El siguiente texto está tomado de TalCual digital, Se trata de una breve narración de María Ignacia Alcalá Sucre, la menor de mis hijos. Fue publicada por el diario en su web el 21 de octubre de 2010.
Nunca les he dirigido la palabra, a pesar de que ya son años de verlos o adelantarlos con el paso rápido que he llegado a dominar. Son años ya, más de cinco, de notar su presencia en los mismos caminos que camino, de verlos franquear las definitivas pero invisibles fronteras entre Sebucán, Santa Eduvigis y Los Palos Grandes. Es mejor así.
Él y ella, esposos, viven muy cerca de mi casa, cruzando la Avenida Miguel Otero Silva de Sebucán hacia una transversal. Mi madre afirma que es en el pequeño barrio que se esconde siguiendo mi calle, dando la curva y asomándose desde los nuevos edificios lujosos: “El hueco”, de donde salieron nuestro mecánico y nuestro herrero y un compañero de clases de una amiga (también vecina) que se convirtió en amigo propio. Yo creo más bien que su casa es una de las que sobreviven al borde del barrio, pequeñas, con materos afuera y flores rojas y rizadas.
La Miguel Otero Silva antes se llamaba Avenida La Salle. Recién mudados, correspondencia y facturas llegaban a mi casa con esa indicación. “Antigua Avenida La Salle”. Ellos caminan por allí, por la Avenida La Salle, cuando no era antigua. Innumerables veces suben o bajan, mecidos por el bambú que sirve de muralla vegetal y se alza sobre la pared de bloques de la Escuela Experimental de Enfermería. Él o ella o ambos (de la mano) pasan como abrazados por un hechizo que los ata a un tiempo distinto. No parecen escuchar la violencia de los partidos de fútbol que se juegan allí dentro los fines de semana, ni ver las cordilleras armadas por graffiti sobre graffiti.
Él siempre está de chemise. Con pantalón los días de semana, para el trabajo, para el Bazar Dinafra, para estar afuera cuando paso por esa calle que se estira y lleva finalmente a Altamira, a la esquina del Celarg, a La Castellana, al fin de mis paseos. Las bermudas son para el descanso, la canilla en una mano y la esposa en la otra, la parsimonia, los domingos de flojeras y mangos. Usa un bigote espeso, una cortina en su cara.
Ella va a buscarlo al trabajo. Jamás la he visto en pantalones. Ondea faldas de algodón que le llegan un poco más abajo de la rodilla. Tiene bonitas piernas, talladas a fuerza de mantener el equilibrio en tacones por calles imposibles. Ya conoce los huecos y las raíces que fracturan las aceras, sabe alejarse del lugar donde las ratas revuelven eternas bolsas de basura. No titubea ni tropieza. Pareciera que para ella ésa es la única manera de vivir: en falda y con tacones, siempre con gracia. Se pinta los labios de rojo y el pelo de negro. Quizás se lo arregla en la Segunda de Santa Eduvigis, en la peluquería de Fina, ese tesoro humilde en el que todavía pueden hacerte un buen moño (con secado incluido) por Bs. 25. A donde Fina van señoras, señoronas y niñas de todos los estratos sociales rezando el mantra democrático que las venezolanas conocemos desde el nacimiento. Todas tenemos el derecho (y el deber) de ser bellas. Ella parece extranjera (mi mamá dice que ellos son una pareja de libaneses), pero en eso, en el mandato estético, es criollísima.
Algunas noches se reparten el peso del mercado. Llevan bolsas del Excelsior o bolsas del Klasse, dependiendo de si deciden bajar hasta la Tercera de Los Palos Grandes o subir hasta el tope de Santa Eduvigis. Esas noches caminan más lento y van balanceándose un poco de lado a lado.
No los he visto por la Principal de Sebucán. En otras calles hay mejores panaderías, mejores farmacias y nada de hospitales psiquiátricos. Me da la impresión de que prefieren alejarse de la locura. Tampoco los he visto montados en Metrobús. Parecieran no salir al alboroto de la Rómulo Gallegos.
Nunca les he hablado y nunca les voy a hablar. ¿Qué les diría? “Hola, muy buenas. Yo siempre los veo y me sonrío. Ustedes me ponen contenta, ustedes me ponen triste, cuando pienso en esta zona siempre pienso en ustedes”. No. Sería una torpeza decir siquiera una palabra. Uno no le habla a una columna, o a un símbolo. Uno simplemente se siente contento de que esté allí sosteniendo el techo o llenando un mundo de significado. Los veo caminando, agradezco en silencio y camino yo también. ¶
Como nunca antes el mundo indígena es de especial interés para nuestros tiempos modernos. En un mundo tan convulso, de enormes diferencias, guerras atroces y lapidarias, una gran preocupación por el cambio climático, el efecto invernadero, la defensa de la naturaleza, invasiones de inmigrantes en busca de mejores calidad de vida (hasta se ha renombrado al Mediterráneo como un gran cementerio), sin hablar de las travesías por la temible y hasta ahora inexpugnable selva del Darién, con el resultado de las experiencias de niños, mujeres, hombres tragados por el embate de la naturaleza y la pobreza. Hasta ahora, el ser humano trató de combatir los efectos trágicos de la naturaleza, de dominarla para aprovecharla en su beneficio; ahora parecería que ésta se está vengando de su abuso y reclama su necesaria existencia.
En paralelo a estos efectos, el desarrollo tecnológico ha alcanzado avances inimaginables. Inteligencia artificial, robotización, metaverso, algoritmos, control de la información por redes sociales mundiales (infotecnología), biotecnología y su modificación de genes, medicina química… Acompañado de un afán de control por el poder mundial, hegemónico, de las grandes naciones.
En fin, estamos en presencia de un sinnúmero de acontecimientos que nos hace apreciar un futuro pleno de incertidumbre. Entonces, la humanidad busca otras maneras de alcanzar lo que se llamaría su desarrollo.
