Golpe y contragolpe

 

Antonín Leopold Dvořák

Se dedicó la emisión #289 de Dr. Político en RCR, mayormente, a contradecir las prescripciones de golpe de Estado para «solucionar» el grave deterioro de Venezuela como sociedad y economía, la más reciente de las cuales emergió de parte de Ramón Muchacho, Alcalde del Municipio Chacao. También se refutó nociones equivocadas de Vladimir Padrino López, Eduardo Semtei y Carlos Romero, en recientes declaraciones o artículos. Antonín Dvořák se hizo presente con la segunda de sus Danzas Eslavas y Sergio Rachmaninoff con la recapitulación del cuarto movimiento (Allegro vivace) de su Segunda Sinfonía en Mi menor. Acá abajo, el archivo de audio correspondiente a esa transmisión:

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288 y contando

 

La suite de Prokofiev

La transmisión #288 de Dr. Político en RCR echó mano de textos en la revista referéndum (1994-1998) y en la obra de Carl Sagan The Demon-Haunted World, que en su capítulo final cita a Thomas Jefferson, para establecer al Pueblo como actor político principal de la democracia. Una referencia a la Proclama del Frente Amplio Nacional (Aula Magna UCV, 6 de marzo) extrajo una consecuencia directa de sus planteamientos: que la Asamblea Nacional Constituyente es una máquina infernal para sepultar la soberanía popular y que es hora del protagonismo del pueblo. El corolario no es otro que el aterrizaje operativo de tales premisas, en un decidido apoyo del Frente al referendo que puede decidir la disolución de la ANC y la anulación de todos sus actos. Albert Ketèlbey nos visitó de nuevo con el tema de En el jardín de un monasterio; luego se escuchó Troika, una de los números de la Suite del Teniente Kijé, de Sergio Prokofiev. Aquí está el audio de la emisión de hoy (debajo de éste, se coloca un fragmento de seis minutos con la esencia del planteamiento al Frente Amplio):

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El casero llama de nuevo

 

También puede alquilarse a ciertos hombres

 

En alemán: Haus, casa; Mann, hombre.

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Los servicios caseros de Ricardo Hausmann fueron alquilados por primera vez por María Corina Machado en 2004, para que «demostrara» que el referendo revocatorio de ese año contra Hugo Chávez había sido un fraude.

Habiendo “fracasado” en su ostensible intento por demostrar que no hubo fraude—cuando en verdad lo que querían probar era justamente lo contrario—no han podido rechazar la hipótesis de fraude—”Esto nos impide rechazar la hipótesis de fraude”—que habían dicho que no era su hipótesis. En ningún caso han probado ni el fraude ni ninguna otra concebible constelación de factores que pudiera haber causado los resultados de sus alambicados y peculiares cómputos. Para haberlo hecho hubieran tenido que demostrar que no existe ninguna otra configuración factorial, distinta del azar y de una intención fraudulenta en acción, capaz de generarlos. Y siendo ellos quienes cantan fraude, sobre ellos pesa la carga de esa prueba. Pero nunca fue verdad que partieran “de la hipótesis de que no hubo fraude”, sino en realidad de la hipótesis de que no debiera haber discrepancias entre sus firmas y sus exit polls y los datos finales del CNE, discrepancias que fueron justamente lo que suscitó el estudio, lo que fue su origen. Fue su conclusión predeterminada, ya no un voto oculto, ya no una oculta intención de voto, lo que buscaron probar y no pudieron, ni siquiera porque ocultamente la tuvieron, inválidamente, como premisa. (Juvenalia y tropicalia, 9 de septiembre de 2004).

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Y fue precisamente sobre esas encuestas de salida que Súmate montó su pretensión de que había demostrado que aquel fatídico 15 de agosto había sido perpetrado un fraude masivo, al encargar a los impecables profesores Hausmann y Rigobón un análisis estadístico al respecto. Pero el año pasado Alejandro Plaz admitió, ante asedio insistente de Pedro Pablo Peñaloza que le entrevistaba para El Universal, que no se había podido demostrar fraude y que tampoco se podría en el futuro. Antes de tamaña admisión, el profesor Rigobón había declarado al mismo periódico en 2004, poco después de que sus “hallazgos” hubieran sido anunciados con fanfarria, y en imprudente descuido: “Hay dos piezas de evidencia en lo que nosotros mostramos. Uno depende de los exit polls. Pero éstos, como tal, pueden estar muy sesgados. Y eso ocurre en todos los países del mundo. Los exit polls no deberían ser tomados tan en serio como lo hacemos en Venezuela, porque son una porquería en todos los países. Y las diferencias son, generalmente, muy grandes, entre sus resultados y el conteo. En nuestros métodos estadísticos tomamos en cuenta que ese instrumento es muy malo”. (La recta final, 16 de noviembre de 2006).

La ideología de Hausmann

Ésa fue la primera vez que me ocupé de algo firmado por Ricardo Hausmann. Más recientemente, lo mencioné de nuevo en Del catastrofismo como placer (9 de marzo de 2017), presentándolo de este modo: «Ricardo Hausmann. Éste lidera el llamado ‘Grupo de Boston’, una constelación de profesionales que sigue de cerca el caso venezolano desde los EEUU y mantiene nexos operativos con el Fondo Monetario Internacional». He aquí el cierre de esa entrada:

Creo conocer tres tipos de catastrofistas: 1. el que profetiza el desastre en apropiado tono de preocupación; 2. el que lo hace con rostro indignado, enfurecido, creyendo que es la actitud comme il faut que le reportará mayor admiración y apoyo político—políticos iracundos, atrabiliarios (de bilis negra) que (…) creen que es preciso mostrar constantemente un rostro disgustado, al borde del enfurecimiento” (Autoungidos furibundos); 3. quien pronostica la catástrofe con una condescendiente sonrisa de superioridad académica. De los tres, prefiero el primer tipo y el segundo sobre el tercero. Hay también quien cree ver en el desastre una buena cosa; hace unos meses, alguien me escribió: “La buena noticia es que la crisis continúa”. Mientras peor le fuera al país, peor le iría al gobierno y esto era lo importante. El más horrible de los cuentos produce placer a ciertos opositores.

