que se encontró que la edición impresa del documento era la más confiable en el Reino Unido en el período de octubre de 2017 a septiembre de 2018. También se informó que era la más leída de las «marcas de calidad» del Reino Unido, incluidas las ediciones digitales; otras marcas de «calidad» incluyen The Times, The Daily Telegraph, The Independent y el i. Si bien la circulación impresa de The Guardian está en declive, el informe indicó que las noticias de The Guardian, incluida la informada en línea, llegan a más de 23 millones de adultos del Reino Unido cada mes. (Wikipedia).
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