También estamos descubriendo como nunca la dimensión de nuestro universo, casi desconocido. Recientemente, el telescopio espacial James Webb nos ha dado a conocer con sus imágenes ese espacio al cual pertenecemos, pero del cual sabemos tan poco. Presentimos un cierto orden cósmico donde el renacer y la extinción existen, una multiplicidad creativa, donde cabe la violencia atenuada por un infinito orden no caótico. Nuestras religiones intuitivamente llamaron a este orden espacial de diferentes maneras. Una de estas fue Dios y otras, diferentes, relacionándolas con la vida concreta, pero mirando hacia lo sobrenatural como los tantos dioses existentes de nuestra historia diversa y milenaria.
Estos factores plenos de temores contemporáneos y el descubrimiento del origen de nuestro hábitat universal nos hacen reflexionar sobre otras vidas más acordes con la naturaleza y hasta quizás más ordenadas con la convivencia material y espiritual.
Es en ese sentido que con la curaduría de Johanna Pérez Daza y María Teresa Boulton, los espacios culturales de la Universidad Católica Andrés Bello, el apoyo económico del Departamento Federal de Asuntos Exteriores (DFAE) a través de la Embajada Suiza en Venezuela, la cooperación con su archivo de Brandli de c&fe hemos ideado la exposición “Orígenes y originarios” con el magnífico trabajo fotográfico de la artista suizo-venezolana Barbara Brändli (archivo c&fe), imágenes recientes del universo tomadas por el telescopio James Webb y la música electrónica de LaSirenLaZiren de Andrea Ludovic y Janis Denis. Esta exposición fue pensada con el propósito de ambientar y relacionar un mundo apartado de nuestras vidas, ahora mayormente cosmopolitas, pero que son instrumentos para la reflexión y aprendizaje.
Barbara Brändli, premio nacional de fotografía 1994, convivió con los yanomami* y senemá por varios años. Era cercana a su cultura y fundamentalmente a su humanidad y dignidad como seres humanos. Sus fotografías dan fe de esta búsqueda primordial. Aunque no estuvo específicamente interesada en la mitología, convivía con ésta como parte de la comunidad tribal. Descubrió que la importancia del mito para los integrantes de estas etnias va más allá de los relatos de creación del mundo, repetidos generación tras generación, sino que en sí mismos son expresión y sustancia del mundo espiritual, siendo para ellos realidades que expresan su cosmogonía, su visión del mundo y de la vida. (Isabel Aretz, 1992). El sol y la luna, astros cercanos a su visión y experiencias temporales cíclicas, fueron sus guías para relacionarlos con la vida terrestre. Por eso Barbara titula el libro que recoge su trabajo indigenista, “Los hijos de la Luna” (1974). Ronny Velásquez en Mitos de creación de la Cuenca del Orinoco, expresa que el mito es la primera elaboración que realizan los seres humanos en todas partes de la tierra (…) Así se conjugan los elementos arquetipales que se vuelven realidad en el ritual y, así, son explicados míticamente.
En esta búsqueda del origen cosmogénico inspirado por las imágenes de Barbara Brändli, hemos conocido asimismo el origen de nuestro universo mostrado a través de las pesquisas astronómicas del telescopio James Webb y decidimos relacionar el origen mitológico indígena con el origen de nuestro universo, acompañados de la creación de arquetipos terrenales. Una osada tentativa, que solo se puede emprender a través del arte y la imaginación.
Allí entonces tenemos que iniciarnos en el pensamiento diferenciado y coexistente. Según Einstein, las cosas pueden percibirse de manera distinta dependiendo del punto de vista del observador, incluso en lo referido a dimensiones que hasta el momento se pensaban absolutas, como el tiempo o el espacio. Las teorías de Einstein permitieron el surgimiento de la cosmología, que es una rama de la física dedicada a la determinación de las condiciones del origen del universo.
Por una parte, vale preguntarse: ¿Podría ser que estos relatos míticos nos enseñen algo del conocimiento de nuestro universo? ¿Por qué no contemplar y estudiar estos otros orígenes con nuevos conceptos más fluidos? En un libro de mi autoría, Los originarios contemporáneos, (2019), en una entrevista hecha al fotógrafo indigenista Emilio Guzmán, éste expresa que urgía la autoconciencia indígena y capacitarlos para que dieran continuidad a este conocimiento. De hecho se creó, del cual fue cofundador en 2010, la Universidad Experimental Indígena del Tauca, estado Bolívar, idea creada por el jesuita José María Korta y apoyada por el Gobierno Nacional de esos años, cuyo objetivo, además de la defensa cultural y organizativa, era desarrollar este pensamiento y quizás aliar mitología y matemática. El primer rector fue Esteban Monsonyi y últimamente su principal rector es un indígena jivi, ex-alumno. En este proyecto se incluía, por los ancianos de los pueblos, la versión oral de estas creencias para así conservar estos conocimientos del modo original como fueron trasmitidos de generación a generación. No sé si este intento prosperó en el tiempo: eran fuentes de conocimiento a ser integrados y aprovechados para el saber humano. Lamentablemente, en los últimos años esta única universidad en su género fue saqueada, estudiantes y profesores, algunos indígenas graduados, amenazados sin recibir algún apoyo gubernamental. No sé si ha logrado sobrevivir.