Dejo así constancia de que no simpatizo con las posturas de Ricardo Hausmann.

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Arrancando este año (2 de enero) creí mi deber refutarlo de nuevo; en esta ocasión enfilé—en El graznido del pato negro (una alusión a su «estudio del cisne negro», de 2004)—contra este desvarío suyo:

Con fecha de hoy se publica en Project Syndicate (The World’s Opinion Page) un artículo cuyo autor es Ricardo Hausmann: D-Day Venezuela, del que también hay versión en español. Se trata de una pieza delirante, que aboga por ¡la invasión de Venezuela por una fuerza armada ensamblada con militares de varios países de América y Europa! Hausmann pretende justificar tal crimen internacional sobre la base de una escueta enumeración más de los problemas que aquejan a la población venezolana. (No dice nada que no sepamos). Previamente, despacha como remedios inadecuados o inútiles dos posibles desenlaces: el que proporcionaría una elección presidencial y el que provendría de un golpe de Estado militar, como si se tratara de categorías equivalentes.

Más de un analista internacional (Andrés Oppenheimer, por ejemplo) desestimó como locura tan extraviada prescripción, y pareció oportuno insertar una actualización a la crítica evaluación anterior:

Bloomberg trae hoy (3 de enero) una nota de la que se traduce lo siguiente: “Pero, bajo las leyes actuales, los legisladores pueden expulsar a Maduro y El Aissami y procurar la instalación de un nuevo gobierno conducido por el jefe de la Asamblea Nacional. Esa persona pudiera entonces solicitar a fuerzas internacionales que provean asistencia militar para restaurar un orden democrático, dijo Hausmann”. No existe ninguna ley venezolana que permita tales cosas. Bloomberg, quizás sin proponérselo, no hace otra cosa que confirmar el grado de delirio de Hausmann y su abismal ignorancia—y la de la agencia misma—acerca de la juridicidad venezolana, que más bien lo sometería a juicio por el delito de traición a la patria si pudiera echarle mano. (Ver asimismo la evaluación del desvarío en Americas Quarterly por Sean W. Burges y Fabricio Chagas Bastos: Invadir Venezuela es una pésima idea).

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La pieza de ayer

Hausmann no se quedó quieto. Ayer mismo publicaba Project Syndicate su nuevo artículo, How Democracies Are (re)Born (Cómo renacen las democracias), con pie en el reciente libro de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, How Democracies Die (Cómo mueren las democracias). El sumario inicial ya es insidioso: «No puede haber una democracia estable si tiene que coexistir con un gran partido político competitivo dedicada a destruirla. Ésta es la lección de Venezuela hoy, tal como lo fue la de Alemania Occidental de la postguerra». Y a partir del certificado de defunción que expide para la democracia venezolana pregunta:

La cuestión es cómo resucitarla, un reto complicado por las actuales hiperinflación y catástrofe humanitaria del país. ¿Debiera Venezuela posponer el restablecimiento de la democracia y enfocarse en la deposición del presidente Maduro y la reanimación de la economía, o debiera restablecer la democracia antes de acometer los asuntos económicos?

Por supuesto, Hausmann plantea la pregunta para presentar su respuesta, basada en analogías históricas que no se sostienen:

Así que ¿cómo puede revivirse la democracia? Dada la crisis humanitaria, Venezuela necesita una rápida recuperación económica, la que es improbable a menos que el derecho de propiedad sea creíblemente restablecido. Pero ¿cómo es esto posible en el contexto del gobierno de la mayoría? ¿Qué impediría que una futura mayoría electoral de nuevo se apoderara de activos después de la recuperación de la economía, como pasó en Zimbabwe durante y después del acuerdo de cohabitación de 2008 a 2013? (…) Lewitsky y Ziblatt advierten que la democracia requiere competidores políticos que se abstengan de actuar demasiado poco cooperativamente. Tal sistema, basado en el reconocimiento y la tolerancia mutuas, fue formalizado en Venezuela en 1958, mediante lo que se conociera como el Pacto de Puntofijo, que estabilizó la democracia durante 40 años, antes de que Chávez lo denunciara y destruyera. Tales pactos no pueden extender su reconocimiento a organizaciones que se opongan a la democracia. (…) La democracia española murió en los años treinta porque era imposible un sistema de mutuo reconocimiento entre fascistas, conservadores, liberales y comunistas. La democracia en Alemania Occidental después de la Segunda Guerra Mundial requirió un proceso de desnazificación que proscribiera la visión del mundo que había conducido al desastre. (…) Del mismo modo, en la Venezuela de hoy será imposible restablecer la democracia liberal si se permite al régimen actual regresar y expropiar de nuevo. (…) En Venezuela, ese aprendizaje social será más difícil que el de Alemania. A diferencia de Hitler, Chávez murió antes de que la máscara económica cayera, lo que hizo más fácil denunciar a Maduro sin arreglar las cuentas con el chavismo, la ideología subyacente al desastre actual. (…) Para asegurar la democracia liberal, Venezuela debe exorcizar no sólo el régimen y sus secuaces, sino también la visión del mundo que los llevó al poder.

Claramente, Hausmann opta por la primera de las únicas dos avenidas que divisa (sabe bastante de divisas): según él, Venezuela debe «posponer el restablecimiento de la democracia y enfocarse en la deposición del presidente Maduro y la reanimación de la economía».