Por otra parte, hay que puntualizar que, desde el principio de la conciencia humana, la música fue parte de su expresión. Para acompañar este mundo de fuentes originales la música electrónica compuesta y cantada por Andrea Ludovic y la mezzosoprano Janis Denis acompañan estos sentimientos originarios. En la obra “Stella Maris” se encuentran dos referencias cosmogónicas: la primera es cristiana. “Stella Maris” es el significado en latín de “María del Mar” estrella del mar que le otorgaba esperanza y luz a los marineros. La otra es griega, “sirena blanca”, criatura que desviaba a los marinos y los arrobaba con su canto. Ambos símbolos son opuestos, pero tienen en común la relación panteísta del ser humano con su entorno, relación por la cual cielo, tierra y animales poseían un espíritu, un alma, una conciencia que dialoga directamente con los hombres por medio del rito. Es así como el ritual de hablar con los peces o de hablar con las estrellas se entroniza en esta canción o, mejor dicho, en las máquinas que hacen de esta una apuesta por unir el origen con el futuro. Objetivo que contiene asimismo el concepto de la exposición “Orígenes y originarios”, el cual es encontrar una síntesis de un universo, juntando y pensando el pasado con el presente y contemplar, a través de nuestra sensibilidad, el complejo legado ancestral para abrirnos a un igualmente complejo y beneficioso futuro. ¶
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* …en la cosmogonía Morales-Chávez los aborígenes del continente eran seres angélicos, intocados por la maldad que, como viruela, trajeron los españoles. ¿Cuántas muertes, cuántos genocidios conoció nuestro condominio continental antes de que a la Reina Isabel se le ocurriera financiar con sus joyas la atrevida aventura de Colón? La palabra makiritare significa sencillamente «hombre», por lo que estaba implicado que ninguna otra tribu era humana. Por eso los maquiritare decían waika o «infrahumano» a los yanomami, a quienes procuraron exterminar. Sostener que España vino a fregar la existencia a un idílico universo de hombres buenos y felices es una colosal tontería, pues antes del Descubrimiento estas tierras vieron la sangre que los humanos sabemos verter en toda latitud y toda época. (Cuentas por cobrar, 30 de octubre de 2003).
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Conocí a Bárbara Brändlï gracias a mi paso por la Fundación Neumann, que estableciera el Instituto de Diseño Neumann-INCE. Bárbara era allí Profesora de Fotografía. Luego la visitaría en su casa de la urbanización Santa Cecilia (cerca de La Casona), donde vivía con su esposo, el arquitecto Augusto Tobito, mencionado en este blog en Tomás. Los hijos de la luna tuvo como coautor al sacerdote antropólogo Daniel de Barandiarán, uno de los numerosos profesores de Religión—ninguno nos aguantaba—que tuvimos quienes nos graduamos en la primera promoción de bachilleres del Colegio La Salle en La Colina (1959). En el texto de María Teresa Boulton se menciona a Esteban Emilio Monsonyi, de quien supe en 1962 en una reunión del Movimiento Universitario Católico de la Universidad Central de Venezuela. Allí tomó la palabra y dijo: «Seré breve. Empezaré por la creación». Las risas y abucheos no le permitieron decir más nada.
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Uno de los grandes éxitos del maravilloso grupo Mecano es justamente Hijo de la luna (1986). Helo aquí:
En aviso por correo electrónico de hoy, The New York Times me enteró de lo siguiente: «Gustavo Dudamel, uno de los más grandes maestros del mundo, dejará la Filarmónica de Los Ángeles para dirigir la Filarmónica de Nueva York. Dudamel, un carismático director de 42 años, tomará el podio de la Filarmónica en 2026, en un gran triunfo para la orquesta».
Hace un poco más de quince años, se reprodujo acá un extenso artículo de la revista del mismo periódico neoyorquino—Conductor of the People (DIRECTOR DEL PUEBLO)—escrito por Arthur Lubow. Al inicio asentaba:
En 2004, Gustavo Dudamel, que para ese entonces era virtualmente desconocido fuera de su nativa Venezuela, participó en la primera Competencia Internacional de Dirección Orquestal Gustav Mahler, para directores menores de 35 años. Uno de los jurados en Bamberg, Alemania, era Esa-Pekka Salonen, Director Musical de la Filarmónica de Los Ángeles. “Llegué un poco más tarde que el resto del jurado, y para las semifinales ya había mucha excitación con él”, dijo Salonen. A sus 23 años, Dudamel era no sólo un competidor inusualmente joven, sino que esa sesión con la Sinfónica de Bamberg marcaba la primera vez que dirigía una orquesta profesional. Lucía impertérrito. “Uno es joven e inexperto, pero de algún modo debe crear un aura de confianza y autoridad”, me explicó Salonen recientemente. “Gustavo no se preocupa por la autoridad. Se preocupa de la música, que es exactamente la aproximación correcta. La orquesta es seducida a tocar bien para él, en lugar de ser forzada”. Después de que el premio fuera concedido a Dudamel, Salonen telefoneó a Deborah Borda, Presidenta de la Filarmónica de Los Ángeles. “Me dijo: ‘Deborah, no vas a creer este muchacho de Venezuela que ganó la competencia’,” me refirió Borda. “Yo pregunté: ‘¿Cómo es él?’ Y me dijo: ‘Es un animal de la dirección. Consigámoslo de una vez para un concierto en la concha acústica’.”
Dudamel ni siquiera tenía un agente. Primero encontró uno, luego Borda lo contrató para un concierto de verano al aire libre en la Concha Acústica de Hollywood. “Cuando llegó nos acercábamos al final de la temporada en la concha, hacía 43 grados, la orquesta se aprestaba a sus vacaciones… y fue eléctrico”, recuerda Borda. De inmediato lo contrató para una fecha de suscripción regular en Disney Hall y, entretanto, se embarcó en lo que llama “una odisea de dos años” para verlo trabajar con orquestas por toda Europa. Para Borda, que buscaba candidatos que un día sucedieran a Salonen, el punto crucial llegó mientras observaba un ensayo de Dudamel con la orquesta de La Scala de Milán en la Quinta Sinfonía de Mahler (que era la pieza que había dirigido en la competencia de Bamberg). “Ésa es una gran orquesta de óperas, pero uno no piensa de ella que sea una gran agrupación para Mahler”, dice Borda de La Scala. “Cuando comenzaron a tocar sonaban a Verdi. Al final sonaban a Viena, con el verdadero sonido mahleriano klezmer, judío, grave. Eso fue peso pesado, un verdadero crisol para un director joven”. La única pregunta que quedaba en su mente era la de saber como le iría en Disney Hall cuando debutara, lo que ocurrió en enero de este año. Después de una entusiasta respuesta de los ejecutantes y la audiencia, le ofreció a Dudamel un contrato por cinco años como Director Musical, para comenzar en la temporada 2009-10.
Había la sensación de que ella se había alzado con el Man o’ War o el Secretariat de la pista de carreras de la música clásica. Dudamel, ahora con 26 años, es el joven músico más comentado en el mundo. Sir Simon Rattle, el Director Principal de la Filarmónica de Berlín, lo ha llamado “el director impresionantemente más dotado que yo haya conocido nunca”. En tiempos cuando las compañías disqueras recortan sus ediciones orquestales, Dudamel ha recibido un apetecible contrato con la Deutsche Grammophon y sacado dos CDs de sinfonías de Beethoven y Mahler. Siendo ya una presencia frecuente en las salas europeas, comenzará el próximo mes su más extensa aparición en los Estados Unidos, para presentarse en Los Ángeles, San Francisco, Boston y, por primera vez, en Nueva York, con la Filarmónica de Nueva York y, en Carnegie Hall, con su propia Orquesta Juvenil Simón Bolívar de Venezuela.
¿Hay un riesgo en comprometer una orquesta con un líder que todavía está relativamente poco probado? En esta etapa de su carrera, Dudamel posee un repertorio limitado, enfocado en los familiares centroeuropeos (Beethoven, Mahler) y los poco interpretados latinoamericanos (Arturo Márquez, José Pablo Moncayo, Oscar Lorenzo Fernández). Tampoco está probada su capacidad para las tareas administrativas y de relaciones públicas que las orquestas norteamericanas requieren de sus directores musicales. Pero la Filarmónica de Los Ángeles tiene una historia de contratos con dinámicos directores jóvenes (Salonen tenía 34 cuando comenzaba allí, y Zubin Mehta sólo 26), de forma que uno pudiera decir que tomar riesgos es parte de su tradición. También tiene sentido un director latinoamericano en el condado de Los Ángeles, donde en términos gruesos la mitad de la población es hispana. “Es excitante para la gente de aquí”, dice Borda.
Al escoger a Dudamel, la Filarmónica de Los Ángeles se está aliando también con una impar y exitosa experiencia educativa, de la que su nuevo Director Musical es el producto más ilustre; esta semana la filarmónica anunciará planes de inaugurar un programa, la “Orquesta Juvenil de Los Ángeles”, que toma directamente su modelo de un prototipo venezolano. La Orquesta Juvenil de Los Ángeles comenzará con muchachos entre las edades de 8 a 12 años en un distrito desaventajado del centro de la ciudad, pero su meta última es mucho mayor: proveer un instrumento musical y un lugar en una orquesta juvenil a todo joven del condado de Los Ángeles que lo quiera. Borda dice haber sido inspirada por su visita a Caracas a fines del año pasado. En vívido contraste con la situación en los Estados Unidos, donde se ha suprimido de los currículos escolares los programas de educación artística, al tenerlos por ornamento innecesario, el sistema venezolano provee a los niños de todo el país una plaza en una orquesta, sin importar cuán pobres o problemáticos sean sus antecedentes. Y los resultados han sido asombrosos. Le pregunté a Borda si había sido sorprendida por alguna cosa durante su visita a Venezuela. Me dijo: “No había imaginado que derramaría tantas lágrimas como lo hice”.
Hace poco [Cornelis Zitman] me escribió para solidarizarse con la defensa de José Antonio Abreu y Gustavo Dudamel, asumida por Carolina Jaimes Branger. A pesar de su energía de titán, Cornelis se excusó con la más grande delicadeza por ser un holandés que no tendría derecho de opinar sobre asuntos venezolanos. A este gigante respetuoso le aseguré que él, que había escogido a esta tierra para poner sobre ella su hogar, dándonos pretexto entonces para el mayor orgullo, tenía más derecho y autoridad que muchos nacidos en ella. «Que haya gente o políticos entre nosotros que pueden ser tan radicales, estúpidos y atrevidos de criticar al amigo Maestro Abreu y su discípulo Gustavo Dudamel es una vergüenza nacional», había escrito.
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Basta de hablar de música y músicos. Oigamos a Dudamel dirigir el famoso Bolero de Maurice Ravel.
«La obra de Ravel es interpretada por la grande y noble Orquesta Filarmónica de Viena—siempre entre las mejores del mundo—, que sigue la batuta de Gustavo Dudamel. Es una brillante rendición, en la que es patente el genio del director venezolano al coaccionar a un gran ejecutante para que rinda una interpretación fuera de lo común. El solo del primer trombón de la orquesta vienesa, Dietmar Küblböck, que se inicia a los 9 minutos y 17 segundos, es un ejemplo de este talento de Dudamel para sacar lo mejor de un músico excepcional; lleva una calidad jocosa, un tumbao, diríamos en criollo, que habría hecho las delicias del compositor». Anticipo musical, 13 de julio de 2016).
En esta fecha se cumplen treinta y un años de la asonada golpista dirigida en Caracas por Hugo Chávez Frías y en Maracaibo por Francisco Arias Cárdenas, que empañara el Quinto Centenario del Descubrimiento de América.* Para una conmemoración reflexiva, se pone acá un fragmento de El grado cero de la escritura, de Roland Barthes. (Siglo XXI Editores S. A., Buenos Aires, 1973).