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Hausmann: Exagera y triunfarás

La vistosa retórica de Hausmann sobresimplifica más de una cosa. Primeramente, nos compara con la España de la Guerra Civil: «Estudios, basados en evoluciones demográficas, cifran en 540 000 la sobremortalidad de los años de la Guerra Civil y la inmediata posguerra, y en 576 000 la caída de la natalidad.​ La estimación de víctimas mortales en la Guerra Civil Española consecuencia de la represión puede cifrarse en 200 000 personas». (Wikipedia). Nos compara con la Alemania de Hitler, directamente causante de la Segunda Guerra Mundial a escasos seis años de su asunción al poder: «la Segunda Guerra Mundial fue el conflicto más mortífero en la historia de la humanidad, con un resultado final de entre 50 y 70 millones de víctimas». (Wikipedia). Si se insiste en esas ligeras e irresponsables comparaciones, lo que ocurre ahora en Venezuela puede ser tenido por una verbena ante cataclismos de esa magnitud.

Luego, no ha habido demasiada dificultad en nuestro país para el aprendizaje («En Venezuela, ese aprendizaje social será más difícil que el de Alemania», pontifica Hausmann). En noviembre de 2014 medía Datanálisis 80,1% de acuerdo con esta afirmación: «El socialismo del siglo XXI es un modelo equivocado que debe ser cambiado». Y ya en 2009 todas las encuestas respetables registraban un rechazo mayoritario al socialismo, lo que permitió proponer un referendo consultivo que preguntara al Pueblo: «¿Está usted de acuerdo con la implantación en Venezuela de un sistema político-económico socialista?» (Parada de trote, 23 de julio de 2009). A esa invitación, reiterada al año siguiente y replanteada insistentemente desde 2012 por Dr. Político en RCR, nunca se ha hecho caso; a la democracia que Hausmann dice defender no se la respeta, no se cree en ella. Aunque es justamente ella la que tiene el remedio, Hausmann prefiere que una concertación de políticos profesionales y tecnócratas suplante la soberanía popular.

Hausmann distorsiona el sentido del Pacto de Puntofijo «que estabilizó la democracia durante 40 años». (Sus palabras). Si bien es cierto que no se invitó al Partido Comunista de Venezuela a suscribirlo, este partido y otros de inspiración marxista pudieron actuar en nuestro escenario político precisamente durante esas cuatro décadas:

El Pacto de Puntofijo era un acuerdo para echar las bases del sistema democrático en un país que, en toda su historia, sólo tuvo elecciones universales en 1947—anuladas rápidamente por otro golpe militar en noviembre del año siguiente—, y difícilmente podía incluir a un partido (PCV) que sostenía como punto de fe programática el esquema marxista-leninista para el establecimiento de una dictadura del proletariado, la negación de la democracia. (El mismo Hugo Chávez se cuidó de aclarar que el PSUV no era marxista-leninista, el 28 de julio de 2007). Pero el Partido Comunista, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, el Movimiento Electoral del Pueblo, el Movimiento Al Socialismo y la Causa Radical, todos marxistas, pudieron actuar políticamente en el país durante todo el período que va de 1958 a 1998, a menos que se involucraran en la lucha política insurreccional y armada. Los partidos que lo hicieron—PCV, MIR, URD—, además, tuvieron espacio para actuar sin trabas dentro de un marco democrático luego de la pacificación calderista. (Retórica cuatrofeísta, 5 de febrero de 2015).

La culpa es compartida

Finalmente, el casero escamotea para su conveniencia argumental la responsabilidad de los partidos venezolanos convencionales en nuestra actual tragedia. Tersamente escribe: «En diciembre de 2015, los votantes eligieron una Asamblea Nacional con una mayoría opositora de dos tercios, indicando a Maduro y sus compinches que aun una democracia grandemente iliberal no sería suficiente para mantenerlos en el poder. A partir de entonces, Venezuela cayó en una dictadura absoluta». En ningún pasaje de su último artículo se registra el hecho de que el Presidente de esa misma Asamblea Nacional proclamó en el acto de su instalación que el cuerpo legislativo consideraba un «compromiso no transable» encontrar en seis meses el modo de salir del gobierno de Maduro, ni se sugiere que esa postura tuviera algo que ver con el endurecimiento de la posición oficialista. (Ver en este blog, para ésa y otras torpezas, La historia desaparecida, 2 de abril de 2017). Mucho antes de eso, lo que Hausmann tal vez admita como nuestra «democracia liberal»—algo liberal; Artículo 99 de la Constitución de 1961: «Se garantiza el derecho de propiedad. En virtud de su función social la propiedad estará sometida a las contribuciones, restricciones y obligaciones que establezca la ley con fines de utilidad pública o de interés general»—se hizo «ilegítima de desempeño», y permitió el triunfo de Hugo Chávez escasamente un año después de que éste alcanzara, a duras penas, entre 6 % y 8% de intención de voto a su favor.

La historia que cuenta Hausmann es tan distorsionada como incompleta; por eso es una historia falsa, falsificada. En vez de la prohibición por la que aboga debe haber educación; sin que los opositores venezolanos la hayan impartido (o se hayan educado ellos mismos), el pueblo venezolano ha aprendido.

En conciencia del poder controlador de la ambición, la corrupción y la emoción, puede ser que en la búsqueda de un gobierno más sabio debiéramos mirar primero a la prueba del carácter. Esta prueba debe ser la del coraje moral. (…) Puede que el problema no sea tanto un asunto de educar a funcionarios para el gobierno como el de educar al electorado para que reconozca y premie la integridad de carácter y rechace lo postizo. (Barbara Tuchman, La marcha de la insensatez, 1984).