No hay duda de que cada régimen posee su escritura, cuya historia está todavía por hacerse. La escritura, siendo la forma espectacularmente comprometida de la palabra, contiene a la vez, por una preciosa ambigüedad, el ser y el parecer del poder, lo que es y lo que quisiera que se crea de él; una historia de las escrituras políticas constituiría por lo tanto la mejor de las fenomenologías sociales. Por ejemplo, la Restauración elaboró una escritura de clase, gracias a la cual la represión se daba inmediatamente como una condena surgida espontáneamente de la “Naturaleza” clásica: los obreros reivindicadores eran siempre “individuos”, los rompehuelgas, “obreros tranquilos” y la servilidad de los jueces se transformaba en la “vigilancia paterna de los magistrados” (en nuestros días el “golismo”** llama “separatistas” a los comunistas). Vemos aquí que la escritura funciona como una buena conciencia y que tiene por misión el hacer coincidir fraudulentamente el origen del hecho y su avatar más lejano, dando a la justificación del acto la caución de su realidad. Este hecho de escritura es por otra parte propia de todos los regímenes autoritarios; es lo que se podría llamar la escritura policial; se conoce, por ejemplo, el contenido eternamente represivo de la palabra “Orden”.
La expansión de los hechos políticos y sociales en el campo de la conciencia de las Letras produjo un nuevo tipo de escribiente, situado a mitad de camino entre el militante y el escritor, extrayendo del primero una imagen ideal del hombre comprometido, y del segundo una escritura militante enteramente liberada del estilo y que es como un lenguaje profesional de la “presencia”. En esa escritura abundan las sutilezas. Nadie negará que existe, por ejemplo, una escritura “Esprit” o una escritura “Temps Modernes”. El carácter común de esas escrituras intelectuales, es que aquí el lenguaje, de lugar privilegiado, tiende a devenir el signo autosuficiente del compromiso. Alcanzar una palabra cerrada por el empuje de todos aquellos que no la hablan, es afirmar el movimiento de una elección, sostener esa elección; la escritura se transforma aquí en la firma que se pone debajo de una proclama colectiva (que por lo demás uno no redactó). Adoptar así una escritura—se podría decir mejor asumir una escritura—, es economizar todas las premisas de la elección, manifestar como adquiridas todas las razones de esa elección. Toda escritura intelectual es por lo tanto el primero de los “saltos del intelecto”. En vez de un lenguaje idealmente libre que no podría señalar mi persona y dejaría ignorar totalmente mi historia y mi libertad, la escritura a la que me confío es ya institución; descubre mi pasado y mi elección, me da una historia, muestra mi situación, me compromete sin que tenga que decirlo. La forma se hace así más que nunca un objeto autónomo, destinado a significar una propiedad colectiva prohibida, y ese objeto tiene valor de ahorro, funciona como una señal económica gracias a la cual el escribiente impone sin cesar su conversión sin trazar nunca la historia de ella.
Esta duplicidad de las escrituras intelectuales de hoy, está acentuada por el hecho de que, a pesar de los esfuerzos de la época, la Literatura nunca pudo ser enteramente liquidada: forma un horizonte verbal siempre prestigioso. El intelectual no es más que un escritor mal transformado y, a menos de sumergirse y de hacerse para siempre un militante que ya no escribe (alguna vez lo hicieron, por definición olvidados), no puede sino volver a la fascinación de escrituras anteriores, transmitidas a partir de la Literatura como un instrumento intacto y pasado de moda. Por lo tanto, estas escrituras intelectuales son inestables, siguen siendo literarias en la medida en que son impotentes y sólo son políticas por su obsesión de compromiso. En suma, se trata todavía de escrituras éticas, done la conciencia del escribiente (no nos atrevemos a decir, del escritor), encuentra la imagen apaciguante de la salvación colectiva.
Pero, del mismo modo en que, en el estado presente de la Historia, toda escritura política sólo puede confirmar un estado policial, toda escritura intelectual puede instituir únicamente una para-literatura, que no se atreve a decir su nombre. Están en un callejón sin salida, sólo pueden remitir a una complicidad o a una impotencia, es decir, de todos modos, a una aberración.¶
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* En 1984, la segunda revista en llamarse Válvula en Venezuela publicó el texto de una conferencia de Arturo Úslar Pietri en la Casa de Venezuela en Tenerife. Ella llevó por títuloLa Comunidad Hispánica en el mundo de hoy. Éstas son sus palabras de cierre:
Faltan pocos años para 1992. Ese año celebraremos el Quinto Centenario del Descubrimiento de América. ¿Cómo lo vamos a celebrar? ¿Con los discursos tradicionales, con los desfiles que hemos hecho siempre, con un gran jolgorio, llenándonos la boca con las glorias pasadas? ¿O lo vamos a celebrar quietamente, sólidamente, orgullosamente diciendo: a los quinientos años del Descubrimiento hemos creado realmente una nueva circunstancia mundial, nos hemos puesto de acuerdo y desde ahora, en las grandes familias de pueblos, al mismo nivel de la familia anglosajona, de la eslava o de la asiática, está la familia de los pueblos ibéricos y está desempeñando un papel de primer orden?
Esa sería la celebración digna del Quinto Centenario del Descubrimiento que nos aguarda dentro de escasos años. Es una invitación a que trabajemos para ello, a que desde hoy nos quitemos las telarañas de los ojos, a que pensemos menos en la dimensión nacional y regional y más en la global. Yo vengo aquí a estas Islas que son puente natural entre América y Europa y que están como una lección viva de lo que puede hacerse y debe hacerse para estar en las dos orillas, a recordarles estos hechos que conocemos pero que tal vez por familiares olvidamos. Y a invitarlos a esta gran empresa que es la más grande ofrecida y abierta a esta familia de los pueblos poseedores de la cultura ibérica.
La “hipótesis de Sapir-Whorf” en el campo lingüístico sugiere que los lenguajes imponen, por decirlo así, una metafísica sobre sus parlantes. Es decir, por el mero hecho de hablar español—más propiamente, castellano—pensamos en alguna forma diferente de cómo piensa el inglés o el bantú. Por ejemplo, en castellano diferenciamos con facilidad entre las nociones de “ser” y de “estar”. Los pobres angloparlantes están impedidos de ese pensamiento, pues con “to be” están condenados a decir ambas cosas de una vez, de modo indisoluble. Uno no piensa “en chino”, sino que “piensa chino”.
Esto es: incluso para decir barrabasadas Evo Morales y Hugo Chávez emplean el español, piensan en español, piensan español. Si fuesen lógicamente consistentes, Morales debiera amenazar en quechua y Chávez despotricar en pemón. Debieran negar sus nombres, pues Morales no es apellido inca ni Chávez es caribe. Debieran resistir los micrófonos y las cámaras, puesto que son de marca Sennheiser o Ikegami, en lugar de modelos Paramaconi XC o Atahualpa Special Edition.
Si al encuentro de la civilización occidental con una miríada de tribus por su mayor parte dispersas y enemistadas entre sí, éstas “aportaron” un continente físico que de todos modos les quedaba grande, los españoles en Hispanoamérica contribuyeron precisamente con eso, con civilización. No hay manera de que Chávez siquiera formule una sola idea si no es a partir de los hechos de Losada o Garci González de Silva.
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** Barthes hace referencia al movimiento político que apoyara al general Charles De Gaulle, quien visitara nuestro país en 1964, el primer año de la presidencia de Raúl Leoni. Cada vez que viene De Gaulle a mi cerebro recuerdo esta anécdota apócrifa (¿chiste?):
Se cuenta que la Iglesia Católica francesa estaba preocupada por la evidente soberbia del general De Gaulle, y solicitó al Arzobispo de París que tomara cartas en el asunto. Éste llamó al Presidente de Francia para que se confesara con él, y al señalarle que su principal pecado era la inmodestia le puso por penitencia que asistiera el siguiente domingo a la misa de las 11 a. m. en Notre Dame, la más concurrida, y se acercara sin escolta y sin condecoraciones a depositar un ramillete de flores a los pies del Santísimo. De Gaulle obedeció, y fue a dejar su ofrenda floral con una tarjeta manuscrita. Concluida la misa, el Arzobispo fue a ver y leyó la tarjeta, que decía: «De la Primera Persona de Francia a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad».
La familia Sucre Eduardo. Al centro sus procreadores, Alicia Eduardo Durán y Andrés Sucre Sucre.
La nobleza, la solidaridad, la discreción, la alegría, el sentido de realidad, la noción del deber ineludible, la paciencia, el respeto del prójimo y lo ajeno, el espíritu de cuerpo, la seriedad, la pasión deportiva, el tino para conseguir consortes, la falta de pretensión y una orientación práctica y desenredada hacia la vida, son rasgos comunes a los Sucre Eduardo, y esa múltiple conjunción, reiterada doce veces, sólo puede explicarse en la labor paternal y maternal de Andrés y Alicia.
Reseña en el diario El Nacional del libro de mi esposa por Roberto José Lovera De Sola
TALLER CRITICO
Por: R. J. LOVERA DE-SOLA
Junio 22, 2009
No pudimos parar, estábamos como amarrados a nuestra butaca de leer, gracias al libro que Nacha Sucre (1950) ha escrito sobre sus abuelos Sucre Eduardo, en el conmovedor volumen Alicia Eduardo una parte de la vida, (prólogo: Luis Enrique Alcalá. Caracas: Fundación Polar, 2009. 247 p.), concebido con tanto afecto que era imposible abandonarlo hasta llegar a su última línea. Es obra enternecedora, sobre todo para los caraqueños que nacimos y crecimos en casas como la suya, con aquellos sentimientos y tales afectos. Estos recuerdos son los que nos salvan de la atmósfera de tupido resentimiento social que se vive hoy, en estos días trágicos que vive el país. División y prejuicios que nunca existieron. Siempre le ha bastado a un venezolano encontrarse con otro para abrazarlo y conversar: no lo que vemos hoy. Nacha Sucre, por ello, nos ilumina hasta el más hondo recodo de nuestra alma con la serie de recuerdos con nos ofrece en su tan bello libro: ¡bienvenida Nacha Sucre!
Tras haber leído Alicia Eduardo: una parte de la vida, con la mezcla del crítico literario que analiza y el caraqueño viejo que siente en su espíritu lo que se nos cuenta, de forma tan veraz y cierta, no podemos dejar de señalar que ante Nacha Sucre estamos ante una escritora, alguien que necesita la palabra escrita para expresarse. Debe proseguir en su tarea con la pluma o con los dedos sobre las teclas del computador.
Nacha Sucre es una mujer de letras porque su libro se lee de corrido por lo bien escrito que está y apasiona por las antiguas memorias que nos revela, en el caso de este crítico de forma muy intensa porque conoció y trató a los dos abuelos de la autora, protagonistas en muy buena medida de este recuento, y sabe que eran tal cual ella los retrata en su obra.
Aquí en el libro de Nacha Sucre está lo más entrañable de la Caracas de nuestros bisabuelos y abuelos; hasta aparece nuestro santo preferido, el doctor José Gregorio Hernández (1864-1919), de quien tantos relatos directos de gente que lo conoció hemos recibido; de personas comunes, de seres de pocos recursos a quienes atendió gratuitamente y de varios de sus alumnos en la universidad, como el doctor Pedro del Corral (1895-1986). Es un santo al que podemos tocar porque tenía la misma sensibilidad humana de nuestros abuelos y anduvo por estas mismas calles que nosotros hemos pisado.