Aun antes de haber leído ese libro fundamental de la Profra. Tuchman, se redactó al año siguiente, para la enumeración de objetivos de un nuevo tipo de organización política, este propósito primero: «La Asociación tiene por objeto facilitar la emergencia de actores idóneos para un mejor desempeño de las funciones públicas y el de llevar a cabo operaciones que transformen la estructura y la dinámica de los procesos públicos nacionales a fin de: 1. Contribuir al enriquecimiento de la cultura y capacidad ciudadana del público en general y especialmente de personas con vocación pública…»

Eso sí es confiar en la democracia y fortalecerla. Hausmann, defensor de la democracia «liberal», no debe ignorar que la cumbre del pensamiento liberal fue, sin duda, el gran pensador y activista inglés John Stuart Mill, quien escribiera en su Ensayo sobre el gobierno representativo:

Si nos preguntamos qué es lo que causa y condiciona el buen gobierno en todos sus sentidos, desde el más humilde hasta el más exaltado, encontraremos que la causa principal entre todas, aquella que trasciende a todas las demás, no es otra cosa que las cualidades de los seres humanos que componen la sociedad sobre la que el gobierno es ejercido. Siendo, por tanto, el primer elemento del buen gobierno la virtud y la inteligencia de los seres humanos que componen la comunidad, el punto de excelencia más importante que cualquier forma de gobierno puede poseer es promover la virtud y la inteligencia del pueblo mismo.

Hausmann no promueve ninguna de las dos. LEA

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Elecciones y consultas

Camille Saint-Saëns

El programa #287 de Dr. Político en RCR volvió sobre la iniciativa de convocar por iniciativa popular un referendo que podría, desde el poder supraconstitucional del Pueblo, disolver la Asamblea Nacional Constituyente y anular sus actos. Previamente, se comentó el evento electoral múltiple previsto para el 13 de mayo próximo y la candidatura específica de Henri Falcón. El Andante Cantabile del Cuarteto para cuerdas #1 de P. I. Tchaikovsky y la Danza macabra de Camille Saint-Saëns acompañaron la sesión, cuyo archivo de audio se coloca acá abajo:

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La conspiración de los holgazanes

Uno de los siete pecados capitales

 

Pereza: decisiva para explicar la ruptura de la convivencia y finalmente la guerra civil. Pereza, sobre todo, para pensar, para buscar soluciones inteligentes a los problemas; para imaginar a los demás, ponerse en su punto de vista, comprender su parte de razón o sus temores. (…) ¿No era una época en que los intelectuales gozaban de gran prestigio, no había entre ellos unos cuantos eminentes y de absoluta probidad intelectual? Ciertamente los había; pero encontraron demasiadas dificultades, se les opuso una espesa cortina de resistencia o difamación, funcionó el partidismo para oírlos “como quien oye llover…” Llegó un momento en que una parte demasiado grande del pueblo español decidió no escuchar, con lo cual entró en el sonambulismo y marchó, indefenso o fanatizado, a su perdición. Tengo la sospecha—la tuve desde entonces—de que los intelectuales responsables se desalentaron demasiado pronto. ¿Demasiado pronto—se dirá—, con todo lo que resistieron? Sí, porque siempre es demasiado pronto para ceder y abandonar el campo a los que no tienen razón.

Julián Marías – La Guerra Civil. ¿Cómo pudo ocurrir? (Madrid 2012).

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Salvo la envidia y la avaricia, me confieso practicante de los restantes cinco pecados capitales...

Hallado lobo estepario en el trópico – 28 de mayo de 2011

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A mis diecinueve años cumplidos compré y leí en Mérida la Historia de la Filosofía de Julián Marías, cuando estudiaba el tercer año de Medicina en la Universidad de Los Andes; ahora es mi esposa quien tiene a su hijo Javier entre sus novelistas favoritos. Hoy me llegó de un apreciado amigo una reseña del ensayo de Marías el padre sobre la Guerra Civil Española; fue publicada—11 factores que explican la Guerra Civil Española según Julián Marías—el pasado 24 de febrero en Prodavinci, un sitio web que visito con frecuencia pues usualmente trae trabajos de calidad, pero había escapado mi atención. A mi estimulante corresponsal le puse:

Lo primero que llamó mi atención en el texto de Marías fue su referencia (en el tercer puesto de once factores explicativos de la Guerra Civil Española) a la pereza. No pude menos que recordar a ciertos amigos, a quienes dediqué [una entrada] en mi blog. Así puse: «A XXX, YYY y ZZZ, quienes prefieren leer no más de una paginita».

Ocurre con frecuencia que mis lecturas clínicas del proceso venezolano son cortadas por un interlocutor que las declara «teóricas» o «demasiado largas». Siempre me ha parecido que un proceso político tan complejo como el venezolano de las últimas dos décadas no puede ser comprendido con simpleza. «En la emisión #266 de Dr. Político en RCR se argumentó que el proceso político venezolano es, incorrectamente y con frecuencia, entendido como película en blanco y negro de superhéroes contra supervillanos (roles cambiantes según quien la cuente)», por ejemplo. O esto:

Un amigo inteligente, bien intencionado y proactivo, me escribe: “es una DICTADURA”. (…) Se ha conseguido por fin la etiqueta definitiva, cuyo uso satisfará toda necesidad. Del otro lado de esta polarización que hace mucho más daño que bien, se ha empleado otras; la más reciente es una reciclada: “derecha fascista”. El país puede respirar tranquilo, pues su problema político se habría esfumado con tales “descubrimientos”; su clase política opone una etiqueta a otra, cada actor enfrentado coloca una estrella amarilla de seis puntas en el abrigo del otro, como hacía Hitler en la Alemania que sojuzgó tan trágicamente. Problema resuelto. (Etiqueta negra, 11 de abril de 2016).

Más recientemente aún, el uso indiscriminado del adjetivo «fraudulento» para calificar (más bien descalificar)—se pretende que decisivamente—cualquier cosa que se le ocurra al gobierno desde que muy erróneamente Allan Randolph Brewer Carías declarara a CNN, el 1º de mayo del año pasado, que la convocatoria a constituyente sólo podía hacerla el Pueblo en referendo. (Ver #lasalida de Maduro (segunda parte)).