Nacha Sucre traza aquí la vida de los Sucre Eduardo, una de cuyas descendientes es ella. Y todo ello contado siempre dentro del tejido de la historia venezolana. Brillan en su relato varios hechos, por ejemplo: la entrada de Cipriano Castro (1858-1924) a Caracas aquel 22 octubre de 1899 a tomar el poder, a la cabeza de sus andinos. Por cierto, el general Juan Vicente Gómez (1857-1935) no lo acompañaba aquel día en que llegó el Cabito a la estación del tren en Caño Amarillo. Es ésta de Nacha Sucre la descripción más vívida de aquel suceso que conocemos.
Este libro de Nacha Sucre constituye una singular contribución a la historia de la vida cotidiana venezolana, porque ésta no es para nada una historia de héroes ni de figuras egregias de la vida pública, pero sí de aquellos que conforman con su vivir la silueta de un país, los que hacen posible que éste exista, como lo hizo su abuelo don Andrés con sus negocios y su participación en nuestra vida municipal, junto a otros venezolanos que lo único que deseaban era servir a Caracas. Ellos, el 23 de enero de 1958, ni se escondieron, ni huyeron, ni se asilaron en ninguna embajada. Esperaron los nuevos nombramientos para entregar los cargos que ejercían, se sentaron a escribir sus declaraciones de bienes y a explicar a sus hijos, crecidos en los años cincuenta, qué era la democracia y por qué era el mejor sistema de vida.
Reconstruir todas estas peripecias de toda esta gente bella, hombres y mujeres del común, es añadir, como lo hace Nacha Sucre, datos a la historia del país, a lo hecho por la gente igual a otra gente.
Por ello nos muestra cómo eran aquellos seres al trazar la historia de sus abuelos Alicia Eduardo Durán y de Andrés Sucre Sucre. Historia entrañable para el corazón es toda ésta con la cual nos topamos en este volumen, historia que “tiene visos de novela” (p.17). Ella lo que quiere es “preservar la historia de quienes estuvieron antes, los episodios y los secretos de sus vidas que deben ser contados” (p.20), más cuando el país está invadido por la atmósfera de animadversiones sin sentido que vivimos, algo nunca sucedido, sobre todo en este país de pródiga democracia en la cual hasta los más pobres, los más ínfimos de la escala social, se han encumbrado por obra de su inteligencia y por la educación pública que siempre ha sido gratuita, incluso la universitaria. Por ello nuestros grandes líderes democráticos son todos hijos de la clase media. Y cuando decimos que nuestra democracia es generosa no nos referimos al sistema político sino a nuestro modo de ser.
Tiene razón Nacha Sucre cuando señala que “escribir este apasionante cuento me [dio] el impulso para continuar” (p.18). Porque al mostrarnos cómo y cuáles eran los sentimientos de aquella gente, cuál su modo de comportarse y los modelos de vida que trasmitieron a los que les siguieron, nos está dando lecciones de vida, de ésos que nuestros muchachos de hoy necesitan leer para mirarse en el espejo de lo que en realidad somos, y hemos sido, los venezolanos.
Nacha Sucre lo hace mostrándonos cómo era la vida familiar, lo que se hacía en las casas cuando nacía un nuevo bebé, el comportamiento ante la muerte, “parte de la vida” (p.240). En este sentido, el relato de la agonía de la madre de Alicia Eduardo es conmovedor, está contado con tanta belleza como cuando Teresa de la Parra (1889-1936) nos relata en Ifigenia (1924) el trance final del inolvidable tío Pancho, un pasaje por encima del cual siempre pasan los críticos literarios pero que es hondamente caraqueño, sentimentalmente hablando. Querer a nuestros muertos amados es una razón de vida. Por ello, dice la chilena Isabel Allende que nuestros muertos no fallecen sino el día que los olvidamos. Y como ello es imposible siempre están vivos.
Otro momento en donde brilla Nacha Sucre es en la narración del terremoto de Caracas en el último año del siglo XIX: sucedió a las 4:42 de la madrugada del lunes 29 de octubre de 1900, duró 45 segundos y tuvo 250 réplicas, fue larguísimo. La familia de sus bisabuelos vivía en aquel momento en una casa situada entre las esquinas de Salas a Caja de Agua, en la parroquia Altagracia, en el centro de Caracas. Éste es el mejor relato que hemos leído sobre este cataclismo, del cual tanto se habló siempre en las tertulias caseras en el sucederse de los tiempos, comunicando siempre a los que no lo vivieron el miedo que sintieron los caraqueños aquel amanecer. Tanto, que hasta el presidente Cipriano Castro se lanzó desde uno de los balcones de la Casa Amarilla, residencia presidencial entonces, para salvarse. Se rompió una pierna. En la Plaza Bolívar lo atendieron. Fue entonces que decidió mudarse, junto con su esposa doña Zoila, a Miraflores, casa de habitación de la familia Crespo. Con el tiempo, ya bajo Gómez, el palacete fue comprado a los hijos y nietos del general Joaquín Crespo (1841-1898), quienes eran sus dueños. Fue desde entonces que se convirtió en la llamada “casa del odio”; no sabemos por qué, don y daño nos ha venido desde ella. Tal fue el temor sentido en 1900 que los ancianos que lo habían vivido se volvieron a asustar tanto con el terremoto caraqueño del 29 de julio de 1967 a las 8 de la noche. Recordamos aquella noche la reacción de nuestra abuela Isabelita Pelayo en aquellos instantes, mientras salíamos al jardín de nuestra casa en San Bernardino. No podía olvidar ella el suceso de 1900, pese a haber pasado sesenta y siete años.
Y, claro, además del recuento del fallecimiento de su bisabuelo, son también de honda sensibilidad los dolorosísimos pasajes finales con que cierra el libro: con el recuerdo del accidente de los alumnos del colegio en San José de Mérida en Monte Carmelo, estado Trujillo, el 15 de diciembre de 1950. Pocos caraqueños de aquellos días, así no haya muerto alguien de nuestra familia en el suceso, dejó de tener algún vívido recuerdo de lo sucedido en aquella hora aciaga en la cual murió uno de los tíos de Nacha Sucre.
La autora nos muestra los orígenes de su familia, estira sus raíces: por el lado Eduardo a los días finales del régimen colonial, en 1808 para ser precisos, año en que uno de ellos, Pedro Eduardo y Romero, apoyó la llamada “Conjura de los Mantuanos”, quienes pidieron la formación de una Junta de Gobierno en Caracas (noviembre 22, 1808) cuando el rey cayó en España, el torpe Fernando VII (1784-1833), en quien había abdicado su padre el abúlico Carlos IV (1748-1819). Fue la de 1808 la última conspiración a favor de la monarquía y la primera de la República, tanto que en aquel momento los dos hermanos Bolívar Palacios, Juan Vicente (1781-1811) y Simón (1783-1830) pedían la independencia absoluta de Madrid.
Y los Sucre vienen de Carlos Sucre y Pardo, fundador del apellido en Cumaná. De éste desciende el Gran Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre Alcalá (1795-1830), asesinado el año treinta, para que no pudiera ser el sucesor del Libertador, a lo cual estaba llamado.
Bisabuelo de Nacha Sucre fue el maracucho Juan Pablo Eduardo Bustamante (1868-1901), descendiente de canarios (como Francisco de Miranda y Andrés Bello), a la vez descendientes de irlandeses, los Edwards, que al llegar a las islas Canarias, en el siglo XVIII, tradujeron su apellido al castellano, explicación del por qué de este apellido que aquí parece un nombre propio, así como lo debieron explicar tantas veces: “Eduardo no era su segundo nombre, sino un apellido” (p.23). Esposa de Juan Pablo Eduardo fue María Durán (1856-1908), llave de la historia que aquí se nos cuenta porque Alicia Eduardo Durán era hija de aquellos.
Por ello nos muestra Nacha Sucre, con deliciosa precisión, cómo era el Maracaibo de las últimas décadas del siglo XIX y cómo el París de la Belle Époque, el París de Marcel Proust (1871-1922), a donde marcharon los Eduardo Durán en 1894 y donde nació Alicia Eduardo Durán (junio 26, 1896), la segunda hija, la mayor había nacido en Maracaibo en 1888. Después les llegó Margot en 1898.
El bisabuelo murió en Caracas y tuvo en Francisco J. Mayz no sólo a un gran administrador de sus bienes sino a un amigo y protector incondicional de los suyos, a quienes ayudó a acrecentar la fortuna que Juan Pablo Eduardo dejó al fallecer. Este señor Mayz era un típico hombre de negocios y administrador de esa época; a más de uno como él llegamos a conocer. Eran hombres de honda ética.
Ya hemos señalado que la descripción de la agonía y amortajamiento de María Durán constituye uno de los pasajes destacados de este libro (p.83).
Así la vida familiar de las tres hijas que siguió, desde el matrimonio de la mayor, María Teresa (julio 17, 1908) con Pedro Larrazábal (1869-1924). Fueron los padres de María Teresa (1911), Josefina (1912) y Salvador (1913), estos dos muertos de enfermedades contagiosas. Más tarde nacieron Margarita (1915) y Salvador (1916), a quien llamaron, costumbre de la época, como el hermano muerto. En otro parto posterior murió María Teresa Eduardo y el hijo por nacer. Así Alicia Eduardo quedó cuidando a los sobrinos, el padre desconsolado no volvió a ser el mismo (p.105). Solo quedaron Margot, de veintiún años, y Alicia. Estos muchachos terminaron siendo los otros hijos de Alicia; crecieron con el tiempo, muerto su papá, en la casa caraqueña de los Sucre Eduardo en Altagracia.
Fueron aquellos años, antes de la muerte de María Teresa Eduardo, los que vivieron en París, en Lourdes, en Tarbes y en San Juan de Luz. Fue allí donde apareció un día Andrés Sucre Sucre (1899), comerciante, quien se casó allá con Alicia Eduardo (junio 9, 1921); fueron los fundadores del clan Sucre Eduardo. Por largos años vivieron en la casa con el número 50 de Caja de Agua a Truco, viviendo allí, en el día de la muerte del hijo desaparecido en el accidente de aviación de Monte Carmelo. Con este suceso se cierra el recuento que nos ofrece Nacha Sucre en su libro.
Una observación final: si bien el relato se cierra en 1950, la autora debió añadir una nota a pie de página con un apretado recuento de la vida de sus queridos abuelos hasta el final de sus vidas, registrando a la vez las fechas de muerte de don Andrés y la señora Alicia.¶
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No estoy de acuerdo con el último párrafo de la reseña. El libro de mi esposa dice en el título: Una parte de la vida. LEA
Susana Carolina Gil Olo es mi fuente para asuntos estonianos de los que informa el estupendo servicio de Estonian World. Esta vez me ha enviado una colección de videos con melodías navideñas de Estonia, de donde viene su señora madre. Acá pongo los videos de cuatro de las que más me gustaron.
Liis Lemsalu – Sel ööl on tunne Hay un sentimiento esta noche
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Lumeingli laul La canción de un ángel de nieve
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Riho Sibul – «Jõulusoovid» Deseos de Navidad
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Koit Toome – On suures linnas vaikne Está tranquilo en la gran ciudad
Häid jõule
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Las lenguas ugrofinesas forman una subfamilia de las lenguas urálicas. Demográficamente, el húngaro, el finés y el estonio son las lenguas más destacadas del grupo. A diferencia de muchas de las otras lenguas habladas en Europa, las lenguas ugrofinesas no forman parte de la familia indoeuropea. Las lenguas urálicas incluyen también a las lenguas samoyedas, e históricamente se ha usado el término ugrofinés como sinónimo de urálico, aunque no es el uso moderno más extendido. Muchas de las más pequeñas lenguas ugrofinesas están en peligro de extinción. (Wikipedia en Español).
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