A otro corresponsal de hoy acabo de decirle:

Bautizar un problema no es lo mismo que resolverlo. Nuestro problema no es taxonómico, no es decidir si Maduro es morrocoy o cachicamo, si su régimen es una dictadura, una democracia, una subdictadura (una vez diagnosticaron a mi madre de tiroiditis subaguda) o una subdemocracia. Yo evitaría el empleo del adjetivo «fraudulento», precisamente porque es ahora una muletilla, una etiqueta con la que se pretende resolver todo.

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Regresemos al primer corresponsal. Una vez que hubiera leído la reseña completa de las tesis de Marías, le escribí de nuevo para reportarle que discrepaba de esta afirmación suya: «La función política que puede esperarse de los intelectuales es que sean intelectuales y no políticos». Justifiqué la discrepancia en estos términos:

En De héroes y de sabios (junio de 1998) expuse:

Una vez un profesor extranjero, experto internacional en sistemas de decisión racional de alto nivel, fue invitado por un ministro clave de un gabinete de esta última mitad de siglo venezolana. El profesor, a petición del ministro, recomendó la institución de un centro de investigación y desarrollo de políticas—con una cierta propensión al largo plazo, bien dotado de recursos, escudado del poder—; una unidad de análisis de políticas para la Presidencia de la República, naturalmente sometida al corto plazo, con capacidad de respuesta instantánea; y un programa de formación para los que trabajarían en ambos tipos de centro. Dijo que esa trilogía era indispensable para aumentar la racionalidad en la toma de decisiones públicas. Después de escucharlo con mucha atención, y después de declarar que esto último era lo que él procuraba hacer desde su ministerio, el ministro dijo: “El problema, profesor, es que por mucho tiempo más la clave de la política venezolana estará en el número de compadres que tenga el Presidente en el país”.

Y no se crea que algo así ocurre sólo en el corazón del Gobierno Central: hace unos años ya en una de las operadoras de PDVSA, nuestro dechado de virtudes gerenciales, un conferencista buscaba una página en blanco en el rotafolio de la junta directiva a la que hablaría en unos instantes. En ese proceso se topó con una página en cuyo centro estaba escrito lo siguiente: “A la industria petrolera no le conviene tener demasiada gente inteligente”.

¿Qué es este prejuicio contra las personas que tienen la tara de intelectualidad? Que se sepa, la Constitución de 1961 sólo inhabilita para el ejercicio de los altos cargos públicos a quienes no son venezolanos por nacimiento, a quienes son demasiado jóvenes, a quienes son religiosos. (Si se comprende las enmiendas, a quienes han sido hallados culpables de delitos contra la cosa pública). No existe indicación alguna, ni en su texto original ni en las dos enmiendas subsiguientes, de la inhabilidad política de los “hombres de pensamiento”. ¿De dónde se saca entonces que éstos no deben mandar?

Más adelante en el mismo trabajo fui más allá:

Es probable que continúe habiendo un predominio de los “hombres de acción” en las cabezas ejecutivas de los Estados, de los partidos políticos, pero aun en este caso habrá un marcado aumento del espacio y la influencia de los “hombres de pensamiento” en la política.

Es probable que los hombres de pensamiento que se dediquen a la formulación de políticas se entiendan más como “brujos de la tribu” que como “brujos del cacique”. Esto es, se reservarán el derecho de comunicar los tratamientos que conciban a los Electores, sobre todo cuando las situaciones públicas sean graves y los jefes se resistan a aceptar sus recomendaciones.

Pero también es probable que en algunos pocos casos algunos brujos lleguen a ejercer como caciques. En situaciones muy críticas, en situaciones en las que una desusada concentración de disfunciones públicas evidencie una falla sistémica, generalizada, es posible que se entienda que más que una crisis política se está ante una crisis de la política, la que requiere un actor diferente que la trate.

Y luego el nuevo paradigma político se extenderá por el planeta: uno en el que la inteligencia reivindique su espacio y su función y en el que los hombres intelectualmente más capaces no sean tratados como inhábiles políticos.

Argenis Martínez había enunciado el año anterior esta maldición:

La característica general de la política venezolana hasta ahora es que si usted está mejor preparado en el campo de las ideas, es más inteligente a la hora de buscar soluciones y tiene las ideas claras sobre lo que hay que hacer para sacar adelante el país, entonces usted ya perdió las elecciones.

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Reconozco el feo pecado de haber leído algo, por ejemplo a Julián Marías hace cincuenta y seis años. Admito también haber sufrido y confrontado lo que él revela en materia de resistencia a los intelectuales:

…encontraron demasiadas dificultades, se les opuso una espesa cortina de resistencia o difamación, funcionó el partidismo para oírlos “como quien oye llover…”

Pero, como él declara, «siempre es demasiado pronto para ceder y abandonar el campo a los que no tienen razón». No pienso ceder en ninguna de las estipulaciones del código de ética política que compuse y juré públicamente cumplir en septiembre de 1995, principalmente de la segunda de ellas:

2. Procuraré comunicar interpretaciones correctas del estado y evolución de la sociedad general, de modo que contribuya a que los miembros de esa sociedad puedan tener una conciencia más objetiva de su estado y sus posibilidades, y contradiré aquellas interpretaciones que considere inexactas o lesivas a la propia estima de la sociedad general y a la justa evaluación de sus miembros.

Creo que son suficiente protección de mis propios errores, de mi posible falta de razón, las estipulaciones quinta y sexta:

5. Consideraré mis apreciaciones y dictámenes como susceptibles de mejora o superación, por lo que escucharé opiniones diferentes a las mías, someteré yo mismo a revisión tales apreciaciones y dictámenes y compensaré justamente los daños que mi intervención haya causado cuando éstos se debiesen a mi negligencia.

6. No dejaré de aprender lo que sea necesario para el mejor ejercicio del arte de la Política, y no pretenderé jamás que lo conozco completo o que no hay asuntos en los que otras opiniones sean más calificadas que las mías.

Y el mismo código contiene una estipulación octava que me impide acoger el papel constreñido que Marías adjudica a los intelectuales:

8. Podré admitir mi postulación para cargos públicos cuyo nombramiento dependa de los Electores en caso de que suficientes entre éstos consideren y manifiesten que realmente pueda ejercer tales cargos con suficiencia y honradamente. En cualquier circunstancia, procuraré desempeñar cualquier cargo que decida aceptar en el menor tiempo posible, para dejar su ejercicio a quien se haya preparado para hacerlo con idoneidad y cuente con la confianza de los Electores, en cuanto mi intervención deje de ser requerida.

He leído (y escrito) libros, lo confieso, pero también he sido ejecutivo muchas veces, con algún éxito.

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Los holgazanes en los que pienso son, paradójicamente, personas bastante diligentes; trabajan muy denodadamente en numerosas iniciativas que buscan superar el actual estado de cosas en el país. Pero son intelectualmente perezosos; es en la comprensión del problema donde fracasan, prefiriendo no abandonar su congelado y nominalista diagnóstico por la incomodidad de desplazar su punto de vista, de aprender algo que se trate de explicarles y no quepa «en una paginita».

“…la actual crisis política venezolana no es una que vaya a ser resuelta sin una catástrofe mental que comience por una sustitución radical de las ideas y concepciones de lo político. (…) …la revolución que necesitamos es distinta de las revoluciones tradicionales. Es una revolución mental antes que una revolución de hechos que luego no encuentra sentido al no haberse producido la primera. Porque es una revolución mental, una ‘catástrofe en las ideas’, lo que es necesario para que los hechos políticos que se produzcan dejen de ser insuficientes o dañinos y comiencen a ser felices y eficaces. Por eso creo que las élites deben hacerse revolucionarias”. Krisis – Memorias prematuras (1986).

Ése es el trabajo. LEA

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El pecado y no el pecador

 

Las personas no son lo mismo que los hechos

 

En un tiempo de oscuridad, es esencial ser cauteloso y reservado. Uno no debiera despertar innecesariamente una enemistad abrumadora comportándose desconsideradamente. En un tiempo así uno no debe incurrir en las prácticas de otros, pero tampoco arrastrarlos a la luz censurándolos. En las relaciones sociales uno no debiera tratar de saberlo todo. Debe dejar pasar muchas cosas sin dejarse engañar.

I Ching – Hexagrama 36. Oscurecimiento de la luz

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En el caso de este comentario, no uno sino dos pecadores permanecerán anónimos, pero creo de considerable importancia clarificar sus errores, dado que lo que dicen afecta a la ya muy atribulada vida de la Nación. El primero ha dicho: «Supraconstitucional son los reyes absolutos, supraconstitucional es Stalin, es Fidel Castro, es Mao Tse Tung, son los dictadores de derecha, por encima de toda Constitución estoy yo. Eso es supraconstitucional».

¿Ha dicho ese pecador algo que no sea cierto? No; los reyes absolutos, Stalin, Castro, Mao Zedong (antes Tse Tung) y los dictadores de derecha se han creído colocados por encima de sus respectivas constituciones; «El Estado soy yo», decía Luis XIV, la cumbre del absolutismo monárquico. El pecado es en cambio de omisión, porque quien dijera lo citado desconoce o ha olvidado o no está de acuerdo con la piedra fundamental de la constitucionalidad venezolana: que el Pueblo, en su carácter de Poder Constituyente Originario, el único con ese carácter, no está limitado por la Constitución. El Pueblo es el único poder supraconstitucional, y no es el Pueblo un rey absoluto ni un dictador de derecha, ni puede asimilárselo a los dictadores de izquierda en la Unión Soviética, Cuba o China. (El Pueblo, sin embargo, está limitado por los convenios con soberanías equivalentes en los que la República haya entrado válidamente y, muy fundamentalmente, por los derechos humanos, que no son únicamente los establecidos en la Constitución; ella misma estipula en su Artículo 23: «Los tratados, pactos y convenciones relativos a derechos humanos, suscritos y ratificados por Venezuela, tienen jerarquía constitucional y prevalecen en el orden interno, en la medida en que contengan normas sobre su goce y ejercicio más favorables a las establecidas por esta Constitución y la ley de la República, y son de aplicación inmediata y directa por los tribunales y demás órganos del Poder Público»).

Quien hablara así de lo que es supraconstitucional ignora o prefirió ignorar tal doctrina de la supraconstitucionalidad popular, que fuera definida decisivamente por la Sala Político-Administrativa de la Corte Suprema de Justicia en su Sentencia #17 del 19 de enero de 1999:

Nuestra Carta Magna, no sólo predica la naturaleza popular de la soberanía sino que además se dirige a limitar los mecanismos de reforma constitucional que se atribuyen a los Poderes Constituidos, en función de constituyente derivado. Así, cuando los artículos 245 al 249 de la Constitución consagran los mecanismos de enmienda y reforma general, está regulando los procedimientos conforme a los cuales el Congreso de la República puede modificar la Constitución. Y es por tanto, a ese Poder Constituido y no al Poder Constituyente, que se dirige la previsión de inviolabilidad contemplada en el artículo 250 eiusdem. De allí que cuando los poderes constituidos propendan a derogar la Carta Magna a través de «cualquier otro medio distinto del que ella dispone» y, en consecuencia, infrinjan el limite que constitucionalmente se ha establecido para modificar la Constitución, aparecería como aplicable la consecuencia juridica prevista en la disposición transcrita en relación con la responsabilidad de los mismos, y en modo alguno perdería vigencia el Texto Fundamental. Sin embargo, en ningún caso podría considerarse al Poder Constituyente originario incluido en esa disposición, que lo hada nugatorio, por no estar expresamente previsto como medio de cambio constitucional. Es inmanente a su naturaleza de poder soberano, ilimitado y principalmente originario, el no estar regulado por las normas jurídicas que hayan podido derivar de los poderes constituidos, aun cuando éstos ejerzan de manera extraordinaria la función constituyente. (…) Ello conduce a una conclusión: la soberanía popular se convierte en supremacía de la Constitución cuando aquélla, dentro de los mecanismos jurídicos de participación decida ejercería.

El suscrito había postulado, el año anterior a la redacción de la crucial sentencia, precisamente esa supremacía popular y encontrado un defecto de redacción de la Constitución de 1961 que, sorprendentemente, había pasado inadvertido hasta entonces:

Es preciso reformar la Constitución de 1961 para que pueda convocarse una constituyente (Brewer-Carías y otros), pues hay que preservar el “hilo” constitucional. Incorrecto. El artículo 250 de la constitución vigente, en el que fincan su argumento quienes sostienen que habría que reformarla antes, habla de algo que no existe: “Esta Constitución no perderá vigencia si dejare de observarse por acto de fuerza o fuere derogada por cualquier otro medio distinto del que ella misma dispone”. El texto de 1961 no dispone de medio ninguno para derogarla. Sólo menciona enmiendas o reforma general. No prescribe medio alguno para sustituirla por conceptos constitucionales cualitativamente diferentes. Además, el Poder Constituyente, nosotros los Electores, estamos por encima de cualquier constitución. Si aprobamos la convocatoria a una constituyente eso es suficiente. (Contratesis, artículo para La Verdad de Maracaibo del 13 de septiembre de 1998).

Hubo quien sostuviera sobre la base de aquel artículo—ver en este blog Lógica anecdótica (17 de mayo de 2017)—que Pedro Carmona Estanga eliminó justificadamente la Asamblea Nacional y el Tribunal Supremo de Justicia porque, dado que la Constitución de 1961 no podía ser derogada por una constituyente que ella no dispuso, esos órganos no existían; la misma Constitución de 1999 ¡no existía!

………

El segundo pecador es reincidente; acaba de decir:

Cuando en enero de 1999 se dictó una sentencia—inspirada en Carl Schmidt—que abrió la puerta, en nombre del poder originario, al referendo consultivo y luego a una nueva Asamblea Constituyente, se dio un golpe de gracia al Estado de derecho en el país. Pocos parecieron advertirlo. Entre ellos, Rafael Caldera, que se opuso públicamente—ya dejada la primera magistratura—a la realización de ese referendo. La muerte del Estado de derecho traería consigo, de manera progresiva, la ruina de las instituciones. (…) Al cortar la raíz del Estado de derecho, la vida social no podía menos que descomponerse, como se descompone cualquier organismo al morir. Una descomposición progresiva que alcanza hoy extremos de verdadera disolución.

Bueno, en primer lugar, cuando se promulgó la sentencia mencionada Caldera no había dejado aún «la primera magistratura»; la decisión del recurso de interpretación acerca de si podía emplearse el novísimo Artículo 181 de la Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política para consultar al Pueblo si quería elegir una asamblea constituyente fue tomada, como está dicho, el 19 de enero de 1999, y Caldera entregó la Presidencia de la República el 2 del siguiente mes de febrero; si no habló hasta después de esa transferencia de poder guardó silencio por no menos de dos semanas. (No tengo el dato de cuándo lo hizo al fin). Luego, y apartando ese punto relativamente sin importancia, quien expuso lo que acabo de reproducir quiso sugerir que la «inspiración» de la sentencia en Carl Schmitt la marca como algo reprobable, puesto que Schmitt era de afiliación nazi. En esta insinuación reincide; en enero del año pasado él mismo había expuesto:

El viejo Aristóteles decía un pequeño error en el comienzo se hace muy grave al final. El pequeño error fue que el Estado de derecho, que ahora dicen que está muerto, en realidad, sufrió un infarto grave al que le podría poner fecha: 19 de enero de 1999: la Corte Suprema de Justicia dice que es posible hacer un referéndum consultivo sobre una asamblea constituyente. Eso no tenía nada que ver con la Constitución del momento, ni estaba de acuerdo con las facultades de la Sala Político Administrativa solamente, porque si era un tema constitucional concernía a la Corte en pleno. El argumento que se invoca, sorprendentemente, está inspirado en una tesis de Karl Schmitt—el jurista del régimen nazi—, según la cual el poder originario está en el pueblo. Eso es una verdad del tamaño de una Catedral. Pero lo que no es cierto es que el poder originario sea una especie de magma en permanente fluidez, entre otras cosas, porque el poder originario da lugar a unas instituciones. Si esas instituciones no se han destruido, por una guerra civil o lo que fuera, en principio las tienes que tomar en cuenta para reformarlas a ellas mismas. Si invocas un poder originario para actuar en cualquier momento, es como si una institución no tuviera ninguna consistencia.

En esa ocasión le advertí: «Empiezo por algo más bien accesorio, retóricamente útil pero lógicamente inválido. Es la suave insinuación de que la doctrina asentada por la Corte Suprema de Justicia el 19 de enero de 1999 proviene del ‘jurista del régimen nazi’. Como muy bien sabes, has empleado allí un argumento ad hominem: no tiene que ver en nada la veracidad de una afirmación con el carácter de quien la profiere; si ya no Schmitt sino el mismísimo Hitler declarara ‘el Sol sale por el Este’ diría la verdad. (‘La nieve es blanca’ es una proposición verdadera si y sólo si la nieve es blanca. Alfred Tarski, noción semántica de la verdad)».

A eso repuso: «No me ha gustado nunca la reductio ad hitlerum, como la llamó alguno, para descalificar algo, algún argumento. Mi mención de Carl Schmidt tenía por finalidad identificar la fuente de unas afirmaciones, que no se indica en la sentencia y que debe consultar quien quiera analizarla», Y añadió: «No puede sorprenderte que haya diversas opiniones al respecto». Si uno quisiera imitar su referencia a Aristóteles, podría atender a esta observación:

Es de vieja tradición en la filosofía occidental, dicho sea de paso, el establecimiento de la distinción entre opinión y conocimiento. Aristóteles, por ejemplo, propone que si lo opuesto de una proposición no es imposible o no conduce a la autocontradicción, entonces la proposición y su contraria son asunto de opinión. Este criterio excluye las proposiciones de suyo evidentes, así como las demostrables, y ambos tipos de proposición no expresan opinión, sino conocimiento. (Conocimiento y opinión, 14 de junio de 2007)

No es una mera diferencia de opinión; de lo que se trata, justamente, es del conocimiento de nuestra constitucionalidad, y de su reiterada descalificación de la fundamental sentencia de la Sala Político-Administrativa—a la que se había dirigido el recurso de interpretación, no a la Sala Plena, que no era requerida para decidirlo—por aquello del jurista del régimen nazi. Que haya escogido restregar la referencia luego de un año, sugiere que su propósito siempre fue el descrédito ad hominem, la más primitiva de las falacias inventariadas por la ciencia de la Lógica.

Y es decididamente una afirmación del todo falsa que con la Sentencia #17 se haya asesinado al Estado de derecho. Ella misma había explicado tersamente:

Cuando se admite la plenitud del orden jurídico o las lagunas de la ley, incluida la Constitución como ley fundamental, se reconoce que el Derecho se encuentra en una cierta relación de excedencia respecto a la ley, lo que hace que ésta, por definición, no sea apta para decidir todos los casos que puedan presentarse. La Sala entiende que el llamado problema de las lagunas nace del dogma positivista de identificar derecho y ley, y de la exorbitancia del espíritu de la codificación, que aspira a dotar al derecho positivo de un sentido pleno y hermético por razones de certeza jurídica.

………

Cierto purismo jurídico, cobijado convenientemente bajo el prestigio de Rafael Caldera como jurista—yo mismo escribí en Ahora tiene que consultar (8 de agosto de 1994): «Va a ser muy difícil cazar a Rafael Caldera en un error jurídico»—para regatear al Pueblo su supremacía como poder, escamotea que en aquel año, al estimarse que el Congreso de la República negaría su aprobación al segundo decreto de suspensión de garantías constitucionales, su gobierno amenazó con un referéndum que lo aprobara, aunque no existía tal figura consultiva en nuestra legislación. (No sería creada hasta la reforma a la Ley Orgánica del Sufragio de diciembre de 1997). A pesar de eso, el Ministro de Relaciones Interiores, José Guillermo Andueza, anunció que tenía «listo» el decreto de convocatoria. (Cuando Acción Democrática ofreció su apoyo a la suspensión segunda, el senador Juan José Caldera no perdió un minuto para declarar que ya el referéndum no era necesario. En aquel momento opiné: «Sería una lástima y seguramente, a la larga, un error político, haber mencionado la posibilidad de un referéndum solamente como amenaza hacia el Congreso de la República, o como promesa electoral demagógica»).

Pecados como los referidos, provenientes de una oposición convencional a Maduro y su constituyente, parecieran oponerse con mayor denuedo que el oficialismo a que el Pueblo decida. El Pueblo tiene, incluso, la potestad de disolver esa constituyente y anular todos sus actos, pero no se lo quiere convocar; se prefiere ignorar su poder. La retórica efectista de «la muerte del Estado de derecho» y la repetida y engañosa alusión a Carl Schmitt—más de cien años antes que él (1789) ya Emmanuel Sieyès había postulado que la soberanía residía en el Pueblo—, sumadas al olvido de su carácter supraconstitucional, son estorbos a la solución política que se necesita en Venezuela. El primero de los pecadores dijo a continuación de sus frases citadas al inicio:

La Constituyente, cuando se da—en el marco de la ley—, es por un lapso limitado y con autorización para cambiar la Constitución, que una vez redactada hay que someterla a consideración del soberano. Pero eso no pasó en Venezuela. Hicieron la Constituyente por lo menos para dos años y la pueden prolongar por otros 20 años. Cualquier cosa que no le guste el gobierno lo pasa a la Constituyente y  como está por encima de todo, aténganse a las decisiones. El gobierno se está manejando de esa manera. La Constituyente es poder ejecutivo, poder legislativo, poder judicial y poder electoral, todo a conveniencia del poder.

Tiene razón; el pedagógico obispo que es Ovidio Pérez Morales ha propuesto esta metáfora: que vivir en Venezuela con una constituyente es como pasear con un cocodrilo. Pues bien, a ese saurio se lo elimina únicamente desde el poder del Pueblo y, como ha medido Datanálisis, una clara mayoría de sus entrevistados disolvería la constituyente y anularía sus actos. En diciembre de 2007, los proyectos estratégicos de reforma constitucional socializante fueron derrotados por 1,31% y 2,02%; ahora hablamos de una ventaja que va de 14 a 20 puntos porcentuales.

La pecaminosa y errónea prédica reseñada ancla con facilidad en un pernicioso estado emocional, pues percibe que nada puede hacerse, que sólo nos queda la «ayuda exterior», posiblemente sólo la invasión que vende Ricardo Hausmann o lo que promueve un articulista de ocasión al preguntar: «¿Qué tiene de malo un buen golpe de Estado?» Más de uno, por otra parte, le echa injustamente al Pueblo la culpa de nuestro preocupantísimo estado de cosas, razonando que no hay en él, en triple rima asonante, suficiente gente decente. No logran ver que esa misma depresión es causada en gran medida por la reiteración de las equivocaciones, por la improductividad de estrategias incompetentes repetidas sin imaginación.

Es hora de hacer algo distinto y definitivo: hay que convocar a la Corona para que hable y decida, no sólo para que vote, proteste o ponga víctimas. Ella ha comenzado a percatarse de que mandar es muy preferible a votar, protestar o morir. LEA

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